Capítulo 15

ROME conducía como un loco, con el pie plantado firmemente en el acelerador y su visión nocturna enfocada y fija al frente.

La llamada de Ezra lo había hecho actuar sin pensar, para variar. Las palabras «Han intentado cogerla» todavía resonaban en su cabeza. Estaba hablando de Kalina y sin duda de los mismos rogues que habían ido a por ella en la fiesta. En ese momento no le interesaban los porqués; lo único que importaba era que Ezra la tenía y estaba a salvo. Por ahora.

Nunca debió haberla dejado, se reprendió Rome a sí mismo al meterse en el camino apartado donde iba a encontrarse con Ezra. El guardaespaldas quería que Rome se llevara a Kalina mientras él iba a seguirles la pista a los rogues antes de que el rastro desapareciera. Era mucho más fácil rastrear en la ciudad, donde los rogues estaban fuera de su elemento, que en el bosque, donde vivían y respiraban todo tipo de especies. Así que Rome conducía mientras el corazón le martilleaba en el pecho.

No sabía por qué era tan importante que ella estuviese a salvo. Era solo un hecho, un hecho que se estaba grabando poco a poco en su mente. Ahora Kalina era su responsabilidad. A decir verdad, lo había sido desde aquella noche en el callejón, aunque parecía que ella no lo recordaba, lo que probablemente era lo mejor. Él no había sido consciente entonces de que sus caminos volverían a cruzarse. Ahora en cambio no se podía imaginar que sus vidas no estuvieran entrelazadas.

Frenó para no adelantar a la furgoneta, que estaba ligeramente fuera del camino de tierra, con las luces apagadas. Entonces Rome se precipitó fuera del coche casi antes de apagar el maldito motor.

La puerta del conductor se abrió y Ezra salió de un salto.

—¿Dónde está?

—Detrás. Durmiendo. He tenido que darle algo, estaba histérica.

—¿Qué? —gritó Rome—. ¿Qué le has dado?

—Solo está dormida. Ya se habrá despertado para cuando la dejes en casa. Pero cuando me vio se puso como una loca. Por un momento fue como intentar domar a un gato montés.

Rome había abierto de un tirón la puerta trasera mientras Ezra hablaba. Allí estaba, acostada en el asiento, con la cabeza ladeada y los puños aún apretados a los lados. La estaba cogiendo en brazos cuando volvió a hablar:

—¿Qué coño ha pasado?

—La estábamos siguiendo —dijo Ezra antes de rodear a Rome para abrir la puerta trasera de su Mercedes—. Fue a una casa; parecía que había algún tipo de fiesta. No sé, pero en cuanto nos metimos en el callejón trasero percibimos el olor a rogue. Peabo dio la vuelta y fue a comprobar la parte delantera de la casa e informó de que también olía a rogue. Decidimos limitarnos a observar y esperar. Lo siguiente que sé es que ella ya no estaba en la terraza; había salido por otra puerta de la casa y estaba buscando algo en el jardín, así que yo salí de la furgoneta. Pasó un rato y no sucedió nada importante, pero el olor a rogue era cada vez más intenso y supe que se trataba de un Shifter. Intenté atraparlo y vigilarla al mismo tiempo. Los encontré a los dos a la vez.

Rome salió del coche y dio un portazo.

—¿Qué? ¿Encontraste a quién a la vez?

Ezra mantuvo la cabeza alta y la voz clara.

—Ella estaba allí. El otro Shifter también. Creo que ella lo vio. Eso explicaría por qué estaba tan asustada cuando la localicé.

—Probablemente estaba muerta de miedo. La gente suele tener miedo cuando la secuestran.

Ezra negó con la cabeza.

—No. Me miraba de una forma muy rara, Rome. Como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Puede que tengamos que hacer control de daños.

Control de daños significaba matar al testigo. Los Shifters no tenían poder para borrar la memoria. A la larga, para proteger su secreto tenían que borrar la amenaza.

Rome se puso furioso y una vez más reaccionó.

Sus dedos retorcieron la camisa de Ezra y acto seguido empujó al guardaespaldas contra el coche y le gritó en la cara.

—¡Ella no va a morir! ¿Me has oído?

Ezra asintió con la cabeza y mantuvo las manos a los lados. Era un guardaespaldas cualificado, respetaba a Rome y cumplía con su trabajo. Y además eran amigos.

Precisamente eso fue lo que hizo parar a Rome; su felino gruñía y arañaba bajo la superficie, pero su parte humana intervino.

—No vio nada —afirmó con firmeza—. El control de daños no es necesario. Yo me encargaré de ella.

Ezra volvió a asentir.

—Me voy a buscar al Shifter.

—Lo quiero vivo —dijo Rome mientras se iba hasta la puerta del conductor—. ¿Me has oído, Ezra? ¡Tráeme a ese hijo de puta vivo!

—Va de camino a la mansión. La chica está con él —les dijo Ezra a Nick y a X cuando volvieron a reunirse. Ya había repetido la historia que le había contado a Rome y había visto cómo los dos oficiales superiores compartían su misma fatídica opinión.

—¿Y si ella lo sabe? —preguntó Ezra.

—Rome ha dicho que se encargaría de eso —contestó X.

Nick parecía escéptico.

—Quizá deberíamos ir. Creo que tendríamos que asegurarnos de que todo está en calma.

—Sí —convino X.

—Sé que ella vio a ese Shifter. Y me vio a mí —continuó Ezra.

—Tú no te habías transformado —interpuso Nick.

—Pero estaba a punto.

X estaba serio. Probablemente el guardaespaldas tenía razón. Kalina había visto a un Shifter esa noche.

Ninguno de ellos estaba realmente seguro de lo que eso significaría en el futuro.

Él la contemplaba mientras dormía. Estaba acostada de lado, con los pies descalzos y la camisa levantada revelando unos centímetros de su cremosa piel.

Durante unos interminables momentos Rome se quedó mirándola, preguntándose quién era realmente. Sabía su nombre y su dirección; su personalidad decía que era una luchadora. Era preciosa, y sexy, y seductora.

Y estaba en su cama.

Porque un Shifter la buscaba.

En ese momento nada de eso parecía importar. En lo único que se podía concentrar era en mirarla. Estaba en su espacio, un lugar en el que ninguna mujer había estado nunca. Todo en su mente se rebelaba contra esa idea, pero su cuerpo, centímetro a centímetro, había entrado en calor. Desde el momento que la levantó del asiento trasero de su coche y la llevó en brazos hasta la casa, escaleras arriba hasta su dormitorio, su deseo por ella había crecido. Hasta estar allí de pie, contemplándola, le resultaba agotador. Sólo podía mirarla, cuando lo que en realidad quería era desnudarse para hacer lo que deseaba tan desesperadamente.

Ella gimió y frunció el ceño mientras giraba la cabeza de un lado a otro. Rome se preguntó qué estaría soñando, qué pensamientos se le pasarían por la cabeza. ¿Podía sentirle? ¿Lo deseaba?

Él ya había sido deseado por una mujer antes, anhelado, ansiado. De alguna forma todos esos sentimientos no eran nada comparados con su vehemente deseo por esta mujer.

La joven levantó un brazo e inhaló profundamente. Rome observó cómo se elevaba su pecho con el esfuerzo; cómo ascendían sus abundantes senos y luego descendían suavemente cuando exhalaba. Se le hizo la boca agua. Sus largos dedos con las uñas pintadas de un color neutro fueron a parar a la parte de su estómago que estaba expuesta y se movieron en círculos lentos cerca de su ombligo.

Su cuerpo se tensó. El felino caminaba de un lado a otro en su interior y el hambre lo golpeaba violentamente.

Ella movió la mano hacia arriba, arrastrando la camiseta mientras se desplazaba. Dejó más piel al descubierto y era como una luz que avanzaba por su campo de visión. Siguió subiendo hasta que apareció un sujetador negro de seda. Se rodeó el pecho con una mano; el otro brazo lo había levantado y dejado caer de manera que estaba arqueado sobre su cabeza. Entre las rendijas que se formaron entre sus dedos color mantequilla la tela negra de su sujetador destacaba con un gran contraste a medida que ella moldeaba, apretaba y liberaba su pecho cubierto.

A Rome se le encogió el estómago; nunca había tenido el miembro tan duro, nunca le había presionado con tanta fuerza contra los confines de sus pantalones.

De mala gana apartó la mirada de sus senos para ver si estaba despierta, si era consciente de cómo lo estaba seduciendo. Pero sus ojos aún estaban cerrados y sus labios coquetos ligeramente abiertos para dar cabida a su respiración acelerada.

El brazo que estaba sobre su cabeza bajó y esa mano se metió entre sus piernas, que se abrieron despacio. Ella rodeó con la mano su confluencia y sus dedos se movieron con embeleso sobre la tela que la cubría. Con eficiencia se desabrochó el botón, se bajó la cremallera y rápidamente metió la mano dentro. Su cabeza se agitaba de un lado a otro a la vez que su respiración se dificultaba.

Observarla excitó a Rome y empujó a su felino hacia un celo salvaje que le arañaba la piel. Los dos la deseaban, la necesitaban a un nivel que era extraño, pero aún así relevante. Se desabrochó el cinturón, se abrió el cierre de los pantalones y se bajó la cremallera. Su pene palpitaba y se le aceleró la respiración.

El aroma de su lujuria impregnaba el aire e inhaló profundamente, absorbiendo cada matiz de ella. Sus gemidos se hacían más fuertes mientras los dedos se movían entre sus piernas y los de la otra mano apartaban la copa del sujetador a un lado y se ponían a jugar con el pezón erizado.

Rome se agarró el miembro; acariciaba su envergadura mientras seguía mirándola y se tocaba a sí mismo con movimientos rápidos mientras ella clavaba los dedos dentro de sí misma. Él quería verla, la quería completamente desnuda mientras la miraba darse placer. Y luego quería meterse dentro de ella, sumergir toda su envergadura en las dulces profundidades de su sexo.

Con esos pensamientos flotando en su mente y con el hambre creciendo hasta el punto de no retorno, volvió a mirarla a la cara y a gruñir cuando vio que ahora era ella la que lo estaba observando.

Unos ojos color avellana con reflejos dorados se posaron en él. Se miraron fijamente; una comunicación silenciosa fluía entre ellos. Rome se arrancó la camisa, se bajó los pantalones y los bóxers a toda prisa, se quitó los zapatos y se quedó de pie frente a ella, desnudo. Una de sus manos volvió a su abultada envergadura y tocó la punta llorosa con el dedo. Luego extendió el brazo y le golpeó suavemente en los labios con la yema del dedo humedecida. Ella gimió y sacó rápidamente la lengua para acariciársela, para lamer su esencia.

Kalina se levantó de entre las almohadas y se quitó la camiseta por encima de la cabeza. Luego se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Cuando volvió a mirarlo lo hizo con un hambre que él siempre había sentido que estaba latente en su interior. Se mostraba distinta, en sus ojos brillaba el deseo y sus labios estaban húmedos y abiertos mientras jadeaba con ansia.

Cuando trató de tocarlo él se acercó a la cama. Kalina bajó la cabeza y le envolvió la base del pene con sus hábiles dedos, aplicando la mínima presión. Rome empujó hacia delante y ella extendió la lengua y lamió la pequeña gota de excitación que tenía en la punta. Con pequeños y tentadores movimientos circulares le bañó con la lengua.

Él llevó las manos a los lados de la cara de Kalina y la acarició con los pulgares, sintiendo la suavidad de su piel.

—Métetela bien dentro —susurró con los dientes apretados y el cuerpo tenso por la expectación.

Eso era lo que ansiaba, lo que quería de ella tan desesperadamente. Anhelaba que lo tocara, que le pusiera la boca encima, que estuviese cerca, que lo deseara. La habitación se calentó cuando ella abrió más la boca y él introdujo lentamente toda la longitud de su miembro.

—¡Sí, joder! —rugió mientras su cabeza caía hacia atrás y ella lo lamía con más fuerza. Entonces retrocedió para que solo la punta descansara en su lengua y luego volvió a sumergirse para saborearlo de nuevo—. Chúpame bien, nena. Chúpame mucho y bien.

Kalina obedeció; sus dedos se deslizaron para masajear sus testículos y su boca se movió lentamente, sinuosamente, sobre su envergadura. Él le agarró la cabeza y empezó a hacer movimientos lentos; follando su boca lenta y deliciosamente.

—He soñado con esto, con tu boca en mi polla. Joder, cómo me gusta. Cómo me gusta.

A ella se le escapó un ligero gruñido y el felino de Rome rugió. La deseaba y necesitaba tanto como el mismo Rome.

Miró hacia abajo y cuando vio los labios de su hembra envolviendo la piel más oscura de su erección estuvo a punto de correrse allí mismo, en su boca. Unos ojos fascinantes lo miraban mientras la lengua de Kalina continuaba acariciándolo.

—Te gusta excitarme. Me quieres duro y jadeando por ti, ¿verdad?

Ella no contestó, pero él se volvió a meter en los recovecos más profundos de su boca hasta que apretó los dientes; le ardían los testículos.

Movía las caderas, las deslizaba siguiendo los movimientos de la boca de Kalina, agarrando con los dedos los cortos mechones de su pelo.

—Demuéstrame lo hambrienta que estás, nena. Chúpame como si me desearas. Como si siempre me hubieses deseado a mí y a nadie más.

Ella gimió sobre su envergadura, rozando con los dientes el esplendor de su pináculo. Él miró sus labios, miró su lengua y sintió que caía en picado.

—Más, más. Tómame. Chúpamelo todo.

Sus labios estaban húmedos y su respiración entrecortada mientras se metía y se sacaba toda la envergadura de la boca, dejando la punta apoyada en la base de su garganta, con los dedos alrededor de sus testículos, acariciándolos con un erótico gozo.

—Más fuerte. Más profundo —gritó él, que sentía los cálidos riachuelos de su culminación desbordar hacia la superficie—. No hay vuelta atrás —dijo firmemente—. No me sueltes. Tómame. Tóma... me... entero.

Hubo un segundo de indecisión y él le puso un dedo en los labios.

—Todo entero, nena. Solo para ti —susurró mientras ella lo miraba con unos ojos que transmitían su incertidumbre—. Confía en mí —dijo.

No sabía por qué le había ofrecido su confianza; nunca lo había hecho con ninguna otra mujer. Pero Kalina no era cualquier otra mujer. No era cualquier otro polvo de los muchos que había echado en su vida. Por eso la tenía que proteger; daría su vida para mantenerla a salvo. Aunque no era capaz de encontrar una palabra para describirlo, Rome lo sentía en cada fibra de su ser.

Kalina volvió a meterse su miembro hasta la garganta justo cuando los primeros borbotones palpitantes de éxtasis salieron despedidos de él. La miró cómo tragaba sin reparos, la miró tomar cada gota de él mientras mantenía la mirada fija en la suya.

—Me toca —gruñó segundos más tarde. Entonces la empujó de vuelta a la cama y le quitó los pantalones y las bragas en un suave movimiento. Quería saborearla, necesitaba sentir los resbaladizos pliegues de su vagina bajo su lengua. Le abrió las piernas de par en par, se colocó entre ellas, utilizó los dedos para extender su entrada y su lengua se sumergió en ella rápidamente.

Un rugido retumbó en su pecho cuando el sabor dulce de su esencia se filtró en su boca. La lamió larga y detenidamente, de atrás adelante. Le encantaba la forma en que sus muslos temblaban alrededor de su cabeza.

—Dulce —susurró sobre sus húmedas carnes—. Qué dulce, joder.

Kalina se aferró a las sábanas sobre las que yacía, elevó el trasero y apretó su sexo contra él para una penetración más profunda. Se relamió; todavía ansiaba saborearlo, quería más de él, más de ese intenso sabor.

La lengua de Rome se movió a lo largo de su sexo para tocarle cada nervio, cada dulce punto que ella sabía que tenía. Luego encontró otros por su cuenta. Cuando su lengua invadió sus profundidades mientras un dedo hacía presión contra su entrada trasera, ella gritó.

Se le escapó un sonido que nunca pensó que pudiera salir de sus propios labios, de lo más profundo de su alma. El placer era tan intenso que lo sentía en cada parte de su cuerpo. Él continuó empujando su lengua dentro de ella, al mismo tiempo que su dedo aplicaba más presión en el trasero. Su cuerpo se estremeció y tembló, y se derritió en su boca.

Por un momento se sintió avergonzada por la rápida intensidad de su culminación, pero enseguida se deleitó en las nuevas sensaciones que inundaban su cuerpo.

—¡Quiero poseerte ahora! —rugió Rome mientras se levantaba sobre ella, le elevaba las caderas y colocaba sus partes mojadas contra la cabeza de su miembro palpitante. El pánico se apoderó de Kalina al recordar su tamaño, al recordar cómo se habían deslizado sus labios sobre su contorno.

—Espera —susurró.

Él negó con la cabeza.

—¡Ahora!

La punta ya estaba apretada contra su centro y el contacto irradiaba calor.

Lo deseaba y se sentía poseída por la lujuria de sus ojos oscuros, por la excitación entrecortada que podía oír en su voz. Pero había pasado mucho tiempo, más del que quería admitir, y el corazón le latía con fuerza.

—Yo... —jadeó mientras intentaba hablar entre los movimientos de él y los rápidos latidos de su propio corazón—. Ha..., eh..., ha pasado..., necesito...

—Yo te necesito a ti.

La miraba de un modo especial; sus ojos oscuros parecían decir mucho más que las palabras que acababa de murmurar. Le estaba pidiendo, suplicando permiso para actuar porque había interrumpido todos sus movimientos.

Ella podía tratar de negar que también lo necesitaba. Por extraño que pareciera, incluso podía cerrar las piernas, levantarse y marcharse, y él se lo permitiría. Ese era el tipo de hombre que era. Le daba esa sensación.

O podía continuar, podía dejarse llevar por su cuerpo por una vez, dejar que su mente y los pensamientos que había estado albergando tomaran el control. Lo deseaba desesperadamente. El latir de su sexo y la humedad de sus pliegues podían dar fe de ello. Los pezones le dolían y cuando tragaba el sabor a él le quemaba por dentro y se abría paso en su interior, acariciándola y excitándola, produciéndole unas sensaciones salvajes, unos sentimientos que Kalina jamás habría imaginado que pudieran existir. O que ella pudiera experimentar.

—Hace bastante tiempo —admitió finalmente.

Él se inclinó hacia delante y le susurró en los labios justo antes de besarla.

—Eres preciosa.

El beso fue dulce. Entonces ahondó aún más con la lengua. Ella le rodeó el cuello con los brazos, lo atrajo hacia sí y dejó que sus lenguas se batieran en duelo. Era lento y desesperado; el deseo salvaje envolvía esa simple acción.

—Nunca te haría daño —dijo Rome mientras retrocedía y apoyaba su frente sobre la de ella—. Nunca, ¿confías en mí?

Kalina no sabía por qué pero lo hacía. Estaba segura de que podía confiar en él.

—Sí.

Tras su respuesta Rome empujó suavemente hacia su interior y su punta profundizó en su centro. Ella jadeó y respiró hondo.

—Relájate. Tómame tan despacio como quieras.

Kalina lo hizo: relajó su cuerpo sobre el firme colchón y sintió cómo su hombre avanzaba lentamente dentro de ella. Rome empujó un poco, ella aceptó más. Se movió, abrió más las piernas y elevó el trasero ligeramente.

—Eso es —gimió él mientras proyectaba su cálido aliento entre susurros contra la delicada piel de su cuello.

Era grande; su cuerpo musculoso y pesado estaba encima de ella de un modo muy agradable. Él buscó su camino y con golpes suaves y lentos se abrió paso con fuerza dentro de su cuerpo. Y de su alma.

Había algo diferente en él; Kalina lo había sentido desde el principio, desde el día que lo conoció en su despacho. En el momento en que salió y cerró la puerta tras de sí, lo supo instintivamente. Estaban conectados, no por un caso penal o por un falso trabajo en su compañía. Había algo más. Era esto.

Lo estrechó entre sus brazos y enterró la cara en su hombro, dejando que sus labios y su lengua deambularan por el sensual sabor de su piel. Eso solo era embriagador, la forma en que sabía. Lo volvió a lamer y recordó el sabor de su erección en la boca, a lo largo de la lengua. Era peculiar, un sabor como ninguno que conociera. Le acariciaba algo por dentro, le despertaba una sensación íntima que Kalina se había negado durante mucho tiempo.

Cuando se movió sobre ella, retirándose ligeramente y luego hundiendo lo que pareció toda su envergadura en su interior, se le escapó un sonido extraño. Él respondió a ese sonido, o al menos ella creyó que lo hizo, con un gruñido gutural y empezó a moverse con estocadas deliberadas.

Kalina levantó las piernas y las enrolló alrededor de su cintura. Él las cogió y las entrelazó por los tobillos; luego embistió más fuerte.

Ella lo sentía en todas partes: en su sexo, en sus piernas, en su mente. Cesó todo el sonido excepto el de sus palabras, sus gemidos y sus gruñidos. No había más aroma que el del macho almizclado que la estaba dominando. Ni más pensamientos que el de que estaba donde debía estar, en sus brazos, dándole esa parte de sí misma.

La apremiante necesidad de Kalina era exactamente como Rome pensaba que sería. Cuando lo abrazó, enroscando los brazos alrededor de su cuello y atrayéndolo hacia ella, la sintió en todas partes. Su lengua acarició la acalorada piel de su hombro y él tembló.

Estar dentro de ella era la gloria, un placer que nunca había imaginado que existiera. Se movían como uno, sus paredes azucaradas se apretaban alrededor de su abultado miembro. Cuando ella se arqueaba él empujaba, cuando ella suspiraba él gemía.

El ciclo continuó sin cesar hasta que sus dientes remplazaron de repente la suave calidez de su lengua y le atenazaron el hombro. Algo salvaje se desplegó dentro de él y rugió de modo que sus propios dientes afilados salieron a la superficie y le mordió el hombro.

Kalina apretó las piernas alrededor de su cintura y utilizó una fuerza que él no sabía que tenía para empujarlo, de modo que se dieron la vuelta y fue ella la que quedó sobre Rome. Se elevó sobre él como un elegante animal a punto de devorar a su presa. Sus ojos color avellana irradiaban destellos dorados y se lamió el labio inferior con la lengua justo antes de que su cabeza cayera hacia atrás y comenzara a cabalgar.

Él levantó las manos para agarrarle las caderas, para guiar sus movimientos, pero ella las apartó rápidamente de un manotazo. Rome se recostó, la dejó tener el control y observó asombrado la imagen más hermosa que había visto nunca.

El cuerpo de Kalina era grandioso, de líneas fibrosas y curvas seductoras. Sus pechos eran firmes, abundantes, y él gimió cuando ella levantó las manos para acariciarse los preciosos senos. Mientras sus caderas ondeaban, su sexo le comprimía el miembro con fervor y sus manos jugaban con los pezones erizados. Era el turno de Rome de aferrarse a las sábanas y murmurar palabras indescifrables mientras ella lo llevaba a lo más alto.

—Toma todo lo que quieras, nena. Tómalo todo —gruñó, y elevó las caderas para encontrarse con sus acometidas.

Sus movimientos se aceleraron y se hicieron más frenéticos cuando su culminación la atravesó vertiginosamente. La palabra belleza no parecía acabar de describir lo que él estaba viendo. Kalina gritó su nombre, emitió un sonido gutural y se movió encima de él con rapidez hasta que acabó con un grito entrecortado que rasgaba lo más profundo de sus profundidades. Cuando se arqueó y comenzó a caer hacia delante, Rome la cogió y la estrechó entre sus brazos mientras luchaba por recuperar el aliento.

—Mi pequeña provocadora —le susurró al oído mientras sus manos le acariciaban la espalda sudorosa—. Lobita sexy y ardiente. —Sus palmas cubrieron sus delicadas nalgas. Entonces su miembro creció dentro de ella: sus testículos estaban llenos y preparados para su propia culminación.

Cuando Rome entendió que su hembra se había recuperado y sus muslos ya no temblaban alrededor de los suyos, salió de ella despacio. Kalina gimoteó cuando sus cuerpos se separaron.

—Oh no, no te preocupes, nena. Aún no he terminado contigo.

Con una palma bajo su estómago la puso a cuatro patas y se colocó entre sus piernas, con una mano en la parte baja de la espalda y la otra guiando su envergadura con una rápida embestida.

Ella arqueó la espalda.

—¡Roman!

El sonido de su nombre en sus labios lo acarició con la untuosidad del aceite caliente y Rome retrocedió hasta que el extremo de su erección estuvo encima de la boca de su entrada. Volvió a empujar hacia dentro, profunda y meticulosamente, haciendo todo lo posible para llenarla por completo.

Ella jadeó y él repitió el movimiento, una, dos, tres veces, y sus muslos se pusieron a temblar una vez más. A él le estaba empezando a gustar esa reacción suya.

Con las dos manos le daba azotes en el culo mientras continuaba embistiéndola con todo el deseo que había acumulado desde la primera vez que la vio. Había soñado con esto, con estar dentro de ella de esta forma.

También había soñado hacer otras cosas con ella, actos más oscuros que no estaba seguro de que Kalina pudiera soportar pero que le ponían hambriento igualmente.

Bajó la mirada hasta el sonrojo que le había dejado en la nalga con la mano y vio otra fuente de tentación. Su puerta trasera estaba tensa y era virginal, lo supo instintivamente. Entonces sintió el deseo de propagarse con furia una vez más. La poseería ahí, la haría suya y la marcaría para siempre. No era una cuestión de si ella se lo permitiría sino de cuándo.

Rome se llevó un dedo a los labios mientras continuaba moviendo su envergadura dentro de ella y se lamió la yema. Luego la puso en el círculo prieto, presionando despacio hacia dentro mientras su miembro la llevaba a un delicioso frenesí.

Ahora ella gritaba su nombre y lanzaba una letanía de alabanzas que lo empujaba cada vez más lejos, haciendo gozar a su felino hasta que también él quiso rugir de placer.

En esta posición el felino era más salvaje y codiciaba el control total. Rome le metió otro dedo en su apretado trasero y utilizó el pulgar para esparcir la esencia que le goteaba de su sexo con el objetivo de facilitar su entrada. Abrió los dedos y se hizo hueco mientras su miembro seguía moviéndose sinuosamente dentro de sus tensas paredes.

—El sueño —jadeó ella—. Igual... que... en... el... sueño.

—Yo también he soñado con esto, nena. Contigo, conmigo. Joder, estás tan apretada. Tan deliciosamente apretada.

—Por favor. —Ella respiraba con rápidos jadeos ahora que estaba intentando hablar—. Por favor, Roman. No puedo soportarlo más. Por favor.

—Sí que puedes. Claro que puedes, loba. —Se movía dentro de ella, tanto con su miembro como con sus dedos, empujándolos a ambos al precipicio que los dos imaginaban. Él había querido excitarla, hacerla enloquecer de lujuria, pero no había contado con eso.

No había imaginado cómo sería realmente estar dentro de ella, sentirla agarrarlo, aceptarlo, necesitarlo.

Era tan intenso como aterrador. Pero no podía retroceder, no podría haber parado ese placer ni aunque le fuera la vida en ello.

Cuando ella culminó, todo su cuerpo se estremeció y sus paredes le apretaron el miembro, provocando su propia culminación justo después de la de ella. Él abrió la boca pero no emitió sonido alguno. Dentro, el felino rugió, bufó, lo empujó más lejos. Cayó encima de ella y le clavó los dientes en el hombro hasta que probó el intenso sabor salado de su sangre.