26

Después de todo,

lo volvió a hacer

Debe de haber algún reglamento interno muy estricto que impone que las luces de la oficina de Berganza permanezcan encendidas en pleno día. En caso contrario, sería masoquismo puro. La ventana da sobre la explanada que está enfrente de la comisaría y la luz que entra sería más que suficiente, pero esos artefactos blanquecinos de la sala-comedor parece que tienen que permanecer encendidos igualmente.

Berganza se sienta y entrelaza los dedos sobre el escritorio. Yo, a la vez, me siento enfrente de él. No hay nadie más, ni siquiera el transcriptor.

El comisario se restriega la base de la nariz entre los dedos; luego se decide a hablar.

—¿Cómo se siente, Sarca?

—Como una malvada impostora que ayudó a un hombre destruido a encontrar un poco de paz —respondo—. En pocas palabras, me siento muy Bianca.

—¿Y esto le deja un mal sabor de boca?

Reflexiono.

—No. Por lo menos, no como yo habría imaginado. Me siento particularmente contenta por haber logrado el resultado esperado. De no ser así, estaría diciendo puras tonterías, ¿no cree?

Berganza sonríe.

—¿Y ahora me puede explicar cómo hizo todo?

Sabía que me lo iba a preguntar.

—¿Qué quiere que le explique en específico?

—Empiece por el principio y llegue hasta el final —dice abriendo los brazos. A continuación se deja caer hacia atrás sobre el respaldo de la silla, dispuesto a disfrutar del espectáculo.

No puedo decir que no esperaba con cierto placer este momento.

—Bien —empiezo a hablar—. Pues entonces empecemos con la historia de las matemáticas: uno de los opositores de Bianca, una de las tres personalidades con las que La Manta se expresaba en la red, se llamaba Osé (Osado). O por lo menos, yo creía que se hacía llamar Osé, a causa de la vena desmitificadora. La cuestión es que en los nicknames no aparecen los acentos, en consecuencia él escribía este nombre así: «Ose». Pues bien, mientras íbamos en el automóvil hacia la casa de La Manta, me vino la sospecha de que más bien el nombre fuese Ose, así, sin el acento, de manera que lo busqué en la red para ver si tenía algún significado. Por ejemplo, si se trataba de las siglas de algo que quizá pudiera ayudarnos a obtener más información acerca del secuestrador.

—Ahora entiendo por qué no levantaba usted los ojos del smartphone mientras yo le hablaba durante el viaje de ida —recuerda inmediatamente el comisario.

—De manera que acabé atrapada en una página web de demonología, y descubrí que uno de los demonios de la tradición mediterránea, es decir, hebrea y musulmana, se llama precisamente Ose. Sin acento. Seguí explorando la lista, y descubrí que también existía un Bifrons. Que era otro de los nombres que La Manta había usado en la red. Llegados a ese punto, me resultaba claro que si seguía buscando, seguro que iba a encontrar el tercer nombre, que, en efecto, oportunamente camuflado, correspondía al diablo conocido con el nombre de Andrealphus.

El comisario Berganza levanta una de las cejas.

—De acuerdo, pero ¿y qué con todo eso? Lo que usted dice al máximo nos confirmaba que detrás de esos tres nombres había una única cabeza que los pescó todos del mismo lugar, algo que ya sabíamos.

—A un lado de los nombres, la página web explicaba también las, digámoslo así, especializaciones de los diablos —continúo—. ¿Sabe? Según la tradición, alguno de ellos está en el sector de las tentaciones de la carne, otro se divierte estropeando la cabeza de los sabios, otro es todo un as para manipular con las palabras, y cosas semejantes. Y así, por ejemplo, resulta que Ose, Bifrons y Andrealphus tienen en común el hecho de ser todos diablos que dominan la materia de los números y las ciencias.

El comisario levanta ahora las dos cejas al mismo tiempo.

—De manera que a quien escogió precisamente esos tres nombres deben de haberle gustado por esa característica que tienen en común. Y puesto que una de las poquísimas cosas que sabíamos de La Manta era que trabajaba en una escuela como profesor, yo deduje que seguramente enseñaba matemáticas.

El comisario asiente. Aprecia cuanto digo, aun cuando no comenta nada.

—Veamos ahora la cuestión esa del accidente. Una vez que averigüé que La Manta era profesor de matemáticas y vivía en Coazze, intenté insertar estas tres palabras (profesor, matemáticas, Coazze) en el motor de búsqueda del periódico de crónica local. Me imagino que usted ya le ordenó a algún agente, allá en la comisaría, que hiciera algunas investigaciones análogas usando el nombre del sospechoso, pero el artículo que a mí me resultó útil no lo refería de manera completa: únicamente las iniciales, G.L. Era de hacía algunos años, y hablaba de una pareja de casados fallecida a causa de una fuga de gas mientras dormían, en un departamento modesto ubicado justo en el centro de Coazze. En el artículo se decía asimismo que el hijo de la pareja, profesor de matemáticas de más de cuarenta años al que sólo indicaban con las iniciales G.L. por una cuestión de privacidad, sería objeto de investigación. Con esta información, busqué «G.L.» y se me desplegó un artículo de unos cuantos días después, que confirmaba que el sospechoso, que en el momento del accidente se encontraba fuera de aquella casa, fue declarado completamente inocente. —Me encojo de hombros—. Evidentemente, los periodistas locales son siempre personas con una cierta ética. Sabían que de haber mencionado el nombre completo eso habría significado poner al pobre hombre bajo los reflectores mucho más de lo que ya debía de haber ocurrido. Su delicadeza acabó significando para nosotros un obstáculo más en las investigaciones; sin embargo, como pudimos ver, nada que no fuese superable.

—Para usted.

—Gracias.

El comisario frunce el ceño.

—No obstante, La Manta parecía devorado por los sentimientos de culpa, ¿no le parece?

Asiento.

—En cuanto entramos en la casa, me di cuenta de que la habitación presentaba todas las características del ambiente en el que vive una persona obsesivo-compulsiva. Los medicamentos alineados con una precisión impecable, el orden y la limpieza meticulosa… Y además, otros dos detalles. Por encima de todo, el mueble de la estufa resultaba del todo anticuado, pero llamaban la atención algunas parrillas eléctricas claramente más nuevas, como si alguien las hubiese mandado instalar recientemente, quizás para deshacerse de las anteriores, odiosas hornillas de gas. Por lo demás, en el mismo mueble seguramente habrá notado el cenicero repleto de cigarros prácticamente enteros, exactamente iguales a los encontrados en el bosque. Como ya me dijo usted en alguna ocasión: ¿quién apaga un cigarro después de haberle dado una sola calada, para luego encenderse de inmediato uno nuevo? Probablemente alguien que no consigue dejar de fumar, por ansiedad, neurosis y compulsión, y que no obstante se siente culpable en cuanto lo hace…, por ejemplo, porque sus padres murieron precisamente por haber inhalado algo equivocado y fumar le parece una ofensa a la memoria de ellos. En suma, todos estos detalles, el modesto departamento en pleno centro de Coazze, como lo describía el artículo, el orden, la sustitución de las hornillas como castigo, los cigarros ordenados, me hicieron pensar antes que nada en que La Manta era precisamente el sobreviviente al cual se refería aquel artículo, y además que era víctima de un intenso complejo de culpa en lo relativo a sus padres. Al temer en su interior que fue él quien dejó encendida aquella hornilla antes de salir de la casa, probablemente desarrolló una forma de obsesión-compulsión, una suerte de exceso de meticulosidad, para castigarse eternamente por aquella distracción de la cual nunca dejó de acusarse. Si hubiese sido incriminado oficialmente y hubiese podido expiar su culpa, probablemente su mente no le hubiese jugado esa broma; sin embargo, al ser exculpado demasiado aprisa y habiéndose quedado con el gusanito de su propia culpabilidad, es verosímil que una personalidad frágil como la suya acabara por encontrar esta válvula de escape.

Berganza reflexiona; después cruza las manos sobre el estómago.

—Me siento sorprendido —admite.

Mi explicación podría ser suficiente ya, pero todavía no termino.

—Naturalmente, una obsesión-compulsión que le sirviera para autocastigarse no basta para justificar la pérdida del trabajo, el hecho de aferrarse a los libros acerca de los ángeles y el secuestro de Bianca. De manera que presté atención a los nombres de los medicamentos alineados sobre la barra de la estufa. El año pasado estuve trabajando en el libro de un célebre neurocirujano, el doctor Mantegna, quizá recuerde usted a…

—¿A ese tipo engreído que salió en un programa de televisión de los sábados?

—Exactamente. Y en pocas palabras, estudiando su materia me hice de cierta cultura al respecto. Pude así reconocer algunos nombres: en varios de los casos, se trataba de fármacos para enfermedades propias de la vejez, en este caso, las medicinas de sus padres, las cuales La Manta no tuvo el ánimo de desechar, un hecho con el que confirma su culto por los dos muertos. Sin embargo, observando aquí y allá pude reconocer incluso los medicamentos más prescritos en los casos de estrés postraumático. De manera que atando cabos pude adivinar que La Manta buscaba en Bianca la clave para salir de la mezcla de depresión, delirio y sentimiento de culpa en la cual se ahogaba desde la época de la muerte de sus padres, y que le hizo perder poco a poco incluso el trabajo.

El comisario me mira fijamente, como si quisiera leer lo que tengo en el interior de la cabeza.

Se siente satisfecho, ni que fuera yo uno de sus hombres.

—Queda todavía la historia de… Batuffolo, ¿de acuerdo?

—Cuando entraron ustedes, no notaron el mueblecito a un lado de la puerta y el pequeño cesto de los papeles que había encima, ¿verdad? ¡Claro, qué tonta! Estaban concentrados, ¿cómo iban a notarlo? Bueno, pues era una especie de cesto acojinado, un poco más grande de lo que uno podría esperar de un objeto decorativo. Estaba forrado con una tela estampada con imágenes de gatitos, ya un poco gastada, y con una caligrafía infantil alguien escribió con un plumón la palabra «Batuffolo». Un artículo insólito en la casa súper pulcra y ordenadísima de un obsesivo-compulsivo. Era el dormitorio de un gatito, evidentemente muy querido. Un recuerdo de hace mucho tiempo.

Permanecemos en silencio.

—Por lo que parece, después de todo, lo volvió a hacer —comenta Berganza.

—¿Volví a hacer qué? —pregunto.

—Una más de esas…, ¿cómo las define usted? Una de esas payasadas como «entra en la mente del criminal», eso es.

Sonreímos al mismo tiempo.

—Sarca, usted está desempleada, ¿me equivoco?

—Sí, ¿verdad? Gracias por recordármelo. Todo este ajetreo hizo que me olvidara.

—¿Le gustaría trabajar en la policía?

Esta vez me toca a mí sentirme sorprendida.

—Como asesora o algo semejante. No será difícil encontrar un calificativo. Por supuesto, yo tendría que enseñarle algunos rudimentos del oficio y usted bien podría encontrarse con que tendría que acompañarme en alguna que otra emergencia no precisamente agradable; sin embargo…

—Acepto —respondo.

—Será una colaboración esporádica y el salario da asco.

—Porque según usted hasta ahora yo…

—Pero puedo enseñarle a disparar.

—¿Oyó usted que ya le dije que acepto?

—No le irá usted a disparar a Riccardo Randi, ¿verdad?

—Ah, eso no se lo puedo prometer.

—A mí me daría lo mismo. —Sonríe Berganza.

Todo podría terminar aquí, y estaría muy bien.

Pero no es así; estoy ya en la puerta cuando Berganza, que se quedó sentado ante el escritorio, me vuelve a llamar.

Me doy la vuelta.

—¿Sabe qué sucede, Sarca? Sucede que no me parece justo. Usted conoce muy bien su oficio, ¡carajo! ¡Discúlpeme! Y…, pues…, esta cuestión de las asesorías puntuales será como maná del cielo para mí, o sea, para nosotros los de la comisaría, pero seguramente no le dará el pan de cada día. O por lo menos no un pan lo suficientemente grande como para comer habitualmente.

—¿Sabe? Siento el deber de informarle que mi alimento normal son las papas fritas con queso y, en los últimos tiempos, el whisky escocés.

—¿Se siente incómoda, Sarca?

—No, sólo tengo curiosidad de saber qué tiene usted en mente.

—Pues entonces procure mantener bajo control su tendencia a decir tonterías, porque evidentemente está aumentando. —A ambos nos dan ganas de reírnos, y tratamos de disimularlo para que no se nos note—. Lo que estaba diciendo es que tal vez tengo una idea. —Y a continuación toma el teléfono.

No quiero ni imaginar la cara de Enrico mientras el comisario le habla acerca de cómo logramos liberar a Bianca y de la genial estrategia que yo me inventé para evitar que le pudiesen hacer el menor daño. No puedo imaginar la cara de Enrico mientras pasa del alivio más genuino a la sospecha y después a la angustia, ni su amplia frente perlada de sudor, mientras Berganza le explica que ahora tendrán que dar la noticia a los periódicos, «porque usted entenderá, licenciado Fuschi, que se trata de un deber social que tenemos hacia la información pública. Es nuestro deber hacerlo». No tengo enfrente de mí los ojos vítreos de terror de Enrico, mientras Berganza le dice: «Pero a lo mejor encontramos un modo» para evitar que el mundo entero sepa que Bianca es el producto artificial de una malvada maquinación comercial y hacer que estalle un escándalo de proporciones cósmicas que, si no hunde en el abismo a Ediciones L’Erica, en cambio sí borrará de la superficie terrestre a Bianca y a Enrico mismo. A menos que Enrico haga lo único que puede arreglar los platos rotos.

—Usted se da cuenta, Fuschi, de que existe una persona que más que todas las demás tiene un gran interés en hacer público su excelente papel en esta historia, y que para convencerla de que no saque lo que después de todo sería una justa ventaja en términos de popularidad habrá que ofrecerle algo igualmente atractivo, ¿verdad?

—¡Por Dios, acaba usted de chantajear a Enrico! —exclamo a media voz en cuanto Berganza concluye la llamada.

—No, usted chantajeó a Enrico —especifica el comisario.

—Pero ¡si es usted quien hizo todo! Hizo que yo cometiera un crimen en el que yo no hubiera pensado nunca.

—¡Uh, si lo supiera la policía! —sonríe socarrón Berganza.