21

Boom

A la mañana siguiente, mi impermeable emite un sonido ligero mientras avanzo por los pasillos de Ediciones L’Erica.

Hoy no necesito no llamar la atención.

Los pasillos rebosan de empleados, redactores y técnicos, como todos los días. Las puertas de las oficinas están abiertas y se ven los escritorios en el interior. Están repletos de libros, hojas, post-its y periódicos. Y de entre los periódicos destaca, en muchos de los escritorios que puedo ver, el ejemplar más reciente de XX Generation. La gente atraviesa los pasillos para llegar a otras oficinas o a la sala de la cafetera. Muchos, no sólo las mujeres, tienen un ejemplar del semanario abierto en la página de la estrella de la casa, es decir, Riccardo.

La agitación es notable.

Ésta es la razón por la cual no tengo que cuidarme de no llamar la atención.

La llamada telefónica de Enrico llegó a las siete y media. Más o menos a la hora que calculé. A Enrico le llegan los periódicos a su casa, y XX Generation le debe de haber caído sobre la mesa del desayuno. Apuesto a que no esperó a terminarse el café antes de llamarme.

—Vani. En la redacción a las ocho. —Luego colgó. No agregó nada más. Estaba demasiado furioso.

Tiene que mirarme a la cara para decirme todo lo que me merezco.

La gente confabula. Se reúne en pequeños grupos. La portada de XX Generation destaca en todos lados. Es, a todas luces, raro ver a la gente tan despabilada y efervescente a esta hora de la mañana. Yo estoy contenta: les regalé a todas estas personas un «buenos días» que responde a mi vitalidad. Los ángeles podrían sentirse orgullosos de mí, claro que sí.

Algunos me siguen con el rabillo del ojo mientras camino por los pasillos, con mi lápiz labial color violeta y el impermeable negro que revolotea a mis espaldas como el ala de un cuervo, pero no seré yo el tema del día. No hoy, por lo menos.

Llego ante la puerta de la oficina de Enrico Fuschi.

Me detengo un instante a escuchar. Desde el interior me llega un parloteo agitado. Reconozco la voz que emite los picos de volumen más intensos: es la voz de Riccardo. También él debe de haber llegado al escritorio de Enrico poco después del café.

Bien. Soy consciente de que, en el momento en el cual cruzaré este umbral, mi vida cambiará drásticamente. Sujeto con fuerza la manija y entro.

Los dos ocupantes de la habitación callan de pronto y se vuelven para mirarme. Enrico está sentado detrás del escritorio. Su rostro me recuerda a una máscara de goma olvidada bajo el sol, que se derrite sobre el tablero de un automóvil. Parece cera líquida. A simple vista, debo de haberlo hecho envejecer unos cinco años por lo menos en el intervalo entre el desayuno y este momento. Bien, soy peor que un tumor en el páncreas. Si no me diera cuenta de que resulta imposible, casi casi juraría que Enrico está más flaco.

Sin embargo, el cambio más espectacular es el que leo en el rostro de Riccardo, mi adorable novio.

Del guapetón del cabello despeinado no ha quedado ni huella. Una fiera salvaje debe de habérselo comido, y seguramente trituró muy bien los huesos. Está vestido con menos cuidado que de costumbre: con las prisas de venir para acá, evidentemente se echó encima lo primero que le cayó entre las manos, y tiene el semblante descompuesto y maltrecho. La fiera debe de haberle masticado incluso la ropa. Tiene entre las manos un ejemplar enrollado de XX Generation: a pesar de que acaba de salir esta mañana, tiene ya los bordes maltratados, como si lo hubiesen sacudido, agitado, hojeado rabiosamente una infinidad de veces. (Otro ejemplar descansa sobre el escritorio frente a Enrico y no tiene un aspecto mucho mejor). El rostro de Riccardo está completamente desfigurado por la furia, por el horror, por el desconcierto. Y sobre todo por el odio hacia mí. Las miradas que me lanza… me sorprende que no me hagan daño físicamente. No tienen nada que envidiarle, como potencial ofensivo, a dos bayonetas al rojo vivo. Y en su interior encierran todo un mundo: continentes de desprecio y hostilidad, océanos de consternación, cadenas montañosas de repulsión. Pero soy una buena observadora, y logro ver incluso las corrientes magmáticas subterráneas de autoabsolución, los mantos acuíferos de victimismo. Oh, sí. Riccardo me odia, me odia a muerte, me odia como nunca odió a nadie, pero cada célula de su cuerpo está empeñada con obstinación en fingir que no se lo merecía. Mi noviecito, el epítome de todos los egocéntricos, rebosa resentimiento y dignidad pisoteada por todos los poros, porque le da vergüenza admitir incluso para sí mismo que fue él quien se la buscó. Y para mí esto es lo más divertido.

—Vani. —Enrico querría haberse preparado mucho mejor las palabras, pero la irrupción de Riccardo debe de habérselo impedido. De manera que me está observando serio como una lápida, y yo creo que espera que su expresión facial le ahorre la mitad del trabajo.

Yo me detengo en el centro de la habitación.

Con las manos en los bolsillos del impermeable, observo primero a uno y luego al otro, seria pero tranquila.

Yo sí que me tomé todo el tiempo para prepararme.

—Vani, lo que hiciste es inaceptable —empieza a decirme Enrico.

—Dios los hace y ellos se juntan —comento yo, echándole una veloz mirada a Riccardo. Él, si fuese posible, se pondría todavía más pálido.

Para HOMBRES QUE AMAN A LAS MUJERES

Riccardo Randi

 

Cuando me invitaron a escribir para esta revista, me sentí muy halagado. En verdad. Es importante decirlo. Porque es muy posible que algunos párrafos más adelante no lo crean así, y, en cambio, yo deseo que quede claro. Yo amo a las mujeres, como dice el título de esta sección. En efecto, lo primero que pensé es que no había una sección más adecuada para mí. De modo que acepté con gran entusiasmo; busqué algunos ejemplares de esta publicación y me documenté acerca de lo que las amables lectoras de XX Generation disfrutarían que escribiese yo.

—Vani, no cambies la jugada. Nada, absolutamente nada, justifica lo que hiciste —sentencia Enrico.

—Y me imagino que lo dices con pleno conocimiento de causa, dado que siempre estuviste al corriente de todo —replico encogiéndome de hombros. Enrico disimula, pero acusa el golpe.

Y llegué a una conclusión.

Nada de todo lo que tengo que decir puede interesarles verdaderamente a ustedes, amables lectoras de esta revista.

—Pero ¿te das cuenta realmente de toda la mierda que nos echaste encima? ¿Te das cuenta?

A mí se me hace que Enrico debe de tener problemas con la presión alta. Como mínimo los tendrá a partir de ahora. Yo espero a que empiece a resoplar de un momento a otro como una de esas teteras inglesas.

Sin embargo, me interesa mucho más el espectáculo que ofrece el otro volcán en erupción presente en la habitación. Así que me vuelvo hacia Riccardo.

—Por supuesto que me doy cuenta. Escribí algo verdadero, por una vez en la vida. Tú siempre deseaste firmar algo que fuese realmente tuyo, ¿no es cierto? De acuerdo. Ahora lo lograste. Porque lo que se publicó no es ni más ni menos que lo que ambos sabemos que piensas realmente.

Sé que ahora se esperan que argumente esta afirmación de alguna manera lisonjera. Por ejemplo, podría decir que no soy más que un escritorcillo que sabe inventar novelas, mientras que ustedes son mujeres de carne y hueso, auténticas, con una vida, por supuesto, mucho más interesante que cualquier cosa que pudiera salir de la pluma de un simple cagatintas de pacotilla. Pues bien, tengo que prepararlas: no es lo que está por suceder.

Porque, ¿saben?, yo hice mis deberes en casa. Estudié el mundo de las revistas femeninas. Y llegué a algunas conclusiones.

Todos esos reportajes de actualidad, a menudo dedicados a las vidas ejemplares de las mujeres en el mundo. Las investigaciones acerca de los ambientes de trabajo, de la escuela, de la política, en su mayoría desarrolladas favoreciendo la condición femenina en estos variados contextos. Los retratos de las protagonistas de las empresas de éxito. Las celebraciones de las heroínas desventuradas. Todas esas banderitas desplegadas crean un fantástico efecto, hacen lo mejor que pueden para gritar a los cuatro vientos que son maduras, emancipadas, cultas, que tienen los ojos abiertos al mundo que las rodea.

Pero luego se llega al reportaje principal, el que se considera más digno de merecer el gancho en la portada, el que cuenta con el doble de páginas y con el diseño gráfico más atractivo.

Y uno descubre que se titula «Relleno picante: cómo estar embarazadas y no perder la pasión de pareja», o cualquier otra estupidez semejante.

Y esto, ¡qué pena!, en lo que a mí concierne, transmite un mensaje muy claro.

Ya están pensando que se trata de un golpe bajo, de una crítica desleal, una estigmatización de un normalísimo deseo de frivolidad, ¿verdad? Sí, bueno, todavía no termino.

Porque uno sigue hojeando la revista y de inmediato aparecen todos en masa, atropelladamente, detrás de la primera línea que pretende desviar la atención de unos artículos con pretensiones de gran trascendencia: el reportaje fotográfico acerca de las últimas tendencias de la moda, la sección dedicada a los zapatos, el vademécum para el maquillaje de invierno, el otro sobre el mantenimiento de las uñas. Luego la sección de cocina, de decoración. Y por supuesto, la imprescindible sección de las cartas, que tiene entre sus filas de lumbreras encargadas de las respuestas a una sexóloga, una psicóloga experta en relaciones de pareja e incluso a un astrólogo.

En suma, sin más rodeos: toda esa fachada para autoconvencerse de que son modernas y emancipadas, y al final, como cuando se descarapela una pared, queda al descubierto el truco. Y aparece entonces el cliché más antiguo del mundo: la mujer frívola y superficial interesada sólo en la casa, la estética, y sobre todo las cuestiones del corazón.

—Tú te das cuenta de lo que hiciste, ¿verdad, Vani? ¿Verdad?

Sinceramente no entiendo por qué Enrico siente la necesidad de preguntarme si sé lo que hice. Por supuesto que lo sé. Lo hice yo. Probablemente está tratando de desarrollar ciertos anticuerpos, algunas enzimas que le permitan metabolizar lo que leyó, a fuerza de repetírselo. Una especie de homeopatía literaria.

—Pues, como ya he dicho, yo sólo cumplí con mi oficio de escritora fantasma que se identifica con el autor —lo liquido. De golpe, finjo haber tenido una grandiosa iluminación colateral, casi como si no me importara gran cosa la conversación que estamos manteniendo y una parte de mi cabeza, aburrida, estuviese persiguiendo pensamientos más apasionantes. Me vuelvo de golpe hacia Riccardo.

—Oye, ahora que lo pienso, ¡ahí tienes otro paralelismo literario! Esta cuestión del correo de los expertos… Tantos y diversos personajes femeninos, con edades e historias diferentes, que giran alrededor de una figura sapiente y maternal a quien pedirle un consejo… Es Mujercitas, ¡ni más ni menos! —exclamo en tono cursi, gesticulando con énfasis, fingiendo que a él puede interesarle mi nueva y deslumbrante asociación mental.

En efecto, Riccardo se asombra de tanta exasperación, y Enrico agita frenéticamente los brazos.

—¿Qué diablos tiene que ver Mujercitas en este momento?

—Nada, él y yo lo sabemos. Continúa, por favor.

Enrico palidece, porque no hay nada más irritante que oír que alguien a quien uno le está echando bronca diga «continúa, por favor».

—Vani —repite, tratando de recuperar el tono y lográndolo, porque la gravedad de lo que está por decirme es enorme—. ¿Sabes lo que significa escribir estas cosas en una revista femenina? Significa hacer encabronar a diez millones de lectoras. —Se inclina hacia adelante con tal arrebato que por un momento temo que el borde del escritorio lo corte por la mitad, como los asistentes de los magos—. ¡Diez millones, Vani! Porque éste es el número de las lectoras de revistas femeninas en Italia. ¡Y tú nos acabas de garantizar el odio de diez millones de personas! ¿Tienes idea de qué avispero polémico, de qué maldito caos se va a desatar en cuanto lean este artículo las mismas mujeres que hasta el día de ayer consideraban a Riccardo su ídolo? ¿Tienes idea del golpe bajo que sufrirá su popularidad? ¡Carajo! ¡Diez millones de enemigos! Para empeorar las cosas, lo único que podrías haber hecho es ir a reventarle los huevos a los hombres por la presencia abrumadora del futbol en los periódicos… Ah, no, se me olvidaba: ¡también hiciste eso!

Ya sé lo que están pensando. Que si ustedes las mujeres pueden ser criticadas por la presencia de secciones de frivolidades en sus revistas, nosotros los hombres no nos quedamos atrás si tenemos en cuenta que páginas y páginas de nuestros periódicos preferidos están dedicadas a los estúpidos partidos de futbol. Es cierto. Somos patéticos también nosotros. Pero el hecho de que todos seamos culpables no significa que nadie sea culpable. Y sobre todo no anula el hecho de que yo, frente al contenido promedio de una revista como la que hoy me está acogiendo con espíritu deportivo, no logre quitarme de la cabeza la impresión de que todo lo que verdaderamente les interesa a ustedes no son más que vestidos, zapatos, recetas y estupideces sentimentales.

Es ésta la razón por la cual, sin ser un experto en ninguna de estas cosas, considero que no tengo nada verdaderamente interesante que escribir para ustedes.

¡Por Dios, no es que no sepa apreciar un buen par de zapatos!

—No vale la pena que continúe, ¿sabes? —vocifera Enrico. De hecho, no vale la pena. Como ya dije, sé perfectamente lo que escribí. Si bien no me disgustaría oír que alguien vuelve a leer el párrafo en el cual arriesgo la hipótesis de las mujeres son «frívolas y superficiales y se interesan sobre todo en las cuestiones del corazón», citando de memoria la dura definición de Riccardo.

El silencio es tan ardiente que hace que el mismo ambiente se caldee.

—La responsable… —Enrico lo pronuncia como si se tratase del nombre prohibido de la Diosa de la Muerte—. La responsable de la sección, la tal Sonia Sciacca, invitó en una nota a las lectoras a responder al artículo. —«Lectoras», en boca de Enrico, también tiene una resonancia de destrucción y amenaza—. Las llamó a tomar las armas, Vani. —Se aclara la voz.

Pues bien, hay una cosa que debemos hacerle saber a nuestro amigo y estimado Riccardo Randi: en estas páginas se acumularán los tantísimos imperdonables defectos que él premurosamente nos ha enlistado, pero ¡nosotras estamos seguras de que también se puede encontrar algo bueno! Sólo por mencionar algo, no podrá dejar de apreciar el hecho de que, a pesar de que sea poco lisonjero, quisimos publicar su artículo de igual manera. Así que, evidentemente, no somos del todo las mujercitas susceptibles que él pinta. Y además…, por ejemplo, si el ilustre doctor Randi nos concede un minuto, en las próximas semanas, para echarle una miradita a esta sección (siempre que no esté demasiado ocupado escribiendo cosas más serias y de gran magnitud), apuesto a que descubrirá que no nos aburrimos y que también nuestra sección de cartas a la redacción puede ser muy interesante. ¿Verdad? ¡Ánimo, amigas! ¡Expresemos nuestras opiniones, expongámosle nuestros puntos de vista al más celebrado intelectual del momento!

Siempre y cuando acepte desperdiciar un poco de su valiosa conversación con una masa de mujercitas como nosotras…

Casi parece oírse el eco de una carcajada satánica.

El ambiente está cargado de malos augurios. Es como si Enrico y Riccardo estuviesen esperando que, de un momento a otro, echaran abajo la puerta del estudio y un ejército de amazonas enfurecidas se arrojara sobre ellos. No sería mala idea que sirviera como una buena metáfora del futuro inmediato de Riccardo.

Me encojo de hombros, con una despreocupación deliberadamente irritante.

—¡Cuánto drama hacen! Emitan un comunicado de prensa en el cual Riccardo declare que fue víctima de una horrible broma de una de sus ex —digo.

—¡Sabes perfectamente que no podemos hacerlo! —aúlla Enrico como un hombre-lobo.

Sonrío con sarcasmo.

Es verdad.

No pueden.

Puesto que, si Riccardo dijera que una persona ajena escribió ese artículo en su lugar, con un estilo tan idéntico al suyo y una voz tan auténtica en apariencia, develaría haberse valido de un escritor fantasma.

O finge que en realidad fue él quien escribió el artículo, o desencadena la sospecha de que no es lo único que se limitó a firmar. Y como declaró en su mensaje electrónico, que me aprendí de memoria a fuerza de repetírmelo mentalmente como una pesadilla recurrente, incluso el simple hecho de sembrar la semilla de la duda es demasiado peligroso para él.

¡Qué hermoso mensaje electrónico!

Con toda esa parte acerca de las cláusulas contractuales, ¿cómo decía?, «con más agujeros que un burdel», y esa reflexión sobre las mil excusas con las cuales podría joderle. ¡Qué tal! Si él no lo hubiese traído a colación, a mí ni siquiera me hubiera pasado por la cabeza.

Gracias, Riccardo. No sabes qué amable fuiste sugiriéndome tú mismo el modo de destruirte.

En el fondo, es un poco como en ese chiste en el que la esposa cándida como la nieve le pone los cuernos a su paranoico y celoso marido sólo para hacerle un favor, para hacerlo parecer menos imbécil.

Mi exnovio (decido en mi interior que ya puedo comenzar a definirlo de este modo: no es que el final de nuestra relación se haya hecho oficial, pero supongo que arrojar a tu compañero a un montón de mierda delante de todo el país es algo semejante) abre los brazos a causa de la frustración, y la revista que tiene enrollada en su mano corta el aire con un silbido. Luego se revuelve el pelo. Más específicamente, se lo maltrata.

—Vani, me arruinaste la vida —dice.

—Ánimo, hombre. Deberías estarme agradecido: algo que es de veras harina de tu costal. Y además, confesar a diez millones de mujeres lo que piensas de ellas no es lo peor que pudo sucederte. Lo peor habría sido que te volvieras calvo. Pero eso estaba fuera del alcance de mis posibilidades, de modo que tuve que conformarme con esto.

Riccardo está hecho pedazos. Parece que toda la fanfarronería que yo le conocía se evaporó como por encanto. Sigue fingiendo que es inocente: aunque en su interior admita que me hizo algo, tiene el aspecto de estar convencido de que, de todos modos, lo está pagando demasiado caro. Ay, Riccardo, no es así como funcionan las cosas. No es el culpable quien decide la pena. Ni siquiera la parte ofendida, para ser sinceros. Pero de cuando en cuando, y sobre todo cuando se es una persona como yo, es necesario convertirse en un justiciero improvisado, porque si esperas a que alguien levante su espada en tu favor, probablemente te quedarás esperando hasta el fin de los siglos.

—Vani —dice Enrico, y juro que tiene la voz triste, como si lo que está por decir le disgustara verdaderamente. Oh. Así que estamos de acuerdo. Bien. Yo estoy lista. Sé lo que me espera—. Vani, tú te lo buscaste y bien que lo sabes. Tengo que despedirte —suspira con solemnidad—. Quedas suspendida de tu cargo con efecto inmediato, sin indemnización, y agradece que no te denuncie por… por difamación, o qué sé yo. Existirá un término para definir el delito que cometiste.

Esta última parte no puede sino hacerme sonreír. Enrico parece darse cuenta de mi completa ausencia de preocupación y emite otro resoplido de cansancio.

—Bien, me parece justo. —Asiento—. Claro, es una verdadera lástima. Justamente ayer terminé el libro de Bianca, ¿sabes? Es desagradable pensar que tenga ya lista la enésima gallina de los huevos de oro y tú no puedas disfrutar de ellos. Pero da igual, entiendo tu decisión.

Enrico se paraliza.

—Un momento, un momento. Como de todos modos ya lo terminaste, lo mismo da que me…

—El precio acaba de ser establecido en cuarenta mil euros —balbuceo. Enrico se pone pálido como si yo acabara de decirle algo sexualmente ofensivo acerca de su madre. Yo me encojo de hombros—. Mi contrato acaba de interrumpirse, ¿no? En consecuencia, ahora el precio del libro lo decido yo, como cualquier freelance. ¿Sabes? Ahora que estoy desempleada, mucho me temo que tendré que inventar cualquier método posible para meterme algo en el bolsillo. Después de todo, una muchacha tiene que sobrevivir.

Enrico se queda con la boca abierta. Busca las palabras.

—¿Qué… qué diablos te hace pensar que Ediciones L’Erica aceptaría desembolsar cuarenta mil euros para tener tu libro?

Levanto un índice, con una actitud deliberadamente pedante.

—No, no, no, Enrico. Seamos exactos. No para tener mi libro. El libro de Bianca. El libro por el cual Ediciones L’Erica tiene un contrato. Lo recuerdas, ¿verdad? El libro que ya anunciaron en catálogo y que los fans esperan febrilmente desde hace un año. El libro que, si no saliera, daría lugar a un lamentable agujero en las finanzas de la editorial. Ya lo sabes, estoy hablando de ese libro.

—Antes prefiero pagar a un equipo de redactores para que lo vuelvan a escribir de principio a fin —vocifera mi exjefe—. Ya te puedes ir olvidando de que te compre…

—Como prefieras. —Me encojo de hombros—. Enhorabuena. Estoy segura de que el mundo está repleto de excelentes redactores y escritores fantasma que trabajan en tiempo récord y de manera absolutamente perfecta. No, en serio, no es tan improbable que allá afuera se esconda algún genio de la pluma que sea capaz, si empieza de inmediato, de entregarte a tiempo para la promoción y para la imprenta el manuscrito completo, y confeccionándolo con un estilo tan convincente que no suscite la más mínima sospecha entre los fans. Después de todo, esto es lo que sé hacer yo, ¿y quién soy yo para creer que soy la única?

Dios mío, incluso me atrevo a parpadear. Qué desfachatez. Minnie Mouse no podría parecer más inocente, cándida y encantadora. Aun cuando acaba de autoproclamarse implícitamente genio de la pluma. Sin embargo, éste no es precisamente el momento para la falsa modestia.

Me parece que acabo de oír que las venas de Enrico chisporrotean como palomitas de maíz.

—Aunque, pensándolo bien, podría vendérselo directamente a Bianca —prosigo, fingiendo sentirme iluminada por una excelente idea imprevista (como si no lo hubiese ya pensado desde hace un año luz)— o a sus herederos. Estoy segura de que ellos no tendrían ningún problema para desembolsar cualquier suma. Pero claro: pensándolo bien, no te molestes en valorar mi oferta; seguramente puedo lograr algo mejor llamando directamente a la lujosa puerta de la casa Cantavilla. Más adelante, podrían hacer pasar el manuscrito por una obra autógrafa de Bianca (tal vez póstuma, perdona el cinismo) y venderla a su vez a un editor. Un editor que no necesariamente tendría que ser Ediciones L’Erica, claro está, en el caso de que a ustedes les siguiera repeliendo la idea de publicar un texto mío. Después de todo, este libro, como todos los de Bianca, habla de ángeles en sentido genérico; si no es el duodécimo volumen de las Crónicas, podrá ser perfectamente el decimotercero, a quién le importa. Y Ediciones L’Erica tiene un contrato por el duodécimo volumen, no por los que podrían seguir, ¿me equivoco?

Por un instante mi exjefe se toma una vez más la cara entre las manos; luego la levanta, y me mira con la expresión que pone cada vez que las cosas toman un sesgo tan nauseabundo que su estado de ánimo da la vuelta y cae en una suerte de dejadez desinteresada. La última vez que lo vi poner esa cara fue en aquella ocasión en que insulté al doctor Mantegna en su presencia y desencadené un incidente diplomático. Ahora, en el rostro de Enrico aparece esa misma expresión, pero multiplicada por mil.

—Vani, sabes que tu carrera termina aquí, ¿verdad? ¿Sabes que no te voy a permitir jamás que trabajes para ningún otro editor? —suspira. Durante una fracción de segundo, me parece sinceramente atribulado por mí—. Sabes que me veré obligado a boicotearte. A difundir pésimas referencias. Sería demasiado arriesgado para nosotros que te mantuvieras en contacto con la competencia.

—Te puedes ahorrar la parte de las intimidaciones, Enrico —lo tranquilizo. Estoy calmada, completamente bajo control. La verdad es que estoy sorprendida de cuán calmada y controlada estoy. Es la enésima cosa que descubro acerca de mí misma desde el inicio de esta historia: en los momentos de crisis, mantengo la calma. Bien. Lo celebraría con un whisky, si anoche no me lo hubiera terminado. Una cosa que, entre muchas otras, podría tener que ver precisamente con lo calmada y autocontrolada que estaba esta mañana—. No tienes que preocuparte —prosigo—. Aunque tus amenazas me parecen ridículas, porque, aquí entre nos, no te creo para nada que tengas todo el poder que pretendes para cortarme los caminos, de cualquier modo no tienes que preocuparte. La verdad es que no siento las menores ganas de ir a buscar trabajo con la competencia. Para mí, este mundo está acabado. ¿Qué voy a hacer? ¿Y a quién le importa? Probablemente trabajaré como camarera. Como cajera en un supermercado. Como dependienta en una tienda de curiosidades chinas. Quizás en una sex shop o en un antro dark apreciarán debidamente mi look.

—Tú estás buena para un manicomio —murmura Enrico.

—Otro de esos lugares propios de sociópatas marginados que tanto me gustan —comento al vuelo.

Y en ese momento, Riccardo entiende.

Qué divertido. Ya casi me había olvidado de su presencia. En cambio ahora, al oírme citar esta frase reveladora, emitió una especie de exclamación ahogada que hizo que me volviera hacia él. Y él, de pronto, parece que tiene tal cantidad de cosas que decir que no consigue hacerlas salir porque se creó un embotellamiento a la altura de la garganta.

—Vani —murmura—. Vani, oh Dios mío, ahora todo está claro…, sabes…, yo… Esa carta era de antes, Vani. De antes de todo. De antes de la noche en la pastelería, antes de que empezáramos a andar, de antes del campo de tiro y de las noches en mi casa y… Yo… Yo estaba asustado, era un cobarde, ¡me causabas un miedo del demonio! De ti, lo único que sabía era que eras muy inteligente y que estabas encabronada con el mundo. No sabía qué podía esperarme, te veía como a un peligro ambulante, y tuve que… tuve que defenderme, inventarme un plan, hacer algo para proteger mi vida y todo lo que tenía…

—Riccardo, si tienes que sustituirme con otro escritor fantasma, escógete a uno mejor, porque al que estás recurriendo ahora es bueno sólo para escribir telenovelas sudamericanas.

—Pero luego todo cambió. Luego empezamos a salir juntos y fui aprendiendo a conocerte, y tú eras…, eres… Y yo no te había hablado de Roma por la sencilla razón de que, a esas alturas, ¿a quién podía darle ganas de aceptar el trabajo? ¿O de ir a Canadá, o a Urano, o a cualquier otro lugar lejos de aquí? Ya sé que nunca me vas a creer, que todo cuanto te digo parecen mentiras improvisadas, pero te juro que ya tenía planeado renunciar y hacerle saber a Enrico que no había ningún plan porque en verdad me había enamor…

—No termines la palabra, porque te juro que podría vomitar del disgusto y este piso bicentenario cuesta una bronca limpiarlo.

—¡Carajo, Vani! ¡Tienes que creerme! ¡Tú sabes muy bien que puedes creerme!

Relampagueo de la memoria. De repente, un puñetazo en el estómago. Entre la erre y la eme del último creerme, me vuelve el recuerdo. No estoy diciendo que a todo lo largo del discurso de Riccardo no se aparecieran delante de mis ojos, como una fastidiosa secuencia en sobreimpresión, las imágenes de todos los momentos bellos, alegres, serenos y dulces que pasamos juntos. Sin embargo, esas imágenes fueron relativamente fáciles de archivar bajo la entrada «pruebas del grandísimo talento como actor de mi exnovio». El problema es que de repente, como en un fotograma en 3D, me regresa a la mente la mirada larga y melancólica de aquella velada en su casa, aquella primera noche en plan de novios, después de la lasaña que preparó Rosa y la conversación acerca de la revista, la cual me sugirió la gran idea para vengarme. Me vuelve a la mente todo lo que aquella noche Riccardo me dijo con palabras, y sobre todo lo que me dijo con la mirada y con los gestos, que, sin duda, fue mucho, mucho más. Me regresan a la mente con una viveza fatal, y resulta difícil, muy difícil, aceptar que todo fuera sólo una falsedad. Porque aquella mirada, aquellos gestos, no parecían falsos en absoluto.

—Sé que en el fondo me crees. Sabes que puedes creerme.

¡Carajo! Probablemente la duda tiene un olor, y Riccardo lo percibió.

Me quedo callada.

—Tú sabes que puedes.

Ah, no. Basta. Ya estuvo bueno. No lo sé y no lo sé. Que cualquier otra mujer necesitada se deje convencer con un par de zalamerías bien interpretadas. Yo puedo creer, incluso, que sé lo que vi en aquella mirada de Riccardo, pero hay algo que sé con mucha más certeza: sé perfectamente lo que leí en ese mensaje. Y consta por escrito. Lo escrito dura para siempre. Y ese mensaje demuestra a qué clase de hombres pertenece mi exnovio. Un hombre capaz de inventar todo un plan para manipular los sentimientos de una persona con tal de mantenerla quieta. Es en esto en lo que me tengo que concentrar. Concéntrate, Vani. Si existe alguien que sabe muy bien cuánto importan las palabras escritas, esa persona eres tú. Si existe alguien que sabe prescindir de las personas, esa persona eres tú. Si existe alguien que sabe que no puede confiar en nadie, esa persona eres tú.

Adiós, Riccardo. Te voy a extrañar, Riccardo.

¡Muérete, Riccardo!

—Probablemente cuando me trasplanten el cerebro de otra persona. El de Pollyanna, por ejemplo —sentencio.

Ni él ni Enrico consiguen contradecirme en nada. Muy bien. Me parece una frase perfecta para abandonar la habitación. Ya estoy lista para darme la vuelta y marcharme, cuando escucho:

—¡¿Sarca, se puede saber por qué no enciende ese maldito teléfono suyo?! —aúlla el comisario Berganza, irrumpiendo en el estudio de Enrico.