El gusto de vivir

«Tal como la fresa sabe a fresa» —decía Alain— «así la vida sabe a felicidad». Y conozco pocas otras frases que me hayan dejado tal regusto de felicidad, pero también de deseo y, debido al deseo, de amargura.

Conviene una cita más extensa del maestro: «En primer lugar, la vida es buena; es buena por sí misma; el razonamiento no le hace mella. No se es feliz por viaje, riqueza, éxito, placer. Se es feliz porque se es feliz. La felicidad es el sabor mismo de la vida. Tal como la fresa sabe a fresa, así la vida sabe a felicidad. El sol es bueno; la lluvia es buena; todo ruido es música. Ver, oír, oler, gustar, tocar, toda una seguidilla de felicidades. Incluso las penas, incluso los dolores, incluso el cansancio tienen sabor a vida. Existir es bueno; no mejor que otra cosa, pues existir es todo y no existir es nada. Si así no fuera, ningún viviente duraría, ningún ser vivo nacería. Pensad que un color es una alegría para los ojos. Actuar es una alegría. Percibir también lo es y es la misma. No estamos condenados a vivir; vivimos ávidamente. Queremos ver, tocar, jugar; queremos desplegar el mundo. Todo ser viviente es como un paseante matutino. […] Ver es querer ver. Vivir es querer vivir. Toda vida es un canto de alegría». Sólo es un pequeño artículo, uno de sus innumerables Propos, como decía Alain, publicados a lo largo de los años (cotidiana y benévolamente) en un periódico de provincia, en Ruán; éste es de mayo de 1909, y envidio a los lectores que leían este tipo de noticias con el desayuno, que sabían de la felicidad al mismo tiempo que del mundo, la vida, la maravilla de vivir, al mismo tiempo que de las desgracias de la historia o de las vicisitudes de la economía… Varios han debido recortar este artículo, guardarlo cuidadosamente con los demás en un cajón, en un cuaderno, algo más felices de repente, un poco más libres, algo más orgullosos de ser hombres, un poco más sabios, y después han debido marcharse a su trabajo con el paso más firme, quizá canturreando, otra vez gallardos, erguidos, con una pizca más de alegría y de coraje, con algún pensamiento en el corazón. ¿Optimismo fácil, ingenuo, ciego? No creo. Olvidé decir que este artículo se, escribió acerca de un suceso que acababa de ocurrir, el suicidio dé un adolescente, y que esto, este horror, había que pensarlo, comprenderlo, superarlo. «La vida ya no sabe a vida. Placer y dolor, todo está como adulterado; la acción es como una fuente agotada…». Y el lector se marchaba con estos dos tesoros, un poco de luz, un poco de noche, la muerte de un estudiante, el amor a la vida, mezclados indisolublemente, porque toda muerte es triste si la vida es amable… Suelo releer este Propos, me sigue pareciendo hermoso, de una belleza que no miente. «Tal como la fresa sabe a fresa…». Y Alain, por cierto, no sólo había vivido esto, este sabor de felicidad, esta vida alegre y sabrosa. Tenía sus momentos de cansancio, de cólera, de disgusto. Pero también debió de vivir éstos, esta gozosa vitalidad, esta alegría de todo el ser. Y todos somos capaces de esto, por lo menos un poco, por lo menos a veces. ¿Quién no ha tenido sus momentos de gracia o de júbilo? ¿Sus mañanas triunfales? ¿Sus veladas radiantes? El hecho es que vivimos, hacemos hijos y esto deja en mal pie a los quejosos. El suicidio es la excepción y no prueba nada. No se está rechazando con ello la vida, sino el dolor, la vejez, la enfermedad, el aislamiento… No se está despreciando la felicidad, se está huyendo de la desgracia. «Todos los hombres buscan la felicidad —decía Pascal—, hasta los que se ahorcan». Se matan para no seguir sufriendo, para no seguir siendo desgraciados. Y esto sigue siendo búsqueda de la felicidad, porque se huye de la desgracia. El suicida no escapa al principio de placer, y Alain, en otro lenguaje, nos ayuda a comprenderlo. Sólo se pone fin a los días por sufrimiento o tristeza: nadie abandonaría de manera voluntaria una vida ligeramente pasable, y esto dice mucho sobre el suicidio y la vida. ¿Habrá que decir, con Spinoza, que la gente sólo se suicida por causas exteriores aunque interiorizadas? No sé. Es seguro, no obstante, que hay que tener razones muy fuertes para morir, para querer morir. Buenas o malas, externas o internas, es otra historia. Pero más fuertes que la vida, más fuertes que el cuerpo, que resiste, más fuertes que el alma, que sólo es esta resistencia en acto. ¿Quién se suicidaría sin motivos? Estaría enfermo, y ya puede ser una razón muy fuerte. La depresión es una enfermedad, como se sabe, que puede ser mortal. Pero ¿qué demuestra contra la salud? ¿Contra la vida? ¿Contra la felicidad? ¿Y el suicidio filosófico?… Camus, que lo convierte en su punto de partida («El único problema filosófico verdaderamente serio», escribió en las primeras líneas de El mito de Sísifo), casi no se detuvo en él, e hizo bien. El absurdo conduce más bien a un tratado de la felicidad, lo que explican las últimas páginas del mismo libro, al enfrentamiento con lo real, a la afirmación simple de la existencia. ¿Por qué vivir? No es la pregunta. Lo mismo sería preguntarse por qué ser feliz, por qué gozar y regocijarse. La vida responde por nosotros, el placer responde por nosotros, o, mejor, no hay pregunta, no hay respuesta, y es la vida misma. Alogos, decía Epicuro: sin razón, sin discurso y sin necesitarlos. Sabiduría del cuerpo: sabiduría del placer. Hacen falta razones muy fuertes para desear la muerte, porque el cuerpo la rechaza. Pero no hacen falta razones para vivir; basta una que no es una: se vive para el placer, y porque vivir es uno.

Pero ¿por qué entonces vivimos tan poco, tan mal? ¿Por qué esta tristeza, tan frecuente, este desagrado, este hastío, esta amargura? Puede variar de individuo en individuo, y en efecto varía. Gustos y colores… No quisiera convertir en sistema mi temperamento. ¿Quién se escoge a sí mismo? ¿En qué sentido, en estas materias, se puede pretender la razón? El cuerpo manda, quizás, o la infancia o el inconsciente o el azar de los encuentros y de los duelos… Pero ¿por ello hay que renunciar a pensar? Ocurre que me gustan poco las fresas y que la cerveza me alegra mucho más. Y no tanto por el alcohol: hoy se fabrican algunas que no tienen y que sin embargo me agradan. La cerveza con gusto a muerto, la cerveza con gusto a lo real. Y me gustaba también el tabaco, aún me gusta, creo, por ese gusto agrio en la boca o en los pulmones… Utilizo estos ejemplos porque no veo en ellos simples contingencias gustativas. Quizás allí se juega una verdad, o se busca, en esos sabores amargos. ¿Acaso Lucrecio no comparaba la verdad con un brebaje demasiado amargo que primero había que disimular para no espantar al ignorante, endulzando el borde de la copa «con una miel rubia y azucarada»? Así hacen los médicos, explica, para que los niños traguen las medicinas. Así hace Lucrecio, que adorna, con «dulce miel poética» la amarga doctrina de Epicuro… ¿Hay que entender que sólo somos niños, que la amargura desaparece en el sabio? Quizá. Pero en el poeta, nada; y en el filósofo, casi… Quiero creer que éste (uno de los escasos poetas que fue filósofo, el único filósofo quizá que fue poeta) desdeñó la miel y terminó por amar esa amargura por la cual la verdad, para quien no es ni ignorante ni sabio, se anuncia, se da, se gusta… ¿La verdad? ¿Qué verdad? La de vivir y morir. Es la misma, porque sólo los vivientes mueren y porque todos mueren. El razonamiento nada aporta. Se muere por accidente, enfermedad, vejez. Se muere de ser mortal, se muere de vivir, de haber vivido. La muerte, o la angustia de la muerte, o la certidumbre de la muerte, es el sabor mismo de la vida, su amargura esencial. Como la cerveza sabe a cerveza, así la vida sabe a muerte.

¿Entonces? ¿Fresa o cerveza? ¿Dicha o amargura?

¿Hay que elegir? ¿Se puede? ¿Se debe? Me parece, más bien, que hay que aprender a amar a las dos, en su diferencia, en su contraste, y sin duda Alain no me contradiría. ¿Filósofo trágico? ¿Quién puede no serlo si está sin Dios y sin ilusiones? Así, dice de George Sand, a quien admira: «George Sand, por su propia vida, mediocre, deformada, fallida, como toda vida…». Ese regusto a fracaso en toda existencia. Ese gusto a muerte en todo lo que vive. Spinoza me objetará: «El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación sobre la muerte sino sobre la vida». Muy bien. Si somos libres, el asunto, en efecto, no se plantearía; y estoy de acuerdo con que no se plantearía si llegamos a serlo. Pero no lo somos, Spinoza lo muestra. ¿Y quién puede llegar a serlo? ¿Y qué hacer mientras tanto? Por mi parte, jamás he podido ser spinozista ni sabio hasta ese punto, ni creo que pueda llegar a serlo, ni siquiera creo pretenderlo. ¿Cómo pensar la vida sin pensar la muerte? ¿La felicidad sin aceptar la desgracia? ¿La sabiduría sin aceptar su locura? Puede que aquí esté llegando yo a mis límites: pero puede también que Spinoza haya superado —sobrepasado— los suyos, y me refiero a los límites comunes. Poco importa. Este regusto de amargura que nos deja la vida, y en el placer mismo y en la felicidad misma, ¿de dónde viene? Como catador de agua o de vino, intento analizar el bouquet, reconocer los distintos constituyentes, los diferentes aromas, los distintos sabores… Sabor a muerte, sabor a soledad, sabor a verdad, sabor a vanidad, sabor a decepción, sabor a cansancio, sabor a hastío… Sí, todo eso se mezcla con los placeres, los reviste, los acompaña, los enmascara o los destaca según los momentos, según las circunstancias, a veces los extingue, a veces los exalta… La mezcla es a un tiempo delicada y fuerte, extraña y familiar, descorazonadora a veces y otras embriagadora, con frecuencia tenue o pesada…

No me detengo en los placeres. Sería en exceso indiscreto detallar los míos y una indiscreción muy vana por cierto. Cada uno los conoce. El cuerpo es buen juez, y el único. Comer es bueno, beber es bueno, hacer el amor es bueno. ¿Quién desea morir cuando está excitado? El hedonismo es lo contrario del nihilismo. El sabor a muerte no por ello deja de permanecer, y en el deseo mismo; pero quizá se lo perciba con menor frecuencia que el sabor más vivo, más inmediato, más enervante, del placer. En medio de una multitud, me ocurre a veces sondear los rostros. ¿Sabe aquél que va a morir? ¿Y ese otro, tan serio, tan absorto? ¿Y esos dos enamorados? ¿Y aquel anciano? Los rostros casi no responden y no podemos, por lo menos fácilmente, interrogar a un desconocido sobre este tema… Algunos de mis amigos, incluso inteligentes, me aseguran que nunca piensan en la muerte, o que lo hacen algunas veces por año, a lo sumo. Y acerca de sentir su sabor… Otros, como yo, piensan en ello todos los días y casi cada hora de cada día… Este sabor es lo que mejor conocemos. Y qué exóticas nos parecen las fresas a su lado… ¿Miedo? No demasiado, me parece. Pero este sabor a nada sobre todas las cosas, este sombrío alcance del perecer… No se muere una vez, al cabo, para terminar. Se muere todos los días, en cada instante de cada día. El niño que yo era está muerto en el adulto que soy, el que era ayer está muerto hoy, o si en mí sobreviven sólo es en tanto en cuanto yo los sobrevivo; cada uno transporta consigo su cadáver, y los viejos amores nunca volverán… La vida es desgarradora porque muere, porque no cesa de morir, allí, ante nosotros, en nosotros, y el tiempo es ese desgarro, esa muerte en nosotros que avanza, que excava, que espera, que amenaza… ¿Hay que pensar en ello? ¿Hay que olvidarlo? Cuestión de sensibilidad, creo, más que de doctrina. Hay quienes prefieren el Cantar de los Cantares, que allí se sienten en casa, que allí se reconocen, que allí se expanden; y hay también los que prefieren el Eclesiastés, y soy de éstos, por cierto. Después de lo cual cada uno inventa la doctrina que necesita… El Eclesiastés es un libro epicúreo, observa tranquilamente Marcel Conche, y estoy más o menos de acuerdo. Por eso le gustaba tanto a Montaigne. Quizá por eso me gusta tanto. Pero finalmente Epicuro no lo leyó ni su autor leyó a Epicuro. La muerte manda. La vida manda, y basta. «Hay que vivir la propia vida antes de pensarla», decía Delbos, y sólo se piensa la vida que se ha vivido. ¿Manda el mundo? Sin duda, pero cada uno tiene el suyo o por lo menos su manera de habitarlo. Este frescor luminoso de la mañana, de esta mañana, este amigo que canta, este niño que juega, este calor en el pecho, se diría una felicidad, este amor, esta dulzura, esta lentitud… No se sabe si hay que reír o llorar, o, mejor, lo uno y lo otro estarían fuera de lugar y uno calla, y la vida está allí, simple y difícil, y continúa, y muere, y la vida es esa muerte de instante en instante que se niega y se perpetúa, que se supera, que se inventa y se olvida, que nos lleva y nos arrastra… Apenas podemos decir qué somos, decía Montaigne, porque no cesamos de cambiar, de ya no ser, de no ser todavía, porque «nuestro estado es enemigo de la coherencia», porque vamos «resbalando y rodando sin cesar», porque sólo somos un relámpago entre dos noches: devenimos, resistimos, desaparecemos, vivimos, en una palabra, y esto nos recuerda ese sabor a nada en la boca o en el alma, ese gusto tenaz a seres mortales… Alain tiene razón y por lo demás basta seguir a Montaigne: la vida es «deliciosa por sí misma y por sobre sus inconvenientes». Por supuesto, pues todo inconveniente la supone y sólo la puede dañar si es buena. ¿Y quién mejor que Montaigne supo amar la vida como es, con sus dificultades, con sus contradicciones, con sus más o sus menos, y aprobarla? «La vida —escribía— es un movimiento material y corporal, acción imperfecta de su propia esencia, y desordenada; me dedico a servirla tal cual es». Y no por ello dejamos de morir y la dulzura misma del placer queda como potenciada por la amargura o la escasez. Fragilidad de vivir. Fugacidad de vivir. Es la vida misma y el sabor de la vida. «El duro deseo de durar…». Siempre satisfecho, porque se vive, siempre frustrado, porque se muere. ¿Qué felicidad que no esté amenazada? ¿Qué amor que no esté temblando? Otra vez Montaigne: «Esa cosa tierna que es la vida es muy fácil de perturbar…». Pero ¿quién renunciaría por ello a la felicidad, al amor, a la vida? Lo contrario es más bien lo verdadero, como nos recuerda Gide, buen lector de Montaigne: «Un pensamiento no demasiado constante sobre la muerte no ha concedido bastante precio al menor instante de tu vida». Esta frase, con su torpeza rebuscada o fingida, con su simplicidad, con su verdad, es quizá la primera que he admirado absolutamente. Me acompaña desde la adolescencia. Me esclarece. Me alimenta. Este amargor, siempre… Vivir es morir, y la vida sólo es más bella por llevar en sí a la muerte amarga.

Y después hay la soledad. Es el sabor natural del placer, pues mi placer jamás es el del vecino. Cárcel del cuerpo: prisión del deseo y del dolor. Que en ella no haya relación sexual, como quería Lacan, es sin duda exagerado; pero al cabo cada uno está allí solo, cara al otro, y ningún placer, incluso simultáneo, es común. Soledad de los amantes. Soledad también de los amigos. Se pasean juntos y les separa el mismo universo que los contiene. «¿Ves aquella luz, esa transparencia, ese reflejo dorado en lontananza?…» Sí. Pero es otra mirada, otra sensación, otra nostalgia. Y esa súbita emoción al escuchar a Mozart… Soledad del arte. Hay también una soledad del dolor y es la misma. Soledad de vivir. Soledad de morir. Soledad: finitud. Nada puede allí la amistad, y además se tiene tan pocos amigos… Se querría ser más amado, lo que sólo confirma que de amor, de amor puro, uno es muy poco capaz. Soledad del amor, del amor inmenso que se espera, de aquél —también inmenso a veces— que se quisiera dar… Pero el amor no se da ni se posee. El amor es una pura pérdida («desdeñoso de su fortuna —dice el poeta—, desligado de sí mismo, desprovisto de todo reino…»), y esta pérdida, esta muy pura pérdida de amar, es la única riqueza, como una luz en el mundo, como una pobreza radiante, como una joya de alegría y de dulzura en la infinita soledad de los vivientes.

Y la decepción. De allí partí y se puede consultar mis libros. Que es decepcionante, siempre decepcionante, es lo que la vida nos enseña con mayor claridad. No, por cierto, que en ella no haya ni gozos ni placeres. Pero no los que se esperaba, o no del mismo modo; tampoco, cuando están allí, conceden la misma dicha que se esperaba cuando no estaban allí, cuando nos faltaban. «Qué feliz sería si…», se dice. Pero ningún si es real ni quizás ninguna felicidad. De allí esos regustos agrios, a menudo esas flatulencias del corazón o del alma, como una náusea vaga… Releed los poemas de amor que escribisteis antaño o que os enviaban… Y releed, también, los discursos de nuestros políticos e incluso las obras maestras de nuestros escritores. Pensad en vuestra juventud soñadora, en todos esos sueños y proyectos… Hasta los realizados no son como eran. Y el éxito es casi tan amargo como la derrota. Vanidad de todo: verdad de todo. ¿Cómo no estar decepcionados, pues se deseaba sin conocer, pues se tomaba el deseo por un conocimiento? Decepción: desilusión. Es lo mismo y el sabor mismo de la verdad. El amor decepciona. El trabajo decepciona. La política decepciona. El arte decepciona. La filosofía decepciona. Por lo menos decepcionan en primer lugar y por mucho tiempo hasta el día en que se los ama por lo que son, por lo que realmente son, por lo que son a pesar de todo, y no por lo que se había esperado y soñado. Trabajo del duelo: trabajo de la desilusión. No es cuestión de creer: es cuestión de conocer y de amar. ¿Qué nos puede enseñar que tenga importancia acerca de la vida o de la literatura un escritor que aún cree en la literatura? ¿Y un filósofo, si cree en la filosofía? ¿Un músico, si cree en la música? ¿Un pintor, si cree en la pintura? ¿Y cómo amar verdaderamente si se cree en el amor, si se lo ha convertido en religión, en absoluto, en sueño? Toda esperanza decepciona siempre, aunque se satisfaga; por ello la satisfacción con tanta frecuencia es agridulce, como un deseo aventado apenas se lo sacia… Muchos que comprueban que la vida no responde a sus esperanzas le reprochan absurdamente no ser lo que es (¿y cómo va a ser otra cosa?), y terminan enterrándose vivos en el rencor y el resentimiento… Prefiero la gozosa amargura del amor, del dolor, de la desilusión, del combate, victorias y derrotas, de la resistencia, de la lucidez, de la vida en acto y en verdad. Prefiero lo real y la dureza de lo real. Si la vida no responde a nuestras esperanzas, no es culpa forzosamente de la vida: podrían ser nuestras esperanzas las que nos engañan desde el comienzo (desde la nostalgia primera que las nutre) y que la vida entonces sólo pueda desengañarnos… Sabor salobre de la decepción, del cual sólo cura la desesperanza, si es posible, la sapidez agria y muy saludable de la desesperanza. Toda esperanza decepciona, siempre; sólo hay felicidad inesperada.

Nos queda el cansancio, que se nos parece tanto, que nos acompaña, que quizá sólo sea la muerte que trabaja, que nos trabaja, o la vida que lentamente se gasta y resiste… Cuánto coraje nos hace falta al cabo… Y la angustia, y la lubricidad (ese gusto por lo obsceno y lo oscuro), y la violencia, y el amor propio… Tantos sabores, tantos sinsabores… Llego al final de estas páginas y tengo la sensación de apenas haber esbozado lo esencial. ¿Qué? Amarga, efímera: la vida misma. Todo lo que no es trágico es irrisorio; en esto la vida es trágica, en esto, la vida es irrisoria, y estos dos sabores no dejan de mezclarse, de asociarse, dominando a veces uno al que lo dominaba antes, o bien fundiéndose en él hasta el punto de ser uno… Vivir es una tragedia, vivir es una comedia, y es la misma pieza, y es bella y buena, en todo caso puede serlo, si sabemos vivirla, si sabemos vivirla como es; por lo demás no tenemos otra opción. Hay que amar la vida como es o no amarla. Y en esto reencuentro a Montaigne, a Lucrecio, a Alain, a Spinoza… Amar: aceptar. Soportar, cuando es necesario; gozar, cuando se puede. Sabiduría trágica, la única que no miente. En el fondo, es lo que Freud llama trabajo del duelo, y esto vale más que la religión o que la mentira. Más vale la verdad amarga que el almíbar de la ilusión.

¿Fresa o cerveza? Fresa y cerveza. Dicha y desgracia. Vida y muerte. Placer y dolor. Sabiduría trágica: sabiduría de Heráclito. No se tiene opción y eso significa la existencia. Lo real se toma o se deja. La vida se toma o se deja. Y dejarla sigue siendo tomarla, por lo menos una última vez, tal como tomarla sólo es un modo de dejarla… El que sólo amara la felicidad, no amaría la vida y por ello se privaría de ser feliz. El error es querer seleccionar realidad como en los escaparates. La vida no es un supermercado del cual seríamos los clientes. El universo nada tiene para vendernos y sólo se nos ofrece él mismo; sólo nos ofrece todo.

¿Para qué? No hay respuesta, y esto suprime la pregunta. Pero no la vida. Pero no el placer. Pero no la felicidad, cuando está allí. ¿Qué felicidad? La única que queda, fuera de la fe. La que sólo se encuentra a condición de renunciar. La que no se posee. La que sólo se da en el movimiento de su pérdida, como un amor liberado del amor, como una alegría liberada del miedo, liberada —diría Spinoza— de la esperanza y el temor. Es la única felicidad que conozco, la única que he vivido a veces, de tarde en tarde, bastante sin embargo para que no olvide su sabor a un tiempo amargo y dulce, que me ha parecido el sabor mismo de vivir, y me lo ha dado.

Tal como la vida sabe a felicidad, la felicidad sabe a desesperanza.