7
—¿Gerry?
—Sí, Sarah.
—No quiero ver esa película. ¿No podemos ir a charlar a alguna parte?
—Claro que sí. ¿Salimos a tomar algo?
—Imposible. Edith me ha atiborrado.
La miró de reojo, preguntándose qué la habría alterado. Hasta estar sentados ante unas bebidas, Sarah no volvió a hablar. Entonces soltó bruscamente:
—Gerry, mamá vuelve a casarse.
—¡Caramba! —la sorpresa era auténtica—. ¿Tú no tenías ni idea?
—¿Cómo iba a tenerla? Le ha conocido después de irme yo.
—Qué rápida.
—Demasiado. ¡En algunas cosas mamá no tiene sentido común!
—¿Quién es?
—El hombre que estaba allí esta tarde. Se llama Coliflor, o algo así.
—Oh, ese hombre.
—Sí. ¿No crees que es del todo imposible?
—Bueno, no me he fijado mucho en él. Parecía un tipo corriente.
—Es la persona menos adecuada para mamá.
—Supongo que ella es el mejor juez —objetó Gerry con suavidad.
—No, no lo es. La pega de mamá es que es débil. Siente pena por la gente. Y mamá necesita alguien que cuide de ella.
—Al parecer, ella piensa lo mismo —le sonrió el muchacho.
—No te rías, Gerry, hablo en serio. Coliflor no es el tipo que conviene a mamá.
—Bueno, es asunto suyo.
—Tengo que cuidar de ella. Siempre he sentido eso. Sé mucho más de la vida que ella y soy mucho más dura.
Gerry no discutió la afirmación. En conjunto estaba de acuerdo. Pese a todo se sintió inquieto.
—De todos modos, Sarah —dijo despacio—, si ella quiere casarse de nuevo…
Sarah le interrumpió con rapidez:
—Oh, y yo estoy de acuerdo con eso. Mamá debería casarse otra vez. Ya se lo he dicho. Prácticamente padece penuria de vida sexual. Pero decididamente, Coliflor no.
—No crees… —Gerry se interrumpió, vacilante.
—¿Qué?
—… Que sentirías lo mismo… ¿por cualquiera? —Estaba un poco nervioso pero le salieron las frases—. Después de todo, no puedes saber que Coliflor no le conviene. No has hablado ni dos palabras con él. ¿No te parece que a lo mejor estás… —tuvo que armarse de valor para soltar la última palabra, pero lo hizo— ejem, celosa?
Sarah se sulfuró.
—¿Celosa? ¿Yo? ¿Quieres decir porque será mi padrastro? ¡Mi querido Gerry! ¿No dije hace tiempo… antes de irme a Suiza… que mamá debería casarse otra vez?
—Sí. Pero es distinto decir cosas que admitirlas cuando ocurren de verdad —dijo Gerry con un relámpago de percepción.
—No soy de naturaleza celosa. Sólo pienso en la felicidad de mamá —añadió Sarah virtuosamente.
—Si yo fuera tú, no iría entrometiéndome en vidas ajenas —dijo Gerry con decisión.
—Pero es mi propia madre.
—Bueno, seguramente sabe mejor que nadie lo que le conviene.
—Te repito que mi madre es débil.
—Además, no puedes hacer nada.
Gerry pensaba que Sarah se estaba alterando por nada. Estaba harto de Ann y sus asuntos y quería hablar de sí mismo.
—Creo que voy a largarme —cambió Gerry con brusquedad.
—¿Largarte de la oficina de tu tío? Oh, Gerry.
—No aguanto más. Cada vez que llego quince minutos tarde me arma un follón.
—Bueno, hay que llegar puntual al trabajo, ¿no?
—¡Miserable gusano! Hojeando libros de contabilidad, pensando sólo en el dinero mañana, tarde y noche.
—Pero, Gerry, si te vas, ¿qué harás?
—Oh, ya encontraré algo.
—Ya has probado muchas cosas.
—¿Quieres decir que siempre me echan? Bueno, esta vez no voy a esperar a que lo hagan.
—Pero, Gerry, ¿crees que eso es de sentido común? —Sarah le miraba con solicitud preocupada, casi maternal—. Me refiero a que es tu tío, y casi el único pariente que tienes, y tú dices siempre que le sobra el dinero.
—¿Y que si me porto bien me lo dejará todo? Supongo que eso es lo que quieres decir.
—Bueno, bastante sueles protestar sobre tu tío abuelo, aquel que no le dejó la pasta a tu padre.
—Si hubiera tenido un sentimiento familiar como es debido, ahora no me vería yo teniendo que dar jabón a los magnates de la City. Creo que este país está podrido hasta el tuétano. Me parece que me voy a largar, pero del todo.
—¿Al extranjero?
—Sí, a algún sitio donde haya porvenir.
Ambos quedaron en silencio, pensando en una nebulosa vida con porvenir.
Sarah, cuyos pies estaban siempre más firmemente plantados en el suelo que los de Gerry, comentó agudamente:
—¿Se puede hacer algo sin capital? Y tú no lo tienes, ¿verdad?
—Ya sabes que no. Bah, supongo que habrá muchas cosas que uno pueda hacer.
—Por ejemplo, ¿qué puedes tú hacer, en realidad?
—¿Por qué has de ser tan condenadamente deprimente, Sarah?
—Lo siento. Lo que quería decir es si estás especialmente preparado para algo.
—Sé mandar hombres y sirvo para vivir al aire libre. No para estar encerrado en una oficina.
—Oh, Gerry —suspiró Sarah.
—¿Qué pasa?
—No sé. La vida parece difícil. Todas estas guerras han desequilibrado las cosas.
Se quedaron mirando al vacío con aire deprimido.
Por fin Gerry, magnánimo, dijo que daría a su tío otra oportunidad. Sarah aplaudió su decisión.
—Será mejor que me vaya a casa. Mamá ya habrá vuelto de su conferencia.
—¿De qué trataba?
—No sé. «Adónde vamos y por qué». Ese tipo de charlas. —Se puso en pie—. Gracias, Gerry. Me has ayudado mucho.
—Intenta no tener prejuicios, Sarah. Si a tu madre le gusta ese tipo y va a ser feliz con él, eso es lo que importa.
—Si mamá va a ser feliz con él, todo está bien.
—Después de todo, tú también te casarás, supongo… cualquier día de éstos…
Lo dijo sin mirarla. Sarah contempló sus manos, absorta.
—Algún día, supongo —murmuró—. No tengo especial ansia…
Ambos guardaron silencio, algo violentos, mientras en el aire temblaba una sensación placentera…
Durante la comida, al día siguiente, Ann se sentía tranquila. Sarah se estaba portando admirablemente. Saludó a Richard con afabilidad y mantuvo una conversación cortés.
Ann se sentía orgullosa de su hija, con su bonito rostro juvenil y sus modales correctos. Debería haber comprendido que podía confiar en Sarah… que Sarah nunca le dejaría mal.
Lo que sí anhelaba es que Richard demostrara una forma de ser más favorable. Estaba nervioso, se daba cuenta de ello. Se sentía ansioso de causar buena impresión, como ocurre con frecuencia en esos casos, y su misma ansiedad le hacía parecer distante. Su tono resultaba didáctico, casi pedante. Deseoso de parecer cómodo, daba la impresión de dominar al grupo. La misma deferencia que Sarah le demostraba, subrayaba la impresión causada por el hombre. Sus afirmaciones eran excesivamente positivas y parecían indicar que ninguna opinión era posible sino la suya. Ann, que conocía bien la verdadera timidez de su naturaleza, se sentía molesta.
Pero ¿cómo iba a saberlo Sarah? Estaba contemplando el lado peor de Richard, cuando tan importante era que viera el mejor. Hacía que Ann se sintiera nerviosa Y a disgusto, lo que, como pronto pudo percibir, fastidiaba a Richard.
Una vez concluida la comida y servido el café, Ann les dejó, con la excusa de tener que telefonear, pues tenía una extensión en su dormitorio. Esperaba que, dejándoles solos, Richard se sentiría más cómodo y se mostraría más como era. Una vez que ella se quitara de en medio, las cosas irían arreglándose.
Cuando Sarah hubo llenado de nuevo la taza de Richard, pronunció un par de frases corteses y la conversación cesó.
Richard luchaba consigo mismo. Pensaba que el triunfo estaba en la franqueza. En conjunto se sentía favorablemente impresionado por Sarah. Ésta no había mostrado hostilidad alguna. Lo importante era demostrarle lo bien que comprendía la situación. Antes de venir había estado ensayando lo que diría. Como tantas cosas previamente ensayadas, las palabras salieron inexpresivas y artificiales. Para sentirse cómodo se había revestido de una alegría confiada, que nada tenía que ver con su verdadera y dolorosa cortedad.
—Mira, jovencita, hay un par de cosas que me gustaría decirte.
—Ah, ¿sí?
Sarah volvió hacia él un rostro atractivo, pero en aquel momento totalmente desprovisto de expresión. Esperó cortés y Richard se sintió aún más nervioso.
—Deseo decirte que comprendo muy bien lo que sientes. Todo esto ha debido de resultarte un golpe. Tú y tu madre habéis estado siempre muy unidas. Es perfectamente natural que resientas la intromisión de alguien en vuestras vidas. Es lógico que te sientas un tanto herida y celosa por ello.
—Nada de eso, se lo aseguro —afirmó Sarah en tono correcto y amable.
Richard, preocupado con sus pensamientos, no se fijó en lo que, de hecho, era una advertencia.
Siguió tartamudeando:
—Como decía, todo es normal, así que no te atosigaré. Puedes ser tan fría como desees conmigo. Cuando decidas que podemos ser amigos, estaré dispuesto a salir a mitad de camino. Lo único que has de pensar es en la felicidad de tu madre.
—En ella pienso.
—Hasta ahora, lo ha hecho todo por ti. Ahora hay que tomarle a ella en consideración. Tú deseas verla feliz, estoy seguro. Y debes recordar lo siguiente: tienes que vivir tu propia vida… la tienes toda por delante. Tienes tus propios amigos, tus propias esperanzas y ambiciones. Si te casaras o consiguieras un empleo, tu madre se quedaría sola, y se sentiría muy abandonada. Éste es el momento en que tienes que ponerla a ella por delante y considerarte tú en segundo lugar.
Se detuvo esperando la reacción de Sarah. Pensó que lo había expuesto bastante bien.
La voz de Sarah, cortés, pero con un imperceptible deje impertinente, interrumpió sus autofelicitaciones.
—¿Dirige usted la palabra en público a menudo?
—¿Por qué? —preguntó, sobresaltado.
—Pienso que debe ser bastante bueno en esas cosas.
Estaba recostada en su butaca, admirándose las uñas. El hecho de que fueran de color carmín, cosa que detestaba Richard intensamente, aumentó su irritación. Había reconocido al fin que se hallaba frente a frente con un ser hostil.
Con esfuerzo dominó su mal humor, y el resultado fue que, cuando habló, su tono era casi paternalista.
—Tal vez te estuviera soltando un pequeño rollo, hija mía. Pero quería llamarte la atención acerca de algunas cosas en las que tal vez no hubieras pensado. Y puedo asegurarte una cosa: tu madre no va a quererte menos porque me quiera a mí, estate segura.
—¿De veras? Qué amable es usted al decírmelo —comentó Sarah con ironía.
Ya no había duda sobre la hostilidad.
Si Richard hubiese abandonado sus defensas, si se hubiese limitado a decir:
«Lo estoy echando todo a perder, Sarah. Me siento cortado y desdichado, lo cual me hace decir lo que no quiero, pero amo mucho a Ann y quiero que me aprecies, si puedes», tal vez hubiera fundido el hielo de Sarah, pues era una criatura de corazón generoso.
Pero en lugar de ello, su tono se hizo más tenso aún:
—Los jóvenes tienden a ser egoístas. Por lo general, no piensan sino en sí mismos. Pero tú has de pensar en la felicidad de tu madre. Tiene derecho a una vida propia, derecho a tomar la felicidad donde la encuentre. Necesita que alguien la cuide y la proteja.
Sarah alzó la mirada y le contempló cara a cara. La mirada de sus ojos desconcertó al hombre. Era dura y parecía calculadora.
—No puedo estar más de acuerdo con usted —dijo inesperadamente.
Ann volvió a la habitación, con cierto nerviosismo.
—¿Queda algo de café?
Sarah llenó con cuidado una taza, se puso en pie y se la tendió a su madre.
—Aquí tienes, mamá. Has llegado en el momento oportuno. Ya hemos tenido nuestra pequeña conversación.
Salió del cuarto. Ann miró interrogante a Richard, cuyo rostro aparecía encendido.
—Tu hija ha decidido que no le gusto.
—Ten paciencia con ella, Richard. Por favor, sé paciente.
—No te preocupes, Ann, estoy perfectamente dispuesto a ser paciente.
—Comprende, para ella ha sido un golpe.
—Lo sé.
—Sarah tiene de verdad un corazón muy cariñoso. Es una niña tan tierna…
Richard no replicó. Consideraba a Sarah una jovencita odiosa, pero aquello era algo que no podía decir a su madre.
—Todo saldrá bien —le dijo consolador.
—Ya lo sé. Sólo que hace falta tiempo.
Ambos se sentían desgraciados y no sabían qué más decir.
Sarah se había retirado a su dormitorio. Sin ver, sacó ropa del armario y la tendió en la cama.
—¿Qué hace, señorita Sarah? —preguntó sorprendida Edith, entrando.
—Oh, repasando la ropa. Tal vez haya algo que necesita limpiarse. O coser, o algo.
—Ya he cuidado de todo. No tiene que molestarse.
Sarah no respondió. Edith la miró y vio que las lágrimas iban acumulándose en los ojos de la muchacha.
—Vamos, vamos, no se lo tome así.
—Es odioso, Edith, completamente odioso. ¿Qué puede ver mamá en él? ¡Oh, todo está echado a perder, arruinado… nada será ya lo mismo nunca!
—Vamos, señorita Sarah. De nada sirve que se altere. Cuanto menos palabras menos perdones. Hay que aguantar lo que no tiene remedio.
Sarah rió como loca.
—¡Más vale prevenir que lamentar! ¡Piedra que rueda no cría musgo! Vete, Edith, vete.
Edith meneó la cabeza con simpatía y salió, cerrando la puerta.
Sarah lloró apasionadamente, como una niña. Estaba destrozada de pena. Como una niña sólo veía tinieblas por doquier, sin nada que alegrara la oscuridad. Entre sollozos, repetía bajito:
—Oh, mamá, mamá, mamá…