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LAS OBSERVACIONES DEL DOCTOR ASHWIN

SABIO MUERTO CON ESTILETE
CRIMEN EN BERKELEY POR UN MALVADO DESCONOCIDO
EL ASESINO MISTERIOSO DEJA UNA ADVERTENCIA ENIGMÁTICA

Una mano desconocida asestó la muerte anoche a un hombre que ha dedicado su vida a combatir la muerte. El doctor Hugo Schaedel, enviado oficioso de la República de Suiza, que fue invitado a dar varias conferencias en la Bay Region, sobre el tema de la Paz Mundial, fue encontrado muerto anoche, frente a una residencia privada en 27 Panoramic Way, Berkeley. Fue apuñalado por la espalda con un instrumento de hoja larga y delgada que le atravesó el corazón. La muerte debe de haber sido casi instantánea, según informan los médicos de la policía.
El cuerpo fue descubierto por Miss Cynthia Wood, de 27 Panoramic Way, egresada de la Universidad de California e hija de Robert R. Wood, prominante financista de Eastbay. Miss Wood declara que un hombre desconocido llamó a su puerta anoche a las 11 y 28: Ella puede dar la hora exacta porque el extraño preguntó la hora y también el camino para la International House. En cuanto se retiró, Miss Wood oyó un grito y salió afuera, acompañada por Miss Mary Roberts. Sobre la acera, frente a su casa, encontró el cuerpo del hombre con quien acababa de hablar.
Miss Roberts llamó al doctor H. D. Calvert y a la policía, pero el hombre ya había muerto. A causa de la pregunta a Miss Wood, el sargento Cutting solicitó a Warren Blakely, director de la International House, que reconociese el cuerpo. Blakely lo identificó como del doctor Schaedel.
A pesar de que Miss Wood salió precipitadamente de su casa al oír el grito, no vio al misterioso asaltante. No hay ningún rastro para identificarlo, fuera de un pedazo de papel dejado junto al cadáver, en el que está escrito un símbolo cuyo significado aún no ha sido descubierto. El sargento Cutting informa que la policía tiene varios indicios que todavía no se harán públicos. Se espera un arresto de un momento a otro.
MARTIN leyó este asombroso relato mientras tomaba un desayuno tardío en la cafetería. La impresión sirvió para disipar sus casuales temores de miedo de que se hubiese denunciado con severidad, a las autoridades de la International House, el festín de la noche anterior. Una vez que el vaso grande de jugo de tomate y las varias tazas de café negro le despejaron la cabeza de la borrachera, encendió un cigarrillo y releyó atentamente el artículo.
Era absurdo. Nadie podría querer matar a aquel encantador e inofensivo hombrecito. "Se espera un arresto de un momento a otro." Era una falsedad evidente, en parte para mantener la reputación oficial y en parte, quizá, para llevar al asesino a dar un paso en falso. No había duda de que se trataba de un asesinato. Una puñalada por la espalda no podía ser accidente o suicidio, ni tampoco dada en defensa propia, como si alguno necesitase defenderse contra el doctor Schaedel. No podía ser sino un asesinato a sangre fría. Pero ¿por qué?
Martin pasó a la segunda página del periódico. Allí había muchas fotografías: una del exterior de 27 Panoramic Way, casita muy conocida de Martin, con la X convencional que señalaba el lugar de la acera, a la izquierda del sendero que conduce al pórtico; otra de la "advertencia enigmática" (Martin no veía el elemento de advertencia implicado al dejar una nota junto al cadáver, a no ser —y de pronto hizo una pausa— que fuese una advertencia para la próxima víctima); otra más que mostraba el horror de Cynthia al descubrir el cuerpo. Era una buena fotografía de Cyn. Martin se entretuvo momentáneamente con la idea de que un director de Hollywood tomara este diario de San Francisco y telegrafiara instantáneamente a Cynthia para que fuese en seguida.
La advertencia, o como quiera que se le llame, volvió a ocupar la atención de Martin. Estaba dibujada aparentemente con lápiz, en lo que parecía una media hoja del papel común de máquina. A pesar de las inclinaciones científicas de la policía de Berkeley, de poco serviría este rastro si no hubiera impresiones digitales. Y las impresiones digitales serían inútiles, salvo como confirmación, si el asesino no fuese un criminal profesional, lo que no parecía probable.
La figura en sí era extraña. Consistía en lo que parecía una curiosa F en bastardilla, montada sobre tres rectángulos en forma de escalones. La disposición trajo a la mente de Martin, por alguna razón, una cruz, aunque él no veía la conexión. El símbolo lo fascinaba, ponía un toque final de melodrama en la historia absurda del crimen de este buen hombre. Martin contempló intensamente el dibujo:

 

 

—Ah, veo que usted se interesa en nuestro crimen local, Mr. Lamb —observó Boritsin al sentarse a la mesa de Martin.
—Sí. Estoy tratando vanamente de encontrarle algún sentido.
El ruso tomó la taza de café de la bandeja y empujó ésta hacia una mesa vacía.
—¿Cree usted que no tiene sentido? —preguntó al encender un cigarrillo.
—Absolutamente ninguno. Usted estuvo anoche con el doctor Schaedel y conoce su reputación. ¿Por qué habrían de matarlo?
—En primer lugar, Mr. Lamb, usted supone demasiado —repuso Boritsin—. Supone que el era tan inofensivo como usted, y reconozco que yo también lo creí —después de decir dos frases sensatas, el aristócrata volvió a un tipo de razonamiento más preciso—. Pero, en segundo lugar, ¿no habrá en su misma inofensividad suficiente motivo para matarle?
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—Predicaba la Paz, ¿no es así? Y muy sincera y eficazmente. ¿Bien?
—¿Qué?
—Vino aquí de Nueva York y seguía a China y a Rusia. ¿Bien?
—¿Bien qué?
Boritsin se divertía; acomodado en su silla exhaló un espléndido aro de humo antes de contestar.
—¿Quién está detrás del movimiento de la Paz Mundial? —preguntó.
—Quisiera poder contestar "Todos". Pero seguramente gran cantidad de fuerzas, desde Francis Lederer hasta la Sociedad contra la Guerra y el Fascismo.
—¡Ajá! —lanzó Boritsin—. Ahí está. La Sociedad contra la Guerra y el Fascismo es una organización comunista. ¡Ahora usted lo ve todo!
—¿Yo?
—Es un plan soviético. Estos comunistas propalan paz, paz por todas partes, ¿y para qué? Para que no haya más municiones, ni más ejércitos, y entonces estos comunistas conquistan todo. Se alegran de ver al doctor Schaedel convertir a Europa y convertir a América a la paz. Pero luego él se propone visitar a China, visitar a la misma Rusia. Suponga usted que convierta a la paz a los soldados rojos de China. Suponga usted que consiga convertirlos a la gloria de la paz en el mismo San Petersburgo (no pronunciaré su execrable nombre nuevo); ¿y entonces? Entonces, dicen ellos, debemos matado. ¡Y voilà, está hecho!
Martin era cortés; hizo un comentario vago, pareció impresionado, terminó su café y pasó apresuradamente al salón donde podría reír a gusto. Era una teoría muy extraordinaria y muy a lo Boritsin. Esperaba que el ruso pronto descubriría que la F significaba Fascismo y que los tres escalones representaban a Lenin, Stalin y Trotski, pues la mente del aristócrata sin duda los uniría. La policía entonces recibiría una carta anónima aconsejándole que buscara al criminal del doctor Schaedel en las oficinas de la National Students' League.
—¿De qué te ríes, Lamb?
No podía equivocarse con este acento seudo Oxford. Martin se controló al levantar la vista hacia Worthing.
—El... el crimen —balbuceó.
—¿Verdaderamente? —el canadiense alzó la voz y las cejas—. No puedo decir que me parezca tan gracioso, viejo.
—No es eso. Es por Boritsin. Me estaba diciendo cómo el doctor Schaedel fue asesinado por el Oro de Moscú.
—¡Oh!, es decididamente tonto. Sobre todo cuando el asunto es tan endemoniadamente sencillo —Worthing, a pesar de no haber estado en la Madre Patria, que tanto quería, había tomado expresiones familiares británicas de las novelas populares y nunca se había preocupado de observar el nivel de la sociedad en que se usaban.
—¿Es tan sencillo?
—He oído rumores. Se habla mucho más de lo que uno sabe.
—¿De qué?
—Comprendes, viejo. No digo nada. Pero sabes lo que uno quiere decir —bajó la voz, pero no las cejas—. Cher chez la femme! ¿Cómo? —y dejó de lado su elegancia de Oxford para hacerle una guiñada.
Cuando Worthing se retiró después de esta brillante frase, Martin se puso a pensar. La teoría del canadiense, si así podía llamarse, era tan absurda como la de Boritsin. El sexualismo se cosecha, por supuesto, en lugares inesperados; la vida en círculos académicos había acostumbrado a Martin a este fenómeno. Pero él no podía asociado con el doctor Schaedel. Era una equivocación. Había en efecto algo extraordinariamente equivocado en todo el asunto. Martin volvió a tomar el periódico y leyó la breve biografía del doctor Schaedel.
Nada había en ella para ayudarlo. Daba simplemente las fechas de la lenta ascensión a la fama y a la moderada fortuna del doctor Schaedel. Iniciándose como humilde preceptor particular, finalmente había sido profesor de economía de la Universidad de Berna. Durante la Guerra Mundial entró a la política y fue elegido en el Consejo Nacional con la plataforma de mantener la neutralidad en Suiza. Más tarde fue miembro del Consejo Federal, retirándose luego para dedicar su tiempo como enviado oficioso a la causa de la paz del mundo. Su vida política había sido tranquila; había apoyado activamente la expulsión de Hoffmann del Consejo Federal, pero una disputa tan antigua nada podía tener que ver con el presente. Era soltero y no dejaba parientes cercanos, salvo el hijo de su hermana, Kurt Ross.
Martin resolvió que nada obtenía de todo esto. Si iba a llevar adelante su repentino capricho de desarrollar una teoría del crimen, debía buscarla por otra parte. Se puso un cigarrillo en la boca y encendió un fósforo, luego hizo una pausa antes de releer la última parte de la biografía. Siguió contemplando curiosamente el periódico hasta que el fósforo olvidado le quemó los dedos.

 

 

 

—¿Has visto hoy a Cyn? —preguntó Martin a Alex Bruce durante el almuerzo.
—Fui a visitarla en cuanto leí los diarios, pero no pude verla. Ha sufrido una crisis nerviosa. Mary estaba con ella y no permitía entrar a nadie. Hay policías, uniformados y de civil, esparcidos por todo Panoramic Way. Están tratando de descubrir en qué dirección desapareció el asesino.
—¿Cynthia no lo vio?
—Así es. Y tampoco Mary.
—¿Yo tampoco qué? —Mary Roberts se había acercado a la mesa, su aspecto era extraordinariamente fresco y sensato.
—Siéntate, Mary —dijo Martin—. Adivina de qué hablábamos.
—¿Hay alguien en la Universidad que hable de otra cosa? Si esto continúa mucho tiempo sufriré un ataque de nervios como Cynthia —Mary se interrumpió para hacer el pedido—. He estado allí toda la mañana, me quedé de noche, por supuesto, más para permanecer alejada de la gente que para ayudar a Cynthia. Lamento que no hayas podido verla esta mañana, Alex. Le informé que estabas allí, y se puso peor que nunca.
—Creo que está enojada conmigo —confesó Alex—. Le dije que iría a verla anoche y trabajé tanto en el laboratorio que lo olvidé por completo. Mientras que ustedes estaban descubriendo cadáveres, yo participaba en el festín con Martin. Mi conciencia me remuerde un poco.
—Quizá por esto está tan preocupada. Me llamó anoche, como a las diez, y me dijo que estaba sola y que le hiciese el favor de ir en seguida. Quería hablar conmigo de algo.
—¿De qué? ¿O no puedes decírmelo?
—No sé —Mary calló para dedicarse a su chuleta de cordero—. Toda la noche parecía que iba a decirme algo importante. Y luego todo sucedió y, por supuesto, nada ha dicho desde entonces.
Martin terminó su pastel y encendió un cigarrillo.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Mary?
—Me imagino que tendré que acostumbrarme a ello. Adelante.
—Este asesino parece ser una persona muy esquiva. Sales afuera, caminas solamente un par de metros, y ya no hay un alma a la vista. O es el Hombre Invisible o se habrá metido en una de las casas de alrededor.
—Pero nosotros no salimos directamente afuera. Es decir, lo hicimos, pero no llegamos. Cynthia tropezó en el pórtico y se cayó. La ayudé a ponerse en pie y le examiné el tobillo, que después de todo no estaba torcido, así que el hombre tuvo suficiente tiempo para huir.
—¿Por qué la gente siempre dice "el hombre"? —observó Alex—. Parece que fuese doblemente probable.
—En la duda, empléese el masculino —repuso Martin—. Además, éste parece un crimen de hombre.
—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó Mary, con la boca llena de jalea.
—No estoy muy seguro. Pero creo que uno puede generalizar sin peligro...
La generalización de Martin, sea la que fuere, fue interrumpida por dos personas que se acercaban a la mesa: Remigio Morales, el boliviano, y su hermana Mona.
—¿Saben ustedes dónde encontraremos la respuesta a este enigma? —preguntó Morales inmediatamente después de los mutuos saludos.
—¿En el Gran Chaco? —aventuró Martin, la lengua contra la mejilla, atento a la inventiva de Boritsin.
—Pero exactamente —repuso muy serio Morales—. ¿Cómo lo adivinaste? —y se lanzó en una detallada explicación del cobarde complot paraguayo que habría matado al inofensivo doctor Schaedel.
Martin no se atrevía a escuchar demasiado atentamente de miedo de que le repitiese el ataque de risa que tanto había escandalizado a Worthing. Al fin hizo una pregunta cautelosa.
—¿Has visto esta mañana a Kurt Ross? ¿Qué piensa él de todo esto?
—No lo he visto —dijo Morales, para continuar la exposición.
—Pero yo sí —interrumpió Mona—. Me olvidé de decírtelo, Remigio. Cuando estaba sentada en el salón después del desayuno, pasó Kurt con un hombre alto de abrigo puesto.
—¿Con un cigarro? —preguntó Martin.
—No. ¿Por qué?
—Las tradiciones se descuidan vergonzosamente. Continúa, Mona.
—Yo todavía no conocía la muerte y dije "¿Adónde vas tan temprano?" m me dijo "Quieren hacerme algunas preguntas" y siguió. Creo que era la policía.
Se produjo un repentino silencio en la mesa. Martin meditaba si a alguien más le habría llamado la atención aquella frase en la biografía del periódico.
—Pobre Lupe —suspiró Mary—. Debe de estar muy preocupada.
—¿No han oído ustedes hablar de Lupe Sánchez? —Mona, generalmente tranquila, gozaba de lleno con la posesión de novedades exclusivas. Su hermano estaba impaciente porque todavía no había hablado sobre los millonarios argentinos que respaldaban a Paraguay en el Chaco.
—¿Qué ocurre con Lupe?
—Está enferma. Se fue esta mañana a un hospital de San Francisco.
—¿Qué le pasa?
—¿Algo serio?
—¿Por qué no al hospital de esta Universidad?
—Creo que es una pregunta que se contesta por sí sola —Mona sonrió misteriosamente y esperó que no se le exigieran más explicaciones. Martin observó en sus ojos negros el brillo de una joven modesta que coquetea agradablemente con un tema inmodesto.
Él se acomodó en la silla mientras Morales continuó con sus revelaciones. Todo coincidía demasiado bien: Motivo, oportunidad y, él suponía, medios. Era defraudadoramente sencillo. Había solamente dos cosas en contra: una era aquel símbolo idiota, y la segunda, el hecho de que a él le agradaba Kurt Ross.
Martín pasó la tarde en la biblioteca, estudiando los viejos volúmenes del Jahrbuch der Shakespeare—Gesellschaft y tratando de descubrir si alguno había previsto su teoría de que Caspar Wilhelm van Borcke, primer alemán traductor de Shakespeare, había utilizado la edición de Theobald. Era una tarde doblemente útil. Primero, porque establecía, sin lugar a dudas, que su teoría, bien respaldada por pruebas locales, era nueva y probablemente merecía publicarse; y segundo, porque le mantenía la mente apartada del doctor Schaedel y de Kurt Ross.
Pero sus preocupaciones le volvieron durante la cena. Las dejó de lado con la idea de que la policía sin duda encontraría cuanto hubiese que descubrir; pero era un pobre consuelo. Al final resolvió que debía ceder ante la evidencia.
Cuando salía del comedor oyó música desde la sala del piso alto. Creyó reconocer la voz y estaba seguro de reconocer también la canción, una plañidera copla boliviana.
Mona Morales levantó la vista del piano, sonriendo a Martin, que entraba.
—Buenas tardes —le dijo.
—No quiero molestada —repuso Martin, en español—. Continúe cantando. Me gusta escuchar.
—Gracias, señor; es usted muy amable —Mona pasaba de una copla a otra, con voz inexperta, clara y dulce, mientras Martin fumaba aún más que de costumbre. Mona era tan agradable de mirar como de escuchar. La luz de la lámpara de pie brillaba sobre su pelo negro con tanta suavidad como sobre el intenso pulido del piano. El sencillo vestido blanco formaba un contraste encantador con la tez oscura. Pero aunque Martín trataba de gozar de su voz y de su presencia, la mente volvía siempre a las observaciones del almuerzo.
—¿Me permite una pausa? —dijo ella, al fin—. Estoy cansada y creo que preferiría conversar un rato. ¿Me da un cigarrillo?
—Sabe que estaba pensando... —empezó Martin al ofrecerle fuego—, es decir..., pensaba en algo que dijo usted hoy en el almuerzo.
—¿Sí?
—Quiero hacerle una pregunta sincera, Mona.
—Pero por supuesto.
—Por qué... —y el omnipresente Boritsin apareció en el cuarto. Hallar un piano sin usar es bastante agradable, pero hallar una audición ya preparada era una gran suerte. Durante diez minutos escucharon una disertación sobre la superioridad musical del ancien régime en Rusia; Lush Tchaikovsky fue comparado con Shostakovich mal tocado para lograr no sabía bien Martin qué objeto. Finalmente se inclinó y le dijo al oído a Mona—: Ahora tengo que irme. Lamento dejarla a merced de Boritsin, pero el doctor Ashwin me espera. ¿Cuándo puedo volver a verla?
—¿No estoy siempre aquí?
—Lo sé, pero... Están dando una película mejicana en un cine pequeño en Broadway. Podría ser agradable. ¿Podríamos ir?
—¿Cuándo?
—¿Mañana?
—Remigio y yo vamos a San Francisco. Hay un baile en el consulado de Bolivia. Debo ir allí temprano porque... —calló de repente—. ¿El lunes?
—Perfecto.
—Estoy libre a las dos. ¿Podemos encontramos en Sather Gate?
—Muy bien —y Martin se retiró sin ser observado por Boritsin, que en aquel momento explicaba la degeneración musical del ballet ruso.
Martin caminó por Channing Way en un estado de suspenso, un suspenso que debía durarle por lo menos dos días más. Mona era la mejor amiga de Lupe Sánchez; ella, como ninguna, debía saberlo con exactitud. ¿Y suponiendo que resultase una enfermedad verdadera? Había motivo. Y Martin sabía que él se sentiría mucho mejor.
Trepó la escalera de caracol del hotel y golpeó a la puerta del doctor Ashwin. A los pocos instantes estaba cómodamente sentado en un sillón junto al escritorio, mientras Ashwin traía una botella de whisky y se excusaba por tener que limpiar los anteojos. Martin observaba la habitación donde vivía Ashwin. En un rincón había una camita, hecha evidentemente por manos masculinas; aparte de algunas sillas y de un calentador, el único mueble era un enorme escritorio de tapa corrediza con su silla giratoria, trono desde el cual Ashwin lanzaba sus mejores sentencias. Y los libros, en estanterías corridas en dos lados del cuarto, atestadas de volúmenes, eran la mayor parte viejos y muy usados. La riqueza de los gustos de Ashwin se asemejaba mucho a la pobreza por su tendencia al colocar lado a lado los libros más disímiles. La mejor edición de la gran época de Valmiki, el Ramayana, descansaba pesadamente sobre un ejemplar económico de Conan Doyle. Las novelas históricas de Dumas padre estaban diseminadas entre voluminosos diccionarios de las lenguas clásicas. Y las propias traducciones del sánscrito de Ashwin se codeaban metafóricamente con los épicos de la dinastía zulú de Rider Haggard. Martin observó, como si fuese un botoncito redondo encima de este montón de miscelánea, una obra autorizada sobre tácticas militares junto a Alicia en el país de las maravillas. Una vez que el whisky escocés fue servido, probado y apreciado, Martin inició la conversación con su gambito convencional.
—¿Cómo está Elizabeth? —preguntó.
La aversión general de Ashwin por las mujeres no se extendía hasta las menores de seis años. Durante mucho tiempo había tenido la costumbre de elegir alguna niña de tres o cuatro años con la que hacía las veces de padrino, abandonándola con la crueldad de un teniente Schnitzler cuando ella llegaba a la edad crítica de los seis años. Elizabeth, sin embargo, parecía poseer algún encanto secreto que faltaba a sus antecesoras; tenía ahora cerca de ocho años, y Ashwin todavía la quería.
—Está bien, gracias —contestó Ashwin—. Pasé la noche y esta mañana con su familia en San Rafael. Le agradece a usted mucho el juguete que le mandó.
—Me alegro que le gustara. Me agradaría verla alguna vez.
—Pareció impresionarse con su regalo, a la manera acostumbrada en las mujeres.
—¿Qué quiere decir?
—Me preguntó por toda la gente de Berkeley de quien me ha oído hablar. "¿Cómo está el doctor McIntyre?", preguntó. "Bien", le dije. "¿Cómo están los Revkins?", y demás. Al final preguntó: "¿Cómo está Mr. Lamb?" Y cuando yo dije: "Bien", añadió: "Déle recuerdos."
Martin sonrió.
—Lo recordaré. Un pingüino de madera es un medio sencillo de conquista.
—Y Elizabeth está aprendiendo sánscrito.
—¿A los ocho años?
—Sí. Me pidió que le dijese algo en sánscrito. Es un pedido azaroso como lo entiendo por experiencias parecidas.
Martín lo admitió:
—Hay en ello algo que traba la lengua. Creo que nos quedaríamos igualmente mudos si un hombre de Marte tranquilamente nos pidiera que "dijéramos algo en inglés". ¿Qué hizo usted?
—Después de cierta perplejidad, resolví recitarle aquel ingenioso destrabalenguas que consiste enteramente en enes y vocales. ¿Lo recuerda?
na nonanunno nunnono
na nã nãnãnanã nanu
nunno 'nunno nununneno
nãnenã nunnanuunanut. 4
—Estaba tan encantada con esto que me ha hecho pasar horas recitándoselo. Al final lo supo casi tan bien como yo, y probablemente asombrará a sus compañeras de juego con su conocimiento de los clásicos.
Luego la conversación de Elizabeth pasó a las extraordinarias inventivas del idioma sánscrito, sus asombrosos destrabalenguas y especialmente a la hazaña increíble de Dandin, en el capítulo de Los diez príncipes, en el cual Mantragupta hace un larguísimo relato sin emplear ningún sonido labial, porque sus labios estaban "crispados por el dolor que dejaron los besos de su encantadora amante".
—Me faltó energía para este hecho en mi traducción —confesó Ashwin, apesadumbrado—, y me vi obligado a adoptar el gastado sustituto de un estilo más retumbante.
Siguió después una conversación sobre las perfecciones e imperfecciones del Finished de Haggard y una creciente divergencia sobre el tema de Conan Doyle, lo que trajo a Martin, que iba por el final del tercer vaso de whisky, al tema que había tenido en la mente durante toda la tarde. Terminó el vaso y se sirvió otro. (Ashwin era el dueño de casa ideal que deja a su invitado que se sirva a sí mismo.) Luego, instalado confortablemente con su nuevo cigarrillo, dijo:
—Ambos nos interesamos mucho en los crímenes, es decir desde un punto de vista histórico o novelesco. ¿Qué piensa usted de nuestro repentino contacto con el crimen de la Universidad?
—No sé nada de él —reconoció Ashwin—. Como usted sabe, yo estaba en San Rafael y apenas he mirado el diario de la mañana, salvo para leerle los chistes a Elizabeth.
Martin sonrió ante la imagen del traductor de Kalidasa leyendo las aventuras de Buck Rogers.
—Usted debió leer las noticias en los periódicos —dijo—. Pero pensé que tal vez no los hubiese leído y los traje —sacó del bolsillo los artículos del diario de la mañana y se los pasó.
Ashwin se crispó ligeramente ante SABIO MUERTO CON ESTILETE Y miró a Martin como diciendo: "¿Debo leerlo?" En cambio preguntó:
—¿Tiene usted algún motivo en especial para interesarse en este crimen?
—Sí; conocí al doctor Schaedel poco antes de su muerte y me agradó mucho. Además, creo conocer al asesino.
Martin se alegró con el efecto causado por esta frase melodramática. Ashwin nada dijo, pero empezó a leer atentamente el recorte. Lo releyó, luego miró las fotografías y la biografía.
—Hace una o dos semanas, ¿no estuvo esta joven con nosotros en el almuerzo? —preguntó.
Martin asintió.
—Sí —dijo—, recuerdo que era un viernes, y ella con particular fruición comió carne, tonta actitud de desafío contra las costumbres de su casa, y blasfemó tontamente —Ashwin frunció el ceño. Persistía en él la suficiente educación de Nueva Inglaterra para hacerle desaprobar fuertemente a las jóvenes que blasfemaban, aunque fuesen tan atrayentes como Cynthia Wood—. El retrato le hace justicia —dijo—. Empiezo a ver el motivo de su gran interés.
Leyó otra vez el montón de recortes y los extendió sobre la mesa.
—¿Hay algo más? Este es el diario de la mañana. ¿Hay alguna novedad en las noticias de la tarde?
—Una sola cosa de importancia. Han encontrado el arma.
—¿Era un estilete?
—No. Un punzón para romper hielo.
—Qué molesto para el autor de títulos de aliteración. ¿Dónde se lo encontró?
—A unas pocas yardas más arriba de la casa de Cynthia, en dirección a los cerros, en Panoramic Way, lo que no significa que el asesino se fuese por aquel lado. El arma pudo haber sido arrojada desde el lugar donde se encontró el cuerpo. Estaba conglutinada de sangre y desgraciadamente sin impresiones digitales.
—Eso es todo, según los diarios. ¿Y tiene usted algunos datos propios? ¿A cuántas de estas personas conoce usted, aparte de Miss Wood?
—Conozco a Mary Roberts bastante bien, y a Kurt Ross.
—¿Es el sobrino?
—Sí.
Ashwin se recostó en la silla giratoria.
—Bueno, ¿qué quiere que haga? ¿El papel de detective con usted?
—Simplemente he pensado que si comentamos todos los puntos del caso, podríamos llegar a aclarado y a descubrir algo muy evidente que hubiese sido pasado por alto.
Esta referencia a su tema favorito agradó al doctor Ashwin.
—Será por lo, menos un ejercicio mental interesante —le dijo—. Cuénteme, pues, todo lo que le han dicho sus amigos.
Martin empezó con el festín de la noche anterior, para poder incluir la entrada sorpresiva de Kurt Ross. Luego repitió las observaciones de Mary y de Mona en la hora del almuerzo y terminó, a modo de alivio como en el teatro, con las teorías de Boritsin, de Worthing y de Morales, que hicieron sonreír a Ashwin.
—¿Éstos son todos sus informes? —preguntó. Martin asintió.
—¿Y ya está usted convencido en cuanto al asesino? En este caso, no necesita mis observaciones. Pero empecemos, a la manera convencional de una novela de detective, con aquella trinidad inmortal: Motivo, Medio y Oportunidad —el doctor Ashwin llenó el vaso y abrió un nuevo paquete de cigarrillos que ofreció a Martin. Después de encenderlos, continuó—. Creo que podríamos empezar por descartar el Medio, pues es improbable que nos sea de utilidad. Un punzón para romper hielo es decididamente un arma no identificable ni característica, pero no menos mortal. Aun las fuerzas organizadas de Scotland Yard difícilmente podrían pretender capturar a un asesino averiguando todas las compras sospechosas de punzones para hielo que se han hecho en la última quincena. Holmes, por supuesto, empezaría deduciendo que, por el punzón, el asesino es un marido engañado; pero esto me parece un poco rebuscado.
—¿Un marido engañado? ¿Por qué?
—Porque en su casa, en estos tiempos de refrigeración eléctrica, todavía usan una heladera de madera, hecho explicable debido a la intriga de su mujer con el proverbial hielero. Es elemental, mi querido Lamb; pero archivemos esta sugestión pensando que es más probable que el punzón para hielo haya sido comprado con la idea de su utilidad mortífera. Deberíamos pensar, con mayor justicia, que el asesino debe poseer conocimientos elementales de cirugía, puesto que un ligero error en localizar el corazón haría que la herida fuese grave, pero no fatal. Éste no es, sin embargo, un dato muy útil, porque un profano también pudo adquirir el conocimiento necesario para la ocasión. Ahora, puesto que el mango no revela impresiones digitales como usted dice (ya la sutileza de la ciencia sobre impresiones digitales de M. Bertillon debe de haber favorecido la industria de los guantes), creo que hemos agotado las posibilidades del Medio. Luego llegamos a...
—¿Motivo?
—Dejemos esto para el final. Llegamos, digo, a la Oportunidad, a la mal anexada Oportunidad, este detestable cómplice, este notorio alcahuete. Hay mucha justicia, aunque poca poesía, en el famoso lenguaje de Lucrecia contra la Oportunidad, pero en este caso creo que no corresponde. Este crimen no es de aquellos en que se presenta una repentina oportunidad para un asesinato que de otra manera no hubiese ocurrido. La gente no se pasea inocentemente por Panoramic Way llevando a mano un punzón para hielo. A propósito, Mr. Lamb, ¿cómo fue que el doctor Schaedel paseaba por allí?
—Kurt, me dijo —repuso Martin— que a su tío le gustaba caminar de noche. Probablemente habría dado un paseo por los cerros y se perdió al volver a casa.
—Pero ¿cómo supo el asesino dónde estaría..., a no ser, por supuesto, que el asesino lo hubiese seguido? Hay un punto subordinado a la Oportunidad. Pero no es un punto limitado. Cualquiera en Berkeley podría tener acceso al lugar de! crimen. Una coartada perfecta, o quizá no tan perfecta, para las once y media sería la única eliminación posible de la Oportunidad. ¿Qué puede decirme a este respecto?
—Bueno, en ese caso yo también soy un sospechoso, pues no tengo coartada para esa hora. Estaba bebiendo y leyendo The Boat Train Murders. De las personas que conozco, Mary Roberts y Cynthia tienen cada una su coartada. Kurt Ross, por lo que sé, no ofrece ninguna; eran las doce menos cuarto o menos diez cuando entró a mi habitación.
—Mr. Lamb —le dijo con reproche Mr. Ashwin—, por favor, no se entregue a la imaginación petulante de considerarse un posible sospechoso. Le agradezco el resto de su información. Creo que hemos extraído todo e! jugo de la Oportunidad.
—¿Y llegamos ahora al Motivo?
—Sí —Ashwin se levantó pausadamente y paseó por el cuarto—. Creo que Miss Tennyson Jesse fue la que clasificó convenientemente los motivos de asesinato en seis clases. No puedo recordar e! orden, pero son éstas: Celos, Venganza, Eliminación, Dinero, Convicción y Placer de Matar. De todas, la última de nada vale para el razonamiento de un detective aficionado. El asesino más inverosímil puede matar a la víctima más inverosímil por simple locura de homicidio. El asesino puede ser, como se ha dicho que era Jack el Destripador, un individuo respetable completamente normal en todos los demás aspectos. Si el doctor Schaedel fue muerto por un loco, todo otro razonamiento es absurdo y fútil. Recordemos esta posibilidad y continuemos.
—Celos —dijo Martin— es lo que Worthing quiso insinuar. Pero es una insinuación ridícula si juzgamos no solamente por la impresión que yo tengo del doctor Schaedel, sino por todas las referencias que Kurt ha dado del pasado de su tío.
—Aparte de esto —agregó Ashwin—, descartemos los celos sexuales porque el doctor Schaedel llegó a California ayer por primera vez en su vida. O los celos datarían de un lejano affaire suizo, o el viejo señor, con el debido respeto, habría trabajado con mucha rapidez. La misma objeción se aplica en parte a la venganza. Una venganza que persigue a su víctima a través de dos continentes y un océano es de un Doyle demasiado avanzado para mi gusto. Admito que es posible, pero prefiero no tomarlo en cuenta todavía. ¿Qué nos queda ahora?
—¿Crimen por Convicción?
—En otras palabras, asesinato. Sí. Pero la carrera política del doctor Schaedel parece haber sido bastante pacífica y, en realidad, no tenía en el presente ninguna situación oficial. Su asesinato sería una acción muy inútil. No hay por cierto necesidad de tornar seriamente en cuenta la teoría del señor Boritsin, aunque podría desarrollarse, inclinándose hacia la izquierda, una muy bonita teoría contraria: que el doctor Schaedel fue muerto por una conspiración entre la House of Morgan y el sabio de San Simeón.
Martin rió.
—Brindemos por esto —propuso el doctor Ashwin. Aceptada la invitación, continuó—: Ahora nos quedan dos motivos: Eliminación y Dinero. El motivo de eliminación es generalmente el resultado del temor, como es el caso del asesinato de un chantajista, ardid a que todos los novelistas recurren cuando quieren que su asesino inspire simpatía. Por lo que usted me dice, no puedo imaginarme a alguien que temiese al doctor Schaedel. Ahora nos queda el motivo de su preferencia: Dinero —Martin asintió—. Usted piensa que Kurt Ross necesitaba una suma de dinero para un asunto urgente; lo cual según creo, lo ha deducido usted por conversaciones frívolas.
—Espero poder confirmadas el lunes —agregó Martin.
—Está bien. Cree que Kurt Ross entrevistó a su tío después de la cena para pedirle dinero...
—A las nueve y media —interpuso Martin—. Yo escuché cuando arreglaron.
—... a las nueve y media, y que su tío rehusó, probablemente al saber la causa de la necesidad del dinero. Éste es su primer tropiezo. Dado el carácter que usted reconoce al doctor Schaedel, tal rechazo me parece muy improbable, a no ser que fuese por escrúpulos religiosos. Pero consideremos esto. Concedamos una media hora para esta escena tormentosa. A las diez tío Hugo emprende un paseo por los cerros. ¿Kurt lo acompaña o lo sigue? Si es lo primero, ¿qué fue de Kurt cuando el doctor Schaedel se pierde y pregunta su camino a Miss Wood? y en cualquiera de los casos, ¿dónde adquiere Kurt el punzón para hielo? Y si Kurt acaba de cometer un asesinato a sangre fría (digo a sangre fría deliberadamente, a causa de la herida cautelosa en la espalda, cosa que es difícil que ocurra en una lucha común), ¿por qué entra de prisa a su cuarto para pedirle un whisky? ¿Por qué se empeña en que tres hombres se enteren de que acaba de pasar por una terrible situación? La teoría no es lógica, Mr. Lamb.
—Podría agregar un detalle en contra de mi propia teoría —reconoció Martin—. Puedo concebir a Kurt matando a alguien, aun a su propio tío, en el calor del momento. Pero no puedo imaginármelo acechando en esquinas oscuras con un punzón para hielo. Sin embargo, usted no puede negar que el Motivo es evidente; es lo único evidente de todo el caso.
Ashwin cesó de pronto de caminar y se sentó. Se veía una mirada preocupada en sus ojos.
—Cuanto más discurrimos este asunto, Mr. Lamb —dijo—, tanto más comprendo que una cosa, y solamente una, es evidente. Y esta cosa me asusta.
Quedó tanto tiempo callado que Martin creyó que por primera vez veía al doctor Ashwin afectado por el whisky. Por fin se movió para alcanzar los cigarrillos. Encendió un fósforo con un ademán, como esperando disipar con su luz las tinieblas que habían surgido. Por último habló, y lo hizo con un tono de voz tranquila.
—Examinemos ahora aquel símbolo —dijo. Martin volvió a observar el curioso símbolo.
—No puedo encontrarle ningún sentido. He pensado en todas las palabras, impresas o no, que utilizan la F, y de nada ayudan.
Ashwin contempló un momento la fotografía.
—Y no es extraño que no ayuden. Aunque de buenas a primeras no puedo dar un significado al símbolo, por lo menos puedo decir algo. No creo que sea una F.
—¿Entonces qué es?
—Un siete.
Martin empalideció.5 ¿Un siete? No veo cómo...
—Usted, Mr. Lamb, seguramente conoce la costumbre del continente de cruzar el siete para distinguirlo del uno. La cabeza del uno, en la caligrafía europea, para honrada con un apelativo lisonjero, se extiende tanto que lo asemeja al siete; y, por tanto, al siete se lo adorna con una barra cruzada para distinguirlo —puso varios ejemplos en un pedazo de papel y lo pasó a Martin, que asintió después de un momento de estudio.
—Sí —admitió—, creo que puede usted tener razón. Y reconozco que un siete, con todas sus extrañas asociaciones, es más adecuado para figurar en un símbolo que una F. Pero todavía no sabemos qué significa este símbolo.
—Apartemos por un momento el significado del símbolo y veamos qué conclusiones se pueden obtener por el hecho de que al asesino haya dejado un símbolo. Hay varios motivos posibles.
—Parece que estuviésemos volviendo al primitivo Doyle —comentó Martin—. Nuestros primeros pensamientos son para cobardes sociedades secretas y venganzas muy estudiadas.
—Existe, por cierto, esta posibilidad, por desagradable que sea. La forma del siete y los detalles de la vida del doctor Schaedel llevan a la conclusión de que se trataría de una sociedad europea. ¿Y por qué entonces habrían de esperar hasta que él estuviese en Berkeley para asesinado? ¿Qué más le dice a usted, Mr. Lamb, el uso de un símbolo?
—Quizá la acción de una persona inherentemente melodramática que desea embellecer su crimen con una nota coloreada de baladronada.
—Admirable —sonrió Ashwin—. Por ejemplo, pienso en usted con la necesidad de una prueba teatral. Y en este caso e! símbolo podría no tener ningún significado y ser simplemente una invención de! asesino. ¿Qué más?
—Supongamos —Martin encontraba cierta dificultad para expresar esta idea—... que se quiere matar a varias personas por motivos idénticos o similares. Se mata al primero y se deja junto al cuerpo un símbolo que nada significa para los investigadores, pero que será muy inteligible para el resto de las supuestas víctimas. Para ellas significará "¡Prepárate a morir!" "¡Enmiéndate, si no morirás!"
—Ingenioso, aunque no veo cómo un siete montado sobre un tramo de escalera puede comunicar estos significados. Pero usted ha especificado que e! símbolo sería ininteligible para cualquier investigador. Según esta idea, Mr. Lamb, ¿espera usted más asesinatos en Berkeley?
—No necesariamente. Sólo sugería...
—Quizá tenga razón. Quizá podamos esperar más asesinatos..., uno por lo menos. ¿Pero tiene usted otra idea respecto al uso del símbolo?
—Por el momento, no.
—Entonces permítame ofrecer una. El símbolo pudo haber sido empleado como pantalla, para que la policía o cualquier otro órgano de investigación pueda atribuirle su empleo a uno de los motivos que acabamos de discutir. Es decir, un asesino que mata por motivos estrictamente privados podría emplear un símbolo para indicar que es obra de una sociedad. Un asesino eficiente, silencioso y melodramático podría dejar un símbolo simplemente porque piensa que lo descaracteriza (empleando un término de teatro) y, por tanto, tiene probabilidades de crear una pista falsa.
—Ingenioso —dijo Martin, sonriente, imitando a Ashwin—. Pero yo en cierto modo desconfío de estos enredos. Luego puedo pensar que el asesino era en realidad rimbombantemente melodramático y que dejaba e! símbolo para que el detective llegase a creer que una persona serena lo hubiera dejado para llevar (al detective) a pensar que él (el asesino)...
El doctor Ashwin levantó la mano.
—¡Misericordia, Mr. Lamb, misericordia! Perdone mis ingenuidades y llene su vaso como señal de paz.
—Éste será el último —dijo Martin al obedecer—. Anoche me acosté muy tarde, en parte a causa de Kurt y de los otros.
—Comprendo ahora su fuerte deseo de demostrar la culpa de Herr Ross. Simplemente para poder un día jactarse de cómo usted se embriagó con un asesino cuyas manos todavía humeaban de sangre metafórica.
Era ahora e! turno de Martin de implorar misericordia.
—Admito que todavía creo que Kurt es un posible sospechoso, pero no puedo adaptarlo con ninguna de nuestras ideas sobre e! símbolo. No es rimbombante ni sutil; y ciertamente no es e! emisario de aquella sociedad secreta fatal, el Siete de! Calvario, que suena como un nombre de vaudeville. Pero no puedo olvidar que él parece tener un buen motivo: necesidad inmediata de dinero, y único heredero de una suma respetable...
El doctor Ashwin interrumpió:
—Creo, Mr. Lamb, que usted descubrirá antes de mucho tiempo que nadie tenía motivo para matar al doctor Schaedel.