¡Buenos días, angustia!
El miedo es sin duda el primer sentimiento, por lo menos ex útero: ¿qué más angustioso que nacer? Y suele suceder que sea el último: ¿qué más angustioso que morir?
Eso es: nacemos en la angustia, morimos en la angustia. Entre ambos momentos, el miedo apenas nos deja. ¿Qué más angustioso que vivir? Pues la muerte siempre es posible, el dolor siempre es posible. Y a esto se llama un ser vivo: un poco de carne ofrecida a la mordedura de lo real. Un poco de carne o de alma expuestas allí, a la espera de no se sabe qué. Sin defensas. Sin auxilios. Sin apelación posible. ¿Qué es la angustia sino ese sentimiento en nosotros, equivocado o no, de la posibilidad de lo peor?
Un sentimiento es irrefutable, y éste más que los otros. ¿Quién puede negar, en efecto, que lo peor sea posible, siempre posible? Algunos parecen distantes de la angustia sólo por la pobreza de su imaginación, como si fueran demasiado imbéciles o demasiado inteligentes para tener miedo. A veces los envidio, pero sin motivo. La angustia es parte de nuestra vida. Nos abre a lo real, al porvenir, a la indistinta posibilidad de todo. Que haya que liberarse de ella, ella misma lo indica de manera suficiente por la incomodidad. Pero no demasiado rápido ni a cualquier precio. El miedo es una función vital —una ventaja selectiva evidente—, y no sabríamos vivir mucho tiempo sin él. La angustia sólo es su extremo más fino, más sensible, más refinado… ¿Demasiado? ¿Quién puede decidirlo? ¿Qué sería el hombre sin angustia? ¿El arte, sin angustia? ¿El pensamiento, sin angustia? Pues la vida o se toma o se deja y esto también nos lo recuerda dolorosamente la angustia. Que no hay vida sin riesgo. Ni vida sin dolor. Ni vida sin muerte. La angustia señala nuestra impotencia, en ello es veraz y definitivamente. Nuestros pequeños gurúes me dan risa; quieren protegernos de ella. O nuestros pequeños psicólogos, que nos quieren curar de ella. ¿Acaso nos curan de la muerte? ¿Nos protegen acaso contra la vida? No se trata de evitar, se trata de aceptar. No de curar, sino de atravesar. El universo no nos ha prometido nada, decía Alain. ¿Y hay otra cosa que el universo? ¿Cómo seríamos los más fuertes? Todo nos amenaza, todo nos hiere, todo nos mata. ¿Qué más natural que la angustia? Los animales sólo están protegidos, si lo están, por una atención más estrecha al presente. Pero ¿y nosotros, que nos sabemos mortales? ¿Que sólo amamos aquello, ay, que va a morir? ¿Qué más humano que la angustia? La muerte nos libera de ella, por cierto, pero sin refutarla. Algunas drogas la cuidan, pero no la desmienten. Verdad de la angustia: somos débiles en el mundo y mortales en la vida. Estamos expuestos a todos los vientos, a todos los riesgos, a todos los miedos. Un cuerpo para las heridas o las enfermedades, un alma para las penas, y uno y otra sólo prometidos a la muerte… Por menos se estaría angustiado.
Sólo me he referido de paso a la diferencia entre miedo y angustia y nada he dicho de la ansiedad. Estas sutilezas terminológicas apenas me interesan. ¿Por qué va a tener razón la lengua? El cuerpo sabe más. La vida sabe más. Se suele distinguir el miedo, que supondría un peligro real, de la angustia, que sólo se referiría a peligros imaginarios, que incluso carecería de objeto. Y sin duda no es lo mismo temer a un perro real que te amenaza que a un no sé qué que te oprime. ¿Es tan simple sin embargo? El niño que teme a la oscuridad, como dicen, ¿teme algo preciso? ¿Real? ¿Imaginario? ¿Teme a fantasmas, a ladrones, a la muerte? ¿Teme a nada? ¿A todo? Esto depende, por cierto, de los niños y de los momentos. Pero hay miedo, cada uno lo sabe muy bien y lo dice. ¿Cambiará acaso de naturaleza su miedo porque se lo bautice ansiedad, angustia o fobia? «Cualquiera que sea la variedad de hierbas que allí haya —decía Montaigne—, todo se envuelve bajo el nombre de ensalada». De modo parecido, cualquiera sea la variedad de miedos, todos caben en el nombre de angustia o de ansiedad. Sólo son palabras y jamás tendremos suficientes para nombrar lo infinito de lo real o de nuestros pavores. Los especialistas necesitan estas categorías, por supuesto. Pero no la angustia. Pero no el miedo. ¿Un objeto? ¿Ningún objeto? ¿Quién puede saberlo cuando tiene miedo? Caminas solo, de noche, por una calle desierta en un barrio desolado… O bien en un bosque, y la noche nunca es tan negra como en los bosques… ¿Tienes miedo de que haya alguien o de que nada haya? Tienes ambos miedos, sin duda, de manera indisociable. Y también de otra cosa, que ya te espantaba de niño: quizá los fantasmas, o los ladrones, o la oscuridad, o la locura de una madre, o tu locura… Y saber si el objeto es real o fantasmático… ¿Quién puede estar seguro de que los fantasmas no existen? ¿Y qué le importa, si de todos modos los teme? El miedo construye un real suficiente: los fantasmas son parte del mundo y hay que defenderse también de lo que no existe. ¿Qué más real que la muerte? ¿Y qué más imaginario sin embargo? ¿Es un objeto posible? Quizá no, pero qué más pavoroso como nada necesaria… ¿Miedo? ¿Angustia? ¿Ansiedad? No por ello dejamos de morir. La vida es demasiado breve para contentarse con palabras. Y demasiado difícil, no obstante, para prescindir de ellas.
Me ha ocurrido, porque me lo preguntaban, distinguir el miedo, ante un peligro real, de la ansiedad, que sólo se referiría a peligros posibles, y de la angustia, que atañería a un peligro necesario. Con ello no sólo quería considerar una especie de gradualidad (la ansiedad es menor que el miedo, me parece, y menor también que la angustia), sino especialmente lo que hay de ineluctable en el sentimiento mismo de la angustia, o más bien en el sentimiento que entrega de lo ineluctable, como de un peligro que no se podrá evitar ni superar; como de una muerte segura, lo que, en efecto, es, y cercana, lo que no siempre es así… La angustia es un temor imaginario y necesario, sin objeto real, sin salida posible. Por eso nos aferra y nos carcome. ¿Cómo se la podría vencer si nada hay que enfrentar?
Sé muy bien que aquí habría que distinguir entre la crisis de angustia, con sus manifestaciones somáticas tan espectaculares, y la angustia existencial, que no suele tener esas manifestaciones. Pero no es indiferente el que se utilice la misma palabra ni que la idea de la muerte, para describir a la una y a la otra, intervenga espontáneamente. «Doctor, ella dice que va a morir». Éste fue el título de un largo artículo que un semanario dedicó hace algunos meses a las crisis de angustia y a su tratamiento de urgencia en la región de París. Y uno puede imaginar al pobre compañero que, desorientado, le acaricia la mano, o a la compungida colega que sólo sabe repetir, a la espera del médico, para tranquilizarla o para tranquilizarse a sí misma: «Pero no, pero no, si no vas a morir…». No obstante, sí, ella va a morir, pero no enseguida. Sólo está enferma por anticipar, por tener razón, como se dice, demasiado pronto. Pero ¿qué cambia esto en realidad? La angustia se equivoca en el plazo, sin duda, pero ¿se equivoca acerca de la muerte? Parece un cortocircuito del tiempo. Un atajo insoportable hacia lo esencial. Uno piensa en Pascal, y es verdad que la angustia le da la razón, o que él da razón a la angustia. Recordemos: «Imaginemos una cantidad de hombres encadenados, condenados a muerte, y que todos los días degüellan a uno de ellos delante de los demás; los que quedan ven su propia condición en la de sus semejantes, y, mirándose dolorosamente unos a otros, sin esperanza, esperan su turno. Ésta es la imagen de la condición de los hombres». ¿Cómo no van a estar angustiados? Ante lo cual cada uno se las arregla como puede. «Para estar bien haría falta que fuera inmortal; como no puede, se las arregla para no pensar en ello…». Angustia o diversión. No nos apresuremos a decir que la salud pertenece exclusivamente a este caso, ni que aquél, en consecuencia, siempre será patológico. La salud mental no se debería medir sólo según el bienestar. ¿Quién consideraría patológica la angustia del portador de sida, la angustia del condenado a muerte, la angustia de la madre cuyo hijo está enfermo? ¿Y quién no ve que la nuestra se le parece en algo? ¿Quién de nosotros escapará a la muerte? ¿Y cuál de nuestros hijos? ¿Qué pueden los ansiolíticos contra una idea verdadera? Lo que no impide que se los utilice, cuando hace falta, cuando la vida, de otro modo, resultaría insoportable o atroz. Pero ¿son siempre necesarios? ¿Acaso no se paga un precio demasiado caro, con frecuencia, suprimiendo el dolor —por medicación o diversión— si se pierden coraje y lucidez? ¿Se desea la salud o la comodidad? ¿La capacidad de enfrentar lo real o la posibilidad de eludirlo?
Que no se me entienda mal: sé que existen ansiedades patológicas que merecen tratamiento. Las conozco de muy cerca. Aún recuerdo a Althusser, en su clínica, casi incapaz de hablar, de comer, de defecar (con todo el cuerpo anudado por la angustia, me explicaba), suplicando a las enfermeras que le aumentaran la dosis de ansiolíticos… Y después hay otros recuerdos, más cercanos, de los que no voy a hablar. Los progresos de la quimioterapia, en materia psiquiátrica y también, aunque menos espectaculares, los de las psicoterapias, forman parte de las buenas noticias de estos tiempos y sería un error menospreciarlos. Allí hay demasiado sufrimiento en juego para los enfermos y sus prójimos. Demasiado dolor. Demasiada impotencia. Uno de mis amigos, por ejemplo, contándome de sus crisis de angustia y depresión, me habla de ese nuevo medicamento que nos llega de Estados Unidos y que sin duda le ha salvado la vida, dice, y sin efectos secundarios detectables… Habría que ser muy torpe o insensible para ignorar todo esto. ¿Quién no prefiere los neurolépticos a la camisa de fuerza, los antidepresivos al electrochoque, los ansiolíticos al internamiento? Advierto que hay gente que se molesta, aquí y allá, porque muchos de nuestros contemporáneos consumen psicotrópicos. Pero ¿dónde está el mal, si viven mejor? ¿Pero es éste el caso? Lo deben averiguar con sus médicos y nadie puede decidir en lugar de ellos mismos. El dolor manda. El horror manda. Cada uno resiste como puede. ¿Es culpa nuestra si ya no tenemos fe?
No olvidemos, sin embargo, que la medicina sólo vale para los enfermos, que no puede considerarse tal a todo individuo que teme morir, sufrir o no ser amado. ¿Dónde está el síntoma? ¿Dónde la patología? Va a sufrir, en efecto, y va a morir y evidentemente nunca lo amarán como habría deseado. ¿Y entonces? Le queda enfrentar eso, aceptar eso, superar eso, si puede; no huir. ¿Sufre? Pero ¿dónde se ha visto que todo sufrimiento sea patológico? ¿Que todo dolor sea nefasto? Lo es si impide vivir o actuar. Pero ¿si ayuda a todo ello? ¿Si a ello empuja? ¿Si es factor de rebelión o de combate? ¿Vas a renunciar a pensar porque eso angustia, a vivir porque da miedo, a amar porque da dolor? Aceptemos mejor, cuanto podamos, y podemos a pesar de todo, por lo menos un poco, por lo menos a veces, y esto es precisamente señal de salud, aceptemos sufrir y temblar. ¿Quién no teme por sus hijos, pero no por ello va corriendo al psiquiatra? ¿Quién no teme a la enfermedad, a la vejez, a la soledad? La vida está hecha de tal modo que sólo se puede escapar a uno de sus males (por ejemplo, a la vejez) cayendo en otro (por ejemplo, una muerte prematura). Por esta razón, además, la vida es a veces más fácil, a pesar de todo, que la imagen que nos hacemos de ella: porque las angustias se suman casi siempre (tememos al mismo tiempo la vejez y la muerte prematura), mientras que los males, a veces y necesariamente, se restan. Se teme mil muertes y sólo se vive una… Toda angustia es imaginaria; lo real es su antídoto.
Pero no es menos cierto que la vida es insatisfactoria, por lo menos en cuanto se espera otra cosa («La angustia está relacionada incuestionablemente con la espera», escribió Freud), y la angustia acompaña siempre nuestros sueños, o los precede. Yo creo que el miedo es primero y que únicamente se espera fundado en una nostalgia o en un miedo (en una nostalgia y un miedo) anteriores. Lo que se espera es lo que se ha perdido quizá definitivamente o que se teme perder. La angustia y la esperanza van siempre juntas. «No hay esperanza sin temor», decía Spinoza, «ni temor sin esperanza». Sólo se espera lo que no se tiene, lo que se ignora, lo que no depende de nosotros: ¿cómo no estar angustiados? ¿Y cómo no esperar si ya se tiene miedo? Quizás se espera liberarse de ello. «Las afecciones de la esperanza y del temor no pueden ser buenas por sí mismas», escribía Spinoza, y todos los esfuerzos de la razón propenden a liberarnos de ellas. De allí viene lo que he llamado desesperanza, que Freud llama trabajo de duelo, y que es la aceptación de la vida tal cual es, difícil y arriesgada, fatigosa, angustiante, incierta… Nada se termina nunca de adquirir, nada se nos promete nunca; sólo la muerte. Tampoco se puede escapar de la angustia, a menos que aceptes eso mismo que ella percibe, que niega, que la enloquece. ¿Qué? La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor, la soledad, el vacío, la eterna falta de permanencia de todo… Es la vida misma y no hay otra. Siempre solitaria. Siempre mortal. Siempre desgarradora. Y tan frágil, tan débil, tan expuesta… «Todo contento de los mortales es mortal», decía Montaigne; lo ve muy bien la angustia (por lo que tiene razón contra la diversión), pero no sabe aceptar. Valdría más la sabiduría, que sabría decir sí. Pero ¿quién es capaz? La diversión, en todo caso, no cabe: no es lo mismo decir sí que hablar de otra cosa… Ni la salud, que nada dice. ¡Cómo les gustaría hacer de ello una filosofía! ¡Una sabiduría! ¡Una religión! ¿Contra la enfermedad? La medicina. ¿Contra la angustia? La medicina. ¿Contra la muerte? La medicina. ¿Y qué contra la vida? ¿La medicina? Mercado de ilusos… La vida no es una enfermedad, ni la muerte, ni tampoco la angustia que inspiran una y otra, por lo menos esta angustia que no impide vivir, que no impide pensar, pero que por el contrario nace de que se vive y se piensa como se puede, contra todo riesgo, sin saber (si se supiera vivir y pensar, ¿qué quedaría para pensar y vivir?), sin siquiera poder aprender verdaderamente, o demasiado tarde para que eso pueda servir mucho tiempo o cambiar lo esencial. «El tiempo de aprender a vivir es ya demasiado tarde…». Pero nunca demasiado tarde para tener miedo, ni demasiado pronto, y esto significa la angustia. Que siempre haya ante uno porvenir para espantarse, siempre demasiado poco para tranquilizar o consolar. Verdad de la angustia: el tiempo es esta apertura al porvenir o no es nada. Por lo que sólo hay opción entre angustia y eternidad; o, mejor, no es una opción, sino los dos polos del vivir. No es seguro que se excluyan. Todo es eterno, sin duda, porque todo es presente; pero sólo la muerte es definitiva.
En Oriente se cuenta esta historia, que no sé si es de origen budista o taoísta. Un monje camina por el bosque, pensativo, inquieto. Es un monje común y corriente, no es un sabio ni un liberado vivo: no ha conocido el despertar ni la iluminación. ¿Por qué se inquieta? Porque supo que su maestro —que sí era un sabio, un liberado viviente, uno que había despertado— ha muerto, lo que no es grave, asesinado a golpes de palos por bandoleros, lo que tampoco es tan grave. No hace falta ser sabio para comprender que se debe morir un día u otro y que la causa apenas importa, que sólo es impermanencia y vacuidad. Cualquier monje lo sabe. ¿Por qué entonces esa frente preocupada, esa perplejidad, esa difusa inquietud? Porque un testigo, que presenció la escena, informó a nuestro monje que el sabio, bajo los golpes, había gritado de manera atroz. Y esto tenía trastornado a nuestro monje. ¿Cómo podía gritar atrozmente un liberado viviente, alguien que había despertado, un buda, por algunos golpes de palos impermanentes y hueros? ¿Para qué tanta sabiduría si se iba a gritar como cualquier ignorante? En medio de sus meditaciones, nuestro monje no vio que se acercaban unos bandoleros que lo atacaron de súbito y le quebraron los huesos a golpes. Nuestro monje gritó atrozmente bajo los golpes. Y, gritando, experimentó la iluminación.
¿Y cuál es la lección? Entre otras, ésta: el sufrimiento y la angustia forman parte de lo real. Forman parte de la salvación. Son eternos y verdaderos tanto como lo demás. Y la sabiduría está en la aceptación de lo real, no en su negación. ¿Qué más natural que gritar cuando se sufre? ¿Qué más sabio que aceptar la angustia cuando se experimenta? «Mientras establezcas una diferencia entre el samsâra y el nirvâna», decía Nâgârjuna, «estás en el samsâra». Mientras hagas diferencia entre tu pobre vida y la salvación, estás en tu pobre vida.
No sé si toda angustia es angustia de muerte, como he creído a veces; pero si toda vida es mortal, ¿cómo escapar de la angustia?
Tampoco sé si toda angustia revela la nada, como quería Heidegger, ni sobre qué despegan la contingencia y lo ajeno del ser (¿por qué hay alguna cosa en lugar de nada?), y de nosotros mismos como entes. Pero si todo ser es contingente, ¿cómo escapar de la angustia y la ajenidad?
¿Por qué una cosa en lugar de nada? ¿Por qué esto en lugar de esto otro? ¿Yo en lugar de un otro? ¿Vivir en lugar de morir? ¿Así en lugar de otro modo? Ni siquiera todas las píldoras del mundo, aunque nos puedan hacer olvidar estas preguntas, podrán suprimirlas y menos aún responderlas.
¿Qué es la salud psíquica? Quizá la capacidad de enfrentar lo real y lo verdadero sin perder en ello toda fuerza, toda alegría, toda libertad. Y aquí hay lugar para la angustia y esto distingue la salud de la sabiduría. Pues el sabio («en tanto en cuanto sabio», como dice Spinoza, y por cierto que nadie lo es enteramente), el sabio está libre de angustia, sin duda, pero sólo en tanto en cuanto se ha liberado de sí mismo. Nadie que salvar, la salvación misma. Nada de mí mismo: muerte y angustia no tienen a qué aferrarse. Nirvana: extinción. Pero sólo hay luz. ¿Morir a sí mismo? Si se quiere. Pero es nacer por fin, vivir por fin, en lugar de fingirlo. El yo sólo es el conjunto de ilusiones que uno se hace acerca de sí mismo. La sabiduría libera de eso, pero sin salvarlo. O lo salva, pero perdiéndolo. Narciso allí no se halla, y por eso tiembla. Hasta la sabiduría le da miedo, pues sólo lo liberaría disipando los espejismos que son él mismo. Es el verdadero precio por pagar, y ninguna droga, ninguna terapia —ni ninguna filosofía— nos lo puede evitar.
Y a nosotros, que no estamos allí, que estamos muy lejos, nos queda aceptar la angustia, habitarla con la mayor serenidad posible. Sólo es una paradoja a medias. ¿Por qué habría que tener miedo de tener miedo? Si el sabio es quien ya no tiene angustia, el filósofo quizá sea quien ya no se angustia por tenerla.
¿Qué es la salud psíquica? Es el estado —y esta definición vale por cualquier otra— que hace posible la filosofía, y por lo demás necesaria. Se dirá que hubo filósofos locos. Pero si lo hubieran sido antes no habrían filosofado, y si lo hubieran sido completamente (Nietzsche) habrían dejado de filosofar. El que un filósofo necesite a veces un psiquiatra no dispensa entonces de filosofar a los psiquiatras. La angustia lo recuerda a los unos y a los otros, señalando tanto los límites de la filosofía, cuando es patológica, como de la medicina, cuando no lo es. El que esos límites sean laxos, el que a veces se encabalguen (¿adónde termina lo normal?, ¿dónde comienza lo patológico?), es un hecho evidente que no debería suprimirlos. La angustia existencial no es una enfermedad; la neurosis de angustia no es una filosofía. ¡A trabajar!