5
JO WALSH PARPADEÓ Y UNAS LÁGRIMAS BROTARON POR ENTRE SUS PÁRPADOS MIENTRAS VOLVÍA A ESTORNUDAR.
—¿Estás resfriada? —le preguntó Troy.
—Me parece que sí —repuso Jo Walsh con voz nasal. Expelió un poco de agua.
Observé ese intercambio de palabras sintiéndome apenas consciente desde mi rincón en la apestosa cámara del Ventris. El ambiente allí no era sólo cálido sino decididamente sofocante. El sudor nos corría por la desnuda piel y nos sentíamos como en el interior de un baño de vapor.
Jo Walsh enganchó una traba en la pared almohadillada, se apartó el cabello de los ojos y, al tiempo que movía vivamente la cabeza, se dio una fuerte palmada en el oído con la mano libre.
—Tengo agua en los ojos —dijo—. Hace que me sienta soñolienta. —Se apartó la mano del oído produciendo un ruido como al destaponar una botella—. Así está mejor.
Miró a su alrededor y, al verme, me dirigió una desvaída sonrisa.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber.
—Poniéndose los trajes —respondió Troy—. Dicen que necesitan los bolsillos.
En el extremo más alejado de la estancia, Tony Groves empezaba a despertarse. Estaba blanco como un pez y parecía medio muerto. Una barba de seis meses se le enroscaba sobre el pecho.
—Me parece que tendré que ir yo mismo en busca de esos bolsillos —manifestó con cierto énfasis.
Aunque en realidad trataba desesperadamente de que nadie le prestara atención. La mano de Troy, al posarse en su hombro, pareció hacerle recobrar la calma.
—Estoy perfectamente —aseguró—. Muchas gracias.
Troy intentó ayudarle a pasar al corredor.
Estar desnudo no es motivo de ofensa en nuestro siglo; pero para los humanos de piel lisa y obsesionados por las prendas, éstas son algo más que un adminículo convencional y se convierten en algo totalmente necesario para ellos. No cabía duda de que cuanto más viviera en el agua menos las echaría en falta Troy. Volvió a ponerse en cuclillas frente a Jo Walsh sintiéndose a gusto en su piel.
—¿Nemo? —preguntó Jo Walsh.
—Está seguro donde se encuentra.
—¿Cuánto tiempo hemos permanecido bajo el agua? Parecen haber transcurrido diez minutos desde que nos durmieron.
—Diez días de aceleración a cuarenta ges. Seis meses costeando. Nueve días de deceleración, otra vez a cuarenta ges.
Jo Walsh cesó de limpiarse el sudor.
—¡Virgen Santísima! —exclamó.
Troy levantó una ceja con aire de asombro. ¿Jo Walsh abrigaba sentimientos religiosos?
—¿De dónde procedía la fuerza? —preguntó Jo—. ¿Cuál era el origen de la masa de reacción?
—La fuerza motriz es invisible.
—¿Cómo opera? ¿Qué dice a esto el alienígena?
—No sabe explicarlo. Afirma que no es un manipulador de herramientas sino más bien un lector de mapas.
Por aquel entonces me encontraba tan aliviado de mi deprimente confusión que pude articular:
—¡Echemos una ojeada! —Troy me miró con aire cauteloso pero yo proseguí con aplomo—: Podríamos llevar abajo al Manta. Y aunque no logremos ver plenamente el fenómeno podremos al menos sacar alguna conclusión. Apenas si hemos rozado la superficie de esta nave-universo en el tiempo de que hemos dispuesto, pero no hemos profundizado en ella. ¿Tiene algo que objetar Thowintha a que investiguemos un poco más a fondo?
Troy levantó una mano para detener mi entusiasta perorata.
—Blake y yo hemos investigado, profesor. Y no hay nada.
—¿Qué ya han...? —me detuve al comprender que estaba todavía demasiado débil para enfadarme.
—Nada en absoluto... excepto una luz muy brillante.
—¡Nada!
La capitana decidió apoyarme.
—¿Cuál es el protocolo aquí? —solicitó a Troy—. Me refiero a que no sabemos con exactitud si somos invitados o prisioneros. O tan sólo lapas en el lomo de una ballena.
—Somos Designados —la informó Troy.
Jo Walsh no vaciló.
—Usted quizá sea una Designada. Puede vivir aquí abajo. Ir a donde le plazca. Pero eso no contesta a mi pregunta.
—Lo siento, Jo. Por el momento no puedo dar una respuesta más concreta.
—¡Seis meses! Debemos haber alcanzado el noventa y nueve por ciento de la velocidad de la luz. Lo que significa... —reflexionó unos segundos— un mínimo de cuatro años desde que salimos de la Tierra. Incluyendo el relevo.
—Parece tener en la punta de la lengua las ecuaciones de Lorentz.
—Soy piloto.
—En realidad hace un poco más de cuatro años —informó Troy—. Le diré que incluso hemos atravesado un agujero negro.
Jo Walsh y yo intercambiamos una mirada de incredulidad.
—Me parece que debí haber preguntado antes... —empezó.
Pero yo fui más rápido que ella.
—¿Dónde nos encontramos? —quise saber.
Troy retuvo el aliento y su voz sonó casi como un suspiro.
—Estamos en Venus.
***
Al cabo de una hora, los miembros de la expedición nos habíamos reunido en la cámara del remolcador para oír lo que Troy tuviera que decirnos. El masaje calórico isónico nos había rescatado de las pastosas profundidades en que habíamos estado sumidos. Los hombres nos habíamos afeitado, quitándonos las barbas estilo Rip van Winkle, y las mujeres habían pasado algún tiempo haciendo brillar sus ojos y sus labios.
Con la piel tensa sobre los largos músculos y tan blanca como si fuera transparente, Troy parecía contenta.
—¿Dónde... cuál es su nombre? —murmuró Hawkins sin dirigirse a nadie en especial.
—Blake se encuentra en la nave-universo, si es eso lo que quiere saber —le contestó.
—No me refiero a él.
—Y también Nemo. Pero no son libres para ir a donde quieran. A Nemo no lo he despertado todavía —informó Troy—. Son ustedes los que deben decidir qué hacemos con él. Saboteó la secuencia de lanzamiento de nuestra nave con mucha habilidad y rapidez, a los pocos minutos de quedar sin vigilancia directa.
—Toda una hazaña —opinó Groves.
—He dejado su obra en el mismo lugar en la computadora por si alguien quiere echarle una ojeada —afirmó Marianne Mitchell—. Si mi opinión vale para algo sugiero que debemos dejarlo allí abajo para siempre.
A juzgar por el silencio que se produjo, estaba claro que nadie discrepaba.
—¿Son reparables los daños? —preguntó Angus McNeil con aire tranquilo.
Al ingeniero le importaba más la integridad de su nave que el destino de aquel huésped no deseado.
—También sobre eso será preciso decidir —repuso Troy—. Puedo eliminar al gusano. Ustedes son los que han de decidir si ponemos la nave en funcionamiento otra vez. Los motores de la nave-universo pueden ayudarnos, si es que logran comunicarle cuáles son nuestras necesidades.
—Tony y yo echaremos una mirada.
Yo intervine entonces:
—Eso significa que el Ventris continúa siendo operativo. Pero ¿se trata de una afirmación razonable, inspectora Troy?
—En la situación actual no puedo prever en exceso el futuro, profesor —me contestó dirigiéndome una mirada mucho más expresiva que sus palabras—. Desde la última vez que hablamos, la nave-universo ha recorrido dos años luz partiendo del Sol hacia la constelación de Géminis. Alcanzó casi el noventa y nueve por ciento de la velocidad de la luz antes de penetrar en un agujero negro en espiral que al parecer es el resto de un compañero binario de nuestro Sol. Logramos salir de él..., Thowintha lo llama el Torbellino, para volver prácticamente a nuestro punto de partida a un par de meses luz del Sol. Dentro de unas horas estaremos en una órbita-aparcamiento alrededor de Venus.
—Pues entonces quizá no haya necesidad de reparar el Ventris. La nave-universo puede sencillamente transferirnos a Port Hesperus.
Troy aspiró con fuerza un aire que le debía parecer en extremo sutil; sus agallas se estremecieron involuntariamente.
—El caso es que el tiempo, o la fecha, o como quiera llamarlo, corresponde en este momento a unos cuantos miles de millones de años antes de nuestra partida.
Marianne se quedó boquiabierta.
—¡Cielos! —exclamó Hawkins—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Thowintha no nos ha dicho nada al respecto —continuó Troy acalorada—. Tal vez no sepa nada; pero a juzgar por algunas cosas que ha insinuado, me parece que no estamos solos en este lugar.
—¿Podría ser la Cultura X? —pregunté. Porque estaba ponderando dicha posibilidad y me conducía a una conclusión asombrosa incluso para mí—. ¡Claro que sí! Es posible que hayamos sido transportados al pasado para presenciar su funcionamiento. Quizá nos sea permitido observar la..., digamos, la terraformación de Venus. Es decir, si «terraformación» es la palabra adecuada.
—Y si Cultura X es una definición apropiada respecto a esa gente —declaró Hawkins con una expresión inusualmente ofensiva.
Al mismo tiempo, me dirigió una mirada centelleante como si quisiera sugerir que en realidad había sido yo el que los había metido en aquel lío... lo que supongo era cierto. Mrs. Mitchell se sumó a su actitud agresiva al manifestar acaloradamente:
—Lo de que «nos sea permitido» no es precisamente la expresión que yo habría utilizado.
Encajé sus críticas haciendo un esfuerzo para soportarlas en silencio. No me sentía ya responsable del destino de mis compañeros.
—¿Cómo se llaman a sí mismos? —preguntó McNeil con aire tranquilo.
—Se llaman «nosotros» —le respondió Troy—. Sencillamente así.
—No podemos seguir denominándolos Cultura X —decidió Hawkins con la evidente intención de molestarme puesto que había sido yo quien propuso aquel término muchos años atrás—. No se trata de mecanismos sino de seres vivientes. O, al menos, uno de ellos lo es.
Groves intervino para afirmar con entusiasmo:
—Desde que el Embajador cobró vida siempre lo he considerado como un amalteano.
—Lo mismo pienso yo de ella —dijo Jo Walsh.
—Para mí es «ello» —se pronunció Groves.
—Muy bien —afirmé—. Sea como fuere, son amalteanos.
Estuvimos hablando un rato más hasta que cada uno hubo formulado sus preguntas: ¿Qué aspecto tenía el alienígena? ¿Qué había en el interior de la nave-universo? ¿Cómo sabíamos que nos hallábamos a tres mil millones de años en el pasado? Pero aquello sólo confirmó que semejantes cuestiones eran por completo irresolubles.
A mí me parecía que, a juzgar por la actitud tan normal que mis compañeros mantenían después de la prueba sufrida, había desaparecido todo el malestar y el nerviosismo que surgió de un modo natural cuando estábamos en Júpiter. Las egocéntricas reacciones y las pequeñas rencillas que se habían producido durante la expedición a Amaltea estaban siendo sustituidas rápidamente por preocupaciones concretas. Una cosa quedaba bien clara, y era que el alienígena no necesitaba de nuestros conocimientos profesionales. Thowintha nos mantenía con vida por alguna razón estrictamente personal. O acaso simplemente por indiferencia.
Ninguna meta u objetivo, sin importar lo difícil o alejado que se encontrara en el futuro, lograría poner fin por sí mismo a nuestra aventura. Sólo la muerte podía hacerlo. Habíamos adoptado la expresión indiferente y resignada de aquellos pioneros del Oeste que a bordo de sus carretas se dirigían hacia un país inexplorado, esperando encontrar como ellos algún paraje en el que establecernos y sabiendo que sólo lo reconoceríamos en el momento en que llegáramos a él... Si es que llegábamos alguna vez.
Por fin, tras un silencio interminable, McNeil pronunció la última palabra sobre el tema.
—Bien. Ahora que todo eso ha sido planteado sin encontrar respuesta... ¿qué hay para cenar?
Nos echamos a reír, más por alivio que por sentirnos alegres. La cena no tardó en llegar. Había langostinos y calamares y las algas marinas tenían muy buen sabor para quienes como nosotros habían sido alimentados durante meses con inyecciones intravenosas.
Por mi parte, lo único que lamentaba era que nos encontráramos todavía dentro de aquella complicada astronave sin modo alguno de averiguar qué había al otro lado del brillante casco que nos envolvía.