Capítulo 9

ESA noche no les había ido muy bien, lo que solía significar que a otras personas les iba a ir peor.

Chávez estaba en un lugar inmundo y su bestia amenazaba con salir mientras caminaba por las oscuras calles. Estaba a punto de amanecer y el cielo empezaba a cambiar de color, de un añil oscuro a un vivo fucsia.

Seguían merodeando las calles después de que Sabar hubiera terminado con ellos. Lo peor de todo no era la gran oportunidad que habían perdido de coger a la mujer, tal y como les había mandado Sabar, sino la fuerte sensación de lujuria desenfrenada que crecía en su interior y que se manifestaba como una mala resaca. Todos ellos lo sentían, quizá porque últimamente habían compartido sus aventuras sexuales. El deseo animal mezclado con la sexualidad humana alcanzaba niveles explosivos entre los Shifters. En los rogues, sin embargo, este sentimiento se canalizaba y podía extenderse y arraigar muy dentro de ellos, de modo que la depravación sexual era parte de su estado natural.

—¿Hueles eso? —dijo Chi mientras estiraba los brazos para detener a Chávez y a Darel, que estaban a su lado.

El trío cogió aire a la vez y a continuación levantaron la vista al edificio que estaba junto a ellos.

Cerca había hembras, hembras en celo. Sin pronunciar alguna otra palabra entraron en el edificio y siguieron el rastro del olor seductor que los llevó hacia el hueco de la escalera, tenue y sucia. Había una puerta al final del vestíbulo. En realidad había tres puertas en esa planta pero solo una les mandaba señalesy los invitaba a entrar. Como animales bien entrenados siguieron el olor; con cada paso que daban su erección era mayor. Al llegar a la puerta que desprendía tal olor, Darel levantó la mano dispuesto a llamar. Entonces Chávez se abrió paso, levantó un pie y dio una patada a la puerta con su bota del número 45.

Las dos mujeres que estaban sentadas en el sofá fumándose un porro saltaron del susto. La que solo estaba en ropa interior tenía unos enormes senos que sobresalían del sujetador y un tanga que era apenas existente. Se levantó la primera, con las manos en alto como si estuviera bajo arresto.

A Darel se le hacía la boca agua con la imagen de esos enormes montículos al vaivén de sus movimientos.

La otra chica estaba demasiado colocada para reaccionar. Hecha un ovillo, los miraba desde el sofá. Tenía el trasero al aire; ni siquiera se había molestado en ponerse un tanga. Llevaba sujetador, pero no se le veía el pecho porque estaba recostada hacia delante.

Los tres Shifters se quedaron de pie durante unos segundos, dejando que el olor a marihuana y a deseo sexual invadiera su olfato.

Entraba una brisa sofocante por la ventana abierta de la habitación. Kalina cogió aire de manera instintiva, el olor a lluvia permeó sus sentidos y la nostalgia la invadió tanto que su reacción fue toser. El olor a lluvia, a brisa y a tierra húmeda se filtró en la habitación, envolviendo su cuerpo en un cálido caparazón al que se aferró con todas sus fuerzas.

Suspiró y una solitaria lágrima rodó por su mejilla. La brisa rozaba cada poro de su cuerpo desnudo y le hacía cosquillas. Se puso de pie, caminó hacia la ventana y echó a un lado las largas y finas cortinas que ondeaban con la brisa. Cuando miró por la ventana el paisaje que tenía delante no era el que estaba acostumbrada a ver. Las calles de la ciudad habían desaparecido, al igual que los coches aparcados, las aceras y el resto de las casas. La oscuridad lo había reemplazado todo. Una oscuridad inquietante y reconfortante al mismo tiempo.

Mirar al exterior era como estar de pie en medio de la nada. No había ni rastro de policías ni de drogas ni de agresividad. Si se pudiera embotellar la calma y tirar esa botella al suelo y romperla, ese sería el resultado. No podía ver nada pero sí sentir, y lo que sentía se parecía al paraíso.

—Es tuyo, nena. Solo tienes que ser lo suficientemente valiente como para poder aceptarlo. —Era una voz profunda la que sonaba detrás de ella y el cosquilleo que sintió en la piel le provocaba un calor cada vez más insoportable.

Él había llegado. Por fin.

Se le aceleró ligeramente el corazón; su pecho se agitaba de arriba abajo a medida que inhalaba y exhalaba.

—No puedo —respondió con un diminuto susurro.

Unos dedos que parecían plumas recorrieron su espalda hasta posarse en su desnudo trasero. Ella cogió aire profundamente mientras esos mismos dedos se hundían entre la apertura de sus nalgas; entonces él susurró con suavidad por encima de su entrada trasera.

—Tú puedes.

Ella apartó la cabeza porque el hecho de que la estuviera tocando ahí, en ese lugar prohibido, la dejó momentáneamente sin palabras.

—Dime lo que quieres y lo tendrás.

Lo que quería, lo que pensó que quería no parecía ni la mitad de importante que ese momento, que esas sensaciones. Sobrepasaba la intimidad, llegaba mucho más allá de lo que ella pensó nunca que podría ser parte de sí misma. Ella lo conocía, lo conocía desde hacía mucho tiempo; pero cuando la tocó esa noche fue excitante, tentador; como la primera vez.

Ella quería hacer lo que él le estaba pidiendo: quería decirle lo que deseaba, poseer lo que quería. La idea de poseer nunca había sido tan fuerte. Sin embargo, no demasiado lejos en la distancia había algo que temía: un ser, un lugar. ¿Qué era lo que la retenía?

De nuevo se quedó sin palabras.

Pero eso no le detuvo. Una mano se deslizó por su cadera para tocar su monte de Venus recién depilado. Unos dedos gruesos separaron los pliegues carnosos y húmedos y acariciaron su suave y contraído clítoris. Ella gimió y echó la cabeza hacia atrás para descansar en los hombros de él.

—¿Quieres que te toque así? ¿Que te folle así? —continuó diciendo con una voz que sencillamente la transportó a un abismo de placer.

Kalina no sabía las respuestas. Él tenía su otra mano detrás de ella y con el dedo le apretaba su entrada trasera. Otro dedo se movió en su humedad, encontró el epicentro y luego se metió dentro. Las sensaciones atravesaron su cuerpo y suspiró y gimió, de manera grata. También sintió contra su trasero la presión ardiente de la excitación viril. Notaba algo grande y caliente contra ella, y sus pezones se estremecieron al darse cuenta.

Ella lo deseaba desesperadamente.

—Sí, eso es lo que quiero —se oyó susurrar. Unos dientes afilados le mordisquearon el hombro y trazaron un sendero de dolor y placer a lo largo de su nuca hasta llegar al otro hombro.

—Dímelo —la instó él—. Dime lo que quieres.

—Yo... —Apenas podía pensar en las palabras y mucho menos pronunciarlas—. Yo quiero que me..., me folles..., así. —Se apretujaron y se le hizo la boca agua ante la idea.

La mano que jugueteaba con su ano se retiró al igual que la que estaba sumergida en su humedad, pero no la abandonó. Oh, no. Cuando estaba a punto de dejarse llevar por el pánico de que él se hubiera vuelto a ir sintió su mano en la base de su espalda. Kalina dio un grito ahogado a la vez que sus manos se agarraban al alféizar y la cálida brisa soplaba sobre sus cuerpos desnudos; la quietud de la noche seguía siendo la única vista ante ella.

Unas manos fuertes separaban sus nalgas y ella gimió al sentir su gran erección acercarse. Cuando la cabeza grande de su pene acarició su sexo ella se mordió el labio inferior. Él empujó, lentamente, y ella quiso gritar. No iba a caber. No lo podía ver pero sí sentirlo y se le aceleró el corazón ante tal descubrimiento. Unas lágrimas de desilusión escocieron sus ojos.

—Es para ti, nena. No te preocupes, es todo para ti.

Era demasiado para ella, eso fue lo que pensó. Eso, él, ese momento; era abrumador y sin embargo inevitable.

Estaba preocupada pero no dijo nada, solo dejaba que la brisa la calmara a medida que él se metía más dentro de ella. Esa tirantez debería haber sido brutalmente dolorosa, pero fue terriblemente placentera, lo que la empujaba a aceptar que iba más allá de lo físico. Se estaba abriendo, recibiéndolo dentro de ella, recibiendo todo lo que la rodeaba. La brisa sofocante, el aroma a lluvia y a aire fresco, nimiedades que parecían algo exultante: todo fluía por su cuerpo mientras su pene se hundía hasta el final. Él empezó a moverse con estocadas firmes que manaban su esencia hasta que rodó por la cara interna de sus muslos. Los movimientos hacia atrás y hacia delante del trasero de ella contra su cuerpo eran tan naturales como respirar. Él le agarraba las caderas con las manos, lo que guiaba la profundidad de sus estocadas y la anclaba en cierta manera para evitar que alzara el vuelo hasta lo desconocido.

—Te dije que era para ti —gimió detrás de ella, aumentando el ritmo de sus movimientos—. Todo para ti.

El sudor rodaba por su cuerpo a medida que sus estocadas ganaban velocidad y profundidad. Ahora ella gritaba; su nombre, pensó, aunque no estaba completamente segura. El sonido de su voz era indomable y salvaje a sus propios oídos.

—¡Sí! ¡Fóllame! Córrete, nena. Córrete tanto que no puedas tenerte en pie. ¡Córrete, maldita sea! —Su voz era un gruñido gutural, un sonido que ella correspondió con un aullido intenso a la vez que su éxtasis fluía por su cuerpo como una cascada embravecida.

Era una orden, no una petición. Sus muslos temblaron como respuesta ante la voz de él: tan familiar, tan en armonía con ella. Parecía un déjà vu, como si este hombre la hubiera amado así antes. Su cuerpo se estremeció con la idea. Quizá era solo para ella. Quizá...

—¡Kalina! ¡Kalina! —repitió él a medida que se movía dentro de ella con ferocidad; sus muslos golpeando contra sus nalgas húmedas. Él le clavaba los dedos en la piel para mantenerla fija mientras se batía contra ella. Su culminación la hizo estar todavía más húmeda y su pene se movía a través de esa humedad como un violinista profesional en la sinfonía de su vida. Cuando rugió, ella debería haberse asustado, pero sin embargo la satisfizo y la hizo gozar. Cada parte femenina de su cuerpo se abrió, floreció como una rosa con el sonido de su placer, y mientras él vaciaba su simiente dentro de ella lo supo; sin ninguna duda, lo supo.

—Eres para mí, Kalina. Solo para mí —dijo con una voz ronca en su oído mientras se inclinaba sobre ella con su erección todavía dentro de su cuerpo—. Solo para mí.

Solo para mí. Solo para mí.

Es para ti, nena. Todo para ti.

Eres para mí.

Esas palabras resonaban en su cabeza, bailaban como si le estuvieran suplicando ser memorizadas, hacerlas significar algo para siempre. Y mientras se despertaba permanecieron en su mente, repitiéndose una y otra vez.

Rome se despertó bañado en sudor, con el corazón latiendo desenfrenadamente en su pecho.

Apartó las mantas de las piernas, se levantó de la cama y atravesó la habitación, tratando con valentía de recuperar el aliento. Una vez en la puerta del balcón movió el pomo y los cristales se abrieron. El aire fresco de la noche sopló sobre su piel mojada. Cogió aire profundamente.

El aroma llenó su mente, se filtró en sus pulmones, creando un sabor acre al final de su boca. Sangre. Lujuria. Muerte.

Se echó hacia delante, puso las manos en la barra y se quedó de pie, desnudo, en el balcón, donde cerró los ojos para recordar su sueño.

Este había empezado con ella, con Kalina. Aún sentía su trasero bajo sus palmas, por eso todavía seguía excitado. Ella había estado tan mojada, tan mojada, tan abierta a él. Se habían unido, habían conectado, como si estuvieran destinados desde siempre a seguir ese camino. Entonces él había oído algo a lo lejos. Un grito o un llanto. Y el olor lo asedió. A sangre. A mucha sangre. Y a dolor, tanto dolor que había querido rugir del ardor. Había corrido, tan rápido como pudo, transformándose en jaguar para correr por las calles y buscarlos con la necesidad de encontrarlos, de impedir que todo sucediera. De nuevo.

Y había fracasado.

De nuevo.

Su pecho se agitó; no parecía inhalar suficiente oxígeno. Quería acabar con el dolor que sintieron sus padres, quería impedir que asesinaran otra vez a alguien con tanta crueldad. La culpa pesaba sobre sus hombros como grilletes, y le fallaron las rodillas.

Seguían ahí fuera. Los que habían matado a sus padres y seguramente los que iban a por Kalina. Estaban matando únicamente porque sabían que podían hacerlo. Y Rome los menospreciaba profundamente, quería partirles el cuello y devorar sus cadáveres del mismo modo que hacían ellos con sus víctimas. Quería odiar tan profundamente como ellos, sin importarle lo más mínimo las consecuencias o las vidas que se vieran afectadas por tales acciones.

Pero no podía.

Sus dedos se agarraron con firmeza a la barandilla del balcón hasta que se sintió como si le hubiesen arrancado la piel de las manos. Sus zarpas se estiraron, empujando contra las palmas. De su interior provino un rugido; era su lado felino, que amenazaba con salir. Levantó la cabeza y abrió los ojos al cielo que tenía el color albaricoque y rosado del alba.

No tenía otra alternativa. Por mucho que quisiera ser ecuánime y civilizado sabía que antes de que acabara todo se convertiría en lo que más despreciaba... Mataría como lo hace un animal. Dejaría a un lado su moralidad humana y actuaría como si estuviera en el bosque, cazando como un asesino.

Él sería la peor pesadilla de esos asesinos.