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—NO ES POSIBLE REPROCHARLE A MULLER LA CONFUSIÓN QUE SINTIÓ —dice Forster—. Al fin y al cabo hizo cuanto le fue posible para concentrarse en su labor submarina, ignorando deliberadamente los acontecimientos que se estaban produciendo en los cielos. Desde luego, nuestra sorpresa fue tan grande como la suya...
Angus McNeil fue el primero de nosotros en despertar y liberarse de los tentáculos vitales de la medusa. Naturalmente, no tenía idea de dónde se encontraba porque había estado durmiendo desde la caída de Marte.
En términos de tiempo cronológico aquello representaba sólo unos años más de los que yo había dormido, pero en tiempo real habían transcurrido más de mil millones de años. No había nadie allí capaz de amortiguar su recuperación de la conciencia y naturalmente lo sorprendió descubrir a la Langosta de titanio brillantemente pintada de Klaus Muller posada en medio del no muy amplio espacio dentro de la medusa destinado a los humanos. Pero, aun así, tuvo tiempo para examinar el enorme artilugio. Angus se había enfrentado a la muerte en más de una ocasión y tales experiencias le hacen apto para tratar muchos asuntos al mismo tiempo.
Al atisbar por la redonda escotilla de observación de la Langosta, Angus pudo ver cómo Muller lo miraba a él, a su vez rígido de terror, preguntándose quién sería aquel ser que lo estaba espiando. Porque ninguno de nosotros tenía un aspecto demasiado agradable tras los siglos pasados bajo el agua. Según su relato, Angus pasó los minutos siguientes intentando convencer al ingeniero suizo de que no tenía nada que temer si salía de allí.
Por entonces, los demás habíamos empezado a levantarnos y a salir de la cámara de inmersión para pasar a la célula central de la medusa, tan húmedos, pálidos y arrugados como la piel de una ciruela. Por lo que a mí respecta, no sentía el menor atisbo de energía ni de entusiasmo. Echaba de menos a Troy y a Redfield para que suavizaran nuestra transición. Los demás tenían un aspecto tan lastimoso como el mío. La pobre Marianne era la que ofrecía una estampa más patética. Sus penalidades, técnicamente sucedidas mil millones de años atrás, seguían presentes en su memoria.
Nos encontramos frente a Muller, un ciudadano suizo rubio y acicalado, un tanto obeso y con gafas de montura metálica sentado al borde de la escotilla de su feo y achatado sumergible, evidentemente asombrado ante nuestro aspecto.
—¿En qué fecha estamos? —le pregunté jadeando y atragantándome. Empezó a decirme el año con voz imprecisa pero yo lo interrumpí—. No, no. Dígame el mes y el día.
Así lo hizo. Era la fecha que yo deseaba oír. Estábamos en el equinoccio de primavera; el día en que habíamos cruzado la órbita de la Tierra en nuestra era.
—¡A la superficie! —ordené.
Aquello espantó a Muller hasta el punto de introducirse otra vez parcialmente en su sumergible.
—Si sienten lo mismo que yo —dije a los otros— tendrán deseos de oler el aire terrestre y ver nuestro cielo de nuevo, aunque éste sea el último momento de nuestra realidad.
Probablemente no supieron a qué me refería, pero me dejaron obrar a mi manera.
Volví al agua el tiempo suficiente para hablar con nuestros invisibles compañeros amalteanos, que había sentido cómo controlaban la medusa con su lenguaje basado en zumbidos y en siseos.
Salimos del agua al atardecer, y nos mantuvimos sobre la bahía a poca altura, siguiendo la línea de la costa. El enorme tamaño de la medusa causaba sensación y así lo expresaron numerosos periódicos locales; pero no fue hasta la mañana siguiente cuando las fuerzas de defensa local enviaron a un helicóptero para que nos observara de cerca. Otras muchas cosas habían sucedido durante la noche: tumultos, pánico, colectivo, e histeria política y religiosa inspirada por los múltiples espejos aparecidos en el cielo...
Por la transparente claraboya de la medusa vimos un firmamento fantástico que se extendía por encima de nosotros. El pálido sol no se había puesto aún por completo y la noche estaba todavía algo distante. La cúpula celeste resplandecía plena de globos más brillantes que las estrellas que, dejando un rastro de llamas, se dirigían hacia el sol ya en el ocaso.
—¡Diosa! —me oí exclamar a modo de interjección. Era una costumbre que había adoptado cuando estaba en la Edad del Bronce. Y tuve una clara conciencia de la impresión que ocasionaba a los demás—. ¿De dónde vienen?
—¿A qué se refiere? —preguntó Jo Walsh.
—A las naves-universo —le respondí.
Porque de improviso me había dado cuenta de las asombrosas implicaciones que conllevaba lo realizado por Thowintha.
Recuerdo que alguien intervino con gran vehemencia para manifestar:
—El principio de la incertidumbre sólo debe considerarse válido en el ámbito del micromundo.
A lo que el otro objetó:
—Penetramos en el agujero negro una y otra vez. Y por dicha causa hemos aumentado lo que era inseguridad microscópica hasta elevarlo a una escala macroscópica; es decir, a la incertidumbre manifiesta y visible.
Otro de los reunidos... me parece que se trataba de Jo, me preguntó:
—¿Esperaba usted esto, Forster?
—Lo que yo espero es lo que Troy y Redfield llamaron «reducción estado-vector»—repuse—. Hablaron de naves-universo en plural. No de millares sino de millones. Me parece que todas las posibles consecuencias de la espiral del tiempo han de encontrarse ahí.
—¿Todas? ¿Y qué hay de Nemo? ¿Cuenta todavía con alguna posibilidad?
La pregunta procedía de Bill Hawkins, que parecía estar en posesión de un sexto sentido por lo que a preguntas fastidiosas se refiere.
—No importa porque todas se encuentran en vías de destrucción —intervino Angus—. Se van a aniquilar unas a otras.
—Eso por lo que respecta a ellas. Pero ¿y nosotros? —quiso saber Jo.
Sin embargo, nadie supo darle una respuesta.
Lo que tuvo lugar durante aquella noche fue una de esas discusiones medio empíricas, medio matemáticas medio físicas y medio filosóficas. Por mi parte, me es imposible recordar exactamente de cuántas de aquellas mitades participaba. Sólo puedo evocar ahora cierto sentimiento de confusión, en el que figuraba mi cariño por aquellas personas a las que el azar había reunido para participar en un destino común.
Lo que más vivamente ha quedado grabado en mi memoria es la visión de las aguas oscuras que se extendían bajo nosotros y el resplandeciente sol arriba en el cielo. Me parece ver también a Klaus Muller encaramado en su ya inservible aparato de inmersión, mientras su reticencia se iba desvaneciendo poco a poco al escuchar extasiado nuestro surrealista debate.
A mi juicio, Thowintha había participado en el juego y había salido perdedor o perdedora. Nos había secuestrado y vuelto a llevar a Venus para rescatar a la facción adapcionista antes de que ésta fuera destruida por sus rivales, hecho del que debió ser testigo en su forma primera. Sus extensos recuerdos indicaban que nosotros los Designados habíamos representado un papel importante en su salvación y en la de los demás de su especie, pero los detalles distaban mucho de quedar claros. El-ella creía, o al menos así lo imaginaba yo, que los tradicionalistas seguirían sencillamente su camino dejando que organizáramos el sistema solar a nuestra imagen.
Pero los hechos no se desenvolvieron de ese modo. En primer lugar, Nemo y los tradicionalistas intentaron destruirnos, incluso quizás en más de una ocasión. Pero luego llegaron a la conclusión de que era imposible, dentro de la espiral del tiempo. Y decidieron que debían enfrentarse a nosotros en el origen. Y también comprendieron, o al menos Nemo lo hizo, que era preciso esforzarse para que dicho origen fuera reproducido de una manera lo más exacta y precisa posible.
Bill me interrogó con rigor. Dijo que comprendía perfectamente por qué Nemo y sus alienígenas habían fallado en su intento de acabar con nosotros. La causa era que Thowintha nos había multiplicado; nos había reproducido como en una fotocopiadora, por así decirlo. Pero ¿por qué era preciso reproducir las condiciones del origen de una manera tan perfecta para destruirnos de una vez para siempre?
Jo acudió en mi ayuda.
—Imagine un sencillo experimento —explicó—. Un fotón es proyectado contra un espejo plateado en sólo su mitad. Una mitad también de la información sobre el fotón atraviesa el espejo mientras que la otra es deflectada. Más adelante, esta información se recombina. ¿Cuál ha sido la trayectoria seguida exactamente por el fotón?
—Las dos, evidentemente —dijo Bill—. Podemos afirmarlo basándonos en el hecho en sí. Pero podía haberse instalado un detector en una de las dos trayectorias. Si se detectaba en ella un fotón es que había discurrido por allí. De lo contrario, es que adoptó la otra ruta.
—Se puede divagar sobre esto pero de un modo bastante aproximado —expresó Jo—. Ahora supongamos que en el camino de esas trayectorias alguien ha colocado más espejos a medio platear, de tal modo que la información acerca de los movimientos de los fotones se multiplique. O dicho de otro modo: que las trayectorias potenciales se hayan multiplicado.
—De acuerdo. Pero por eso es por lo que Nemo no nos puede eliminar —afirmó Bill convencido.
—Supongamos que necesita realmente aplastar ese fotón —persistió Jo—. ¿Cuándo tendrá que intervenir?
—Después de efectuarse la recombinación —fue la respuesta de Bill.
—Demasiado tarde —opiné—. Ha apostado por una de las trayectorias; por una de las alternativas... y en ello reside su única esperanza de sobrevivir. Necesita impedir que los demás lleguen siquiera a materializarse.
—¿Y por qué no antes de alcanzar el espejo? —preguntó Angus.
Bill se volvió hacia él con aire desdeñoso.
—Eso está bien por lo que respecta a un fotón. Pero, en nuestro caso, cualquier tiempo situado antes del origen figurará en el interior de la espiral del tiempo. Es eso lo que Nemo intenta que adviertan esas otras versiones de la trayectoria antes de que alcancemos el espejo. —Hizo una pausa y todos pudimos ver cómo la comprensión se reflejaba en su rostro. Había llegado a ella por sí mismo—. El momento del origen —afirmó—. El momento en que el fotón incide en el espejo...
Troy, Redfield e incluso Thowintha sabían tan bien como Nemo cuándo se iba a producir el momento decisivo. El resultado sería un dato estadístico, desprovisto de toda garantía. Pero imaginaban que lograríamos sobrevivir. Lo que planteaba un problema de índole práctica. ¿Dónde nos ocultaríamos?
El paraje más profundo de la Tierra se encuentra en la Fosa Challenger de la Trinchera de las Marianas, que alcanza los 10.915 metros bajo el nivel del mar, es decir, sólo unos once kilómetros. Y la nave-universo mide treinta kilómetros de diámetro.
Una versión, la nave-Ur o una de sus últimas sustitutas, estaba ya en órbita alrededor de Júpiter. La nuestra había ido a ocultarse en el Cinturón Principal protegiéndose tras una espesa capa de regolito desprovista de todo valor... Pero a causa de su considerable tamaño figuraba entre los primeros asteroides descubiertos gracias a un telescopio primitivo. En nuestra era, aquel asteroide había resistido las tentativas de dos expediciones de prospección. Y en ambas había logrado que lo considerasen inútil para fines comerciales.
Thowintha y sus miríadas de compañeros se habían aposentado para dormir, una vez más. En el océano Índico, el paraje más vacío de la Tierra, nosotros nos dispusimos asimismo a dormir en nuestra medusa. Habíamos procurado instalarnos en un lugar y en un tiempo en los que Nemo no nos pudiera molestar. Tendríamos que esperar dos mil años para ver cómo acababa todo. Nuestra tripulación amalteana fue la primera en despertar.
Como ya he resaltado, los amalteanos viven y respiran comunicación. E incluso se puede decir que esas magníficas inteligencias se vuelven un tanto confusas en ausencia de sus compañeros. Mientras nosotros los humanos dormíamos sumidos aún en la paz de nuestra inconsciencia, los dos miembros de la tripulación estaban ya explorando. Y pronto se sintieron atraídos por la parrilla del proyecto de energía calórica de Trineo-malee. El informe de Klaus Muller aportó indicios de lo que sucedió después.
Algunos días más tarde, cuando nuestros tentaculares amigos dieron con el sumergible de Muller, sufrieron una conmoción rayana en el pánico. Pero, a bordo de la medusa, nosotros los humanos seguíamos sumidos en un profundo sueño que nos hacía vulnerables. ¿Reunirían otros humanos una flota de navíos submarinos con la que atacarnos? A los amalteanos les preocupaba la posibilidad de que se hubiera traicionado su confianza basada en que debíamos permanecer incólumes hasta el momento de la reducción al estado vector.
Convocaron con toda rapidez a la medusa para adueñarse de Muller, y cuando éste se sumergió otra vez, lo esperaron para apoderarse de él y de su Langosta. Por las últimas palabras que transmitió por el comenlace comprendimos que se equivocaba con respecto al objeto que lo estaba atacando, horrible sin duda a sus ojos, y que afirmó era un calamar gigante. El pobre Muller sólo tuvo tiempo para lanzar una cápsula de comunicación de urgencia antes de que su máquina fuera capturada.
Finalmente, nuestra tentativa para entender el motivo de aquellos apuros tocó a su fin. Brillantes franjas lumínicas se extendían por un cielo cuajado de estrellas por encima de nuestras cabezas. Y, al igual que cometas, convergían hacia el sol finalmente invisible por haberse puesto tras el horizonte occidental bordeado de palmeras.
Marianne habló por vez primera y su voz sonó como un triste y tranquilo murmullo en la noche.
—¿Cuándo sabremos que hemos muerto? —preguntó.
Me volví hacia Klaus Muller, que nos había estado observando desde el borde de su Langosta como si fuéramos los más extraordinarios ejemplos de vida submarina exótica que hubiera visto jamás. En aquellos momentos noté que me compadecía de él, porque aunque no sea famoso precisamente por mi sofisticación psicológica, reconocía el esfuerzo que estaba realizando para conservar la cordura.
—¿Qué hora es? —pregunté.
Él era el único entre nosotros que podía saberlo. Miró su cronómetro y me dijo la hora, incluidos los segundos.
—No estamos muertos aún —comuniqué a Marianne—. El caso parece haberse decidido en nuestro favor.
—¿Viviremos? —preguntó.
—¿Quiere decir que ésta es la única realidad? —inquirió Angus.
—La verdad es que nunca lo sabremos —respondí—. Para cuando las múltiples versiones de la realidad lleguen a Némesis todos habremos fallecido de muerte natural.
Lo pensaron durante unos segundos. Pero sólo Angus y Jo poseían la suficiente claridad mental como para entenderme. Cuando Hawkins empezó a discutir otra vez, aunque no por convicción sino por pura terquedad, Angus lo interrumpió:
—Propongo que nos arreglemos un poco y nos tomemos unas copas —sugirió.
En el transcurso de los siglos que he vivido, y aunque hayan sido sólo unos pocos días, jamás he rechazado un buen licor producto de la destilación o de la fermentación. Pero esta vez dejé que Angus, Jo, Bill y Marianne bajaran a tierra sin acompañarles. No estaba aún en condiciones de compartir con ellos las delicias de aquellas libaciones ni sus contactos con los funcionarios de aduanas. Y, al parecer, también Klaus Muller compartía mis reticencias.
—Quiero decirle algo, profesor —me indicó cuando los demás se hubieron ido.
—Llámeme Forster —propuse.
—¿Forster?
—Sí, Forster. Considérelo mi nombre de pila.
—Como quiera —repuso.
Pero se quedó otra vez silencioso y me dije que acaso mi impaciencia lo había alarmado.
—Bien... —lo animé intentando parecer afable y tranquilo, sin atisbo alguno de amenaza hacia él.
—¿Cómo cree que he llegado a esta nave? —me preguntó.
—¿Lo trajeron los amalteanos? —pregunté con aire fatigado sin esperar una respuesta que me sorprendiera.
—Cuando esta cosa a la que llaman medusa se acercó a mi Langosta pensé que se trataba de uno de esos calamares gigantes de Joe, que venía dispuesto a devorarme. Y redacté lo que equivale a mis últimas voluntades o testamento.
—Ya nos lo ha dicho.
Me miró a través de sus gafas de gruesos cristales, con una expresión indicadora de que no me creía tan listo como yo me figuraba.
—Pero luego vi a esa mujer —añadió.
—¿A quién?
—A esa mujer. Y al hombre que apareció con ella poco después. Y luego a los demás.
Creí entender sus palabras pero no comprendí su verdadero sentido.
—¿Dónde sucedió eso?
—A unos ochocientos metros. Ella estaba muy flaca. Debido a la compresión, seguramente. Al principio me pregunté cómo era posible que sobreviviera. A decir verdad, lo tomé por una alucinación, pero cuando vi las oscuras aberturas que tenía a ambos lados del pecho y las entradas de agua junto a las clavículas empecé a comprender.
—¿Y el hombre? —pregunté.
—Igual que ella, con las mismas aberturas y entradas de agua.
—Son branquias.
—¿Conoce a esas personas?
—Hemos estado hablando de ellas toda la noche —respondí mirándolo con un intenso sentimiento de piedad. No puedo imaginar lo que leería en mi cara—. Son Troy y Redfield.
—¡Ah! —exclamó.
Y guardó silencio otra vez preguntándose quizá si no habría cometido un error al suscitar aquel tema. Porque ¿quién era capaz de confirmar semejante historia?
—¿Qué ocurrió? —insistí.
—Me hicieron señas a través del cristal. Y ellos y los calamares me trajeron a la nave. Los humanos estaban en primera fila haciendo gestos y muecas... intentando convencerme de que, en efecto, eran humanos. Pero luego entré en la nave, y ya no volví a verlos.
—Ha mencionado usted a otros seres —le indiqué.
Me contempló con sus pupilas azules agrandadas por los redondos cristales de sus gafas.
—Se mantenían al margen. Y sólo pude volverlos a ver cuando encendí las luces de nuevo. Estaban lejos, en la oscuridad.
—¿Puede decirme algo más de ellos?
—Sólo que eran exactamente iguales a los otros dos.
—¿Exactamente iguales?
—Sí. Hombres y mujeres que podían tomarse por gemelos suyos, dichosos como peces en aquellas frías y oscuras profundidades. La presión era tan grande que hubiera podido aplastar a un submarino normal. Si hace una semana me hubiera usted contado algo parecido a eso, habría creído que se trataba de una de mis peores pesadillas convertida en realidad. Pero aquellas gentes me sonreían. Me hacían muecas intentando provocar mi risa. Era como si bailaran para distraerme. Y lo bueno es que me sentí aliviado, aunque sin duda estaba ya un poco fuera de mis cabales.
—Lo que querían era salvarle. Salvarnos a todos nosotros.
—¿Dónde están ahora? No ceso de preguntármelo. A juzgar por lo que han dicho ustedes, creo entender de dónde proceden. Pero ¿dónde están ahora? —insistió.
Estuve a punto de contestarle que habían desaparecido sin dejar rastro... o que lo iban a hacer de un momento a otro. Me los imaginé desplazándose por franjas de luz acuosa. Tal vez se vieran entre sí, pero sabían que no podían tocarse ni existir juntos en una realidad idéntica. Cuando se produjera finalmente el colapso de la función ondulatoria probablemente todos ellos, a excepción de una pareja, dejarían de existir en una especie de miniapoteosis.
Así pues, si bien creí tener respuesta a las preguntas de Muller, no estaba seguro de saber defenderla o de asumir la responsabilidad de convertirla en mito. Así que opté por ofrecerle una verdad a medias.
—Han evolucionado hasta convertirse en seres marinos —repuse—. Y no creo que volvamos a verlos como habitantes de la Tierra.
Ni de ningún otro lugar, hubiera debido añadir.