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UNA SERPIENTE SE DESLIZABA POR MI PIERNA.

Durante unos instantes el tiempo pareció quedar en suspenso. La estancia estaba iluminada por la claridad matutina que se difundía por las grises paredes de piedra y por el suelo rojo, de tierra batida. Estaba seguro de que Troy y Redfield habían dormido junto a mí, pero ahora no los veía por ninguna parte. Llegaba hasta mí el suave arrullo de unas palomas. Un par de aquellas gráciles aves marrones y grises estaban posadas en una estrecha ventana abierta encima de una estatuilla de la diosa. Desde algún remoto rincón de mi memoria me llegó la certeza de que aquellas palomas significaban la presencia de la diosa en sí misma.

Su santuario consistía en una estancia de techo bajo, dividida en dos espacios por un macizo pilar ubicado en su centro. En la parte interior había un banco sobre el que estaban colocados dos pequeños retratos cilíndricos de arcilla representando a la deidad, aunque no demasiado fielmente. Unas mesas para ofrendas situadas frente a ellos estaban decoradas con sinuosas serpientes.

El auténtico reptil que se movía sobre mi pierna desnuda me pareció de un tamaño descomunal, aunque no debía tener más de un metro de largo. Era redondo y liso y sus escamas relucían con un bonito color rosáceo. Me había colocado inadvertidamente a mitad de camino entre su guarida en un rincón de la estancia y los huevos de ave, los salmonetes pescados el día anterior y los cuencos de leche puestos para él en el altar. Se dirigía pues a tomar su desayuno y quedaba bien claro que yo le importaba muy poco. La gente debía dormir allí con frecuencia.

Hubiera preferido que me lo advirtiesen. Me estremecí mientras el animal se alejaba.

A los habitantes del pueblo les habría encantado permanecer en vela toda la noche, sin dejar de observarnos; pero cuando Diktynna nos hizo entrar en el santuario, todo el mundo se dispersó en dirección a sus casas. Una vez dentro, estuvimos charlando con la diosa y el niño-dios durante varias horas, mirándonos unos a otros a la luz de la tosca lámpara de arcilla, intercambiando relatos mientras el hombre que tañía la lira, el único extraño en aquella reunión, continuaba su recital. El vino era servido de una jarra al parecer sin fondo, nueva y robusta, sin añadirle agua como era la costumbre en Grecia. Tomé nota de todo lo que oía, de todas las anécdotas por triviales que fuesen y de todas las maravillas que me eran reveladas. Al poco rato mi traductora y sintetizadora entendía y hablaba el heftiano, llamado también minoico, como si fuese nativa de Creta.

El relato que nos dejó más extasiados fue el que narró el arpista cuyo nombre era Tzermon. Hablaba de Proteo, el Viejo del Mar, y en él reconocí, a siglos de su fuente, otro episodio que a su debido tiempo encontraría un lugar en la Odisea. Tzermon situaba su relato frente a la costa este de Creta mientras que Homero lo ubicaba en la isla de Faros. Hubo por supuesto un faro en el delta del Nilo, la mención de «un día de navegación en una nave bien pertrechada, con un fuerte viento de popa» hacía que la isla de Creta resultara más verosímil. Menelao y sus marinos, abandonados en una isla desierta tras salir de las bocas del Nilo, estaban desesperadamente ansiosos de abandonar aquel paraje en el que no soplaba un viento favorable y carecían de agua.

—Se hallaban a las puertas de la muerte, cuando la diosa Eidote se acercó a Menelao y le dijo que podía escapar de aquel lugar desprovisto de viento si obligaba a Proteo a cumplir una orden —cantó Tzermon acompañado del suave tañido de su lira.

»"¿Cómo puedo obligarlo? No es fácil para un hombre conseguir la obediencia de un dios", se quejó Menelao.

»A lo que Eidote repuso: "Cada mediodía sale de las profundidades y proyecta su sombra sobre la superficie marina como si se tratara de una ligera brisa, para disimular su presencia. Si no percibe peligro alguno se acerca a la playa y se introduce en una cueva profunda. Un grupo de focas, hijas del salado mar, lo sigue hasta allí y se agrupa a su alrededor para dormir. Una vez ha contado las focas y comprobado que no falta ninguna, se tiende entre ellas como un pastor junto a su rebaño. Entonces será el momento oportuno..."

Según Tzermon y asimismo Homero, a la hora precisa, Eidote ayudó a Menelao y a tres de sus marinos a envolverse en las pieles de unas focas que había sacrificado y a tenderse sobre huecos en la arena. Esparció asimismo ambrosía aromática ante ellos para evitarles el asqueroso olor. Entonces Proteo salió del agua.

En la versión de Tzermon tenía forma de hombre, pero su piel era blanca y llena de pliegues como la de un pulpo, y estaba cubierto de algas que parecían crecer en su cabeza y su cuerpo. Confundió a Menelao y a sus marineros con las focas de su rebaño y sin prestarles atención se dirigió a su cueva. Después de haber dado al dios del mar el tiempo suficiente para que iniciara su siesta, Menelao y sus hombres se quitaron los odiosos disfraces y se lanzaron sobre él.

Al llegar a este punto, Homero y Tzermon divergían notablemente en su relato.

Según Homero, Proteo fue sorprendido mientras dormía profundamente y se enzarzó en una dura pelea con sus enemigos. Menelao había sido advertido de que Proteo podía cambiar de forma fácilmente y que lo intentaría todo con tal de escapar. Así pues empezó por transformarse en un barbudo león y luego se tornó en una serpiente, una pantera y un oso gigantesco. Incluso adoptó la forma de agua corriente... ¿y cómo luchar contra ésta?, y en un enorme y espeso árbol; «Pero apretamos los dientes y lo retuvimos como sujeto por un tornillo.»

Pero en la versión de Tzermon: «Cuando se acercaron al dios, éste conversaba con sacerdotes de Zeus, quienes al verlos se escabulleron hacia el interior de la gruta. Los aqueos titubearon aterrorizados ante la idea de haber profanado un lugar santo, un rito. El dios, volviéndose a Menelao le preguntó: « ¿Quién eres tú que interrumpes esta ceremonia solemne?» Su voz sonó como un gemido horripilante cuyo poderío evocaba el rumor del mar.

Menelao explicó que creía que Proteo había detenido los vientos para inmovilizarle a él y a sus hombres. Y todo porque quizás inadvertidamente había irritado a algún dios. Rogó, pues, que lo perdonaran. Proteo estaba asombrado. « ¿Quién te ha contado eso? ¿Quién ha conspirado junto contigo para apartarme de mi camino y capturarme?» Lo cierto es que no les guardaba ningún rencor ni sabía de ningún dios que se lo tuviera. «Entonces ¿qué va a ser de nosotros?», preguntó Menelao con desesperación.

«No desesperes. Tu deseo ha sido considerado y va a ser cumplido —le aseguró Proteo—. Pronto enviaré a los meltemi. Entonces deberás regresar a Egipto. Una vez allí, pregunta a qué dios ofendiste. Y espera el momento de tu purificación.»

Menelao le dio las gracias pero se dispuso a quedarse junto a Proteo hasta que éste cumpliese su palabra y levantase el viento del Noroeste. Al darse cuenta, el dios se irritó y les ordenó que partieran. Pero Menelao y los suyos desenvainaron las espadas y rehusaron obedecer. Proteo empezó a increparlos en lenguas distintas y desconocidas; pero finalmente les dijo que si se retiraban y se mantenían a cierta distancia de él, de modo que pudieran ver pero no oír, concluiría su ofrecimiento a Zeus. Luego volvería junto a Menelao y sus hombres.

Menelao aceptó, pero cuando él y los aqueos se hubieron retirado, Proteo se precipitó al interior de la gruta como ya habían hecho los sacerdotes. Menelao se lanzó tras él, pero pronto se perdió en un laberinto de pasadizos pétreos, hasta que, desesperado, emprendió la retirada y él y sus compañeros regresaron decepcionados a la playa.

Ante su profunda sorpresa vieron que Proteo estaba ya entre la espuma, arrastrando tras de sí largas cintas de algas verdes mientras nadaba enérgicamente hacia el mar abierto. Los aqueos se lanzaron en su persecución nadando a su vez con rapidez, pero cuando se acercaban a él un ser inmenso surgió del mar.

Era bulboso como una medusa gigante y de color púrpura. La luz resplandecía atravesándolo y de su parte inferior surgían innumerables y ondulantes tentáculos.

Menelao se hallaba lo suficientemente cerca de Proteo como para poder asirlo. Pero en el instante en que alargaba su mano hacia el dios, éste se transformó en una enorme criatura marina resbaladiza y gris que agitaba una multitud de brazos como si fuese un pulpo. Menelao perdió el contacto. El agua hirvió a borbotones a su alrededor, y el gigantesco ser al que Proteo había conjurado de las olas se hundió de nuevo en éstas y desapareció.

Al llegar a este punto, Tzermon hizo una pausa y me pareció como si, por unos momentos, examinara con atención a Redfield —Poseidón— antes de concluir rápidamente su relato.

—Poco después de la fuga de Proteo se levantó un fuerte viento del Noroeste. Menelao dudaba de que el dios hubiera mantenido su promesa porque el viento soplaba como era lo normal en aquella estación. Sin embargo, regresó a las aguas celestiales del Nilo con los méltemi siguiendo las negras quillas de sus barcos y, tras haber apaciguado a los dioses eternos, emprendió el camino hacia su tierra natal empujado por un viento favorable enviado por los inmortales.

Ni Troy o Redfield ni yo sabíamos qué decir. Las implicaciones del relato de Tzermon eran perturbadoras. La conversación fue decayendo, así que nos acostamos y pasamos lo que quedaba de la noche allí en el santuario que era además la casa para huéspedes más espaciosa del pueblo.

Un rayo de resplandeciente luz diurna penetró la suave neblina y Redfield entró seguido de Troy después de transponer la puerta sobre la que estaba tendida una cortina.

—Si vuestra vejiga semejante a la de un dios o cualquier otro órgano de vuestro cuerpo está hinchada, encontraréis un lugar en el que aliviaros siguiendo el camino a la izquierda. Lástima que olvidásemos traer un poco de ambrosía desodorante desde el Olimpo coronado de nubes.

—¡Ah! Y no os preocupéis por los espectadores—recalcó Troy mientras yo salía al exterior—. Se les complace con gran facilidad.

Me pareció muy divertido. Pero hice lo que pude para mantener mi intimidad frente a la bandada de niños que me siguieron hasta aquel lugar. Sin embargo, con espectadores o sin ellos, experimenté cierto placer primario al orinar profusamente en la mañana fría y azul a unos setecientos metros por encima del mar.

Al regresar al santuario observé un pequeño rebaño de agrimi que retozaban en las laderas más altas, más allá de la cima del castillo. Pertenecían a la especie kri-kri, el íbice cretense, la cabra silvestre adorada por los minoicos y que en nuestra era apenas si es posible verla como no sea en un parque zoológico. De los retorcidos y sólidos cuernos de los machos fue de donde, según muchos autores, nació la leyenda de la cornucopia. En cuanto a las hembras, fueron la inspiración de la diosa caprina que amamantó a Zeus niño, la Amaltea original.

Troy, Redfield y yo nos sentimos aliviados al encontrarnos solos en el santuario, comparando las notas tomadas el día anterior. El relato de Tzermon relativo a Menelao y Proteo nos revelaba con toda claridad que Nemo estaba allí... o que lo había estado al menos hacía un siglo o dos o incluso más. Aunque quizá lo hubiera hecho en una época más reciente. Ninguna descripción hubiera sido más explícita. Y estaba claro que los tradicionalistas alienígenas habían sido sus cómplices en aquello.

Pero ¿cómo había logrado sobrevivir? ¿Cuál había sido su propósito? ¿Quiénes eran aquellos «sacerdotes de Zeus» con los que se comunicaba? Troy había adivinado ya las respuestas a tales preguntas, pero mi lento cerebro, reacio por naturaleza a dilucidar teorías conspiratorias, no detectó sus implicaciones con la suficiente rapidez.

—Nemo nos ha vuelto a tomar la delantera... como en otras ocasiones —opinó Troy.

—Y puede cortar de raíz nuestros propósitos —añadió Blake.

—¿A qué os referís? —pregunté alarmado.

—Nuestra nave-universo, o la versión original de la misma, la fuente de lo que habrá de suceder después, duerme en los hielos que rodean a Júpiter. Lleva allí trece millones de años, desde la última proximidad de Némesis, indefensa y vulnerable.

Por unos breves instantes, me pregunté en qué nave habíamos estado viajando. Me alarmaban las claras insinuaciones de Blake.

—¿Quiere decir que Nemo y los tradicionalistas podrían destruirla? —pregunté.

—Quizá ya lo hayan hecho.

—¿Destruir a la nave-universo?

—Incluso varias veces —afirmó Troy.

—Pero no en la realidad presente —explicó Blake, en un tono a mi entender un tanto complaciente.

—Sí y no —lo corrigió Troy—. Existen muchas realidades potenciales, pero sólo una verdadera. Al parecer, Nemo ya lo ha comprendido así y ha llegado a la conclusión de que ninguna tentativa para cambiar el pasado puede ser llevada a cabo, y que el único modo de conseguir su propósito es uniéndose a nosotros. Se ha convertido a pesar suyo en conspirador a nuestro lado.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté estupefacto.

Pero en aquel instante llegó Diktynna con sus acólitos, trayendo bandejas con pan, yogur e higos. Bajo la claridad matinal su aspecto era menos el de una diosa que el de una mujer de treinta años que había llevado una vida azarosa. A todos nos debía suceder lo mismo. Nos comprendíamos muy bien y sabíamos que sin hombres y mujeres que los personificaran en determinadas ocasiones, las deidades perderían toda su influencia en los asuntos humanos.

***

Abandonamos el pueblo de los heftiu, los eteocretenses, a mediodía y nuestra medusa nos elevó en un suave ascenso hacia el cielo azul mientras los habitantes del lugar nos despedían agitando vivamente las manos desde los altos picachos, de su fortaleza.

Durante las semanas siguientes, nuestra medusa siguió un rápido y zigzagueante rumbo sobre las tierras unas veces silvestres y otras fértiles de una Tierra de la Edad del Bronce. ¡Qué limpios y maravillosamente despoblados aparecían aquellos parajes! ¡Y qué preciosos resultaban por contraste los minúsculos centros de civilización desparramados por tan sublime inmensidad! Me iba acostumbrando a la forma de pensar de Troy y de Redfield, mis redescubiertos amigos. Y empecé a apreciar la tarea que habían emprendido y los peligros a los que aún nos tendríamos que enfrentar.

Porque Nemo había estado en Egipto antes que nosotros, acompañado por «velados dioses-mensajeros» para honrar al faraón, ofreciendo al rey-sacerdote regalos de cuchillos realizados con «metal divino» y de licores embriagadores contenidos en frascos de transparente cristal, y trazando diagramas para que los sacerdotes egipcios supieran de manera precisa de dónde venían él y sus compañeros; es decir, de Cruz.

Nemo nos había precedido también en la tierra de los israelitas. La llegada y la partida de su medusa había sido observada por el nabí oracular que describía el suceso en sus visiones bajo la forma de llameantes ruedas girando en el espacio.

Nemo había estado asimismo en Etiopía y en Arabia y en Babilonia, y en el Indo y en China, siempre llevándonos la delantera.

Mientras nosotros permanecíamos recogiendo información sobre lenguajes y textos de la Edad del Bronce, Nemo dedicaba todos sus esfuerzos a forjar el Conocimiento, el conjunto de las antiguas corrupciones que en su tiempo justificarían su existencia. Y todos los horrores sobre los que dicha existencia gravitaba.

Al darme cuenta de ello, comprendí finalmente el programa de los amalteanos, o mejor dicho del de nuestros amalteanos, es decir, de los que propugnaban la adaptabilidad y habían optado por ejercer un mando limitado, flexible y responsable. Empecé a entender de un modo más significativo el programa personal de Troy. Un programa destinado a salvar al universo del modo en que nosotros, o al menos ella, lo entendíamos.

—Nemo pretendía atraparnos aquí y destruirnos —me explicó—. Pero no lo ha logrado.

—¿Como pudo ocurrir? ¿Es que tuvimos suerte?

—La precisión resulta difícil cuando se utiliza naves-universo para viajar en el tiempo. Y el error más pequeño puede costar meses e incluso años de trabajo antes de ser rectificado. Lo habrá intentado en más de una ocasión; pero más tarde o más temprano se habrá dado cuenta de que nuestra nave-universo estuvo siempre presente, esperándonos alrededor de Júpiter. Y aunque lograra persuadir a sus amigos para que la destruyeran, pronto debió llegar a la conclusión de que nada había cambiado. De que por más naves-universo que destruyera otras tantas seguirían existiendo.

—¿Cómo es posible?

Su respuesta me pareció sorprendente y extraña.

—Porque seguimos todavía dentro de la espiral del tiempo —fueron sus palabras—. Quizá debí haberlo advertido antes. Pero evidentemente él sí lo ha visto.

Mi expresión boquiabierta, que denotaba multitud de interrogantes que no llegué a formular, bastó para provocar una explicación más amplia.

—Una ola pletórica de realidades potenciales ha sido generada, sin posibilidad de reducción final... al menos por ahora. —Apresuró su explicación para evitar atascarse en disquisiciones más amplias—: Entretanto, Nemo comprende, al igual que nosotros, que su única esperanza, y también la nuestra, consiste en restituir el universo del modo más preciso posible a su anterior estado. Y debemos dejar que sea él quien lo consiga. Porque me parece que lo hará bien. En cuanto a nosotros, hemos de dar fin a nuestra propia tarea: llevar a cabo nuestro Mandato.

Se alejó de mí dejándome todavía con la boca abierta.

Una semana más tarde, emprendí la tarea de dictar el contenido de nuestras investigaciones respecto a la Edad del Bronce a máquinas inteligibles, observando mientras escribían los extraños caracteres en tablillas de cristal diamantino junto a sus equivalentes amalteanos. Mientras las tablillas cobraban forma reconocí sus trazos y, llevado por un impulso repentino, añadí unos cuantos signos clave. Con aquellos caracteres finales, una elegante aleph hecha con una pincelada de tinta y unos cuantos rápidos caracteres cuneiformes como los de los sumerios, las tablillas venusianas quedaron plenamente formadas ante mis ojos.

Por fin entendía a Troy. Teníamos que crear el mundo que conocíamos. Tras haber registrado las lenguas de la Edad de Bronce debíamos ahora conservarlas. Sabía dónde conseguirlo; al fin y al cabo había sido el descubridor de las tablillas venusianas. Pero de lo que no estaba todavía bien seguro era de cómo conseguirlo.

Nuestra medusa nos elevó hacia el firmamento estrellado, donde nuestra nave-universo, o una de sus dobles, nos esperaba. Y dos días más tarde nos sumergíamos en las venenosas nubes de dióxido de azufre de Venus.