5

—Bueno, Ann, querida —decía Geoffrey Fane—. Claro que te felicito… o lo que se diga en estas ocasiones. Ejem… si me permites, te diré que es un tipo con mucha suerte… sí, muy afortunado. No le conozco, ¿verdad? No me parece recordar su nombre.

—No. Sólo le conozco desde hace algunas semanas.

El profesor Fane la contempló por encima de sus lentes, como era su costumbre.

—Vaya —el tono era desaprobador—. ¿No es todo un poco repentino? ¿Bastante impetuoso?

—No, no creo.

—Los matawayala guardan un período de noviazgo como de año y medio, por lo menos…

—Deben de ser muy precavidos. Yo creía que los salvajes obedecían a impulsos primitivos.

—Los matawayala están muy lejos de ser salvajes —replicó escandalizado Fane—. Tienen una cultura muy destacada. Sus ritos matrimoniales son extrañamente complejos. En la víspera de la ceremonia, los amigos de la novia… ejem… quizá sea mejor que no entremos en detalles. Pero la verdad es muy interesante, y parece sugerir que, en tiempos, el matrimonio ritual de los sumos sacerdotes… no, realmente no debo seguir. En cuanto el regalo de boda, ¿qué te gustaría, Ann?

—No tienes por qué hacerme un regalo de bodas, Geoffrey.

—Por lo general es algo de plata, ¿verdad? Creo que compré una copa… no, no, eso es para bautizos… ¿cucharas, tal vez? ¿O algo para poner las tostadas? Ah, ya sé, un florero para rosas. Pero, Ann, querida, ¿sabes algo de ese individuo? Quiero decir, ¿le conoce alguien…? Porque se leen tantas cosas extraordinarias…

—No me recogió en el muelle ni he hecho un seguro de vida en su favor.

Geoffrey Fane la miró de nuevo ansioso, y sintió alivio al ver que ella reía.

—Está bien, está bien. Creí que estabas enfadada conmigo. Pero hay que tener cuidado. ¿Qué tal le ha sentado a la pequeña?

—Escribí a Sarah…, está en Suiza, ya sabes. —El rostro de Ann se ensombreció un momento—, pero no me ha contestado. Claro que apenas si ha tenido tiempo de escribir, pero yo esperaba…

—Es difícil acordarse de contestar las cartas. A mí me cuesta cada vez más. Me pidieron que diera en marzo una serie de charlas en Oslo. Pensaba contestarles. Se me olvidó por completo. Y encontré la carta ayer… en el bolsillo de una chaqueta vieja.

—Bueno, todavía hay mucho tiempo —le consoló Ann.

Geoffrey Fane la miró con sus dulces y tristes ojos azules.

—Pero la invitación era para marzo del año pasado, Ann querida.

—Oh… pero Geoffrey, ¿cómo puede estar tanto tiempo una carta en el bolsillo de una chaqueta?

—Era muy vieja. Una manga estaba casi arrancada, y por eso no me la ponía mucho. Yo… ejem… la dejé a un lado.

—Alguien debería cuidar de ti, Geoffrey.

—Yo prefiero mucho más que no me cuiden. Una vez tuve una patrona muy eficaz, cocinera excelente, pero una de esas inveteradas personas que han de ordenarlo todo. Llegó a tirarme las notas sobre los hechiceros bulyano, que atraen las lluvias. Una pérdida irreparable. Su excusa era que estaban en el cubo del carbón… pero como yo le dije: un cubo de carbón no es una papelera, señora… señora… como quiera que se llamase. Me temo que las mujeres no tienen sentido de la medida. Dan una importancia absurda a la limpieza y limpian casi como ejecutando un acto ritual.

—Algunos dicen que lo es. Laura Whitstable, la conoces, claro, me dejó horrorizada por el siniestro significado que parece imputar a quienes se lavan el cuello dos veces al día. ¡Al parecer, cuanto más sucio, más limpio de corazón!

—¿De veras? Bueno, debo irme —suspiró—. Te echaré de menos, Ann. Te echaré de menos más de lo que crees.

—Pero no vas a perderme, Geoffrey. No me marcho. Richard tiene un empleo en Londres. Estoy segura que te gustará.

—No será lo mismo —volvió a suspirar el hombre—. No, no, cuando una mujer bonita se casa con otro… —le apretó la mano—. Has significado mucho para mí, Ann. Casi me atreví a esperar… pero no, no, no hubiera podido ser. Un viejo despistado como yo. No, te hubieras aburrido. Pero te tengo mucho afecto, Ann, y te deseo felicidad de todo corazón. ¿Sabes a qué me has recordado siempre? Aquellos versos de Homero.

Geoffrey, citó con deleite un largo párrafo en griego.

—Eso —sonrió.

—Gracias, Geoffrey. No sé lo que significa…

—Significa que…

—No, no me lo digas. No sería tan hermoso como un sonido. Qué idioma tan bello es el griego. Adiós, querido Geoffrey, y gracias… no te olvides del sombrero… ése no es tu paraguas, es la sombrilla de Sarah y… espera un minuto… aquí tienes tu cartera.

Cerró la puerta tras él.

Edith asomó la cabeza por la puerta de la cocina, hablando sin que le preguntaran.

—Tan inútil como un crío, ¿verdad? Y no es que esté chiflado. Inteligente para lo suyo, me parece a mí. Aunque yo diría que esas tribus nativas por las que tanto se preocupa tienen unas mentes de lo más retorcidas. Aquella figura de madera que le trajo la puse en el fondo del armario de la ropa blanca. Necesita un sostén y una hoja de parra. Y sin embargo, el viejo profesor no tiene un mal pensamiento en la cabeza. Ni es tan viejo tampoco.

—Tiene cuarenta y cinco años.

—Ya ve. Es toda su ciencia lo que le ha dejado tan calvo. Mi sobrino perdió todo su pelo a causa de las fiebres. Se quedó como un huevo. Pero después de un tiempo le creció un poquito. Aquí tiene dos cartas.

—¿Una devuelta? Oh, Edith —se demudó la cara de Ann—, es mi carta a Sarah. Qué tonta soy. La mandé al hotel, sin poner el nombre del pueblo. No sé qué me pasa.

—Yo sí —repuso Edith significativamente.

—Hago las cosas más estúpidas… Esta otra es de dame Laura… qué amable… tengo que telefonearla. Fue a la salita y marcó un número.

—¿Laura? Acabo de recibir tu nota. Qué amable eres. Nada me gusta más que un Picasso. Siempre he deseado tener uno propio. Lo pondré sobre el escritorio. Eres demasiado buena conmigo. ¡Oh, Laura, qué idiota he sido! Escribí a Sarah contándoselo todo… y me han devuelto la carta. Sólo puse Hotel des Alpes, Suiza. ¿Puedes imaginarme tan boba?

—Hum —sonó la voz profunda de dame Laura—. Qué interesante.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho.

—Te conozco ese tono de voz. Estás insinuando algo. Estás queriendo decir que yo no deseaba de verdad que Sarah recibiese mi carta o algo así. Me irrita esa teoría tuya de que todos los errores son realmente deliberados.

—No es particularmente mi teoría.

—¡Bueno, pues de todas maneras no es verdad! Aquí estoy, con Sarah que volverá pasado mañana sin saber nada de nada, y tendré que contárselo todo, lo que va a ser mucho más embarazoso. No voy a saber cómo empezar.

—Sí. Eso es lo que te ha pasado por no querer que Sarah recibiese la carta.

—Pero sí que quería. No seas tan pesada.

Al otro lado del hilo se oyó una risita.

—Además, es una teoría ridícula —se enfadó Ann—. Bueno, Geoffrey Fane acaba de salir de aquí. Había encontrado una invitación para dar unas conferencias en Oslo en marzo del año pasado y desde entonces tenía perdida la carta. ¿Quieres decirme que la perdió a propósito?

—¿Quería dar efectivamente conferencias en Oslo? —inquirió la dama.

—Lo supongo… bueno, no lo sé.

—Interesante —repitió dame Laura con voz maliciosa y colgó.

Richard Cauldfield compró un ramo de narcisos en la florista de la esquina.

Se sentía dichoso. Tras sus primeras dudas estaba entrando en la rutina de su nuevo empleo. Merrick Hellner, su jefe, era un hombre simpático, y su amistad, iniciada en Birmania, resultaba estable en Inglaterra. El trabajo no era técnico. Era un trabajo administrativo y rutinario, en el que los conocimientos acerca de Birmania y el Oriente resultaban útiles. Richard no era un hombre brillante, pero sí consciente, trabajador y con mucho sentido común.

Había olvidado las primeras desilusiones de su llegada a Inglaterra. Era como iniciar una nueva vida con todo a su favor. Trabajo que le iba, un jefe amistoso y simpático y el plan casi inmediato de casarse con la mujer que amaba.

Todos los días se maravillaba de nuevo de que Ann le quisiera. ¡Qué dulce era, tan suave y atractiva! Y sin embargo, a veces, cuando se había visto forzado a dictar la ley, un tanto dogmáticamente, al alzar la vista veía que ella le miraba con sonrisa maliciosa. No estaba acostumbrado a que se rieran de él y al principio no estaba seguro de que le gustara… pero tenía que admitir al fin que de Ann lo soportaba y hasta disfrutaba con ello.

—¿Verdad que estamos siendo un tanto pedantes, cariño? —decía por ejemplo Ann.

Al principio él fruncía el entrecejo, para luego unirse a su risa y admitir:

—Supongo que estoy siendo un tanto dictatorial. Eres muy buena para mí, Ann. Me vuelves mucho más humano.

—Ambos somos buenos el uno para el otro —contradijo ella con rapidez.

—No puedo hacer mucho por ti… excepto cuidarte.

—No me cuides demasiado. No fomentes mis debilidades.

—¿Tus debilidades? No tienes ninguna.

—Oh, sí que tengo, Richard. Me gusta que la gente esté a gusto conmigo. No me gusta molestar en nada. Me disgustan las discusiones o los aspavientos.

—¡Gracias a Dios! No soportaría una esposa regañona, siempre protestando. ¡Y he visto algunas, te lo aseguro! Es lo que más admiro en ti, Ann, que siempre eres tan dulce, de humor tan tranquilo. Queridísima, qué felices vamos a ser.

—Sí, creo que lo seremos —repuso con dulzura.

Pensó que Richard había cambiado mucho desde que se conocieran. Ya no tenía los gestos agresivos de un hombre a la defensiva. Se había vuelto, como él mismo decía, mucho más humano. Más seguro de sí, y por ello más tolerante y amistoso.

Richard tomó los narcisos y subió al piso de Ann, que era el tercero. Tomó el ascensor, tras ser amablemente saludado por el portero, que para entonces le conocía muy bien de vista.

Edith abrió la puerta y al fondo del pasillo oyó la voz de Ann un tanto jadeante.

—Edith, Edith, ¿has visto mi bolso? Lo he dejado en algún sitio.

—Buenas tardes, Edith —saludó Richard al entrar.

Jamás se sentía cómodo con Edith e intentaba enmascarar el hecho con una especie de humor adicional que no sonaba natural del todo.

—Buenas tardes, señor —repuso Edith con respeto.

—Edith —la voz de Ann sonó urgente en el dormitorio—. ¿No me has oído? ¡Ven!

Salió al pasillo en el instante en que Edith decía:

—Es el señor Cauldfield, señora.

—¿Richard? —Ann se acercó con aire sorprendido y condujo al hombre a la salita, ordenando a Edith por encima del hombro masculino—: Debes encontrarme ese bolso. Mira a ver si lo he dejado en el cuarto de Sarah, por favor.

—A la próxima perderá la cabeza —murmuró Edith al salir.

Richard frunció el entrecejo. La libertad expresiva de Edith ofendía su sentido del decoro. Quince años atrás un sirviente no hubiera hablado de aquella forma.

—Richard… no te esperaba hoy. Creí que venías a comer mañana.

Su voz sonaba un tanto inquieta, como con sorpresa.

—Mañana me parecía muy lejos —sonrió él—, y te quería traer esto.

Al entregarle las flores, mientras ella lanzaba una exclamación de placer, Richard observó que había ya profusión de flores en el cuarto. En la mesita baja, junto al fuego, había un jarrón con jacintos y también se veían floreros con tulipanes tempranos y narcisos.

—Tienes un aire muy festivo —comentó.

—Claro; hoy vuelve Sarah.

—Oh, sí… sí, es cierto. ¿Sabes que se me había olvidado del todo?

—Oh, Richard.

El tono contenía un reproche. Era cierto. Se le había olvidado. Sabía perfectamente el día de la llegada, pero cuando Ann y él fueron al teatro la noche anterior ninguno de los dos hizo referencia al suceso. Y sin embargo, habían hablado de ello y se habían puesto de acuerdo en que la tarde en que Sarah volviera, tendría a Ann para sí sola, y que él iría a comer al día siguiente para conocer a su futura hijastra.

—Lo siento, Ann. La verdad es que se me ha pasado. Pareces muy ilusionada —añadió con una leve nota de decepción.

—Bueno, la vuelta al hogar de una hija es siempre algo especial, ¿no te parece?

—Supongo que sí.

—Me voy a la estación a recibirla. —Miró su reloj—. Oh, ando bien. Además, supongo que el tren que empalma con el barco traerá retraso. Por lo general, eso ocurre.

Edith irrumpió en la habitación con el bolso de Ann en una mano.

—En el armario de la ropa blanca… allí es donde lo había dejado.

—Claro, cuando buscaba las fundas de las almohadas. ¿Has puesto las sábanas verdes en la cama de Sarah? ¿No se te habrá olvidado?

—Bueno, ¿cuándo se me olvida?

—¿Y te has acordado de los cigarrillos?

—Sí.

—¿Y Toby y Jumbo?

—Sí, sí, sí.

Meneando la cabeza con indulgencia, Edith volvió a salir.

—Edith —la llamó otra vez Ann, tendiéndole los narcisos—. Ponlos en un jarrón, ¿quieres?

—¡Va a ser difícil encontrar uno! No importa; ya encontraré algo.

Y salió, llevándose las flores.

—Estás tan entusiasmada como una niña, Ann.

—Es lógico. Es maravilloso volver a ver a Sarah.

—Cuánto hace que no la ves… ¿tres semanas? —la pregunta era un poco burlona, aunque cariñosa, y sin embargo con cierta tirantez.

—Supongo que resulto ridícula —le sonrió Ann, desarmándole—, pero quiero mucho a Sarah. Tú no querrías que fuera lo contrario, ¿eh?

—Naturalmente que no. Estoy deseando conocerla.

—Es muy impulsiva y cariñosa. Estoy segura de que os llevaréis bien.

—Yo también —añadió con una sonrisa—. Si es hija tuya, será una persona muy dulce.

—Qué amable eres al decir eso, Richard. —Apoyó sus manos en los hombros de él y alzó su rostro para besarle, murmurando—: Querido Richard. Tendrás paciencia, ¿verdad? Quiero decir que… tal vez nuestro matrimonio la sorprenda un poco. Si yo no hubiera sido tan tonta con aquella carta…

—Vamos, no te atormentes, querida. Ya sabes que puedes confiar en mí. Es posible que a Sarah le siente un poco mal al principio, pero le haremos comprender que es una idea estupenda. Te aseguro que nada de cuanto diga me ofenderá.

—Oh, no dirá nada. Sarah tiene buenos modales… Pero le disgustan mucho los cambios.

—Vamos, anímate, cariño. Después de todo no puede poner objeción a las amonestaciones, ¿no?

Ann no contestó a la broma. Seguía con aire preocupado.

—Si tan sólo se lo hubiera escrito en seguida…

—¡Tienes todo el aspecto de una cría a la que sorprenden robando mermelada! —rió Richard—. Todo saldrá bien, amor mío. Sarah y yo seremos pronto amigos.

Ann le miró, dudosa. La animada seguridad del hombre la hizo reaccionar de forma extraña. Hubiera preferido notarle algo nervioso. Pero él seguía:

—Cariño, no tienes que dejar que las cosas te preocupen tanto.

—Normalmente no me preocupan.

—Pues ahora sí. Mírate… asustada… cuando todo es perfectamente sencillo y claro.

—Es que soy… bueno, tímida. No sé exactamente qué voy a decir, cómo plantear la cosa.

—Por qué no decir: «Sarah, éste es Richard Cauldfield. Voy a casarme con él dentro de tres semanas».

—¿Así, de pronto?

Ann sonrió pese a sí misma y Richard le devolvió la sonrisa.

—¿No crees que es la mejor manera?

—Tal vez sí. —Vaciló—. Lo que no te das cuenta es que yo me siento tan… tan enormemente estúpida.

—¿Estúpida? —la miró, serio.

—Una se siente estúpida al tener que decirle a su hija ya crecida que va a volver a casarse.

—La verdad es que no veo por qué.

—Supongo que es porque los jóvenes, inconscientemente, le consideran a uno como pasado ya para esas cosas. Para ellos somos viejos. Creen que el amor… quiero decir, el enamorarse… es un monopolio de la juventud. Tiene que sonarles ridículo que una pareja de mediana edad se enamore y se case.

—No hay nada ridículo en ello —repuso él con cierta aspereza.

—Para nosotros no, porque nosotros somos de mediana edad.

Richard frunció el ceño. Su voz, al hablar, tenía cierta dureza.

—Mira, Ann, ya sé que tú y Sarah os queréis mucho. Me atrevería a decir que puede que la chica se sienta herida y celosa por mi causa. Lo comprendo, es natural y estoy dispuesto a no darme por enterado. Hasta diría que al principio me va a tener manía… pero se le pasará. Hay que hacerle comprender que tú tienes derecho a vivir tu propia vida y hallar tu propia felicidad.

Ann se ruborizó un tanto.

—Sarah no va a escatimarme mi «felicidad», como tú lo llamas. Sarah no tiene nada de mezquina ni exigente. Es la criatura más generosa del mundo.

—La verdad es que te estás exaltando por nada, Ann. Por cuanto sabes, Sarah tal vez se alegre mucho de saber que te casas. Será libre de vivir su propia vida.

—Vivir su propia vida —Ann repitió la frase con burla—. La verdad, Richard, hablas como en una novela victoriana.

—Lo cierto es que las madres nunca quieren que el pájaro vuele del nido.

—Te equivocas, Richard… te equivocas por completo.

—No quiero molestarte, cariño, pero a veces incluso la madre más cariñosa puede resultar abrumadora. Mira, me acuerdo de cuando yo era un muchacho. Quería mucho a mis padres, pero la vida con ellos era a veces como para volverse loco. Siempre preguntándome a qué hora volvería y a dónde iba. «No te olvides de la llave». «Procura no hacer ruido cuando entres». «La última vez se te olvidó apagar la luz del vestíbulo». «Qué, ¿qué vas a salir otra vez esta noche? No pareces estar muy a gusto en casa, con todo lo que hacemos por ti». —Se detuvo—. Estaba a gusto en casa… pero ¡oh Dios!, cuánto deseaba estar libre.

—Todo eso lo comprendo, desde luego.

—Así que no debes darte por ofendida si Sarah busca su independencia más de lo que puedas creer. Recuerda que hoy día hay muchas carreras abiertas a las mujeres.

—Sarah no es del tipo que quiere hacer carrera.

—Eso dices tú, pero piensa que casi todas las chicas tienen un empleo.

—En gran parte eso es cuestión de necesidad, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Llevas quince años de retraso, Richard —repuso Ann, impaciente—. Una vez sí, fue la moda de «vivir tu propia vida» y «salir al mundo». Las chicas aún lo hacen, pero ya no tiene atractivo. Con los impuestos, los derechos reales por las herencias y todo lo demás, por lo general una chica hace bien en prepararse para algo. Sarah no tiene ninguna inclinación especial. Está muy bien en idiomas modernos y sigue un curso de decoración floral. Una amiga nuestra tiene una tienda de ese tipo y hemos decidido que Sarah la ayudará. Creo que lo pasará bien… pero no es más que un empleo, nada más. No hay que ser tan grandilocuente sobre eso de la independencia. Sarah adora su casa y se siente aquí perfectamente feliz.

—Siento haberte molestado, Ann, pero…

Se interrumpió al ver asomar la cabeza de Edith, cuyo rostro tenía la expresión de quien ha oído lo que pasa y se da por enterada.

—No quiero interrumpirles, señora, pero ¿ya sabe la hora que es?

Ann miró su reloj.

—Hay mucho… oh, es exactamente la misma hora de cuando miré antes. Richard —se llevó el reloj al oído—, se ha parado. ¿Qué hora es, Edith?

—Pasan veinte minutos de la hora.

—Cielos… no llegaré. Pero esos trenes siempre se retrasan, ¿verdad? ¿Dónde está mi bolso? Oh, aquí. Gracias a que hay muchos taxis a esta hora. No, Richard, no vengas conmigo. Mira, quédate y toma el té con nosotras. Sí, por favor, en serio. Creo que sería lo mejor. De verdad. Debo irme.

Salió corriendo de la estancia. La puerta de la calle se cerró de golpe. El movimiento de la piel que llevaba puesta había arrancado dos tulipanes del florero. Edith se agachó a recogerlos y los volvió a meter con cuidado, mientras decía:

—El tulipán es la flor preferida de la señorita Sarah… siempre lo ha sido… sobre todo de color malva.

—Toda esta casa parece girar alrededor de la señorita Sarah.

Richard habló con cierta irritación.

Edith le lanzó una rápida mirada. Su rostro permaneció imperturbable, desaprobador. Dijo en voz carente de entonación:

—Ah, la señorita Sarah tiene algo, no se puede negar. Muchas veces he notado de muchas señoritas jóvenes que lo dejan todo tirado, esperan que se les ordene todo, que una corra todo el día detrás de ellas para recoger las cosas… ¡y sin embargo, no hay nada que una no haría por ellas! Otras, en cambio, no molestan nada, todo lo tienen en orden, no dan quehacer… y ya ve, una no parece quererles igual. Se diga lo que se quiera, es un mundo injusto. Sólo un político chiflado es capaz de hablar de igualdad de oportunidades. Unos lo tienen todo y otros ni un céntimo, y así es la vida.

Al hablar se movía por el cuarto, enderezando un par de objetos y alisando los almohadones.

Richard encendió un cigarrillo y dijo en tono agradable:

—Usted lleva muchos años con la señora Prentice, ¿verdad, Edith?

—Más de veinte. Veintidós. Trabajé para su madre antes de que la señorita Ann se casara con el señor Prentice. Era todo un caballero.

Richard alzó la vista, clavándola en la mujer. Su personalidad ultrasensible le hizo imaginar que había habido cierto énfasis en la palabra.

—¿Le ha dicho la señora Prentice que pronto nos casaremos?

—No había necesidad —asintió Edith con la cabeza.

—Yo… espero que seremos buenos amigos, Edith —dijo Richard un tanto pomposamente, porque era tímido.

—Así lo espero, señor —su tono era lúgubre.

—Me temo que será más trabajo para usted, pero le buscaremos alguien que la ayude —insinuó Richard, todavía con timidez.

—No me gustan las interinas. Si estoy sola sé el terreno que piso. Sí, tener un señor en casa va a suponer cambios. Las comidas serán distintas, para empezar.

—Yo no como mucho —le aseguró él.

—Es la clase de comidas. A los señores no les gustan las bandejas.

—Y a las mujeres un poco demasiado.

—Puede ser —admitió Edith, añadiendo con voz especialmente fúnebre—: Pero no niego que un señor en casa alegra la vida, por así decirlo.

Richard se sintió casi agradecido.

—Es muy amable por su parte, Edith —dijo con calor.

—Oh, puede confiar en mí, señor. No me voy a ir y dejar a la señora Prentice. No la dejaría por nada. Además, nunca ha sido mi costumbre marcharme cuando había problemas a la vista.

—¿Problemas? ¿Qué quiere decir con eso?

—Tensiones.

Richard repitió de nuevo lo que la mujer acababa de decir.

—¿Tensiones?

Edith le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Nadie me ha pedido mi opinión. Y no soy de las que la dan sin que se la pidan, pero le diré esto. Si la señorita Sarah hubiese vuelto a casa y les hubiera encontrado casados y todo concluido, bueno, habría sido mejor, no sé si me entiende.

Sonó el timbre de la puerta y casi al instante otra vez y otra.

—Y seguro que sé quién es ahora —concluyó Edith.

Salió al vestíbulo. Al abrir la puerta se oyeron dos voces, de hombre y de mujer, risas y exclamaciones.

—Edith, viejo encanto —era una rica voz de contralto—. ¿Dónde está mamá? Entra, Gerry. Tira esos esquíes en la cocina.

—No, en mi cocina ni hablar.

—¿Dónde está mamá? —repitió Sarah Prentice, entrando en la sala y hablando a voces.

Era una muchacha alta y morena, cuyo vigor y vitalidad exuberante sorprendieron a Richard Cauldfield. Había visto fotografías de Sarah en el piso, pero las fotos jamás representan la vida. Esperaba una edición juvenil de Ann (una edición más dura y moderna), pero el mismo tipo. Sin embargo, Sarah Prentice se parecía a su alegre y encantador padre. Era exótica, como llena de ansiedad, y su mera presencia pareció transformar la atmósfera del piso.

—Oh, qué preciosos tulipanes —exclamó inclinándose sobre el florero—. Tienen ese aroma ligeramente ácido tan propio de comienzos de primavera. Yo…

Sus ojos se abrieron asombrados cuando vio a Cauldfield.

Éste se le acercó, diciendo:

—Mi nombre es Richard Cauldfield.

Sarah le tendió la mano y le preguntó con cortesía:

—¿Espera a mamá?

—Me temo que ha ido a la estación a buscarla… hace como cinco minutos.

—¡Pobrecita tonta! ¿Por qué no le avisaría Edith a tiempo? ¡Edith!

—Se le había parado el reloj.

—Relojes de madres… Gerry… ¿Dónde estás, Gerry?

Un joven bastante guapo, de rostro descontento, apareció un instante con una maleta en cada mano.

—Gerry, el robot humano —se presentó—. ¿Dónde te dejo todo esto, Sarah? ¿Por qué no tenéis mozos en los pisos?

—Los hay, pero nunca aparecen cuando llega uno con maletas. Llévalas a mi cuarto, Gerry. Oh, le presento al señor Lloyd, señor…

—Cauldfield.

Edith entró y fue aprisionada por Sarah, que le dio un sonoro beso.

—Edith, es maravilloso ver otra vez tu cara de gato avinagrado.

—Conque gato avinagrado —repuso Edith, indignada—. Y no me bese, señorita Sarah. Debería ponerse más en su lugar.

—No te hagas la enfadada, Edith. Sabes muy bien que estás encantada de verme. ¡Qué limpio está todo! Todo sigue igual. Las cortinas y la caja de concha de mamá… ah, veo que habéis cambiado de sitio el sofá. Y el escritorio, que solía estar allí.

—Su mamá dice que así hay más espacio.

—No. Yo lo quiero como estaba. Gerry… Gerry, ¿dónde estás?

—¿Y ahora qué? —preguntó el muchacho, apareciendo. Sarah ya estaba moviendo el escritorio. Richard fue a ayudarla, pero Gerry dijo, animoso—: No se moleste, señor, yo lo haré. ¿Dónde lo quieres, Sarah?

—Donde solía estar. Allí.

Una vez que hubieron movido el escritorio y vuelto el sofá a su antiguo sitio, Sarah lanzó un suspiro y dijo:

—Así está mejor.

—Yo no estoy tan seguro —replicó Gerry, observando con mirada crítica.

—Bueno, pues yo sí. Me gusta que todo esté igual; de otro modo no es un hogar. ¿Dónde está el almohadón de los pájaros, Edith?

—En la tintorería.

—Ah, bueno, no importa. Voy a ver mi cuarto. —Se detuvo en el umbral para añadir—: Prepara unas bebidas, Gerry. Sirve una al señor Cauldfield. Ya sabes dónde está todo.

—Seguro. —Gerry miró a Richard—. ¿Qué desea, señor? ¿Martini, ginebra con naranja? ¿Ginebra rosa?

Richard se movió con súbita decisión.

—No, gracias. Nada. Debo marcharme.

—¿No quiere esperar a que vuelva la señora Prentice? —Gerry resultaba encantador y amable—. No creo que tarde. En cuanto descubra que el tren ha llegado antes que ella, volverá corriendo.

—No. Tengo que irme. Diga a la señora Prentice que… ejem… la cita sigue en pie para… mañana.

Saludó a Gerry y salió al vestíbulo. Desde el dormitorio de Sarah, a lo largo del pasillo, podía oír su voz dirigiéndose a Edith en un torrente de palabras.

Pensó que era mejor no quedarse. El primer plan de Ann y de él había sido correcto. A la noche hablaría con Sarah y al día siguiente él se presentaría a comer y empezaría a hacer amistad con su futura hijastra.

Se sentía alterado porque Sarah no era como se la imaginara. La había creído enmadrada por Ann, dependiendo de ella. Su belleza, su aplomo, le habían sorprendido.

Hasta entonces había sido una mera abstracción. Ahora resultaba una realidad.