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MARTIN ACUSA

 

MONA sonreía.
Los presentimientos de Martin estuvieron plenamente justificados. Aquella sonrisa hacía endemoniadamente difícil la actitud imparcial del investigador, y él se puso a meditar por qué se le había ocurrido hacer el papel de detective en este asesinato que no le incumbía.
Por cierto que si no se dedicase a investigaciones como base para raciocinar nunca habría invitado a Mona a ver la película mejicana, en vez de quedarse estudiando entre las pilas de libros de la biblioteca y habría perdido, por tanto, dos placeres. Uno era la película en sí, una trama de terror sutil como solamente saben crear los mejicanos; y el otro, por supuesto, era Mona.
Generalmente tranquila y reservada, había cambiado asombrosamente en el teatro. Se estremecía sin control en los momentos más estremecedores y apretaba el brazo de Martin cuando las letras negras de un libro malo se transformaban en gusanos que se arrastraban hacia la muerte. Con la última escena de la película todavía resonándole en el oído, dominado con la curiosa sensación de irrealidad que la trama descabellada había infundido en él, Martin de pronto se dio cuenta de que la mano de Mona estaba en la suya. Era una mano cálida y humana.
Mona sonrió y aceptó otra copa de jerez. Martin, por su parte, pidió más cerveza.
Estaban sentados en un reservado de una cervecería vecina al pequeño teatro, para refrescarse después de los terrores de la escena y fortalecerse para el largo viaje en tranvía de regreso a la Universidad.
—Uno no sabe qué creer —murmuró Mona—. Esta película deja en un estado de ánimo extraño. Como el marido dijo: "Quizás estos monjes muertos hayan vuelto a la vida, o quizá nosotros tres hayamos muerto por una noche. ¿Quién lo sabe?"
—La muerte en sí es extraña —observó Martin—. Quizás lo sea menos una muerte extraña...: dos cosas extrañas se anulan recíprocamente...
Llegaron las bebidas, lo que tal vez fue para mejor, puesto que el concepto de la muerte de Martin amenazaba con volverse penosamente confuso. Mona sorbió en silencio su jerez y luego dijo:
—Vi a Kurt Ross a mediodía. Está triste a causa de su tío.
La muerte del doctor Schaedel era algo de lo cual Martin no deseaba hablar en aquel momento. Preguntó entonces:
—¿Y Lupe Sánchez? ¿Cómo está?
—La vi el domingo a la tarde. Para esto fui a San Francisco temprano. Está mucho mejor; gracias, Martin.
—¿Su enfermedad es grave?
—No... no —parecía que Mona iba a decir algo más, pero cambió de opinión.
Martin esperó un momento y luego, dando por terminado el tema, ofreció a Mona un cigarrillo, tomó él otro y volvió al caso de la película. Pero aun mientras desarrollaba sus teorías sobre la película de terror seguía observando atentamente a Mapa. Era evidente que ella deseaba decir algo y por fin, creyendo oportuno el momento, interrumpió la disertación y vació el vaso de cerveza.
—Martin... —empezó Mona, vacilante.
—¿Sí? —él no deseaba parecer impaciente.
—¿Eres amigo de Kurt?
—Por supuesto —repuso Martin, sin inmutarse, a pesar de un ligero remordimiento de conciencia.
—Entonces, por favor, sé bueno con él.
—Siempre lo soy —Martin, estaba un poco intrigado con este preámbulo—. ¿Quemas otro poco de jerez?
—Por favor —Martin repitió la orden, mientras Mona continuaba vacilante—. Quiero decir..., muy bueno..., Consolándolo. Se siente desdichado y tiene muy pocos amigos. Tú, Remigio y uno o dos mas. Y Remigio no es de mucha ayuda —agregó con escepticismo verdaderamente fraternal.
—Ya comprendo —asintió Martín, con simpatía—. Su tío muerto... Lupe en el hospital... —interiormente maldecía su hipocresía.
Mona ahora no sonreía, pero la expresión seria de su rostro parecía más dulce.
—Martin, necesita de alguien y no se atreve a ir a visitar a Lupe de miedo a que alguno sospeche...
La llegada del jerez y de la cerveza cortó la frase, muy a fastidio de Martin.
—¿Sospeche qué? —preguntó con aparente indiferencia cuando se retiró el mozo.
Mona tomó un buen sorbo de jerez para tornar fuerzas.
—Por favor, Martin, dame otro cigarrillo —el jerez se agregaba al hecho de que hablaban español para que ella estuviese más en confianza. Echó una bocanada de humo y continuó—: Quizás es mejor que te diga todo. Solamente Kurt y Lupe y yo lo sabemos, pero puede ayudar a Kurt que tú también lo sepas. Lupe no tiene ninguna enfermedad.
Martin hizo un movimiento de cabeza afirmativo.
—Ya lo había pensado.
—La compadezco. Sé que está mal, pero ella y Kurt... se aman tanto. Son tan felices... Y ella descubrió esto. No había otra salida. Una amiga de Lupe le había hablado de este médico en San Francisco. No te diré el nombre de la amiga, pero ella ha ido a verlo dos veces. Era seguro y de confianza. Pero... ellos no tenían dinero.
Mona calló y tomó el jerez. Martin cada vez se parecía más a un padre confesor.
—Dijiste, Martin, que la muerte es extraña —continuó de pronto—. Para mí el amor es tan extraño y mucho más aterrante. Pienso en Lupe y no quiero amar. Jamás. Si tal cosa me sucediese... Remigio haría..., no sé lo que haría. Y si el general se enterase de esto.. .
—¿El general?
—El padre de Lupe,
Entonces Martín recordó que el general Pompilio Sánchez y Lárreda, otrora famoso y temido rebelde mejicano, llevaba ahora una vida de forzosa quietud en Los Angeles. Hombre orgulloso, que sostenía que en sus venas corría sangre de conquistadores y de aztecas, sentía la energía del conquistador y la nobleza del conquistado.
—¿Por qué no se han casado? —preguntó Martin.
—Lupe está comprometida con el hijo de un viejo ayudante del general. Con él debe casarse algún día y regresar juntos a Méjico. De no hacerlo, mataría al padre.
—Pero si no tenían dinero, ¿cómo está ahora en San Francisco?
—Esto no lo sé. El sábado por la mañana Lupe me dijo que todo estaba bien y que podía ir al médico. Es todo lo que sé.
Era demasiado perfecto, pensó Martin. Todo encuadraba, todo, con excepción de que Kurt Ross era un muchacho muy decente y querido.
—¿Y tú serás bueno con Kurt y tratarás de ayudarlo? —le preguntó Mona. Martin de pronto notó con sorpresa que en cierto momento de su conversación confidencial había dejado el usted formal y se dirigía a él con el tu familiar.
—Únicamente por ti —contestó él galantemente en la misma forma.
Ella sacudió la cabeza.
—No por mí, Martin, sino por él.
—Iré a verlo en cuanto volvamos a la International House —Martin pensó tristemente que por lo menos esto era verdad.
—Me alegro. Me gustas, Martin —y fue recompensado con otra sonrisa y una suave presión de la mano al levantarse de la mesa.
Disipado el carácter serio de la conversación, charlaron alegremente en el tranvía en una mezcla irresponsable de español e inglés, que hizo olvidar a Martin sus remordimientos de conciencia. Pero la llave siempre seguía dentro del bolsillo.
—Subiré directamente a ver a Kurt —prometió Marti Mona cuando se separaron en el vestíbulo de la International House. Pero los efectos estimulantes de su sonrisa pronto desaparecieron, y en lugar de eso se dirigió a su habitación.
Sentado sin consuelo sobre la cama Martín mantuvo un prolongado soliloquio mudo. ¿Qué debía hacer? No tenía ningún deseo de comunicar a la policía sus pruebas (tales como la llave, la intempestiva aparición de Kurt en la noche del viernes, el aborto de Lupe) sin primero ofrecer a Kurt una oportunidad para explicarse. Pero le era difícil abordar al joven suizo y decide: "Mira. Estoy seguro de que has asesinado a tu tío y me gustaría saber qué tienes que decir sobre ello."
Si estuviese completamente seguro de que Kurt era el asesino, podría entonces escribir sus pruebas en un documento sensacional que dejaría a Kurt con una nota: "Mañana entrego esto a la policía", y esperar a que él completase el gambito convencional con el suicidio. Pero no estaba seguro.
Qué diablo, uno no conoce a los asesinos. En una ocasión había desarrollado su teoría favorita de que toda persona, en el curso de su vida, conoce por lo menos a un asesino. Recordaba haber escandalizado una vez a los padres de una joven al hacer esta declaración durante la cena. No lo creyeron hasta que la madre de la joven de pronto recordó ciertos hechos curiosos de un ex vecino y refirió a Martin un caso muy ingenioso de un suicidio fingido imposible de probar.
Pero esto era diferente. Un amigo afable y relativamente íntimo... Era como si Paul o Alex o él mismo fueran asesinos. No correspondía a su carácter. Se trataba de un asesinato sutil de una persona impulsiva.
Martin sentía el deseo de que hubiese quedado algo del whisky del festín del viernes. Tres cervezas no son suficiente para dar fuerzas para una acusación de asesinato.
Y entonces se le cruzó otra idea. ¿No estaría él también en peligro? Con su mente llena de novelas de misterio recordó que el hombre que, según la frase convencional, Sabía Demasiado, era siempre la víctima del segundo asesinato. Si él insinuaba lo que sabía a Kurt, ¿no lo matarían antes de que pudiese informar a la policía? Se imaginó un bonito cuadro de su persona tirada sobre la acera, probablemente con el Siete del Calvario a su lado, y pensaba qué sensación causaría un punzón para hielo.
De pronto se puso de pie, apagó el cigarrillo y pasó a prisa por el corredor. Ni siquiera se molestó en golpear a la puerta de Kurt. La abrió y se encaminó hacia el tocador ante el cual Kurt estaba peinándose. Puso la llave dorada de Phi Beta Kappa sobre la mesa y dijo:
—Encontré esto. Pensé que la querrías —y luego se volvió para retirarse.
El propio Martín no sabía por qué lo había hecho. Le había parecido la manera más sencilla de lavarse las manos en este asunto. El alivio ya se dibujaba en su rostro cuando la mano de Kurt lo retuvo a la puerta. El pensamiento de la segunda víctima cruzó absurdamente por su mente; pero la expresión del rostro de Kurt era de intriga más que de enojo.
—No te escapes así, Martin —dijo el suizo—. Quédate y hablemos mientras termino de vestirme. Luego podríamos cenar juntos.
—Cenar es una palabra curiosa para la comida de aquí —dijo Martín con una sonrisa—. Pero podríamos comer juntos.
Kurt asintió.
—Siéntate —Martin obedeció pensando cuál sería el próximo movimiento—. ¿Dónde encontraste esta llave? —preguntó Kurt con una inútil tentativa de parecer indiferente.
—Debajo de un arbusto.
—¿De cuál arbusto? ¿Dónde?
—El arbusto junto al que encontraron el Siete del Calvario.
La intriga en el rostro de Kurt aumentó. El nombre parecía serle completamente extraño.
—¿El Siete del Calvario? —repitió lentamente—. ¿Qué tiene esto que hacer con mi llave?
Martin resolvió que si Kurt fingía, el Little Theater había perdido una brillante estrella.
—¿No conoces el Siete del Calvario? —le preguntó mientras dibujaba ociosamente el símbolo en un trozo de papel
—No —la voz de Kurt sonaba completamente sincera. Luego cuando vio el dibujo de Martín, dio un respingo—. ¡Esto! ¿Esto quieres decir? —Martin asintió con un movimiento de cabeza—. Ya comprendo..., comprendo... —Kurt se dejó caer en la silla—. Así es. Tú también, Martin... Tú crees...
—¿Qué?
—Crees que asesiné a mi tío.
No acertaba, pensó Martin. Nada había resultado de sus anteriores cálculos. La acusación procedía del propio sospechoso y no del brillante joven investigador aficionado. Tragó con mucho esfuerzo y finalmente dijo:
—Sí —y quedó sorprendido de su propia voz. Kurt habló lentamente, pero con tono triste.
—No me sorprendí de la policía —dijo—. Para ellos yo era una posibilidad, no una persona, simplemente algo que debía ser investigado. Pero de ti, Martin, yo había pensado que eras un amigo.
Martin trató de asumir la actitud lógica del acusador justo. No había caso. Sólo sentía compasión por Kurt. El Joven alto y rubio ya no era el Joven Sigfrido. Parecía más bien un Sigfrido mayor, en el momento en que comprende que Hagen lo mata. Y a Martin no le agradaba ser Hagen. Buscaba palabras que pudiesen ser consoladoras, pensando en el pedido de Mona y en su sonrisa.
—¿Por qué? —le preguntaba Kurt—. ¿Por qué has podido pensar esto de mí?
Martin olvidó las palabras que buscaba y habló francamente.
—No lo deseaba —dijo—. Pero simplemente no he podido evitarle. Todo lo indica. Tu entrada aterrado a mi cuarto el viernes a la noche (noté que habías perdido la llave), luego el encuentro de la llave en el arbusto frente a la casa de Cynthia... Y el símbolo suizo te señalaba. Además. Sabía lo de Lupe...
—¿Sabías? —interrumpió Kurt.
—Es decir, adiviné —Martin se apresuró en aclarar—por diversas alusiones que hizo la gente —de pronto comprendió que Kurt no valoraría las confidencias de Mona.
Kurt se levantó lentamente.
—No puedo censurarte —dijo— si sabías todo aquello. Es más de lo que la policía sabía. Pero tú, Martin, me conocías.
—Por esto me preocupé tanto. El asunto no se parecía a ti, y como no estaba seguro, no dije nada a la policía.
—Gracias, Martin —Kurt parecía más contento—. He hablado demasiado pronto. Al devolverme la llave debí de haber comprendido que eras bueno conmigo. Y ahora, en agradecimiento, te lo contaré todo.
—¿Contarme todo? —Martín pensaba en la nueva revelación que se anunciaba.
—Pero antes, ¿por qué hablas de este símbolo como del Siete del... Calvario? Sí. El Siete del Calvario. No he visto esta palabra en ningún diario.
—¿No has oído hablar nunca de los vignards?
—No.
Y Martin le contó una versión muy abreviada del relato de Paul Lennox. Cuando terminó, Kurt sacudió la cabeza mientras reflexionaba.
—Puede ser que así sea —dijo dudando—. Sé poco de historia y nada de herejías. Podría ser. Pero en Suiza nunca he oído hablar de estos..., ¿cómo los llamas?..., vignards, ni del Siete del Calvario, y no creo que el tío Hugo haya tenido algún enemigo político.
"Ahora te contaré mi historia. Dices que sabes lo de Lupe. Eres inteligente, Martín, para saber reunir pequeñas cosas. Me ha dicho Mona que ella está bien. Desearía verla. La necesito, ah..., terriblemente. Pero si alguno llegase a sospechar, y el general alguna vez a saber... ¿Serás discreto, Martin?
—Puedes confiar en mí.
—Bien. Ya sabrás que amo a Lupe desde hace varios meses..., casi desde que la conocí en el otoño pasado. Hemos sido... —calló y buscó la palabra, al no encontrarla, y reconfortado con la mirada comprensiva de Martin, continuó—:... desde las vacaciones de Navidad. Sucedió justamente antes de que ella se fuese a Los Angeles a pasar la Navidad Nos hemos amado de esta manera desde entonces —calló otra vez. Kurt no era hombre de hablar sin reservas de su vida amorosa (era esta una de las razones en que Martin basaba su afecto por el), y la confesión le resultó muy penosa.
"Ella supo hace un mes lo que había sucedido. Ambos nos asustamos. Creíamos haber tenido mucho cuido. Y ahora..., si se sabía, el general se volvería loco. Habría un Skandal, y todo sería terrible. No sabíamos qué hacer.
"Necesitábamos un médico y no conocíamos uno que hiciera... lo que nos hacía falta. Lupe tenía miedo de preguntar a nadie porque podía sospecharse lo ocurrido. Entonces una noche oyó que una joven (que no estaba en su juicio) le contaba a otra la suerte que había tenido dos veces, y Lupe se enteró del nombre del médico. Supimos que era bueno, pero costoso, porque la joven era rica.
"Entretanto yo había escrito a mi tío que acababa de llegar a Nueva York, diciéndole que necesitaba algún dinero urgente y pidiéndole un préstamo. Te mostraré la respuesta —Kurt se levantó y abrió el cajón del escritorio. Martin quedó a la expectativa: De esta carta, aparentemente, dependía toda la cuestión del motivo.
"Aquí está —dijo Kurt al pasarla.
—Liber Kurt —leyó Martin para sí, descifrando con cierta dificultad la escritura alemana anticuada— Du kannst ja garnicht wissen, wie es mich freut, zum erstenmale in Amerika anzukommen. Die frische Luft dieses freien, friedlichen Landes... —Martin sonrió con ironía y salteó rápidamente tres párrafos en los que el doctor Schaedel se regocijaba por la pacífica libertad de América. Parecería ser una extraña combinación de sapiencia y de inocencia—. In Bezug auf Deinen letzten Brief... —leyó al fin y concentró su atención, abriendo grandes ojos al seguir a lectura.
"Con respecto a tu última carta", seguía diciendo el doctor Schaedel, "comprendo que he descuidado desde hace tiempo a mi único pariente vivo. He gozado por entero con tus cartas tu compañía, sin nunca pensar en ayudarte de alguna manera. No soy hombre rico, pero tengo suficientes medios. Como creo haberte dicho, mi fortuna (si puedo honrada con esta palabra) irá a mi muerte a varias universidades suizas y a organizaciones de caridad y además a un fondo para costear una cátedra Schaedel de Paz Mundial, en mi Universidad (capricho egoísta para inmortalizar quizá mi nombre, pero ciertamente una inmortalidad meritoria). A pesar de mi anterior negligencia, no veo la manera clara para alterar el testamento y despojar a cualquiera de estas instituciones de mis legados; pero estoy resuelto a hacer lo que pueda por ti durante mi vida. Estaré en Berkeley dentro de dos semanas y podrás entonces explicarme la urgencia de tu deseo o mantenerlo en reserva si lo crees necesario. En ambos casos, por favor considera mi ayuda como un obsequio y no como un préstamo. Si tu necesidad es demasiado urgente para esperar dos semanas, telegrafíame aquí."
En adelante la carta hablaba de los planes del doctor Schaedel para su jira de conferencias, y Martin la dejó de lado.
—¿La has mostrado a la policía? —preguntó.
—Sí. Se apoderaron también de otros documentos de mi tío y los pasaron a un calígrafo, que me hizo el honor de resolver que mi carta era auténtica. Entonces me dijeron que podía retirarme.
—Desde luego —observó Martin. Esta carta anulaba todo motivo que podría imputarse a Kurt. Con el doctor Schaedel vivo, él podía esperar ayuda financiera cuando la necesitase. Con el doctor Schaedel muerto, no tenía pretensión sobre el dinero de su tío.
Kurt interrumpió su silencio y dijo:
—Es mejor que también te cuente el resto, tal come se lo referí al sargento Cutting.
—¿Hay algo más?
—Todavía no sabes, Martin, por qué encontraste mi llave —le recordó Kurt.
Martin asintió. Su simpatía por Kurt disipaba por el momento su pasión de detective.
—Bueno —continuó Kurt—, volvamos ahora a la noche del viernes. Después de la cena hablo con mi tío y me dice que nos encontraremos a las nueve y media.
—Lo sé. Los oí.
—¡Ah! ¿También sabías esto? Martín, me sorprende que todavía no me hayas ahorcado—la risa de Kurt era forzada—. Yo fui a su habitación a esa hora, conversamos y luego él dijo: "Kurt, toma esto." Parecía molesto y desdichado como si se sintiese incómodo con su obsequió. Yo lo tomé. Eran veinticinco billetes de veinte dólares. "No quiero saber tu preocupación", me dijo. "He resuelto que es mejor que te dé solamente esto. ¿Es suficiente?", añadió. Yo dije: "Más que suficiente", y luego le conté toda la historia. Martín, mi tío era un hombre bueno. A él se le podían contar las cosas... Cuando terminé me dijo: "No me gusta la muerte, aun de alguien que todavía no vive verdaderamente. Pero quizá es sabio si salva la felicidad de los que viven." Sonrió, se levantó y dijo: "Ahora voy a dar mi paseo nocturno. Manda mañana a tu Lupe al hospital y llévame a verla cuando esté mejor. Debe de ser una joven encantadora." No supe qué decir. Le tomé la mano y... la besé, como un campesino besa la mano de su emperador. Así me sentía. Él era muy bueno y yo era... Fue la última vez que le hablé.
Kurt calló, profundamente conmovido, y Martín, tan profundamente conmovido como él, no encontraba nada que decir que no sonara tonto. Le sorprendió que después de una breve pausa Kurt continuara con su relato.
—Esto ocurrió algo después de las diez. Salí de su cuarto y a prisa entré al mío: allí..., allí lloré. Luego oculté el dinero en el fondo del cajón y salí yo también a dar un paseo. Caminé como una hora por los cerros y volví por Panoramic Way. Había mirado mi reloj cinco minutos antes; serían las once y treinta.
"Vi a un hombre que se dirigía a casa de Cynthia Wood. Podría ser mi tío. No estaba seguro. Tú sabes que era de estatura común, pero parecía bajo porque se agachaba. En sus paseos nocturnos se mantenía erguido. Vestía un traje gris como cualquiera y, como entró a casa de Cynthia, pensé por un momento que se trataría de Alex. El tiene un traje igual. Pero esperé un momento y lo vi salir. Yo estaba a unos diez metros: me iba a adelantar y entonces... —Kurt calló. Su emoción era demasiado grande.
—¿Quieres decir que... lo viste matar? —exclamó Martin.
—¡Sí! —prorrumpió Kurt—. ¡Sí! Yo vi matar a ese hombre bueno. Fue alguien que estaba detrás de aquel arbusto donde encontraste mi llave. Salió de pronto y atacó a mi tío. Entonces mi tío cayó. Todo ocurrió antes de que yo pudiese moverme siquiera. Me apresuré y agarré al hombre. No tenía miedo por mí, sino por mi tío. No trató de apuñalarme, se escapó y desapareció. Me incliné sobre mi tío. Estaba muerto. Oí que salía gente de la casa y entonces..., esto no me gusta contarlo, no, ni siquiera a ti, Martin, porque no me enorgullezco. Pero... tuve miedo. Ahí estaba mi tío muerto, nada podía hacer por él. Pero los que venían... ¿Qué pensarían al encontrarme? Era una locura, lo sé..., pero estaba... casi histérico. Salí corriendo y dejé muerto al hombre querido y huí por un temor que no existía. Durante unos diez o quince minutos no sé qué hice. Vagué impotente, desesperado, enloquecido... y luego me esforcé para volver adonde estaba la gente. Entré a tu cuarto. Lo demás ya lo sabes... —hizo una pausa casi con un sollozo.
—¿Y mientras luchabas con el asesino perdiste la llave?
—Así lo creo.
—También le contaste esto a la policía?
—Tal como te lo he dicho a ti, Martín.
—¿Cómo era aquel hombre?
—No sabría decírtelo. Llevaba una máscara improvisada con un pañuelo. Era más bajo que yo..., de la altura de mi tío, y llevaba un traje gris como el suyo. Estaba oscuro, y no se podía reconocer a las personas.
—¿Y cómo quedó esto fuera de los diarios?
—El sargento Cutting pensó: "Si publico en los diarios que usted ha visto al asesino y no puede identificado, éste se sentirá demasiado seguro. Si miento y digo que puede identificarlo, quizá no esté usted seguro. Es mejor que no diga nada. El asesino puede perturbarse y cometer una equivocación."
Martin observó mentalmente que el sargento Cutting era un hombre mucho más sagaz de lo que hacían suponer sus declaraciones en los periódicos.
—Es todo lo que sé —terminó Kurt—. No comprendo por qué te dije tanto, Martin. El sargento Cutting deseaba que no dijese nada. Pero has sido muy bueno conmigo —miró la llave dorada— y quise agradecerte.
—Soy yo quien debe agradecerte, Kurt. Es muy interesante —dijo Martin, débilmente. Era mucho más interesante, y sin embargo no lo llevaba a nada.
Kurt tomó la llave y la colocó en la cadena del reloj.
—Haré reparar esto —dijo—. Sabe Dios dónde puedo perderla la próxima vez.
—Espero que sea yo quien la encuentre y no... —Martin calló al ver que cometía una falta de tino.
—¿Cenaremos ahora, discúlpame Martin..., es decir, comeremos? —preguntó Kurt.
Martin miró el reloj.
—Lo siento —repuso—, es tarde y debo ir al ensayo. Sólo tengo tiempo para una salchicha en la White Tabern —calló desconcertado. Y finalmente tendió la mano, ademán poco común en Martin—. Buena suerte, Kurt, y espero que Lupe se ponga bien.
—Estoy seguro de que así será. Tengo mucha fe en el médico recomendado por Cynthia.
—¡Cynthia!
—Perdona. No quise dejar escapar el nombre. Adiós, Martin, y gracias.
En eso estaba, pensó Martín en camino al ensayo.
Había fracasado completamente su hermosa reconstrucción del caso. Destruidos todos los indicios de motivo, los demás detalles se explicaban muy bien. Se sentía contento, terriblemente contento de que sus sentimientos estuviesen en lo cierto y su razonamiento fuera equivocado. Pero si Kurt era inocente, ¿quién era el asesino? La descripción encuadraba con cualquiera: "un hombre enmascarado, de mediana estatura" no significaba nada. Quedaban dos posibilidades: el loco homicida y el emisario de los vignards. Martin admitió que le desagradaban ambas ideas, aunque eran posibles y aun plausibles. Tenía ciertos ideales estéticos sobre el crimen, en los que no cabían ni la locura ni las sociedades secretas.
Aunque Cynthia era ajena al crimen, sus pensamientos volvieron a la involuntaria mención que había hecho Kurt. Le era difícil creer responsable al formal Alex de las visitas de Cynthia al médico. ¿Y qué pensaría Alex si lo supiese? Era un tema divertidamente obsceno para meditar y una distracción del asesinato. Algún día él escribiría una novela de misterio en la que el argumento consistiría en la cuestión de la paternidad. Mejor aún, sería una violación misteriosa, habría una extraordinaria escena en la que, como es convencional, se reconstruiría el crimen, ejecutando el detective las acciones del criminal.
Martin llegó un poco tarde al Wheeler Hall, a pesar de la prisa con que había comido su salchicha. El ensayo estaba adelantado, y Drexel lo recibió nada más que con el respeto debido al actor traductor. Paul estaba en el escenario, algo fastidiado, como siempre, de que no se le permitiese hacer su papel con la pipa en la boca.
—Venga, Lamb —lo llamó Drexel con petulancia—; después de todo es su obra y usted tiene que intervenir en ella.
Martín obedeció tan eficazmente que su preocupación por Don Juan Returns le hizo olvidar completamente la otra preocupación del Siete del Calvario, sin saber que muy pronto ambas preocupaciones se volverían una.