9
EL ÚLTIMO SIETE
CUANDO Martin y el doctor Ashwin llegaron
aquella tarde a casa del doctor Griswold, lo encontraron sentado al
piano, tocando, para su propio deleite, unos extractos de Gilbert y
Sullivan. Ashwin estaba rebosante de alegría mientras esperaban en
el pórtico a que la casera respondiese al llamado. Las tonadas de
Sullivan le interesaban a sus gustos antimusicales solamente porque
le recordaban las letras que las acompañaban.
Cuando la casera abrió la puerta, el
pianista pasaba bruscamente de un coro de Jolanthe a un solo del Mikado, y los dos detectives
de afición entraron a la sala con las notas de
Mi objeto todo
sublime
lo terminaré a
tiempo:
para dejar que el
castigo corresponda al crimen,
el castigo corresponda
al crimen ...
El doctor Griswold dejó de tocar y se
levantó del piano.
—Qué agradable sorpresa —dijo—. Me alegro
mucho de verlos —y les indicó unas sillas.
Ashwin entró en materia con prontitud
desacostumbrada.
—Griswold, usted no tiene idea de qué música
tan apropiada a nuestra entrada nos ha ofrecido.
El doctor Griswold se acarició la barba con
serena diversión.
—Ashwin, veo que Martin ya lo ha pervertido;
usted habla en términos teatrales como él. A propósito —agregó
volviéndose a Martin—, anoche leí un curioso artículo en La Abeja; es una crítica teatral en la que se habla
del Don Juan redivivo de Fonseca como de
un drama maldito, una obra detestable.
¿Usted la llamaría una "obra malograda"?
—¿Sí? —preguntó Martín, con curiosidad—.
¿Cuándo apareció este suelto?
—Creo que en mil ochocientos cuarenta y
ocho. Lo recorté; pensé que podría quererlo —pasó a Martin uno de
esos pedacitos de papel que siempre le llenaban los bolsillos—. El
crítico narra varios episodios de muertes, accidentes y otras
catástrofes relacionadas con representaciones de la obra, algo
igual a la leyenda que se cuenta en la ópera La forza del destino.
Ashwin se impacientaba.
—Hemos venido a verlo a usted, Griswold,
precisamente con motivo de Don Juan
Returns.
—Parecen severamente oficiales. ¿En qué
puedo serles útiles?
—Estoy muy seguro de que ni el decano, ni el
presidente, ni muchos otros notables aprobarán lo que estoy
haciendo; pero he trabajado con usted en comisiones y sé que no es
ningún académico fanático.
—Gracias —el doctor Griswold pestañeó
suavemente y juntó los dedos pensando qué diablos saldría de todo
esto. —El hecho es, Griswold —y por una vez el aplomo del doctor
Ashwin casi le falló—, que me he vuelto detective.
Griswold dirigió una sonrisa de reproche a
Martin.
—Lo ha pervertido completamente.
—Me temo que sí —respondió Martin—, pero en
realidad no es en broma. Es de veras y puede ser muy
importante.
—Vea usted —continuó Ashwin—, Mr. Lamb tiene
varios datos relacionados con estas muertes que no son pruebas
claras ni aceptables para el tribunal policial, pero que en cierta
forma me han dado que pensar. Si lográramos conseguir algo más,
creo que podremos conocer todo el asunto.
—¿Y cumplir entonces con sus deberes de
ciudadanos? —insinuó el doctor Griswold—. Bueno, tendrán cualquier
informe que yo pueda darles.
—Gracias —Ashwin manifestaba visible alivio
por haber confesado su nuevo hobby—. Todo
lo que necesitamos de usted es lo siguiente: un diagrama de la
ubicación de las personas alrededor de la mesa, en el fondo del
escenario, cuando se rompió la copa.
Griswold los miró con expresión extraña, y
Martin se apresuró a explicar el asunto del jerez de la escena.
Cuando termino, el doctor Griswold se quitó los anteojos y los
limpió distraído.
—Bueno, sí... —dijo al fin—. Creo poder
hacerlo —buscó un lápiz y un papel y empezó el croquis, dibujándolo
lentamente con varias pausas para examinar bien su memoria.
Cuando terminó el croquis, Ashwin
interrumpió el silencio con otra pregunta.
—¿Sabe por .qué los Leshin asistieron al
ensayo general?
—Déjeme recordar... Hablé a Leshin en la
biblioteca. Dijo que se iba a encontrar con su esposa en el teatro
para ver la obra, y resolví ir yo también, a pesar de tener mi
billete para esta noche. Por suerte lo hice.
—Usted nos ayudó en un momento difícil
—agradeció Martin, con afecto.
—No quise decir esto —Griswold estaba muy
turbado—. Si no, sencillamente, que de no haber sido así no hubiese
visto la obra.
—Pero ¿por qué los Leshin fueron al ensayo
general y no a la función? —preguntó Ashwin.
—No sé. Nada Se dijo. Hablamos muy poco.
Apenas conozco a Mrs. Leshin, y había cierta frialdad entre ella y
el marido. A no ser que esté yo muy equivocado, la mujer parecía
sorprendida de verlo allí, a pesar de que él me había dicho que
debían encontrarse.
Martin y Ashwin cambiaron una mirada de
entendimiento. Era evidente que Tania Leshin había ido sola, con
intención de encontrarse después con Paul, a no ser que fuera con
un motivo más siniestro, e Iván Leshin lo había sospechado y la
siguió, llevando consigo al doctor Griswold, posiblemente para
evitar una escena.
Griswold dejó el lápiz.
—Ya está —dijo—. Creo que está bien. Por lo
general tengo memoria visual excelente —pasó el croquis a Ashwin,
quien sacó del bolsillo el que Martin había dibujado antes.
Los tres hombres se sentaron en el canapé
junto a la ventana; la luz fuerte del sol de abril brillaba sobre
los dos croquis de la muerte. El doctor Griswold fue el primero en
hablar.
—Parece que estamos bastante de acuerdo,
Martin. Creo que podemos llegar a la conclusión de que los dos
diagramas son aproximadamente exactos.
—"Aproximadamente" —repitió Ashwin, con
perceptible irritación.
—Si usted quiere discutirlo con su Watson
—dijo Griswold—, hágalo, prometo discreción.
—¿A qué distancia cree usted que estaba esta
mesa? —preguntó Ashwin.
—A un metro o un metro y veinte. ¿Está de
acuerdo, Martin?
—Sí.
—Entonces, cualquiera que se acercase a la
mesa habría sido visible. Por cierto que usted pudo no haberlo
notado. Pero hubiese podido correr un riesgo innecesario. Esto
quiere decir que únicamente Miss Wood o Mr. Bruce han podido hacer
caer esa copa de la mesa.
—Creí que Mr. Bruce estaba un poco alejado
de la mesa para esto —objetó el doctor Griswold.
—A mi parecer estaba suficientemente cerca
—contradijo Martin.
—Entonces esto..., ¡ah! —Ashwin levantó la
vista con cierta satisfacción—. Usted, Mr. Lamb, estaba frente a
Mr. Bruce y lo hubiese visto en el momento en que cayó la copa.
Pero usted, doctor Griswold, estaba frente a Leshin y tenía que
volverse un poco en dirección al sonido antes de poder ver a Bruce,
pues él había retrocedido en ese momento.
—¡Un minuto! —Griswold tenía otra objeción
que hacer—. Usted dice que cree que una copa recibió el veneno al
mismo tiempo que la otra fue golpeada. Pero la copa con el veneno
estaba del lado opuesto de la mesa al que se encontraba Bruce, más
cerca a Leshin y a mí.
—¡Por supuesto! —el rostro de Ashwin tenía
una expresión de reproche—. He tenido a la vista lo evidente, y no
le he hecho caso. La rotura de esta copa no fue accidental. Había
que romperla expresamente.
—¿Por qué? —preguntó Martin—. Al romperla se
atrae la atención en las copas.
—Había que romperla para asegurarse de que
Mr. Lennox bebiera la copa que contenía la estricnina.
—¿No podía haberse colocado veneno en las
dos copas?
—Habría entonces la mera posibilidad de que
una inofensiva tercera persona bebiera de la segunda copa con
veneno. Nuestro asesino hacía la diferencia.
Martin asintió.
—¿Entonces cree que se colocó antes el
veneno?
—Sí. Tal vez cuando circulaba la gente antes
de que usted observase estas posiciones casi fijas indicadas en los
diagramas. Tal vez aun antes de que se rompiera la copa.
Griswold pestañeó varias veces.
—No tiene idea de cuánto me divierto mirando
cómo trabaja un detective deductivo..., ¿o será esto inducción?...,
especialmente cuando lo he visto aplicar los mismos principios en
las comisiones de estudio, entre otras, las suyas, Martin. ¿Pero
querría usted decirme exactamente a qué conclusiones llega?
—Nada más que a esto —repuso Ashwin—. Me
temo que sólo sea una cuestión de probabilidades. Es probable que
Alex Bruce haya hecho caer aquella copa. (Es casi seguro que él o
Miss Wood lo hicieron.) Puesto que la rotura de aquella copa debe
de haber sido una parte importante del plan del envenenador, es
pues probable que Alex Bruce sea el envenenador. Pero esto no es
cuestión de certeza evidente. Es posible que Mr. Bruce o Miss Wood
puedan haber hecho caer aquella copa por accidente, anticipándose a
la intención del envenenador. Precisamos más detalles, y no veo
dónde encontrarlos.
—Puesto que no hay prisa inmediata en
obtener estos detalles —dijo el doctor Griswold—, o por lo menos
espero que no lo haya, ¿por qué, para variar de tema, no se quedan
Martin y usted a tomar el té? Mi hija Marjorie estará en casa en
cualquier momento y...
Ashwin se levantó pesadamente. No era la
presencia de una joven tranquila para el té lo que le hacía
retirarse; deseaba estar solo, libre aun del fiel Watson, y volver
a luchar con este problema.
—Lo siento —dijo—, pero tengo que irme.
Quédese usted, Mr. Lamb, lo veré el lunes —y después de una rápida
despedida, partió.
—Ashwin necesitaba un interés como éste
—observó el doctor Griswold—. Se estaba poniendo un poco viejo
después que dejó de traducir. Renunció al ajedrez, renunció al
billar...; ¿sabe usted que era un verdadero campeón en el club de
la Facultad?..., y perdió interés por muchas cosas, aparte de la
niñita... Elizabeth, o como quiera que se llame. Me alegro de que
lo haya pervertido.
—Estoy un poco preocupado por él —repuso
Martin—. De repente ha tomado este asunto muy por lo serio. Y este
brusco "lo veré el lunes, Mr. Lamb..." Cuando Holmes descarta a
Watson tan perentoriamente es porque las cosas han llegado a una
buena situación.
En ese momento entró Marjorie Griswold. El
té estuvo bueno. El doctor Griswold volvió a sentarse al piano, y
Marjorie contó varias anécdotas, no sin malicia, referentes a sus
maestros, que divirtieron tanto a Martin como a su padre
—Y el doctor Leshin no estuvo en clase esta
mañana —dijo ella—. No es que lo critique, porque muchas veces yo
tampoco llego a las nueve de la mañana en sábado, pero dicen que es
porque su mujer ha tenido un ataque de nervios y lo
necesitaba.
Fuera de la repentina impresión que le causó
oír esta novedad, Martin pasó una tarde tranquila y agradable, sin
perturbaciones de estricnina, símbolos y muertes bruscas. El tema
no le volvió a la mente hasta que, al regresar a casa, vio por
casualidad a Worthing sentado en el Gran Salón. A su lado, en el
sofá, estaba Davis, consecuencia del pedido de protección policial
que Worthing había hecho. Fue preciso llamar al consulado británico
en San Francisco para convencer al sargento Cutting de que le diese
custodia; y cuanto más miraba al policía impasible, Worthing
pensaba que tanto menos merecía el esfuerzo.
Su pedido y una alusión inadvertida del
sargento a lo que Martin había visto, hizo que los periódicos de la
tarde florecieran en titulares:
LA SECTA SUIZA ATACA OTRA
VEZ
EL ASESINO DE SCHAEDEL ELUDE A LA
POLICÍA
—"A pesar de los esfuerzos de la policía"
—leyó Martin— "para omitir o suprimir el hecho importante, se ha
descubierto que el símbolo del Siete del Calvario fue encontrado
junto al cuerpo de Paul Lennox, envenenado el jueves a la noche, en
el escenario del Auditorio Wheeler en la Universidad de California.
Se ha sabido ahora que Lennox fue la fuente originaria del informe
publicado exclusivamente en este diario referente al Siete del
Calvario y a las actividades de la secta suiza conocida como de los
vignards" —aquí seguía una repetición de la primitiva historia y
terminaba—: "Richard Worthing, un íntimo amigo de Lennox" —Martin
se sentía un poco aturdido con esta declaración—, "que fue quien
suministró el informe a este diario, ha recibido el símbolo de
muerte y ha conseguido protección policial después de gran
dificultad."
Martin, adivinando lo que encontraría, se
volvió hacia la página del editorial. Sí, allí estaba: era una
media columna de acusación perjudicial para la policía, junto con
algunas observaciones que probablemente provocarían una profunda
indignación en el consulado de Suiza.
Toda la idea de los vignards parecía
endemoniadamente plausible..., mucho más plausible, ciertamente,
que la idea de que Alex hubiese cometido dos asesinatos a sangre
fría por celos. Por cierto que nunca se sabe cómo puede influir en
cada uno la rabia sexual, pero con todo parecía un motivo
insuficiente para una persona de la comprensiva tranquilidad de
Alex. Y después estaba el nuevo símbolo enviado a Worthing..., ¿una
pantalla o...?
Martin reflexionaba.
El domingo a la tarde Martin salió a caminar
por los cerros con Mona, Lupe Sánchez y Kurt Ross. Lupe parecía con
excelente salud otra vez, aunque preocupada por la enfermedad de su
padre, y esperaba en cualquier momento un llamado urgente de Los
Angeles. Mientras las dos jóvenes charlaban en un español rápido,
Kurt tomó el brazo de Martín y lo retuvo un momento.
—Martin —empezó vacilante—, ¿es verdad lo
que dicen los diarios?
—Casi nunca es verdad.
—No, no. Me refiero a lo que dicen que
viste... aquel símbolo.
—Sí. Lo vi muy bien, y Mac me va a apoyar,
aunque el sargento Cutting piensa que me dejo llevar por mi
imaginación.
—¿Era exactamente igual al que estaba junto
a mi tío?
—En cuanto a exactamente, no puedo decirlo.
Le eché apenas un vistazo en un momento muy confuso. Pero era
ciertamente el mismo símbolo.
Kurt estaba preocupado.
—Martin —dijo por fin—, no lo entiendo. Soy
suizo, y si hubiese una secta como ésta, seguramente la conocería.
y ¿qué relación podría tener Paul con mi tío, a no ser que todo
esto sea verdad?
—Mona dijo que estabas entre bastidores
aquella noche —la inflexión de Martin era entre constatación y
pregunta.
—Sí, pero no vi nada. ¿Cómo podía hacerlo en
ese montón de gente?
—¿Estabas cerca de la mesa?
—¿Donde estaban las copas? Sí. No te hablé
porque te hallabas tan rodeado que ni siquiera conseguí que me
vieras.
—¿No viste nada raro?
—No.
—¡Vamos! —la voz clara de Mona se oía a
veinte metros más adelante. En silencio e intrigados, apresuraron
el paso.
De pronto Kurt volvió a detenerse.
—¡Raro...! Sí, Martin. Algo. De pronto lo
recordé. Al pasar junto a la mesa oí decir a la mujer de rojo:
"¿Dónde hay una fuente para beber?" Lo observé porque yo también
buscaba una. Y el hombrecito moreno..., Mr. Leshin, ¿no es así?,
dijo: "¿Por qué no bebes de ésta?", refiriéndose a la copa sobre la
mesa.
—¿A qué copa? —Martin le interrumpió
ansioso.
—¿Cómo habría de saberlo? Sólo pensé que era
extraño sugerir la copa que estaba sobre la mesa del escenario. Yo
no la había visto mayormente.
—¿Y ella?
—Ella dijo: "No tengo tanta sed como para
eso", o algo por el estilo..., no sé. Yo simplemente pasaba.
Martin estaba callado. ¿Sería esto una nueva
clave importante o simple coincidencia? ¿Leshin había tenido alguna
idea descabellada de envenenar a su mujer como también a su amante?
¿Estaba él enterado de su plan y la enredaba con ello? ¿O era
simplemente una tonta observación? Y su negativa a beber ¿era
porque sabía el contenido de la copa, o simplemente. un rechazo a
probar lo que pasa por vino en el escenario?
—¿No van a venir nunca, ustedes dos? —gritó
Lupe,
—¿Qué crees tú de todo esto? —preguntó Kurt,
cuando se acercaban a las jóvenes.
—No sé lo que creo —repuso Martin, y esto
por lo menos era la verdad.
Después de una hora de agradable paseo
Martin se vio tendido cuan largo era a la sombra de un árbol, con
Mona sentada a su lado. Kurt y Lupe se habían alejado con el
propósito ostensible de juntar flores silvestres. Mona interrumpió
un prolongado silencio para preguntar:
—¿Adelantas como detective aficionado?
—Poco.
—¿Cómo "poco"? —la palabra parecía muy
extraña pronunciada con acento boliviano.
—No le encuentro sentido a nada...
—irritado, arrancó una brizna de hierba—. Además, he violado la
primera regla de una buena historia de detective.
—¿Qué quieres decir, Martin?
—Los detectives no se enamoran —le besó
tiernamente la mano.
Mona se inclinó.
—Pero ¡qué tonterías me dices! —murmuró
ella—. ¿Enamorado tú?
Martin resolvió que era un tema que se
trataba mejor en español y, siguiendo la sugestión de Mona,
continuó la conversación en este idioma hasta que ambos,
simultáneamente, resolvieron que era preferible no decir palabra. Y
Martín olvidó por completo que la indagatoria del asunto de Paul
Lennox debía realizarse al día siguiente.
Poco importaba que la indagatoria hubiese
seguido en el olvido, puesto que no reveló ningún hecho de
interés.
En ausencia de parientes, Martin hizo la
identificación formal del cadáver. Por cierto que encontró la tarea
especialmente desagradable. Luego vino el interrogatorio referente
a lo que había sucedido en el escenario del Auditorio Wheeler,
repitiendo Martin lo que dijo en su primera entrevista con el
sargento Cutting. Y por fin terminó, no sin sorpresa de que el
Siete del Calvario no se hubiese mencionado ni una vez en el
interrogatorio. Se imaginaba que la noticia bomba causada por el
pedido de protección formulado por Worthing habría irritado tanto
al sargento Cutting que había resuelto hacer, más que nunca, caso
omiso del símbolo anómalo.
La autopsia reveló la dosis de veneno
administrada: tres gramos, muy excedida de la dosis tóxica. No se
llamó a ningún testigo con respecto a los motivos posibles, y el
jurado dio el veredicto inevitable: que Paul Lennox había muerto
envenenado con estricnina, administrada con intención de matar, por
una o varias personas desconocidas.
Martin comprendía que esta conclusión no
afectaba en lo más mínimo el caso. El veredicto del coroner era una
formalidad, sin definición legal en cuanto a descubrimiento de
hechos; el sargento Cutting continuaría su investigación y
quizás... Martin, al levantar la vista, vio, entre la poca gente
que había en la sala, a Richard Worthing (todavía acompañado por el
paciente Davis), con aspecto apenado como si esperara ser el
próximo protagonista en otra indagatoria del coroner.
—El crimen le hace una mala jugada al
sánscrito —observó Martin al instalarse en la silla junto al
escritorio de Ashwin.
—Sí. Me parece que tendré que aprobado a
usted más por sus capacidades watsonianas que por su conocimiento
del Mahabharata.
—Por lo menos tengo un consuelo... —Martin
veía que el doctor Ashwin no estaba en humor para sumergirse en una
discusión y se imponía un breve período de conversación
superficial—. Crimen y sánscrito hacen una combinación única.
—Vea, Mr. Lamb, usted es culpable de un
penoso error —Ashwin gozaba con dictar sentencias ex cathedra—. ¿Recuerda usted a Eugéne Aram? Es uno
de los crímenes más extrañamente aclarados y muy alabado por Thomas
Bood.
—¿Extrañamente aclarado? —repitió Martin—.
Recuerdo que Aram tenía algo de filólogo, pero pensé que su crimen
quedó simplemente revelado cuando se encontró el esqueleto de la
víctima.
—Este caso, Mr. Lamb, es una extraña
inversión del que tenemos aquí en Berkeley. En e! asunto Aram, fue
muerto el hombre elegido, pero se encontró un cuerpo equivocado. Es
decir, el cuerpo de la víctima de Aram fue descubierto después de
la sospecha, y se hizo una averiguación al encontrar un esqueleto
que nunca fue identificado y que no tenía relación alguna con el
crimen. Sobreestimado ridículamente Aram como filólogo, porque
también era un asesino (tal como si el Mr. Morris de las fiestas
fuese sin duda catalogado con Aram y Edward Ruloff como un hombre
"erudito", porque cometiese un crimen mayúsculo), anula, sin
embargo, su argumento, Mr. Lamb, de que el asesinato y el sánscrito
forman una combinación única. y George Borrow, que por lo menos
conocía algo de sánscrito, como quiera que se piense del uso que le
daba, describe en uno de sus libros varios encuentros con John
Thurtell.
—¿Thurtell?
—No recuerdo en qué libro. Pregúntele al
doctor Griswold, que conoce el tema mejor que yo. El botero
Thurtell era un asesino común que hoy sería conocido principalmente
por las referencias de Borrow, si su crimen no hubiese inspirado
también a un poeta. Menos afortunado que Aram, a Thurtell no se lo
menciona por su nombre en la poesía anónima a que dio origen su
acción, pero los versos son, a mi criterio, de una concisión
inmortal —y recitó:
Le cortaron la
garganta de oreja
a oreja, los sesos
quedaron hechos papilla;
Su nombre era Mr.
William Weare,
vivía en el mesón de
Lyon.
Satisfecho por la amable acogida que Martin
dio a la gran cuarteta, Ashwin descansó en la silla giratoria y
terminó su bebida. luego, deliberadamente callado, abrió un nuevo
paquete de cigarrillos, tomó uno, ofreció otro a Martin, encendió
los dos y despidió una gran nube de humo.
—Quedé preocupado cuando el sábado lo dejé
en casa del doctor Griswold —dijo al fin—, y todavía sigo no menos
preocupado. He dormido muy poco en este fin de semana. He fumado
mucho más de lo que debiera y he bebido cantidades casi
gargantuélicas. Y, como he dicho, todavía sigo preocupado. ¿Tiene
usted algo de nuevo para contarme?
Martín relató en pocas palabras la
indagatoria exenta de acontecimientos y agregó el utilísimo informe
de Kurt sobre el diálogo entre los Leshin.
—A no ser que haya oculto en la historia de
Mr. Ross algún punto especialmente sutil, creo que no estamos más
adelantados de lo que estábamos. Usted ha sugerido varias
interpretaciones..., lo más probable es que no signifiquen nada.
Otra interpretación sería que Mr. Ross haya mentido.
—Pero ¿por qué?
—Yo había esperado que ésta fuese su primer
idea. Después de todo, fue por mucho tiempo su sospechoso
favorito.
—Pero hemos desaprobado por completo este
motivo. ¡Oh...! —Martin calló de pronto.
—¿Sí?
—¿Quiere decir que Kurt podría tener otro
motivo? ¿Que de todas las personas complicadas, el que ofrece más
probabilidades de ser un vignard es él?
—No he querido decir nada de esto, Mr. Lamb;
sólo tenía curiosidad por saber si usted insinuaría la idea. Como
se lo dije antes, la libreta de apuntes pone fin a los vignards...
o más bien los elimina, para emplear su frase preferida. No, le
entrego a Mr. Ross, pero creo que usted ya ha molestado bastante a
este joven inofensivo.
—Pero quién cree usted que...
—Mr. Lamb, estoy en un estado en que nada me
parece claro, si no es el hecho de que las cosas andan mal. Si los
Leshin, Miss Wood o, como parece más probable, Mr. Bruce, si alguno
de éstos envenenó a Paul Lennox, la muerte de! doctor Schaedel es
todavía un misterio. ¿Por qué Mr. Lennox estableció tan
cuidadosamente una coartada para la noche en que fue elegido para
ser la víctima..., una coartada que podía inventarse fácilmente? ¿Y
por qué más tarde contó un galimatías inconsistente sobre una
oscura secta suiza? No tiene ningún sentido.
"Pero, ante todo, una pregunta... ¿Por qué
cambió de arma el asesino? Para llevar a cabo y cometer la
eliminación deseada después de un fracaso criminal se requiere una
mente criminal fuerte. Y sin embargo, un verdadero criminal...
Cream era aficionado a la estricnina y fue fiel a ella. Jack el
Destripador usaba el cuchillo y lo siguió usando, a pesar de las
teorías absurdas de los que insisten en que él se convirtió después
en el doctor Cream.
"Usted dirá, tal vez, que éstos son todos
criminales trastornados que siguen una idée
fixe. Pero fíjese en el Smith de las Novias en el Baño (que le
corresponde mejor que al gran Sidney el nombre de "el Smith de los
Smith"); fíjese en el doctor Pritchard, fíjese en Lydia Sherman, en
Sarah Jane Robinson, en la "querida tía Jane" Toppan y aun en la
amada Lizzie Borden de Mr. Pearson, en que de acuerdo con la
cuarteta que está al nivel del epitafio de Mr. William Weare, sus
únicas variaciones en el método fueron la diferencia entre cuarenta
y cuarenta y un golpes. ¿Qué puede hacer que un asesino cambie del
punzón para hielo en un caso a la estricnina en el otro?
—Varias personas de las que usted menciona
—dijo Martin— fueron capturadas porque emplearon repetidas veces el
mismo sistema. Fue así por cierto con Cream, con Smith y con
Pritchard, a pesar de que Jack el Destripador lo venció. Quizá
nuestro asesino quiso evitar ese peligro.
—Esto no cuela, Mr. Lamb. ¿Varía de sistema
para ocultar su identidad y sin embargo deja el mismo símbolo junto
a ambos cadáveres?
Martin reflexionó.
—Si hubo razón especial para que el
asesinato debiese tener lugar en el ensayo de mi obra, la
estricnina pudo ser contemplada como la única posibilidad. No puede
usar un punzón para hielo en un escenario, a plena vista del
público. O tal vez el asesino, de repente, tuvo a mano un veneno
que no pudo obtener cuando hizo su primera tentativa.
—Ambas sugestiones son bastante plausibles,
y sin embargo... ¿Quiere traerme el texto de su obra, Mr. Lamb?
Puede haber algo sugestivo que hayamos pasado por alto.
—Dios sabe que hay en ella mucho que es
sugestivo, pero en un sentido diferente al que usted piensa, De
todos modos, se la traeré.
—Bien. Me gustaría saber si es verdad que el
crimen envalentona al asesino.
—¿Qué quiere decir?
—Nuestro X ha cometido un asesinato por
accidente y otro (desde su punto de vista) premeditado. Hasta ahora
parece estar a salvo con respecto a ambos, a no ser que e! sargento
Cutting oculte algo muy revelador (frase contradictoriamente rara).
Si esta aparente seguridad lo tentase ahora a eliminar hábilmente a
otro que no lo estorba en nada...
—Parece poco probable.
El doctor Ashwin esbozó una sonrisa
macabra.
—Las ilusiones de absoluta seguridad podrían
llevar a nuestro X a un crimen muy raro. Aunque no creo nada de los
vignards, o por lo menos de sus supuestas actividades en Berkeley,
no considero menos justificado que Mr. Worthing solicite protección
policial. Asesinarlo a él sería un prueba segura de la existencia
de la secta, puesto que nadie podría querer matar a semejante tonto
inofensivo.
—Aunque Dios sabe cuantas veces lo he
deseado —murmuró Martin.
—Bueno, Mr. Lamb, yo hago hipótesis para mi
propia diversión y para ocultar mi preocupación. Creo que podemos
estar seguros de que el Siete del Calvario ha matado su última
víctima .
Esta sentencia del doctor Ashwin estaba
aproximadamente en lo cierto.
Nada ocurrió en los cuatro días siguientes
de aquella entrevista nocturna. Martín recibió la visita del
sargento Cutting, que le agradó más que nunca, y contestó a
numerosas preguntas, en especial referentes a la vinculación que
pudiese haber entre Paul Lennox y el doctor Schaedel, pues sin duda
el sargento empezaba a tomar el Siete del Calvario un poco más por
lo serio. Martín asistió dos veces a sus clases de sánscrito y
terminó bastante bien la lectura del episodio de Nala; pero sus discusiones con Ashwin, en estas
reuniones, giraron simplemente sobre temas tales como las
respectivas contribuciones al Deseo del
mundo de Rider Haggard y Andrew Lang o anécdotas de la muy
precoz Elizabeth.
—"Les ha hablado a sus compañeras de colegio
del sánscrito", escribe la madre. "Le ha dicho a otra niñita: 'Se
dice nana nana nut, y es un
idioma.'
"También he escrito algunas cartas —dijo
Ashwin al doblar la esquela de donde había leído el extracto—. A
usted le va a interesar mucho la respuesta que espero de la
biblioteca de la Universidad de Chicago.
El viernes a la tarde, después de clase,
Martin se acercó al doctor Leshin.
—Me ha dicho Miss Griswold que Mrs. Leshin
está enferma. Espero que no sea nada serio.
—No tiene nada, Mr. Lamb. Gracias. Es
simplemente tensión nerviosa..., la impresión de haber visto
envenenado a Mr. Lennox..., es comprensible. Está ahora en una casa
de reposo en Marin County.
—Por favor, exprésele mis condolencias —dijo
Martin, atropelladamente, y se maldijo por el resto de la tarde por
haber pronunciado una palabra tan tonta.
El viernes a la mañana Lupe Sánchez recibió
un mensaje de que su padre el general había empeorado e hizo sus
planes para partir el sábado de Los Ángeles.
El viernes a la noche Martin y Mona fueron
al United Artists Theatre para ver una
película ya designada para el premio de la Academia. Tenía tres
estrellas, duraba ciento diez minutos y los aburrió enormemente a
los dos. (En resumen, el premio estaba en discusión.)
—No, gracias —repuso Mona, cuando Martin le
ofreció tomar un refresco al salir del teatro—. Necesito mucho aire
fresco después de esta película. Caminemos por los cerros.
Tomaron tranquila y agradablemente por
Bancroft, y pasaron por la International
House, para Panoramic Way. Martin alababa las películas
mejicanas, tan desdeñadas por los críticos americanos, en contraste
con el palabrerío notorio de la super producción que acababan de
ver. La disertación que Mona escuchó con admirable paciencia fue
interrumpida cuando pasaron por casa de Cynthia por la presencia de
Alex Bruce.
—Hola —dijo—. ¿Dando un paseo por los cerros
aun sin luna?
—La luz de la luna no siempre es necesaria
—dijo Mona, con suavidad.
—No, supongo que no. Y a veces de nada
sirve. He estado conversando con Cynthia —le dijo a Martín.
—¿Sí?
—Todo ha terminado. Esta noche nos hemos
cantado las verdades. Tomamos un par de copas, lo suficiente para
no contenernos, y nos dijimos todo lo que siempre habíamos pensado
decir. Así que si alguna vez has creído, Martín, que yo me haría el
Mecenas para luchar con autores jóvenes después de casarme con la
fortuna de Wood..., bueno, se acabó.
—Qué lástima, Alex. Pero me parece que era
de esas cosas que no marchan.
Alex se encogió de hombros.
—Y no es motivo para que yo incomode a la
gente. Y a los terceros que al molestar los
tête a tête insisten..., ustedes saben. Necesito un paseo por
los cerros para aclarar la mente, pero no les impondré mi persona.
Además, quiero caminar con paso firme; me siento como si huyera de
algo.
—Pero detrás de mí
siempre oigo... —citó Martin.
—Es algo así. Hasta luego. —y Alex partió
para los cerros a una velocidad nerviosa que trajo a la mente de
Martin otra cita que dice:
... uno que por un camino solitariocamina con miedo y temor,y que después de volverse una vez siguesin ya volver la cabezaporque sabe que un diablo tremendole sigue los pasos.
Cuando Martin y Mona llegaron a un trecho
del camino en donde no había luz, y durante el abrazo que
lógicamente sobrevino, dejaron pasar inadvertidas lo que pisaba los
talones a Alex Bruce.
Por falta de luna, los cerros estaban
envueltos en oscura quietud. Mona y Martin se instalaron por fin en
el mismo lugar que había sido testigo de su conversación en español
el domingo anterior. Hablaron ahora —si es que hablaron— en una
extraña mezcolanza de inglés y español, con palabritas que mejor
convenían al momento. Y Martin, sin miramientos para lo que él
había citado como la primera regla de un detective de novela, se
sentía gloriosamente feliz.
Ocurrió todo de pronto y en forma tan
repentina que los interrumpió en medio de un beso. Primero oyeron
pasos que venían por el sendero, luego la presencia de una persona
que caminaba a prisa, luego un tiro, una figura que cayó al suelo,
y una forma alta que bruscamente se hizo a un lado del sendero.
Todo ocurrió con demasiada rapidez, demasiado confusamente para que
Martin lo comprendiera, pero un repentino impulso lo movió a cruzar
el sendero para agarrar a la forma alta, a pesar de la mano de Mona
que lo retenía.
Su razón, del todo ausente en ese momento,
debió de haberlo tranquilizado al sorprenderse de que la forma no
tirara ni huyera, pues corrió hacia él y lo agarró con brazos
fuertes. Martin no era un luchador experimentado ni musculoso; la
forma era ambas cosas. Sin embargo, con un recuerdo fragmentario de
jiu—jitsu y en un arranque de habilidad, Martin consiguió, después
de una lucha larga y fatigosa, impresionar a la forma hasta que se
puso a renegar en alemán corriente con un marcado acento
suizo.
—¡Kurt! —gritó Martin, y la sorprendida
figura soltó su presa.
—¡Martin! Du! Um Gottes
willen...!
Se contemplaron mutuamente en la oscuridad.
Sospecha..., incredulidad..., temor... Kurt, afligido, sintió dolor
en el pulgar.
—El tiro vino de más abajo, del lado del
sendero en que estás tú —dijo por fin Kurt.
—¿Pero quién..., qué...? —con un insólito
retorno al sentido común, Martin por fin se volvió hacia la forma
tendida en el sendero. Dos jóvenes estaban arrodilladas junto a
ella.
—Oí pasos que corrían por el sendero —dijo
Mona cuando Kurt y Martin se acercaron. Este reconoció vagamente
que la otra joven era Lupe Sánchez.
—Entonces no vale la pena seguir —reflexionó
Martin—. Quien quiera que fuere, ha podido desaparecer entre los
cerros mientras Kurt y yo tratábamos de agarramos.
—Y el tiro no fue todo —agregó Mona—. Antes
de correr, arrojó esto sobre el cuerpo —pasó a Martín una piedra
envuelta en un pedazo de papel asegurado con una banda de
goma.
Martin no precisaba que se le dijera qué
símbolo encontraría cuando desdoblara' e! papel, ni tampoco
precisaba encender un fósforo para saber que e! cuerpo inmóvil
sobre el sendero era e! de Alex Bruce.