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EL SIETE DEL
CALVARIO
A LA MAÑANA siguiente temprano, cuando se
dirigía a tomar su desayuno, Martin compró el periódico del
domingo. A pesar del vivo interés por lo que tenía entre manos, su
fidelidad por los pequeños gustos le hizo leer ante todo las
historietas. Esta lectura duró mientras comía los cereales y los
huevos pasados por agua, y sólo cuando encendió el primer
cigarrillo del día, para acompañar la segunda taza de café, dio
vuelta la página de la sección de las noticias.
No había novedades de interés, a pesar de
que un redactor avezado había destinado una doble columna en la
primera página, al Crimen del Punzón para Hielo. Martin leyó
atentamente que el sargento Cutting, por el dinero y las joyas
encontradas en el cadáver, había deducido que el robo no fue el
motivo del crimen; que el cónsul de Suiza en San Francisco
protestaba por el descuido de la justicia americana e insinuaba que
pudiesen derivarse complicaciones internacionales; que el programa
de radio de "Los Caminos para la Paz" había resuelto que su próxima
media hora fuese en memoria del doctor Schaedel, y que la radio
hacía un llamado a todos los que conociesen el significado del
símbolo secreto. No se hacía referencia a que la policía hubiese
interrogado a Kurt Ross, en realidad no se hacía ninguna mención de
Kurt.
Aunque la mente de Martin seguía repitiendo
como un tema musical las palabras del doctor Ashwin: "Nadie tenía
motivo para matar al doctor Schaedel" y "Quizás podamos esperar más
asesinatos..., uno por lo menos." ¿Podrían significar que Ashwin
creía en la existencia de un loco homicida que andaba suelto por
Berkeley? Pero ¿por qué este loco se contentaría con un asesinato
más? Y ¿por qué el símbolo?
Martin terminó el café, apagó el cigarrillo
y dejó el diario para el que se desayunase más tarde. Luego cruzó
tranquilamente los jardines de la Universidad, hacia Newman Hall.
Muchos amigos de Martin, y entre ellos el doctor Ashwin, no estaban
convencidos de la sinceridad de su devoción religiosa, pero ninguno
podía dar otro motivo de su asidua asistencia a misa. No era
ciertamente por los sermones empalagosos del padre O'Moore, ni
tampoco por la buena camaradería del Newman
Club.
Aparte del motivo de la religión, fue una
suerte que Martin asistiese a misa especialmente aquella mañana del
domingo, pues allí vio a Cynthia Wood. Al salir de misa, cuando
descendía las gradas de la capilla, sintió una mano suave sobre el
hombro y, al levantar la vista, se encontró con Cynthia.
—¿Qué tal, Cyn? —le dijo sonriente—. No creí
que ya estuvieses levantada y en la calle.
—Tuve que hacerlo —contestó ella—. ¿Vuelves
ahora a la International House?
—Sí.
—Caminaré contigo.
Cuando se alejaba de la iglesia Martin
alcanzó a ver a los Morales que subían al automóvil de Remigio.
Mona se volvió y saludó amablemente.
—Mañana a las dos —gritó y le sonrió. Martin
previó que esta sonrisa haría muy difícil el asunto de
interrogarla.
Al partir el automóvil se volvió y se
encontró con Cynthia que lo observaba divertida.
—¿Así que te dedicas a los latinos, Martin?
—pregunto ella, con las cejas arqueadas—. ¡Pícaro, pícaro!
—¿Qué quisiste decir con "tuve que hacerlo"?
—le preguntó Martin, principalmente por cambiar de tema porque de
pronto había comprendido que esta broma, por lo general sin
importancia, no le agradaba cuando se refería a Mona Morales.
—Es por papá —repuso Cynthia, rápidamente—.
:Él y el padre O'Moore son así. El querido padre fue quien
convirtió a papá a la Iglesia. Y si el padre no me ve en misa, se
lo cuenta a papá, como por casualidad, y al diablo si no me corta
los víveres. Y además tengo que hacer un pequeño resumen sobre el
sermón de la semana para probar que llegué temprano.
—Confieso que debes de estar en un buen
aprieto —dijo Martin— si tienes que hablar todas las semanas sobre
qué dicen los sermones del padre O'Moore. Yo no lo sé ni aun
mientras los dice.
—Por eso tuve que venir hoy a la iglesia.
Una simple excusa, como nervios, no sería una excusa para papá
—encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.
—Debes de haber sufrido un golpe terrible
—balbuceó Martin.
—¿Golpe? Esta vez, mi querido, tu hermoso
vocabulario es lastimosamente débil. ¿Golpe? Que un buen hombrecito
llame a preguntar su camino y dos minutos después verlo caído
muerto en la acera... ¿Golpe? —dijo Cynthia, con una risa
discordante—. Y al diablo que todo parece imposible esta mañana.
Los jardines están verdes y hermosos, el sol cálido, y sopla una
linda brisa de la bahía. Estamos en primavera, y todo es
maravilloso. Y en alguna parte aquel buen hombrecito yace sobre una
mesa de mármol..., tal vez le estén metiendo cosas adentro para
impedir que se pudra..., pudra como un...
—No seas tonta, Cyn —Martin estuvo
sorprendentemente brusco—. Tanto hablar te pone nerviosa. No es
culpa tuya si te ves mezclada en esta muerte. Y no te hará ningún
bien, ni a él tampoco.
—Bueno —suspiró Cynthia—. Es tan
sorprendente oírte hablar como una persona razonable, Martín, que
trataré de serlo yo también —siguieron caminando un rato en
silencio y luego ella volvió a hablar—. Sé un buen chico, Martín, y
ven esta tarde a tomar té conmigo. Hay cordero6..., disculpa, no pensé en el juego de
palabras con un nombre como el tuyo... Haz una entrada para
levantarme el espíritu. Trae a cualquiera que yo conozca. Llamaré a
Alex y a Mary, y nos reuniremos a conversar. Me hará bien.
—Excelente idea, Cyn. ¿A qué hora?
—A las tres. ¿Invitaré a tu latina?
—Esta tarde se va a San Francisco —dijo
rápidamente Martín y calló para ver sonreír a Cynthia de un modo
muy molesto.
—Bueno, trae a cualquiera. Y ven preparado
para hablar y hablar y hablar y hablar. Tengo que escuchar a los
demás o me volveré literalmente loca...
Martín se separó de ella al llegar a la
International House y la vio encender
otro cigarrillo con la colilla del anterior, cuando se dirigía
hacia Panoramic Way. Estaba apenado por Cynthia, pero no
sorprendido de ver con qué facilidad su alegría superficial se
había esfumado al contacto desagradable con la realidad. La siguió
con la vista un momento y luego se acordó de .que necesitaba
almorzar.
Poco antes de las tres Martin salió de su
habitación donde había trabajado diligentemente en su artículo
sobre Borcke—Shakespeare—Theobald, y bajó al salón principal
recordando el pedido de Cynthia de llevar a alguno con él. Se
ocultó un momento detrás de una columna para esquivar a Boritsin y
luego se adelantó para estudiar las posibilidades.
Saludó al joven chino serio que había
asistido a la cena de la recepción y que ahora leía ceñudo un libro
de economía, cambió algunas palabras con la joven alta del
escritorio de la entrada y estuvo un poco brusco con uno de los
principales estetas de la International
House.
Casi había renunciado a encontrar un
comensal para el té, cuando vio a Paul Lennox reclinado en un
cómodo sillón, echando con indiferencia bocanadas de la pipa curva
que había pagado un momento antes.
—Hola —dijo Martin al sentarse a su lado—.
El salón está hoy casi desierto.
—Todos han salido a pasear por los cerros y
a gozar de la primavera. Yo también debería estar allí, pero
encontré muy interesante este libro nuevo sobre los albigenses
—hizo una pausa para volver a encender la pipa—. ¿Y para dónde vas
tú?
—A casa de Cynthia para tomar té. ¿Quieres
venir?
Paul se encogió de hombros.
—Dudo de que Cynthia se sienta exactamente
encantada de verme.
—Ella me dijo que te invitara —repuso
Martin, con evidente falta de miramientos para la exactitud.
Después de todo, si existía una ligera animosidad entre Cynthia y
Paul, este mismo rozamiento podría servir para distraer su atención
del crimen y del estado de nervios en que se hallaba.
—Está bien —aceptó Paul con indiferencia—.
Una taza de té será agradable. —La pipa estaba ahora encendida.
Salió con Martin, colocando el libro de los albigenses debajo del
brazo.
Martin se detuvo en el umbral para encender
un cigarrillo.
—A propósito, Paul —dijo mientras tiraba con
fastidio un fósforo que se había apagado demasiado pronto—, hay una
pequeña cosa...; no digas nada sobre el doctor Schaedel ni sobre
punzones para hielo ni sobre nada. Los nervios de Cyn están en un
estado calamitoso. Simplemente mantén una charla amena..., sabes,
de tus investigaciones actuales..., de este asunto de Don Juan...,
de cualquier cosa.
—Bien —asintió Paul, comprensivo.
En este momento, justamente cuando por fin
Martin encendía su cigarrillo, Worthing trepó las escaleras.
—Ah, viejo —gritó—, ¿y para dónde
rumbeas?
—Salgo a tomar té —contestó Martin.
—Es agradable encontrarse en Estados Unidos
con alguien que aprecia esta costumbre. Casualmente iba yo a tomar
algo aquí.
Martin se arriesgó y dijo:
—¿Por qué no vienes con nosotros? —pensó que
las sandeces de Worthing podrían servir de diversión. El pobre
Richard Worthing aceptó la invitación, sin sospechar la extraña
angustia mental y temor físico que habría de cosechar más tarde,
como consecuencia de haber aceptado con tanto entusiasmo.
Durante el corto trayecto hasta la casa de
Cynthia, Worthing habló mientras Paul lanzaba miradas reprobadoras
a Martin. Era una conversación muy alegre, abundantemente mecha da
con yo digos y con qués y algún "maldito" ocasional, para demostrar
que Worthing era un Hombre entre Hombres.
Al llegar a la casa se detuvo y miró hacia
la acera, atraído por el horror.
—Pobre hombre —se lamentó—. ¡Me lo veo aquí
tendido! Aquella mancha..., este..., viejo, ¿crees tú que es de
sangre?
Martin observó que le parecía más probable
que fuese excremento canino, pero lo dijo en términos anglosajones
puros, lo que hizo pestañear ligeramente a Worthing.
—¡Caramba! Me siento con piel de gallina.
¿Podrías darme un pitillo?
Martin sacó la cigarrera y en el momento que
la ofrecía a Worthing, Cynthia apareció en el pórtico y dijo:
—¿Cuándo van a entrar?
Al volverse para mirada se le escapó la
cigarrera de la mano y la vio caer debajo de un arbusto en la
acera.
—Entren —les dijo a los demás—, yo voy a
buscarla.
Un rato después entró al living. Mary
Roberts trataba inútilmente de hacer frente a los recuerdos de
Worthing sobre sus partidos de rugby en Canadá, y la entrada de
Martín fue muy bien acogida. Una entrada sensacional: tenía tierra
en las rodillas de sus impecables pantalones de franela y ramitas y
hojas metidas en el pelo. Pero la cigarrera estaba a salvo dentro
del bolsillo; y aún más a salvo, dentro de otro bolsillo, había
algo que él vio colgando de una rama interior del arbusto, algo que
fácilmente pudo pasar por alto una investigación policial
concentrada en estiletes. Martin había descubierto dónde Kurt Ross
había perdido su llave Phi Beta
Kappa.
—Son las menos veinte —observó Mary Roberts,
en medio de un repentino silencio. Siguió la ritual comparación de
los relojes y varios comentarios sobre la rareza de que los
silencios siempre se produjesen a las y veinte o a las menos
veinte. Y luego volvieron a callar.
—Sabes, Martin —dijo Alex, en un valiente
esfuerzo para continuar la conversación—, que he estado pensando en
la obra tuya que va a representar el Little
Theatre.
—No diría exactamente mía. Solamente la he
traducido. Es una obra en español de José María Fonseca, el último
de los escritores románticos de principios del siglo diecinueve. Es
muy vívida y bastante obscena. Él la llamó Don
Juan redivivo. Un bonito título, pero no pude traducirlo, y
entonces le puse Don Juan Returns, y
dejémoslo así.
—¿Y Paul es tu protagonista? —el tono de la
voz de Cynthia era escéptico.
—Sí, él es siempre el historiador erudito.
Empieza haciendo una disertación sobre la leyenda de Don
Juan.
—Oh, cuéntalo, Paul —a Mary no le interesaba
en especial la leyenda de Don Juan, pero su superstición favorita
exigía que no hubiese otro silencio completo hasta después de las y
veinte.
Paul lo contó con interés y en pocas
palabras. Al terminar y servirse una nueva taza de té, ocurrió lo
que todos esperaban.
—Paul, viejo, sabes tantas cosas, y
tonterías, y cosas raras..., que quizá pudieses decimos algo
respecto de este símbolo —era por supuesto Worthing, y Martin
recordó, demasiado tarde, que no lo había prevenido.
—¿Qué símbolo? —la indiferencia de Paul era
demasiado estudiada.
—¡Qué símbolo! Bueno, al demonio con todo,
bien lo saben...; aquel maldito símbolo que estaba junto al cuerpo
del doctor Schaedel.
"¡Lo hizo!", pensó Martin. Los labios de
Cynthia parecían afinarse al apretar la taza como si fuese a
romperla. Alex y Paul miraron fijamente a Worthing con
reconcentrada antipatía. Reinó el silencio en el grupo, sin
miramientos para el hecho de que eran solamente las y cinco.
Mary habló al fin.
—¡Por el amor de Dios! —dijo con energía—,
no seamos bobos. Todos sabemos que el pobre viejo está muerto, y
todos sabemos la impresión que tuvimos Cynthia y yo al encontrarlo.
Entonces, ¿por que no ser francos?
Una sensación de alivio pasó por el grupo.
Cynthia dejó la taza y buscó un cigarrillo, y aun consiguió
sonreír.
—Bueno —preguntó suavemente mientras
golpeaba el cigarrillo—, bueno, Paul, cuéntalo. —¿Contar qué?
—¿Sabes algo sobre este símbolo?
—Es muy extraño que me lo preguntes. Creo
que soy seguramente el único hombre en Berkeley que lo sabe.
La serena declaración produjo el asombro que
seguramente Paul había deseado. Después de un momento, Martin
corrigió:
—Dirás el único otro hombre. Está, por
supuesto, la persona que lo dejó.
—No sé, Martin. Creo que es muy posible que
él no supiese todo el significado del Siete del Calvario.
Ante la palabra Calvario Martin repentinamente comprendió por qué
el símbolo al principio le había hecho pensar en una cruz. En su
imaginación vio el dibujo heráldico de una cruz montada sobre tres
escalones.
—La Cruz del Calvario —murmuró.
—Exactamente —asintió Paul—. Permanecí
callado porque, como Mary bien lo dijo, yo soy un bobo. Pero puesto
que ahora hemos mencionado el tema, ¿quieren oír la historia de
este símbolo?
Hubo consentimiento general y una pausa
momentánea para encender cigarrillos y pipas, mientras Martin
reflexionaba jugando con la llave dorada que tenía dentro del
bolsillo, Luego Paul inició su relato.
—Les prevengo que es una historia larga...,
que durara toda la tarde. Cualquiera que no se sienta a gusto puede
caminar, o si prefiere, correr, hasta la puerta más cercana.
¿Nadie? Bueno, entonces comienzo:
"Descubrí el asunto el verano pasado, cuando
estaba en la Universidad de Chicago, haciendo un trabajo de
investigación. Algunos de ustedes saben cuánto me ha interesado
siempre conocer las herejías de la Iglesia primitiva, para darle su
nombre común, aunque debo decir que algunos estudios me han llevado
a llamar a la misma Iglesia herejía paulina.
—¡Válgame Dios! Paul Lennox —interrumpió
Cynthia, haciendo una mueca a Martin como único representante a
mano de la Iglesia—. Voy a invitarte un día a cenar en casa. Si
papá oyese esto pondría gatitos de todos colores sobre la
mesa.
—Gracias, Cyn. Una noche, en Chicago, me
quedé hasta tarde, sentado ante varias botellas de cerveza, con un
joven llamado Jean Stauffacher. Era suizo de alguna parte cerca de
Lausana, un estudiante becado, y las herejías también eran su
hobby. En nuestra plática habíamos
hablado de nemeos a mandaeos, de maniqueos a cataristas. Creo que
fue algo relacionado con los nemeos cuando repentinamente preguntó:
'¿Y ha oído usted hablar de los vignards?'
"Es una palabra que se presta a confusión al
decirla en voz alta. Muchos de ustedes creen probablemente que he
dicho Vineyards7, y así lo pensé cuando lo dijo Stauffacher.
'¿Los vineyards de quién?', le pregunté. '¿De Naboth?'
"'No, no, no', me corrigió. 'Vineyards no..., sino vignards. Es una extraña secta suiza, cuyo nombre
viene de Anton Vigna.' Y me refirió algo sobre ellos, que en gran
parte lo había aprendido de su abuelo, que fue miembro de la secta
y más tarde murió víctima de su apostasía. También me recomendó un
par de libros raros, en la biblioteca de la Universidad, donde
encontré más detalles comprobadores.
—¿El abuelo murió, has dicho? —preguntó
Martin.
—Sí. Ocurrió en mil novecientos veinte, en
la época del plebiscito de la Liga de las Naciones. Los vignards,
que pronto verán que son tan activos en la política como en la
religión, los vignards llevaban a cabo una campaña secreta contra
la Liga. El abuelo Stauffacher, que había renunciado de socio
muchos años antes, amenazó con hacer ciertas revelaciones
referentes a las actividades sub rosa de
los vignards. Y entonces el abuelo Stauffacher murió.
—¿Cómo? —preguntó Alex.
Paul vaciló un momento y miró a
Cynthia.
—Continúa —dijo Mary—. Me imagino que fue
apuñalado por la espalda con un punzón para hielo.
—No con un punzón para hielo, Mary, pero fue
apuñalado, y por la espalda. Junto a él se encontró el Siete del Calvario. Su asesino nunca fue
capturado.
Worthing había permanecido callado bastante
tiempo.
—Este..., Lennox..., viejo —interrumpió—,
¿adonde vamos con todo esto? Sigues hablando sobre vignards y
Sietes del Calvario y abuelos y no nos dices nada.
—Ten paciencia, Worthing —observó Martin—.
Paul lo está contando dramáticamente...; es mi influencia
maquiavélica. Déjalo seguir. ¿Dices, Paul, que encontraste dos
libros raros sobre el tema en la biblioteca de la
Universidad?
—Sí. El Volksmythologie
der Scwuwiz, de Werner Kurbrand, y el Nachgeschichte des gnostischen Glaubens, de Ludwig
Urmayer. Ambos publicados en Alemania a fines del ochenta y tantos
y agotados desde hace tiempo.
—Perdóname, Paul —interrumpió Alex—. Estos
títulos retumbantes alemanes son muy buenos para ti y para Martin,
pero para nosotros necesitan una explicación.
Paul sonrió.
—Bueno. La mitología
popular de Suiza, de Kurbrand, y la Ultima historia de la fe gnóstica, de Urmayer.
Reuniendo trozos de estos libros (solamente unas notas breves), y
con lo que me había contado Jean Stauffacher, llegué a saber algo
de los vignards. A fuerza de la costumbre académica, tomé muchas
anotaciones y, naturalmente, al reconocer el Siete del Calvario en
los diarios de ayer se me refrescó la memoria. ¡Maldita pipa,
siempre se apaga!
Era tal la curiosidad de todos que nadie
habló, ni siquiera. Richard Worthing, mientras Paul volvía a
encender cuidadosamente la pipa, demorándose en hacerlo más tiempo
del estrictamente necesario.
—Ustedes saben que la historia de Suiza
—dijo por fin— no es tan tranquila como podrían imaginarse por su
actual falta de acontecimientos. Los hechos han sido bastante
complicados, tanto en lo religioso como en lo político. Esta
complicación particular se remonta a los principios del siglo
cuarto, mando se acababa de establecer e! cristianismo en
Suiza.
"Los primeros obispos vivieron tiempos muy
duros. No solamente tuvieron que combatir el culto pagano, sino que
también pasaron malos ratos con los herejes gnósticos dentro de su
grey. Luego vinieron los bárbaros, y el cristianismo en Suiza quedó
destruido, es decir en la superficie, hasta que San Columbano hizo
su obra misionera en e! siglo sexto.
"Pero durante todo este período de
dominación bárbara aparentemente exitosa, e! cristianismo
sobrevivió en secreto, mantenido por unos pocos sacerdotes y las
familias de los fieles antes convertidos. Y puesto que el
cristianismo se mantuvo vivo, era muy natural que en algunas partes
fuese fomentado el gnosticismo.
—Un momento, Paul —dijo Alex, cuya mente
científica quería dejar las cosas bien claras—. Soy poco conocedor
de herejías y demás. ¿Qué es, el gnosticismo?
—Mi querido Alex, me tomará la mejor parte
de la tarde, si no la mayor, explicar el vignardismo. Si empiezo a
explicar también el gnosticismo, sería mejor que le pidieses a
Cynthia que nos dé alojamiento para pasar la noche. Pero diré
brevemente que el gnosticismo (con una g)
fue antiguamente una filosofía noble, basada más que nada en las
obras del místico Valentino, que pronto degeneró en una estudiada
mitología, medio cristiana, medio pagana, y finalmente resultó un
simple birlibirloque.
Alex asintió satisfecho.
—Gracias. Continúa.
—La doctrina del Siete del Calvario tuvo
origen aparentemente en una pequeña comunidad cerca de Altdorf, en
el cantón de Uri. Existía allí una estricta endogamia física y
mental en un grupo aislado que cayó bajo la influencia de un
primitivo gnóstico. No habían comprendido plenamente sus
enseñanzas, tal vez él mismo no fuese claro, y, a medida que
pasaron los siglos, formaron lo que podría llamarse su propia
religión.
"Técnicamente era cristiana, aunque
herética, pues los mandaeos son técnicamente cristianos heréticos,
aunque llaman a Cristo Nbu y lo creen un
espíritu malo. Esta secta uriana (todavía no se les llamaba
vignards) no llegó tan lejos, pero relegó a Cristo a un puesto
relativamente poco importante en su septenidad.
—¿Septenidad? —esta vez fue Martín el
intrigado. Paul se encogió de hombros.
—Reconozco haber inventado yo mismo la
palabra, con mis propios conocimientos: Para traducir el Siebenfältigkeit. La septenidad es a la trinidad
como el siete es al tres; en otras palabras, hay siete personas en
su divinidad.
—¿Y el símbolo expresa esto?
—Sí. Muchos de ustedes ya deben de haber
comprendido que la señal es un siete del continente y no la
F en bastardilla, como lo han dicho los
periódicos. Los tres escalones tienen dos significados posibles.
Urmayer y Kurbrand están en desacuerdo en esto. Urmayer sostiene
que expresa que el siete triunfa sobre el tres: es la septenidad de
ellos sobre la trinidad cristiana. Kurbrand pretende que es un
recuerdo de la Cruz del Calvario montada sobre tres escalones. Lo
primero parece más probable, en consideración a la historia de la
secta, pero su nombre, el Siete del Calvario, hace inclinar hacia
lo último.
—¿Es el nombre oficial de la secta?
—preguntó Martin.·
—Así la llamó Jean Stauffacher.
—¿Y quiénes son las siete personas? —Mary se
sentía más interesada.
—Es su cosmogonía mítica. Tú tienes un
conocimiento superficial de esta materia, Martin, y notarás sus
rasgos gnósticos muy precisos. En el principio había alguna Cosa,
el Padre de Todos, lo que Valentino llama el Abismo. Esta secta,
siendo muy ingenua para inventar términos tales como Cosmos o
Urmacht, llamó a este primitivo Algo
Simplemente Dios. En apariencia, este Dios no hizo más que pensar.
No tenía deseos de crear. Pero un día, si se puede hablar de días a
este propósito, tuvo un pensamiento que le desagradó (lo que
podríamos llamar un mal pensamiento), lo desechó y asumió una
existencia y poderes independientes.
"Fue el Espíritu del
Mal, que corresponde aproximadamente al Satanás de los
cristianos. El Espíritu del Mal sintió el Ímpetu creador que le
faltaba a su pariente contemplativo y creó el Mundo. Además, por
cierta extraña partenogénesis, tuvo un hijo. Este hijo fue
Yahvé, el dios de los hebreos, que para
aquella gente sencilla fue, como lo sería para muchos de nosotros,
un dios muy malo y pecaminoso.
—Dos invitaciones a cenar... —susurró
Cynthia.
—Ahora bien, DIOS, es decir el Ur—Dios miró
al Mundo y vio que le desagradaba. Y tuvo entonces otro
pensamiento, esta vez uno bueno, para salvar al Mundo. Este segundo
pensamiento fue el Espíritu Santo.
Después de un periodo de luchas con el Espíritu del Mal, también
tuvo un hijo, Jesucristo. Pero el
Espíritu Santo, a pesar de toda su bondad, era astuto. Hizo un
pacto con el Espíritu del Mal: "Dejaré morir mi hijo si haces lo
mismo con el tuyo." El pacto fue hecho y ratificado ante el Ur—Dios
quien previó la duplicidad de su Santa Descendencia y lo aprobó.
Luego el Espíritu Santo hizo carne a su hijo para que pudiese morir
como hombre, pero vivir como Dios. Yahve, que no fue encarnado,
tuvo que morir como Dios, aunque, de alguna manera que no alcanzo a
saber, continuo miembro de la septenidad.
—Pero son solamente cinco —objetó Mary,
cuando Paul hizo una pausa.
—Llegamos ahora a la pareja más importante.
Viendo que la lucha del bien y del mal estaba arruinando al mundo,
el Ur—Dios tuvo otro pensamiento. Este tercer pensamiento no fue
bueno ni malo, sino Inteligente, y su nombre es Sofi. Es por supuesto la Sophia de Valentino y la
heroína del Pistis Sophia, lo cual
explica que sea femenina, en tanto que las otras emanaciones
pensadas, especialmente el Espíritu Santo, son siempre
neutras.
"Sofí continuó naturalmente las tradiciones
de la familia del Ur—Dios y tuvo un hijo llamado Nemo. En este nombre, la secta se adelantó en
varios siglos a Rodolfo y sus nemeos, basando sus ideas en los
mismos pasajes de la Escritura (Ningún hombre
ha subido al cielo, ningún hombre ha visto a DIOS, y demás) en
que ellos sostienen que Nemo no quiere decir algún hombre, sino un
nombre propio. Nemo, el hijo de Sofi, debía, pues, reconciliar el
bien con el mal y preparar el mundo para su fin.
"Pasaron siglos antes de que se formara la
idea y posiblemente el símbolo en su forma primitiva. Los aldeanos
se trasladaron de Uri a otras partes de Suiza y llevaron consigo su
extraña fe. La gente espero la venida del hijo de Sofi y entre
tanto trató de apaciguar igualmente a los hijos del Espíritu Santo
y del Espíritu del Mal. Al principio al Espíritu del Mal se le dio
un nombre que no podía ser dicho ni escrito (aun cuando su hijo
Yahve tenía el tetragramatón impronunciable) y se le llamaba
entonces Agrommatos, el No Escrito. Con los años, se convirtió en
Agrammax y se le consideró un nombre
propio. La x final recuerda a uno de las
mágicas fórmulas gnósticas.
"Como el Espíritu Santo y el Espíritu del
Mal tenían aparentemente igual poder, este concepto dualista dio
lugar a una especie de culto del demonio, cuya autoridad se basó en
un malentendido de la parábola de Lucas, aquella de Haceos amigos del espíritu de la perversidad.
—Necesito oír predicar un sermón por un
padre que entienda esta parábola —observó Martin.
—Pero probablemente nunca la has oído
tergiversada tan maravillosamente como ellos la oyeron. La
consideraron una orden directa de honrar el culto del diablo, con
todos sus concomitantes de nigromancia, de antropomancia y todas
las mancias que se les ocurra. Y la secta continuó reverenciando a
Agrammax y a la espera de Nemo, hasta fines del siglo trece. Por
entonces, unos treinta años antes del episodio de Guillermo Tell,
nació Antón Vigna.
"Este período es quizá el más negro de la
historia de Suiza, es decir, negro en el sentido de muy oscuro. Es
probable que nunca sepamos exactamente si hubo o no un Guillermo
Tell o un encuentro en el Rütli, Anton Vigna pertenece a la misma
categoría de casi leyenda; nació cerca de Altdorf y tuvo una vida
tranquila hasta que cumplió veintisiete años; entonces,
serenamente, proclamó que el era Nemo.
"Luego empezó a suceder lo que debe suceder
cuando un séptimo de Dios viene a la tierra. Hubo milagros y
conversiones y sermones y parábolas y discípulos. El había
estudiado el Nuevo Testamento y modeló cuidadosamente su vida sobre
la de Cristo, aun en el retiro de los cuarenta días, usando un Alpe
a falta de desierto disponible. Pero el martirio a los treinta años
era una semejanza que probablemente no había previsto. El alcalde
austríaco, ayudado por un grupo de monjes, levantó el pueblo en
contra de él y fue muerto a pedradas. Cuando yacía moribundo, el
populacho seguía apedreándolo; y de pronto se encontraron con que
una fuerza invisible los apedreaba a ellos. Un granizo providencial
ocurrió a tiempo para que pareciera un milagro de vignard. Una
piedra especialmente grande pegó con tal fuerza al alcalde en la
frente que lo mató en el acto. Y en todas las piedras que cayeron
se podía ver un pequeño siete grabado cuidadosamente .
"Vigna había muerto, pero a este milagro se
debe sobremanera que los vignards continuaran con vida. En venganza
por la muerte de su Dios, juraron igual odio a los cristianos que
el que sentían los primeros cristianos por los judíos. Algunos se
ofrecieron a Agrammax si él los ayudaba contra el Espíritu Santo y
su hijo Cristo; se dedicaron a la destrucción, y de este voto
proviene su importancia política.
"Un grupo reducido de vignards ha
sobrevivido a través de los años, ganando algún convertido fuera de
su fila hereditaria, pero ha fomentado, o por lo menos alentado,
casi todas las discordias que han desgarrado a Suiza. Se dice que
el hermano de Vigna, Leopoldo, estuvo presente en el Rütli, que
aquellos extraños burgomaestres de Zurich: Brun, Stüssi y Waldmann,
eran vignards, y que aquel loco heroico y quijotesco mayor Davel,
era un apóstata que negó lealtad a Agrammax y, por tanto,
fracasó.
Los vignards gozaban especialmente en
provocar disturbios religiosos, odiaban igualmente a católicos y a
protestantes, y han apoyado movimientos tan diversos como la
expulsión de los jesuitas y la formación del Sonderbund,
simplemente por el gusto de ver luchar entre sí a dos clases de
cristianos.
"No... —recapituló—, los vignards
verdaderamente no son gente buena, y por esto no me agrada ver el
Siete del Calvario en Berkeley.
(Diagrama
preparado por Martin Lamb después de las investigaciones de Paul
Lennox)
Se produjo una pausa durante la cual Paul
Lennox volvió a llenar tranquilamente su pipa. Los demás
permanecieron en silencio. No era un bonito cuadro esta historia de
los vignards. Sofi, Nemo y Agrammax eran tan risibles como las
piedras de granizo, marcadas con el siete, que mataron al alcalde
austríaco. Pero el doctor Schaedel estaba muerto, y también el
abuelo Stauffacher; y sabe Dios a cuántos muertos más se los ha
hallado tendidos con el Siete del Calvario junto a ellos. ¿Y
cuántos más habrían de morir todavía?
Martin se estremeció ligeramente y buscó un
cigarrillo dentro del bolsillo. Sus dedos tocaron una vez más la
llave dorada. Estaba tranquilizado; no era posible que hubiese
ningún sectario loco suelto en Berkeley. Como diría el doctor
Ashwin, era demasiado estilo Doyle. Alguien, que sin duda conocía
la existencia del Siete del Calvario, había colocado el símbolo
para crear una pista falsa. ¿Y quién podría conocerlo? Alguien de
Suiza...
—Paul —dijo Alex—, deberías ir a la policía
con todos estos datos. Piden que el que pueda explique este
símbolo.
—No, no, Alex. No me siento con ánimo de
suicidio. Si los vignards creyesen que sé demasiado...;
verdaderamente no, Alex. Además, la policía lo descubrirá. El
cónsul de Suiza puede saberlo, o algún otro investigador...; aunque
yo nunca habría relacionado estos trozos de Urmayer y de Kurbrand
si no hubiera sido por mi conversación con Jean Stauffacher. Me
parece que también ellos estaban un poco atemorizados.
—Diablos, viejo —refutó Worthing—, tú tienes
un deber público como ciudadano.
—¿Lo tengo? —sonrió Paul.
—¿Acaso no quieres que este endiablado
asesino sea ahorcado?
—No, si esto hubiera de costarme la
vida.
—Pero, tienes..., tienes... —el canadiense
tartamudeó de indignación y terminó débilmente—: Bueno, al diablo
con todo, viejo, lo tienes —y de mala gana se apaciguó, pero Martin
observó que seguía con su idea.
Aquella noche después de la cena Martin y
Paul hicieron un largo paseo por los cerros. Fue un paseo
agradablemente silencioso, pero una idea estaba fija en la mente de
Martín. Al fin lo dijo cuando a las diez se sentaron en la
White Tabern a tomar café y
salchichas.
—Paul... —empezó.
—He pedido café negro —observó Paul mientras
miraba fastidiado los rastros de leche en el contenido de su taza—.
Oh, bueno... ¿Qué ocurre, Martin?
—Aquel asunto de que nos hablaste esta
tarde... Comprendo tu oposición en propalar que sabes tanto, pero
hay una persona a quien le agradaría mucho oírte.
—¿Quién? —preguntó Paul, entre dos bocados
de salchichas.
—El doctor Ashwin.
—¿Y por qué no? Sí, me imagino que debe de
interesarle una herejía enteramente nueva como ésta..., una
variante de las vedas. Bueno..., le contaré la historia
completa.
—¿Quisieras ir allí ahora? Probablemente
estará todavía levantado.
—Muy bien ..., por unos minutos
solamente.
Es necesario decir que los pocos minutos
resultaron una hora y media. El doctor Ashwin lo recibió
cordialmente (había visto a Paul dos o tres veces) y trajo una
botella de su infaltable whisky. Escuchó la historia con gran
interés, tomando de cuando en cuando algunas notas. Fumó
cigarrillos en cantidad, pero no hizo ningún comentario hasta que
Paul terminó.
—Muchas gracias, Mr. Lennox —dijo entonces—.
Es una historia fascinante. Debería explicar mucho. Yo me creía muy
versado en el tema de las herejías regionales, pero este extraño
relato debilita mi creencia en mi casi omnisciencia. No puedo
comprender cómo se me ha escapado una leyenda tan curiosa. Repito
que es fascinante.
Paul sonrió con esfuerzo.
—Creo que es algo más que una historia
fascinante, doctor Ashwin. Usted olvida que la Muerte tiene un
papel principal.
—No lo he olvidado —el doctor Ashwin
encendió otro cigarrillo y fue a llenar nuevamente los tres
vasos.
—No, gracias —Paul puso la mano sobre su
vaso—. Debo detenerme en casa de Finch antes de que sea demasiado
tarde.
—¿En casa de Finch? —interrogó el doctor
Ashwin. Finch Ralton tiene un buen gramófono —contestó Martin— y la
reputación del mejor estómago de Berkeley. Pero, Paul, esto no
explica por qué diablos debes salir de tu camino para
escucharlo.
Paul se encogió de hombros.
—Prometí devolverle su tocadiscos y lo he
olvidado.
—Oh —dijo Martin, y se dio por satisfecho—.
Si no le importa, doctor Ashwin, me quedaré un rato, siempre que no
sea por el simple placer masoquístico de oírle citar erróneamente a
MacLeish... Te veré mañana a la tarde en el ensayo, Paul.
Este asintió, agradeció a Ashwin su atención
y su whisky y partió para casa de Finch Ralton, quien, si alguna
vez lee esto, se sorprenderá al saber que figuró, aunque
indirectamente, en la investigación del asesinato de
Schaedel.
Ashwin se movió ligeramente en la
silla.
—¿Mr. Lennox tiene muchos discos?
—Una buena colección propia —explicó
Martin—, y además alquila otra buena cantidad en la discoteca de
San Francisco. Su gramófono es un placer para mí.
Ashwin asintió.
—¿Y qué clase de discos le interesan?
—Mayormente sinfonías y música de cámara y
algunos Lieder, en conjunto nada más que
series de álbumes.
—¿Nada de discos bailables?
—No. Me parece que Paul es un poco austero
en sus gustos.
El doctor Ashwin se inclinó en la silla
giratoria y vació el vaso de whisky.
—Esta austeridad, Mr. Lamb, es en mi opinión
la parte más curiosa del relato de Mr. Lennox.