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BAJO NOSOTROS, los arrecifes de coral se habían ido espesando y extendiendo hasta configurar una llanura irregular formada por estructuras nudosas que alcanzaban allí una profundidad mayor que los océanos de la Tierra. Porque, si bien el coral prefiere las aguas cálidas, en aquellos tiempos los océanos de Venus casi hervían en su superficie.

Pero todo eso había tenido lugar hacía ya mucho tiempo. En la actualidad, el aire a nivel del mar era tan pesado como el mar mismo y tan caliente que hubiera fundido el plomo. La atmósfera era oscura, rojiza y tan densa que el horizonte aparecía curvado como el interior de un tazón sólo a unos cientos de metros por encima de nuestras cabezas.

Más allá de las antiguas plantaciones de coral, que ahora tenían la forma de abrasadas protuberancias y eran irreconocibles para quienes no hubieran estado antes allí como nosotros, alcanzamos una playa en forma de grada. Podía haber sido un paisaje lunar porque los aluviones de lava y la acción de las olas no habían logrado suavizar los bordes de los cráteres, muchos de ellos superpuestos, lo que era prueba de bombardeos continuos por parte de cuerpos celestes de todas clases. Pero aun así, ciertas claves aparecían como evidentes para una mirada práctica y sensible. Los organismos submarinos se habían alimentado allí con los detritus transportados mar adentro por una lenta corriente. Y el desgaste producido por la misma era todavía visible en las rocas.

Nos encontrábamos en lo que debió haber sido un desfiladero submarino, el cauce de un río. Sobre nuestras cabezas, las olas habían afluido en dirección a la playa en líneas paralelas de marea, sobreponiéndose al desbordado flujo. A cada lado, un número considerable de conchas blancuzcas recubrían las rocas que se levantaban de forma abrupta formando la base de altos acantilados.

Conocía perfectamente aquellas rocas. Como mi amigo Albers Merck —el mismo que más tarde intentó asesinarme— había trepado por sus pendientes en un vehículo explorador acorazado venusiano. Nos habíamos visto sorprendidos allí por un terremoto y por desprendimientos de rocas y hubiéramos perdido la vida de no acudir Troy en nuestra ayuda. El que yo muriese entonces hubiera convenido mucho a Merck o, al menos, así lo creía, porque lo único que había conseguido en su último intento por quitarme la vida fue su propia muerte, aparte de la destrucción de innumerables informes de gran valor.

Pero, contrariamente a lo que había supuesto, conseguí recuperarlos y los llevaba en ese momento conmigo en su forma original, forjados en las profundidades de la nave-universo.

La medusa en la que ahora viajaba no era exactamente igual a las otras a las que estaba acostumbrado. En sus paredes interiores brillaba una luz de color de las huevas de salmón. Más abajo, a través de capas y capas de lo que parecía una espuma gigantesca o un aerosol congelado, la masa de la nave estaba dividida en innumerables compartimientos o cámaras, como una red de burbujas de gruesas paredes y dimensiones graduadas, y en cada una de ellas unas sombras oscuras se movían bajo la difusa claridad, cada una de ellas distinta a las demás; una especie en sí misma.

Pero no todo eran criaturas marinas, aunque éstas también aparecieran a centenares, algunas iguales a las terrestres, como medusas, nudibranquios, almejas, erizos de mar, esponjas, corales, gusanos, caracoles y millares de especies de peces. Otras en cambio eran por completo desconocidas hasta en forma de fósiles. También había seres terrestres y aéreos, anfibios y reptiles y una mareante cantidad de insectos y artrópodos, y, en algunos lugares, otros alados y correosos organismos minúsculos que, como las medusas, flotaban libremente al parecer a merced de los vientos impregnados de humedad. Y había musgos y helechos y algas, algunos de ellos tan grandes como los de los pantanos carboníferos de la Tierra, y otros tan diminutos que apenas si era posible discernirlos.

No tenía la menor duda de que nuestra arca alienígena contenía también una colección completa de microorganismos. En la inmensidad de aquella colección había elementos nunca vistos en la Tierra ni con posibilidad alguna de serlo; aunque con una excepción, porque yo sí los había visto, en aquella cueva con la que había tropezado el robot minero y que Merck y yo habíamos explorado. Lo que más nos interesaba eran las tablillas. El hallazgo de las plantas y los animales se nos había dado por añadidura.

La medusa empezó a ascender lentamente. El cielo se enrojeció y altos acantilados aparecieron a ambos lados, tan cerca de nosotros que la medusa los rozó. Traté de imaginarme aquel lugar como debió haber sido tres mil millones de años atrás, con los aguaceros descargando sobre su superficie mientras innumerables cascadas se precipitaban desde las alturas. Abajo debía correr un impetuoso río, plateado por el reflejo de las nubes de un azul pálido, y discurriendo por un cauce rocoso, negro como el carbón, formando pantanos al ser detenido por murallas de vegetación enmarañada, gigantescos diques de troncos, montones de palmeras y de helechos gigantes y enormes y fibrosas «colas de caballo»; diques recubiertos de fango negro, de frondas y de musgos arrancados a las orillas inundadas del arroyo, mientras los neblinosos pantanos quedaban atrás encenagados por una esponjosa vegetación.

El río debió haberse abierto camino por aquellos acantilados de basalto recubiertos de líquenes, durante mil millones de años, o acaso más, arrastrando troncos que hicieron la tarea más fácil, cuarteando las rocas hasta convertirlas en arena y arrastrando ésta hacia el mar. El cauce debió abrirse por entre capas de otras materias orgánicas más antiguas: carbones y corales muertos de la época en que el mar alcanzaba un nivel más elevado.

«Debe ser aquí cerca. Has de mostrarnos él sitio...»

Mirando el pedregoso lecho que se retorcía por entre las rojizas paredes rocosas cada vez más angostas y que brillaba recubierto por las resbaladiza y viscosa pátina metálica de las antiguas lluvias, la mente me jugó una mala pasada. Traté de recordar dónde y cuándo me hallaba en realidad.

—Ahí está el lugar —indiqué—. Pasada esa curva; al otro lado del peñasco.

Los amalteanos no volvieron a preguntarme nada. La medusa avanzó rápidamente hacia el sitio indicado y se detuvo. Bajo nosotros se percibía un movimiento intenso o invisible. Sentí sus vibraciones aunque sin poder discernir qué ocurría.

Estaban excavando una caverna e introduciendo a los especímenes en ella. Y también las tablillas de metal diamantino, en las que figuraban inscritos los antiguos textos con los cuarenta y tres caracteres del alfabeto amalteano. Lo estaban colocando todo allí, donde Merck y yo lo encontraríamos tres mil años después. Las tablillas venusianas que yo había descifrado y que, más que ninguna otra persona, era el responsable de haber escrito.

***

Pronto estuve de regreso a la nave-universo. Pero ¿a qué nave? ¿Y quién era yo? De todas las realidades en pugna, ¿cuál sería la vencedora? Navegamos a velocidad acelerada por entre bandadas de cometas que convergían hacia nosotros, dirigiéndonos a lo que se concretaría en la mayor de las peculiaridades. Como indicaba la presencia de los cometas, nuestra meta se encontraba próxima al sol, cerca del perihelio. En el intervalo de dos meses-luz, la nave-universo se sumergió en la leve y brillante esfera de un espacio-tiempo en plena distorsión...

... y al instante volvió a emerger.