La correspondencia
¿Por qué escribir una carta? Porque no se puede ni hablar ni callar. La correspondencia nace de esta doble imposibilidad, que supera y de la cual se nutre. Entre palabra y silencio. Entre comunicación y soledad. Es como una literatura íntima, privada, secreta, y quizás el secreto de la literatura.
Se escribe porque no se puede hablar: lo más frecuente es que sea a causa de la distancia, de la separación, de un espacio que las palabras no pueden franquear. Así sucede en un viaje o en un exilio. Durante siglos fue el único medio para dirigirse a los ausentes, para llevar el pensamiento allí adonde el cuerpo no podía ir; es el regalo más bello que hizo quizá la escritura a los vivientes: permitirles vencer el espacio, vencer la separación, salir de la cárcel del cuerpo, por lo menos un poco, por lo menos mediante el lenguaje, por intermedio de esos pequeños trazos de tinta sobre el papel. El regalo más bello, pero no el único ni el primero. La escritura tuvo sin duda una función de archivo antes que una de comunicación. Se intentó vencer el tiempo antes que el espacio. Conservar antes que intercambiar. O, si la escritura servía para comunicar, lo hacía por el desplazamiento de los lectores más que por el del mensaje. Se grababa en la estela, en el muro, ante el cual la gente pasaba: inmovilidad del texto y movilidad de los lectores. Una pirámide es un sobre, si se quiere» cuya momia sería la carta, cuyos jeroglíficos serían el texto. Algo se dice allí, se comunica allí. Un mensaje pero sin más mensajero que él mismo. Inmóvil. Pero que recorre los siglos más que los kilómetros. No se trataba de vencer la ausencia sino la muerte, no la separación sino el olvido, no la distancia sino el tiempo. No se trataba de intercambiar sino de mantener. Cuán frágiles son nuestros sobres ante esas tumbas… Se nos parecen. Fragilidad de la vida, de los intercambios, de los individuos sin más eternidad que la del tiempo que pasa, que ese presente que dura, que esos vivientes que mueren… Fragilidad de la correspondencia: fragilidad de vivir y de amar. No escribimos nuestras cartas para vencer a la muerte ni para vencer al tiempo, sino para habitar juntos cuanto podamos, a pesar de la separación, a pesar del espacio, el poco tiempo que se nos ha concedido en común. Salvo megalomanía muy particular, sólo se mantiene correspondencia con los contemporáneos (las estelas se dirigían, en cambio, más bien a los descendientes), y en esto hay, me parece, algo esencial de la correspondencia, algo que constituye, su pobreza y su precio. Un viviente se dirige a un viviente y no por los siglos de los siglos (como algunos escritores, no siempre los mejores, en sus libros), sino para participar alguna cosa, un suceso o un pensamiento, una emoción o una sonrisa, a menudo casi nada y es lo esencial de nuestra vida, para compartir esta pobreza que somos, que vivimos, que nos hace y deshace, antes de que la muerte nos coja, para no renunciar, mientras respiremos y sean cuantos sean los kilómetros que nos separan, a la dulzura de vivir juntos, en cualquier caso al mismo tiempo, a la dulzura de compartir y de amar. Contemporáneos de la misma eternidad, que es hoy. Pasantes del mismo pasaje, que es el mundo. Turgueniev, en su lecho de muerte, quiso escribir una carta última a Tolstoi: «Señor, fue un gran honor haber sido vuestro contemporáneo». Todo el mundo no es Tolstoi ni todo el mundo es Turgueniev. Sin embargo esto es un poco lo que queremos decir en nuestras cartas, lo que en efecto decimos por nuestras cartas, por el simple hecho de escribirlas y sea lo que sea eso que en realidad digamos. Si se dejan de lado los intercambios puramente profesionales o administrativos, casi siempre se escribe acerca del amor, o por amor, se trate de amor pasión o de amistad, de familia o de vacaciones, sea profundo o superficial, leve o grave. Escribo para decirte que te amo, o que pienso en ti, que me alegro, sí, por ser tu contemporáneo, por habitar el mismo mundo, el mismo tiempo, por estar separado de ti sólo por el espacio y no por el corazón, no por el pensamiento, no por la muerte. Partir es morir un poco. Escribir es vivir más.
Es verdad que en nuestros días el teléfono podría superar el obstáculo de la distancia, y en efecto lo supera, trasmitir la palabra a través de países y continentes. Se continúa, no obstante, escribiendo, y no sólo por economía. Hay muchos, entre ellos yo mismo, que prefieren recibir una carta a recibir una llamada telefónica. ¿Por qué razón? Porque el teléfono es inoportuno, indiscreto, charlatán. También, sobre todo, porque hay cosas que no se pueden decir, o sólo mal, y que la escritura puede incorporar. La escritura nace de la imposibilidad de la palabra, de su dificultad, de sus límites, de su fracaso. De lo que no se puede decir, o que uno no se atreve a decir, o que no se sabe decir. Ese imposible que se lleva en uno mismo. Ese imposible que uno mismo es. Hay cartas que reemplazan a la palabra, como un ersatz, un sustituto. Y las que la superan, que por ello bordean el silencio. Éstas no reemplazan nada, son irreemplazables. Hay que escribir aquello que no se puede hablar.
Recuerdo que, adolescente, intercambié cartas con una joven que veía todos los días en el liceo, con la que hablaba, y las cartas creaban sin embargo entre nosotros un lazo más esencial, más íntimo. A veces pasaban por el correo, otras de una mano a la otra, y esto nunca nos pareció ni descabellado ni absurdo. ¿Por qué escribirse cuando se puede hablar, cuando en efecto se habla? Porque no se puede hablar siempre, ni de todo, porque la palabra puede constituir un obstáculo para la comunicación, a veces, o condenarla a la charla vacía, porque hay que tomarse un tiempo para estar solo, ser verdadero, porque es dulce pensar al otro en su ausencia, aunque se lo vaya a ver al día siguiente, decirle el lugar que ocupa en nuestra vida incluso cuando no está, en nuestro corazón, en nuestra soledad, y esto jamas sabrá hacerlo la palabra, porque la suprime. La palabra sólo nos acerca a otro, con frecuencia, separándonos de nosotros mismos, y así sólo nos acerca al otro ficticiamente, de manera superficial o espectacular. En una carta, en cambio, sólo se alcanza al otro si se está muy cerca de uno mismo. Pero se lo alcanza, por lo menos sucede eso, y a una profundidad a la que sólo acceden las palabras en contadas ocasiones. La escritura está más cerca del silencio, más cerca de la soledad, más cerca de la verdad. Por lo menos puede estarlo, y esto la justifica. ¿Para qué escribir si sólo se hace para fingir?
¿Valdrá más el silencio? No siempre y según qué silencio. Se escribe porque no se puede callar o porque no se quiere. También el silencio es un enemigo, una prisión también, cuando encierra, cuando aplasta, cuando mata, y a veces mata. Se escribe para devolverle su levedad, su transparencia, su apertura, su luz, pero sin verdaderamente quebrarlo, como haría la palabra, sin salir de él, sin negarlo. Se escribe en el corazón del silencio, adonde la palabra casi no va. Se escribe donde se vive, donde se es, lo más cerca de sí y del otro. Ya no se está separado por la voz, por la mirada, por el cuerpo (que siempre separa mientras los cuerpos no se toquen). Y se tiene tiempo, por lo menos cuando se lo da uno a sí mismo, como el otro lo tendrá para leerte o releerte quizás hasta años más tarde. Hay una eternidad en la escritura, en toda escritura, de la cual la palabra más bien nos apartaría. No es la eternidad de las estelas o de las tumbas. Es la eternidad de vivir, pero revelado, y preservado, como una botella lanzada al océano del tiempo, como un trozo del presente en el infinito del porvenir. Las cartas de amor duran más, muy a menudo, que el amor. Le sobreviven. Están allí, si se lo quiere, cuando el amor ha muerto: darán testimonio de lo que ocurrió, de lo que eternamente permanecerá verdadero, pero que quizá sin la escritura se habría olvidado o perdido. Toda palabra es contemporánea de quien la escucha y muere allí mismo. Ninguna escritura lo es de su lectura; por eso no muere. Entre el tiempo de la escritura y el de la lectura hay como una distancia asumida y abolida. Toda palabra es de instante; toda escritura, de temporalidad. El lector descubre esta temporalidad, la redescubre, la habita. Viene a ser como un tiempo recobrado en el hueco de lo cotidiano, un poco de tiempo en estado puro, como diría Proust, y a esto se llama eternidad: el tiempo que pasa sin perderse, el presente que cambia y continúa, el porvenir que permanece…
Allí se recupera la literatura; en realidad no la habíamos abandonado, porque allí comienza. Como una palabra eterna. Como un presente que se salvaguarda. Como una temporalidad liberada de sí misma y de todo. Escribir es siempre escribir a alguien o para alguien, aunque sea un desconocido, aunque sea universal, y toda literatura es en este sentido epistolar. También es verdadero el caso recíproco. Una carta, aunque torpe, es una obra, una creación, un trabajo, lo que casi nunca es la palabra. Toda carta es literaria. Un ser viviente se dirige a otro ser viviente en el secreto de vivir. Una soledad se confía a otra en el misterio de ser ella misma, en lo desconocido de amar o de ser dos. Un individuo se entrega en ello, como puede y como quiere. Con sus pobres palabras, su pobre escritura, su pobre vida. Esta pobreza nos asemeja. La carta más torpe es más emocionante, si es verdadera, que una habilidosa novela, si ésta no lo es. Es una botella en el mar, pero cuyo destinatario es conocido. Un regalo que uno hace, pero que sólo tiene a uno mismo para ofrecer.
Como una carta es una obra, sea cual sea, resulta tentador convertirla en obra de arte que valga por sí misma. Todo el mundo no es novelista, poeta, artista. Pero todo el mundo escribe cartas, por lo menos todos los que saben escribir, y jamás se dirá bastante de la miseria de quienes no saben hacerlo, de quienes son presa de la palabra o del silencio, del instante, del cara a cara. Qué desgracia no poder escribir cartas de amor, no poder escribir a los amigos, a los hijos, no poder leerles, estar aprisionado por la ausencia o la separación… La escritura es un lujo, la escritura es una felicidad, la escritura es una libertad. Y si la injusticia llega a deslizarse allí, como ha sucedido, sólo torna más odiosa a la injusticia.
Es una obra entonces, y a veces una obra de arte. Unos convertirán sus cartas en poemas, en verso o en prosa, en ensayos, en confesiones, en sátiras, a veces en novelas… No deja de ser verdad que la correspondencia es también un género literario y uno de los que, digámoslo al pasar, mejor han resistido las modas y los siglos. Disfruto más leyendo la correspondencia de Flaubert, George Sand, Turgueniev o Maupassant que leyendo o releyendo sus novelas. Allí están menos adornados, son menos estetas, menos habladores y más verdaderos. La correspondencia de Abelardo con Eloísa, aunque decepcionante, ha sobrevivido mejor que sus tratados, que sólo interesan a los eruditos. Y a mí me gusta que en la correspondencia cada uno se exprese, ensaye, se arriesgue, que cada uno pueda buscar allí ese pequeño fragmento de sí mismo que no miente. Pues se puede mentir por carta como de palabra, y quizá con mayor facilidad. Pero es traicionar el lenguaje, traicionar la escritura, traicionar al otro y traicionarse uno mismo. Las verdaderas cartas son las cartas verdaderas. Por eso valen. Por eso conmueven. El vocabulario importa menos que la sinceridad. El talento, menos que el amor o el coraje.
Otros harán dibujos, ilustraciones, collages, y decorarán hasta los sobres de sus cartas. ¿Por qué no? La forma también habla. Y toda belleza es buena. Escribo este texto para el catálogo de una exposición en el Museo del Correo. Cuánto sobre adornado, curioso, original… Cuánta obra de arte en miniatura… Nadie habría imaginado, sin esta exposición, hasta dónde llega la inventiva dé nuestros contemporáneos, por lo menos de algunos, su creatividad, su talento a veces. Cuánto cuidado para una sola carta, para un solo lector… La exposición deja entrever algo, por la publicidad; pero sólo se trata de una indiscreción fugitiva. Esas cartas volverán pronto a la oscuridad de donde vienen, con la cual la mayoría se contenta, con sus pequeños sobres discretos, triviales, indistintos, y esto también es bello, ese anonimato de la multitud, esa intimidad innumerable del correo. Estos millones de cartas que circulan todos los días, en todos los países, como un gigantesco tumulto silencioso, como un formidable murmullo imperceptible, todos esos pequeños arroyuelos de papel y de tinta que forman como un mar, que acarrean nuestros secretos, nuestras confidencias, nuestras lágrimas, y todo cuanto hace falta para ello de organización, de trabajo, de inteligente y fiel humanidad (¿qué más sencillo que una carta, qué más complejo que el correo?), configura una de las imágenes más verdaderas de nuestras vidas por completo tejidas de soledad y de deseos, de palabras y silencios, de amor y de cólera, todas destinadas a la separación y todas conjurándola…
Una carta puede sobrevivir, y a veces sobrevive, a la muerte del que escribe o la recibe. Esto entrega al uno o al otro, cuando piensan en ello, una percepción más exacta de su fragilidad, de su importancia el uno para el otro, el uno por el otro, y también del peso de cada palabra. No es el caso de todas las cartas (muchas son pura convención, pura rutina, pura o impura cortesía), pero es el caso de las que importan, de las únicas que merecen ser escritas, incluso el caso de las más sencillas, incluso de las más desnudas. El estilo no es lo que importa. La corrección tampoco es lo que importa. Una carta vale primero por su intimidad, por su dulzura, por lo que contiene de amor o de secreto. Todo el mundo las puede escribir, por lo menos todos los que saben escribir. Basta con ser verdadero. Basta escribir lo más cerca de la vida tal cual es, tal cual parece, tal cual pasa y permanece, nuestra pobre pequeña vida de mortales, como a la espera de un no sé qué, o un lo sé demasiado, como a la espera de la vida misma, como privada de sí misma y no obstante viviente, tan viva, tan frágil, tan desgarradora de debilidad y trivialidad, tan desprovista de todo, tan desarmada, tan humildemente única y común, como un milagro siempre malogrado, siempre recomenzado, nuestra pobre pequeña vida de terrenales, en alguna parte en el tiempo, en alguna parte en el universo, nuestra pobre pequeña vida de vivientes, entre nacer y morir, entre nada y nada, entre todo y todo, nuestra pobre pequeña vida de humanos, siempre expuesta al amor y al sufrimiento, a la soledad y al reencuentro, y esto hace que tan pocas cosas quepan, o casi, en un sobre… No alcanza para hacer una historia, no alcanza para una novela. Justo el tiempo para vivir un poco, para amar un poco, justo el tiempo para enviar algunas cartas… Te escribo para decirte que te amo y que voy a morir, para decirte que estoy vivo, todavía vivo, y feliz de ser tu amigo, y muy feliz de ser tu amante. «En la medida en que estamos solos, el amor y la muerte se aproximan». Esto, que fue escrito en una carta, dice la única verdad.
Nuestras cartas se nos parecen, por poco que lo queramos e incluso, a veces, cuando no lo queremos. Frágiles como nosotros. Irrisorias como nosotros. Hermosas, a veces. Pobres y preciosas, triviales y singulares casi siempre. Un poco de nuestra alma se desliza allí, en la delgadez de un sobre. Algo de nuestra vida en la locura del mundo. Algo de nuestro amor en el desierto de las ciudades.
¿Por qué se escribe una carta? Para habitar juntos la esencial soledad, la esencial separación, la esencial y común fugacidad. Para describir el tiempo que hace, el tiempo que pasa. Para contar en qué nos convertimos, lo que somos, lo que esperamos. Para decir la distancia sin abolirla. El silencio, sin corromperlo. El yo, sin encerrarse en él. Esto no hace las veces de palabra. Esto no hace las veces de nada. Y nada, tampoco, ocurre: las cartas verdaderas, las que uno desea recibir, son gratuitas e irreemplazables, como la vida, como el amor, como un regalo, y esto es uno. «No es nada, soy yo —me escribe un amigo—, vengo a decirte que te quiero mucho, mucho…». Es nada, o casi nada, y no obstante un trozo del mundo y del alma, transmitido como por milagro, tan leve en la mano, tan hondo en el corazón, tan próximo en lo distante.