El suicidio

¿Qué decir del suicidio? ¿Qué decir si ya no hay más que decir? ¿Y a quién cuando ya no hay nadie que escuche? No hay que confundir suicidio con tentativa de suicidio. El éxito, en este caso, cambia la naturaleza del acto, porque lo cumple, porque es lo único fiel a su definición: un suicidio malogrado no es un suicidio como un matrimonio malogrado sigue siendo, no obstante, un matrimonio. Éxito. No temo esta palabra. Que todo suicidio sea un fracaso es una perogrullada que nada dice. ¿Comprobación de fracaso? En rigor, aunque se pueda comprobar esto sin suicidarse, y suicidarse, quizá, sin comprobarlo. Los estoicos veían en él más bien el éxito definitivo, que venía a clausurar, en el sabio, toda una larga serie de triunfos. ¿Por qué no? El suicida no muere más que los otros ni más pronto que muchos. Muere de un modo distinto, por cierto, porque muere voluntariamente. Por ello, también, a veces muere mejor.

El error estaría, como casi siempre, en generalizar demasiado. Está claro que algunos suicidios son patológicos. La depresión es una enfermedad como otras, que se cuida y que mata. El suicidio no es su remedio; es su síntoma más grave. Pero no soy psiquiatra ni terapeuta. El problema que el suicidio plantea al filósofo es el de la muerte voluntaria. Supone que el individuo esté en condiciones de hacer su voluntad y que esa voluntad sea suya. Sé muy bien que no es tan sencillo. ¿Acaso me pertenece mi voluntad o ella y yo pertenecemos a mi cerebro? Leí en alguna parte que una sustancia química, una vez instalada en las sinapsis, provoca ideas de suicidio por ahogamiento… Esto debería volver modesto, sobre todo al filósofo. Pero el pensamiento no deja de existir por ello: esta química vale lo que otra, y el cerebro también es sensible a los argumentos; la experiencia lo demuestra. Modestia y confianza pueden ir a la par: modestia ante el cuerpo, confianza ante lo verdadero. Corresponde a los médicos como a los filósofos y a los filósofos como a cualquiera. Estoy convencido de que el cerebro es el que piensa; pero sería una inferencia muy curiosa que por ello se renunciara a pensar… La química está sometida a la lógica tanto como —por lo menos tanto como— la lógica a la química. Siempre es el cerebro el que piensa; siempre es el cerebro el que decide. Lo cual no demuestra nada, sin embargo, contra sus pensamientos ni contra sus voliciones. El suicidio no sólo es un síntoma: también es un problema y una opción.

Muerte voluntaria, decía, y el problema está allí. Dejo aparte los casos de demencia, de psicosis, de depresión y en general todos los suicidios que se imponen a la voluntad y no son opciones de ésta. ¿Es la mayoría de los casos? No sé. Pero la sabiduría exige qué nos ocupemos primero de lo que depende de nosotros, como decían los estoicos, y entonces —porque no soy médico ni estoy enfermo actualmente— del suicidio como acto voluntario. El suicidio, entonces, como decisión y no como patología, como opción por lo menos posible, el suicidio en tanto depende de nosotros, éste es el problema, el de cualquiera. Recordemos que Camus veía en él «el problema fundamental de la filosofía», lo que siempre me ha parecido una exageración. Pero ¿quién puede negar que sea un problema y un problema filosófico?

La expresión «muerte voluntaria» es equívoca. El suicida no escoge morir (es una opción que no se tiene: hay que morir de todos modos), sino morir ahora. ¿Cuántos harían esta elección si pudieran escapar de la nada? ¿Cuántos adelantarían la hora de su muerte si pudieran no morir jamás? Lucrecio ya había advertido —antes, parece seguro, de suicidarse él mismo— que es la certidumbre aterradora del deceso lo que a muchos vuelve odiable la vida, hasta el punto, a veces, de que se dan muerte para escapar por fin de la angustia que les inspira… Sin contar con que la perspectiva ineluctable de la muerte impide esperar, como la de la vejez, que el tiempo trabaje en favor de nosotros, que las cosas acaben, como dicen, por arreglarse. Si fuéramos inmortales, podríamos pensarlo, y esperar, esperar… Pero ¿para qué, si sólo la muerte es cierta? ¿Si sólo la vejez, o el sufrimiento, nos separan de ella? En esto se apoyan los procesos falsos a los suicidas —que habrían traicionado la vida, adoptado el partido de la muerte…—, aunque no estén en condiciones de inquietarse por ellos, aunque no les alcancen. ¿Es culpa de ellos que toda vida sea mortal? ¿En qué han traicionado más a la vida que la vida a ellos? Suicidarse no es optar por la muerte (no se puede escoger morir como no se puede escoger nacer), sino por el momento y el modo de la muerte. Es un acto oportunista, esencialmente relativo (no es lo mismo suicidarse a los 20 años que a los 60, cuando se está enfermo que cuando se goza de buena salud…), y de ningún modo el absoluto que a veces se quiere ver. Se trata ni más ni menos que de ganar tiempo sobre lo inevitable, adelantarse a la nada, ganar en velocidad, si se quiere, al destino. El suicidio no es la infamia que algunos condenan ni la apoteosis que otros proclaman. Evitemos alabanzas y diatribas. El suicidio no es un sacrilegio ni un sacramento, ni una apoteosis ni una apostase. Es un camino que se atraviesa, sencillamente, el más breve, el más radical, una huida sobre nada, una anticipación de lo ineluctable. El atajo definitivo.

Los antiguos eran más razonables que nosotros en esto. Platón, tan ávido de morir por otra parte (¿o sería por ello?), es casi el único del que sabemos que convirtiera el suicidio en asunto prohibido. Los estoicos, por el contrario, veían en él, cuando morir parecía necesario, la muerte más digna del filósofo, la más libre, la más razonable. Epicuro no fue tan entusiasta sobre el tema. Sólo aconsejaba —por amor a la vida y a los placeres— que siempre se mantuviera presente la posibilidad del suicidio. Pensaba que afirmar que no vale la pena vivir la vida es una tontería; el primer placer a mano debe curar a todo hombre que la muerte no enloquece. Y los placeres son tan numerosos, están tan al alcance de la mano… El que escupe a la vida, el que lamenta haber nacido, o finge lamentarlo, con ello mismo se refuta (¿acaso ya no está muerto?). Aunque moleste a Cioran y a los nihilistas de hoy, haber nacido no es un inconveniente: es una suerte, un placer, y el cuerpo lo sabe muy bien. Materialismo: hedonismo. Este epicureísmo es de todos los tiempos. La vida es buena y ella sola lo es; no hay muchas razones, observaba Epicuro, para dejarla. Sucede que también es posible lo peor, que lo peor a veces llega (¿lo peor?, lo que no se puede soportar dignamente: el sufrimiento atroz o durable, la decadencia o la ruina, la desventaja intolerable…), y entonces el suicidio, con mayor facilidad que la sabiduría, sirve para evitarlo. Se dirá que la facilidad no es un argumento. Sea. Pero nuestra debilidad sí que lo es o, más bien, los argumentos sólo valen en tanto tengamos la fuerza para seguirlos. El sabio, quizá, nunca necesita el suicidio. Pero nosotros, que no somos sabios, que jamás lo seremos, es bueno que mantengamos presente la salida siempre posible que nos ofrece. Es una prenda de serenidad, de libertad, de felicidad. «Nada hay que temer en la vida» —explicaba Epicuro— «si se ha comprendido que nada hay que temer en la muerte». El suicidio permite evitar lo que no se es capaz de soportar (es un analgésico soberano y sin riesgo de acostumbramiento). Por ello la idea de suicidio, si se la piensa serenamente, forma parte de las que tranquilizan o que ayudan a vivir (constituye un ansiolítico cómodo y, en un hombre sano, sin efectos secundarios). En suma, observa Epicuro, «la necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir bajo el imperio de la necesidad». Lo que no quiere decir, por supuesto, que haya que suicidarse para ser libre, cosa que Epicuro nunca dijo ni pensó. Pero sí que la permanente posibilidad del suicidio torna voluntaria la vida entera: no se puede elegir haber nacido o tener que morir y ser mortal, pero sí vivir más o menos tiempo, continuar o no viviendo. Por esto la idea del suicidio forma parte del arsenal del hombre libre. «El que aprendió a morir» —dirá el epicúreo Montaigne— «dejó de ser esclavo». No que sea necesario suicidarse para ser libre, insisto: ¿qué absurdo más evidente? Pero hay que saber que se puede para no olvidar que se es libre. Quien se prohíbe a sí mismo el suicidio hace de su vida una fatalidad: quien consiente en la idea, un acto.

Se dice que Diógenes, ya muy anciano, se suicidó dejando de respirar voluntariamente. El hecho, que sin duda es legendario, ofrece no obstante una noción bastante bella de la libertad.

Aquéllos no se apegaban más a sí mismos que a la virtud ni a la vida más que al coraje.

Otros tiempos, otras costumbres. Dos mil años de cristianismo convirtieron al suicidio en pecado, evidentemente mortal en todos los sentidos del término y por lo tanto sin remisión. Los mismos —su caridad es implacable— condenaron la eutanasia en cualquier circunstancia y por idénticas razones. Los dos actos, de hecho, son vecinos: el suicidio suele ser la eutanasia de uno mismo; y la eutanasia, en nuestra sociedad, sólo es, casi siempre, una asistencia al suicidio. Advirtamos, sin embargo, que el suicidio plantea menos problemas, es menos susceptible de derivaciones o de perversiones. Si se llegara a legalizar la eutanasia, cosa que yo deseo, implicaría todo tipo de barreras y de controles a un tiempo deontológicos (para los médicos) y jurídicos (para todos). Por eso, además, haría falta una ley: porque nada es peor, en estos dominios, que una ley inaplicable, como lo es la actual, que se viola impunemente en nuestros hospitales, como todo el mundo sabe, pero sin control de ninguna especie ni a priori ni a posteriori. ¿No entraña esta situación llevar demasiado lejos el poder y la responsabilidad de los médicos? Pero volvamos a nuestro tema. Tratándose del suicidio, todo es más sencillo, porque nada tienen que hacer allí ni el derecho ni los médicos. Sólo me concierne a mí -y nadie podría pretender, sin caer en el ridículo o en el abuso de poder, y si yo estoy en mis cabales, prohibírmelo. ¿Cuál es la sanción posible, si tiene éxito? ¿Cuál la aceptable, si fracasa? El suicidio es un derecho absoluto precisamente porque se burla del derecho. Es la mínima y la máxima libertad.

Montaigne, en este caso como en otros, es el mejor maestro, hasta en sus vacilaciones. ¡Qué locura sería encerrarse en alguna doctrina de la muerte! Pero no varió nunca (lo que mostró en aquellos tiempos, dicho sea de paso, una bella independencia de espíritu, y coraje nada escaso…) en la reivindicación o, mejor —pues la reivindicación no corresponde a su estilo—, en la tranquila afirmación de un derecho al suicidio. Cita a Epicuro: «Si bien es malo vivir necesitado, por lo menos no hay ninguna necesidad de vivir necesitado. Nadie está mal por mucho tiempo si no es por su propia culpa…». Por lo que cada uno es responsable de sí mismo e, incluso sin haberlo querido, de su propia existencia. Nadie escogió nacer, pero nadie vive sin quererlo. Sucede «que en el peor de los casos —como dice Montaigne en otro ensayo— la muerte puede poner punto final cuando nos plazca y así acabar con todo inconveniente». Lenguaje sabroso y pensamiento análogo… Pero en el tercer ensayo del libro II se hallan los más extensos comentarios, y los más hermosos, que Montaigne consagra al suicidio. Me gusta que sea tan libre, mesurado, sereno. «El sabio vive tanto como debe —escribe siguiendo a los antiguos—, y no tanto como puede: el regalo más favorable que la naturaleza nos ha hecho, privándonos de todo medio de quejarnos de nuestra condición, es habernos dejado en libertad». Y continúa, muy cerca de Epicuro y de los estoicos: «Nos puede faltar tierra para vivir, pero no tierra para morir… Si vives penando, tu cobardía está en juego; para morir sólo basta quererlo». De ningún modo está diciendo que el suicidio se imponga como un absoluto ni menos aún que valga por sí mismo. La vida vale, ella sola. Pero hace falta que se pueda vivir, y en condiciones humanamente soportables; de las cuales nadie es señor, salvo para morir. «La vida —observa Montaigne— depende de la voluntad de otro; la muerte, de la nuestra». Es la porción inalienable de nuestra soberanía. Tal como la muerte transforma la vida en destino, así la posibilidad del suicidio transforma el destino en libertad.

¿Es entonces el suicidio una panacea? En un sentido, sí, ya que «la muerte —continúa Montaigne— es la receta para todos los males». Lo cual no es razón, sin embargo, para abusar de ella, ni para recomendarla a cualquiera. Si hay remedio en ello, es demasiado extremo para que se midan con ligereza sus indicaciones y es, evidentemente, una prescripción que sólo uno mismo puede hacerse a sí mismo. «Para las enfermedades más fuertes, los más fuertes remedios», escribe Montaigne; pero yo agregaría únicamente para ellas. Sería desproporcionado aplicar un tratamiento tan pesado, tan definitivo a la menor bobada del cuerpo o del alma. Como amputar el brazo porque se quebró una uña… Por mi parte, no tengo prisa por morir y preferiría, de todos modos, no tener motivos para colaborar en ella con mi propia mano. Este tipo de decisión pesa, y sueño con un final más leve o más despreocupado. Si alguna vez, rara vez, he soñado con el suicidio, ha sido ante una amenaza precisa, una desventaja inaguantable que parecía anunciarse, algún horror que no me sentía capaz de soportar. Pero la salud siempre me ha parecido más deseable, y suficiente cuando es buena. Me parece que querer la muerte es darle demasiado crédito; basta aceptarla, y vale más. La deseo, por cierto, indolora, como todos nosotros, pero también imprevista, involuntaria, incluso inconsciente si se puede. ¿Falta de grandeza? Sea. Pero la grandeza me importa menos, en ese último instante, que el descanso. ¿Ver la muerte cara a cara? ¿Para qué, si nada hay que ver? Saberse mortal, sí. Pero ¿es necesario ese vivir muriendo? Nunca he creído que toda una vida se pueda juzgar a su término. ¿Por qué situar más alto al anciano que al joven, al agonizante que al sano? ¿Una muerte heroica? Se la dejo a los héroes. Me convendría más una muerte sencilla y suave, una muerte impremeditada y fortuita, como dice Montaigne acerca de otra cosa. Pero ¿quién escoge? ¿Y para qué programar? En estas materias creo bastante en las virtudes de la improvisación. Esto nos trae de vuelta al suicidio. Rumiarlo sin cesar me parece muy romántico, y también exagerado, como, en sentido contrario, jamás encararlo. En una situación ordinaria, basta la simple posibilidad del suicidio, aunque se la considere de manera abstracta. ¿Para qué los detalles, los preparativos, los discursos? Me parece que es preocuparse demasiado de uno mismo o de su muerte eso de planificar con tanta antelación, como hacen algunos —y con qué solemnidad— la ceremonia de los adioses. El suicidio como última seducción narcisista: «¡Vais a ver lo que vais a ver!…». Por lo menos de esta vanidad estoy libre. La muerte vendrá cuando quiera o cuando yo quiera. ¿Por qué me voy a conceder menos libertad que la que ella misma se da? En suma, no soy ni suicida ni suicidólatra y cuento con improvisar —llegado el momento, suicidio o no suicidio— mi muerte, como de todos modos hay que hacer…

Pero ¿qué improvisación sin libertad? ¿Y qué libertad sin opción? El suicidio, la posibilidad siempre abierta del suicidio, sólo es una de las variaciones posibles de la vida, para terminar, una coda entre otras, y, como hay que hacer una, nada peor que muchas y mejor, quizá, que la mayoría. Sobre todo, al suicida le queda abierto un horizonte de libertad, salvo disminución muy grave, que debe permanecer así (lo que a veces puede suponer la asistencia de los parientes, de los amigos, del cuerpo médico). Los sociólogos nos indican que la tasa de suicidios aumenta con la edad. Lo que confirma mi punto de vista: no se rechaza la vida, se rechaza la vejez, la soledad, la esclavitud de la enfermedad o la miseria, los sufrimientos de la disminución o, de la agonía… La muerte es demasiado larga, a menudo, cuando la vida es demasiado breve. Cuando ya no se desea, o cuando ya no se puede prolongar válidamente la vida, es legítimo abreviar la muerte.

Y en cuanto a los que no soportan la vida, o que no se soportan a sí mismos, que se suicidan —a veces muy jóvenes— no para evitar tal o cual desgracia de la existencia sino la desgracia misma de existir, confieso que me cuesta comprenderlos y sospecho que hay alguna herida narcisista o neurótica que no saben curar. «Una enfermedad particular —decía de ellos Montaigne— es odiarse y desdeñarse», como también querer, «ser otra cosa que lo que somos». Sin duda es la misma enfermedad. ¿Qué exigen entonces a la vida para estar sufriendo hasta el punto de querer privarse de ella? ¿Qué duelo imposible los tortura? ¿Qué angustia insuperable? ¿Qué esperanza siempre fallida? ¿Se atienen tanto a su felicidad —¡a su felicidad!— que ya no soportan una existencia, que en los demás les parecería aceptable? Montaigne otra vez: «Es ridícula la opinión que desdeña nuestra vida. Ya que, al cabo, es nuestro ser, es nuestro todo[…] El que nos despreciemos y nos desdeñemos es contra natura». ¿Quién puede saberlo, sin embargo? Cada uno es juez de su dolor, y sólo él. La vida no tiene razón ni se equivoca; cada uno la goza a su modo y la soporta como puede. Creo haber tenido la experiencia de que la desesperanza puede proteger contra la angustia o la melancolía, sin abolirlas; y esto se parece a una filosofía. «La esperanza» —me decía un psicoanalista—: «es la principal causa del suicidio». Casi siempre uno se mata sólo por decepción. Por eso la sabiduría de la desesperanza, que he intentado pensar y que no es otra cosa, quizá, que el trabajo del duelo, como diría Freud, llevado a término. Hoy se me ocurre pensar que sólo era una defensa como otra, que viene a equivaler a oponer la melancolía a la angustia, a equilibrarlas en cierto modo una con la otra, a compensar ésta, que devora, con aquélla, que sosiega. ¿Por qué no? Cada uno se las arregla como puede y muy a menudo a ciegas. Sigo creyendo, sin embargo, que hay que liberarse de la esperanza y del temor, como dijo Spinoza. Sólo sucede que ahora me creo menos mis razones o soy más consciente de sus límites. Que algunos prefieran la esperanza de la muerte al amor desesperado a la vida es otra experiencia, igualmente efectiva, igualmente respetable, pero que nada más demuestra. A unos les basta el coraje; a otros es todo lo que les queda cuando ya no basta… ¿Qué decir? ¿Y por qué decir? El silencio y el respeto valen más. Por otra parte, aunque tal o cual suicidio sea patológico, como suele suceder, por lo menos consigue liberar al enfermo del sufrimiento —muy real, por más imaginario que sea— que le tortura. El suicida muere curado y esta idea por lo menos es dulce.

Paz a los suicidas en la tierra como en los cielos…