13

La vida en rosa

—¿Qué era toda esa escena extraña de hoy entre tú y el comisario? —me pregunta Ricardo por la noche de manera casual.

Estamos en la cocina, en déshabillé, él con una camiseta que tiene las costuras al revés, yo con la camisa que hasta hace una hora y media traía él. Volverse amantes significa convertirse ocasionalmente en unos extravagantes maniquíes surrealistas. En mi caso personal, significa sobre todo ponerme un artículo de vestir de color azul pastel por primera vez desde que iba en el último año de la escuela primaria. Esto es algo que no permitiría que sucediera si no fuera porque los pros son claramente superiores a los contras. Pero, como quiera que sea, después de un rato es necesario volver a vestirse y también alimentarse.

De hecho, ahora mismo preparo la mesa, mientras Riccardo, bajo la luz íntima de los foquitos de la cocina, programa el timer del horno de microondas. De cuando en cuando, lo sigo con el rabillo del ojo. Todavía no acabo de acostumbrarme a las novedades. Después de todo, es comprensible: en el fondo no han pasado ni siquiera veinticuatro horas. La cuestión es que, conociéndome como me conozco, podrían no ser suficientes ni siquiera veinticuatro mil. Si acaso, me estoy acostumbrando al hecho de que no logro acostumbrarme. Solución: dejo de pensar en todo esto y me concentro en los músculos de la espalda de Riccardo, que se mueven con gracia por debajo de su camiseta (el microondas se encuentra en un estante muy alto, así que debe levantar los brazos, lo cual será incómodo para él, pero para mí que lo observo está muy bien y funciona de maravilla para distraerme de mis crisis existenciales).

Riccardo cocina igual que yo, es decir, del carajo, pero me explicó que una providencial sirvienta peruana de nombre Rosa lo reabastece cada santo día de platillos suculentos. Rosa pone encima de cada platillo un post-it con las instrucciones acerca de cuántos minutos debe ponerlo en el microondas para calentarlo. Ella tiene una caligrafía muy clara y bien cuidada, como la de alguien que no tiene muchas oportunidades de escribir desde que terminó la escuela elemental. El post-it verde de hoy, colocado sobre dos raciones de lasaña, indica «2 minutos con el programa 3» y si yo no fuese la maldita meimportauncarajo que todos sabemos, me despertaría algo semejante a la ternura. Simplemente me limito a imaginarme a Rosa cuidando atentamente que la vida de su fascinante empleador se desarrolle sin complicaciones. Me imagino a Riccardo tratándola con afecto, tal vez incluso bromeando con ella, y recurriendo a su famosa habilidad hacia el sexo débil para hacerla sentir en las nubes.

—Vani, ¿me estás oyendo?

—¿Perdón? —digo apenada—. No, pensaba en Rosa.

Riccardo voltea.

—¿Cómo puedes estar pensando en Rosa si ni siquiera la conoces?

—¿Tú bromeas de vez en cuando con Rosa?

—Por supuesto. Todas las veces que cocina algo particularmente sabroso; cada vez que me limpia a conciencia el baño o cosas así, yo finjo que estoy perdidamente enamorado de ella. Me pongo de rodillas frente a ella en medio del pasillo y le imploro: «¡Escápese conmigo, Rosa! ¡Verá que su marido entenderá!». Ella se ríe que da gusto. ¿Por qué me lo preguntas?

—Simple curiosidad. —Sonrío para mis adentros.

La casa de Riccardo me causa el mismo efecto que me causó entrar la primera vez a la página web de Bianca. Es tan impecable, tan perfecta para su función, que casi provoca fastidio. No es demasiado grande, porque para un tipo afortunado como un joven profesor asociado que se ha convertido por accidente en un gran escritor sería imperdonable presumir un departamento enorme o un ático con vista hacia la Mole. No es demasiado chic, por el mismo motivo. Tampoco se encuentra en una zona a la última moda, suponiendo que Turín, con su aire majestuoso y reservado, tenga de veras alguna zona «a la última moda». No obstante, se ubica en un hermoso barrio de época, tiene una vista bastante buena desde el tercer piso, es espaciosa y, si se excluye la pirámide de ropa en desorden que yace en este momento en la habitación contigua, lejos de nuestros ojos, está decorada con la sobriedad apropiada para un hombre joven que vive solo.

Pero, claro, es cierto que para encontrar un espacio donde estacionarse fue necesario dar ocho vueltas a las manzanas de alrededor, pero ¡qué importa! Así es la metrópoli, baby.

—No, te estaba preguntando qué era todo ese teatrito de hoy en la tarde con el comisario… Berganza. ¿Así se llama? Parecía como si le estuvieras dando toda una consul… ¡Ah! —Parece que se quemó—. Hazme un espacio, ¡está hirviendo!

—Ponlo aquí —improviso, moviendo de lugar dos vasos.

Riccardo deja el recipiente caliente como si éste hubiese intentado matarlo. Yo finjo un estremecimiento de emoción.

—¡Cielos, qué sexi: un hombre que coquetea con el peligro!

Riccardo me hace una mueca, pero aprovecha la ocasión para darme un beso ni muy rápido ni tampoco muy casto.

—Qué simpática. Fíjate que está científicamente comprobado que los hombres que saben cocinar resultan afeminados y poco atractivos.

—¿Cómo, cómo? ¿Estás seguro de que conoces tanto a las mujeres como presumes? Al contrario: saber cocinar te hace un macho alfa, en consecuencia, te vuelve independiente y destinado a la sobrevivencia. Las mujeres se vuelven locas con hombres así. ¡Dios, realmente tienes mucha suerte de que sea yo quien te va a escribir ese artículo para esa revista femenina!

Riccardo titubea. Se pasa una mano entre el cabello y se lo masajea.

—A propósito de eso… Sabes, Vani, para ser sincero, me siento un poquitín culpable de que lo tengas que escribir tú. Lo que quiero decir es esto: fui yo quien le dijo a Enrico que no me interesaba para nada y que me liberara de esa molestia, pero ahora me fastidia que tú tengas que perder el tiempo por una cosa para la cual, honestamente, bien podría encontrar yo un poco de tiempo.

Yo ya me serví y ahora estoy masticando.

—No digas tonterías —refunfuño—. Incluso existe un contrato ya, y yo no puedo cobrar por algo que acabarás haciendo tú. Si de veras quieres ayudarme, podemos escoger juntos el tema del artículo.

Riccardo se detiene con el tenedor en el aire.

—¡Espera un momento! —Se levanta y regresa después de dos segundos, proclamando—: Et voilá! Para la inspiración. —Tiene en la mano precisamente un ejemplar atrasado de XX Generation, la revista para cuya edición especial tendrá que, mejor dicho, tendré que escribir el artículo.

—¿Me estás tomando el pelo? Tú tienes en tu casa revistas femeninas y me vienes con la estupidez de que cocinar es muy poco viril, ¿no? Oh, claro, ¡qué tonta! No es tuya. Seguramente la habrá traído alguna de tus alumnas y la habrá hojeado, probablemente sosteniéndola al revés, mientras esperaba en el sillón a que tú salieras de la regadera.

—Es de Rosa —dice titubeante Riccardo. Claro, y yo le creo. Rosa cuando mucho podrá mirar las imágenes de una revista para prometedoras mujeres metropolitanas como XX Generation. Y ya ni hablar de que las entiende todas, puesto que con frecuencia tienen ese corte sofisticado que logra darle incluso a un reportaje de moda una muestra de arte abstracto en blanco y negro. Sin embargo, tomaré como buena la intención de mi neonovio de no perturbarme con los Fantasmas de sus Relaciones Pasadas y no insistiré.

—De acuerdo, entonces documentémonos —digo. Coloco la revista entre nuestros dos platos y la abro en la página del índice. Con el pretexto de que la veamos bien los dos, recorriéndome a todo lo largo del borde de la mesa, acerco mi silla a la silla de Riccardo y Riccardo acerca la suya a la mía, hasta que su pierna izquierda se adhiere perfectamente a mi pierna derecha. Es evidente que estamos en el pleno corazón de ese patético reflujo de adolescencia en el que cualquier excusa es buena para mantener el contacto físico. Dios mío, tengo que hablar a como dé lugar con Morgana. Tengo que prevenirla de que, si piensa que le basta con mantenerse inflexible durante cuatro o cinco años más para luego poder declararse fuera de peligro, hum, se equivoca rotundamente. La adolescencia es una maldita enfermedad crónica y, cuanto más grande eres, tanto más devastadoras son las reincidencias, hasta que finalmente nos morimos aplastados por el sentido del ridículo.

Eso no impide que el contacto con la pierna de Riccardo sea extremadamente placentero.

—Aquí está la sección en la que aparecerá tu artículo: Hombres que aman a las mujeres.

Riccardo se percata del rapidísimo gesto de exasperación que se me ha instalado en el rostro y ríe socarronamente. Nada: no hay alusión a Millennium que no me encabrone instintivamente. Discúlpame, Stieg, no es nada personal.

—Cada semana invitan a un hombre distinto a escribir un artículo acerca de su relación con el mundo femenino —continúo—. En este número el artículo es de…, ah, sí: del ganador del premio de la crítica en el último Festival de Sanremo. El prototipo de hombre que les gusta a las lectoras de esta revista: culto, fascinante, popular pero al mismo tiempo apreciado por el estrato más intelectual. ¿No te recuerda a alguien?

Riccardo le da vuelta a la página, recorriendo rápidamente con los ojos todo el artículo.

—«El elogio de la madre, figura fuerte y al mismo tiempo acogedora… Algunas reflexiones acerca del papel todavía desconocido de las mujeres en la sociedad»… ¡Dios, qué aburrimiento! Esta cosa transpira lambisconería en cada coma.

—No te hagas el que no sabe cómo funciona el show business. Si alguien te invita a escribir en una publicación como ésta, no te puedes poner a escupir en el plato del que comes.

Sin embargo, a Riccardo le ha dado por seguir hojeando con desaprobación todo el número.

—¿Quién escupe? No soy ningún estúpido. Lo único que digo es que esto es ridículo. Pero ¿tú te das cuenta de qué está hecha esta revista? —Se detiene al azar sobre una página cualquiera—. Aquí: la receta de un pastel de alta repostería: «Para hacer de ti la reina de la cocina». La reina de la cocina, ¿te das cuenta? A pocas páginas de distancia de…, aquí está: un reportaje sobre un empresario que antes de los cuarenta años llegó a ser el jefe de una multinacional de la informática. ¿Cómo es posible que las dos cosas estén en la misma revista? O ésta… —Hojea velozmente las páginas que se atropellan entre sí bajo sus dedos irrespetuosos. Lo divertido del caso es que podría hojearlas mucho más de prisa si se ayudara con la mano izquierda, sólo que la mantiene apoyada en mi pierna y parece no encontrar ninguna razón lo suficientemente válida como para moverla. Finalmente se detiene en un artículo—: Entrevista con la periodista francesa que acaba de publicar un libro acerca de aceptarte tal como eres, independientemente de los cánones estéticos dominantes, del peso, de las modas y de todo lo demás. Es de notar que la periodista en cuestión es guapísima, y si tiene algunos kilitos de más al parecer se han distribuido todos en el escote. Y después, como si este artículo no fuese ya una contradicción en sí mismo, ¿qué tenemos algunas páginas más adelante? Un reportaje fotográfico cuya protagonista es una modelo de dieciséis años con cuarenta kilos de peso. ¿Te das cuenta qué sarta de incoherencias?

Un nuevo remolino de páginas coloridas como las alas de un colibrí. Yo no consigo entender si Riccardo está explorando la revista al azar, interceptando de pura casualidad artículos que empatan con todo lo que quiere demostrar, o si se guía con conocimiento de causa porque en realidad ya la leyó antes. Si es así, debo absolutamente recordar burlarme de él más tarde.

—¡Aquí está! Ésta es mi favorita. Tú escucha nada más —continúa—. «Reportaje acerca de la explotación de las mujeres en el Cuerno de África», ¿okey? Toda una historia súper documentada sobre la mujer que llevó agua y organizó a sus compañeras en una suerte de sindicato rudimentario. Un artículo digno de respeto, ¿cierto? Y sin embargo, el reportaje central, el que merece ser citado en la portada, tiene como título Diez maneras para conquistar a Iron Man. Cómo cambiar a un soltero empedernido sin que se dé cuenta. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Sacude la cabeza como un inspector de sanidad frente a un nido de cucarachas—. Es una tomadura de pelo. Toda esta cubierta para fingir que son modernas y emancipadas y al final, en cuanto vas un poco más a fondo, resulta que emerge el cliché más antiguo del mundo: la mujer frívola y superficial que sólo se interesa en la casa, en la estética, y sobre todo en los asuntos del corazón.

Sonrío. Con la mejilla apoyada en la mano, observo a Riccardo al igual que un entomólogo examinaría a una extraña variedad de escarabajos de Borneo.

—¡Fíjate tú, qué interesante! No me había dado cuenta de que acabo de involucrarme con monsieur Chauvin. ¿Sabes una cosa? En serio que tienes suerte de que sea yo quien te escriba el artículo.

—¡Atrévete a demostrarme que no tengo razón!

—No, no, explícame. —Me volteo para mirarlo mejor a la cara y, para facilitar el asunto ya que estamos en éstas, levanto las piernas y se las apoyo sobre las rodillas. Al parecer no le disgusta—. ¿Por qué te resulta tan imposible que a las lectoras les interese realmente a la vez la moda primavera-verano y, por ejemplo, la batalla por la igualdad de oportunidades en el Magreb, o el estado de la desescolarización de los niños chinos? Ustedes los hombres son capaces de atiborrar un periódico tanto de elevadas disquisiciones políticas como de interminables parloteos sobre el último partido de futbol.

—La razón es muy simpl… A ver, a ver: ¿lo que tú quieres es hacerme creer que compartes el punto de vista de esta gente? ¿Precisamente tú? ¿La reina de las contestatarias?

—Yo no comparto el punto de vista de nadie. Ten cuidado con las palabras. No obstante, como sabes, yo procuro entender. A diferencia de ti, que no eres más que un fanfarrón y un pedante.

—Adoro los adjetivos deliciosos que encuentras para mí, mi vida. Hablo en serio. —Y hace bien en decirlo, porque ambos estamos conteniendo la risa—. Me gustaría saberlo: ¿realmente serías capaz de disculpar semejante abominación? Te reto.

Suspiro. Es increíble lo que estoy oyendo: últimamente, parece que la gente no hace otra cosa que no sea desafiarme y poner a prueba mi manera de razonar. Mantegna, Morgana, Berganza y, ahora, también Riccardo. Parece que todos están confabulados. Tal vez la CIA me implantó en secreto un chip en el cerebro, y todos ellos son agentes secretos encargados de verificar si mis capacidades intelectuales se desarrollan conforme a sus planes.

Por otro lado, si es esto lo que quiere el mundo, ¿quién soy yo para sustraerme a tales deseos? De acuerdo, pues: divirtámonos. Otra ventaja colateral de la nueva situación: tener a disposición un compañero literato con el cual lanzarse en un brillante debate intelectual. Parece que esta cuestión de andar de novios no cesa de revelar algunos aspectos positivos. Y hay que tener paciencia si esta cocina está empezando a parecerse al círculo de Bloomsbury.

—De acuerdo. Sólo para empezar, he de confesar que yo, estas abominaciones, como las llamas tú, las encuentro… apreciables. Más todavía, me parecen incluso notables, desde un punto de vista profesional. Puesto que, como me dispongo a demostrarte, son pequeñas obras maestras literarias dignas de todo respeto.

Y antes de que Riccardo pueda expresar con palabras el «lo dices sólo para escandalizarme» que le está iluminando el rostro poco a poco, me inclino hacia la revista. (Resulta incómodo hacerlo, sin levantar las piernas de las rodillas de Riccardo, pero él, sólo para no dejar lugar a dudas, las mantiene inmóviles con las manos, como para enfatizar que mis muslos le gustan allí donde se encuentran. Así que bien puedo hacer un pequeño sacrificio).

Busco la página donde aparece el reportaje sobre la mujer empresaria.

—Por ejemplo: éste no es un simple y llano artículo acerca del éxito de una antigua nerd. Esto es… La hoguera de las vanidades. La épica llevada hasta el éxito de una mujer que se construyó a sí misma.

Riccardo me mira de igual modo que Champollion debe de haber mirado una pared de jeroglíficos por primera vez en su vida.

Hojeo una decena de páginas.

—Y esto es La cabaña del tío Tom —digo retomando el reportaje acerca de la explotación de las mujeres en África—. En tres cómodas páginas, dos fotos y una caja.

—Uhm —dice Riccardo. Champollion sigue sin tener la menor idea de qué demonios significan todos esos hombrecitos estilizados de perfil, pero por lo menos se está abriendo a la hipótesis de que algo deben de significar.

Sigo hojeando y encuentro ahora la entrevista con la periodista francesa. En este momento ya estoy en marcha, las asociaciones me vienen a la mente en una avalancha sin fin.

—Aquí tenemos Orgullo y prejuicio: la aparente privilegiada que sirve de vehículo de un mensaje universal de liberación. El reportaje sobre los pequeños trucos para domesticar a Iron Man… La fierecilla domada, por dar un ejemplo. Y las recetas de cocina: El festín de Babette, o sea, cómo el arte culinario puede hacer de ustedes unos pequeños dioses que cuidan de la casa y traen la alegría a la familia. Gran final: el reportaje de moda. En suma, éste es el más sencillo de todos. Te apuesto a que lo descubres tú solo.

Riccardo frunce el ceño.

—¿Acaso existe una novela acerca de los vestidos ridículos que lleva puestos una escoba?

—¡No seas tonto! Existe una célebre historia acerca de cómo un hermoso vestido y un poco de tiempo para ti misma te transforman de humilde jovencita en toda una reina. Se llama Cenicienta.

Riccardo está valorando mi comentario (sin intenciones de quitarme las manos de las piernas. En lo que a mí concierne, puede seguir valorando todo lo que se le dé la gana).

—¿De manera que tú sostienes que detrás de cada uno de los artículos de esta revista existe un… un arquetipo literario? ¿Todo un modelo de narrativa? ¿Y que además está hecho a propósito?

—Exactamente. ¿No te parecen inteligentes las redactoras? Saben que a sus lectoras les gustan las novelas, así que les ofrecen novelas. Cuentan lo que tienen que contar como si estuviesen escribiendo una pequeña obra literaria. Por lo demás, ya lo dicen las estadísticas: las mujeres leen mucho más que los hombres y, sobre todo, leen claramente más narrativa; en consecuencia, estas revistas saben que, para que resulte más apasionante cualquier clase de mensaje, pueden hablar ese particular lenguaje. Y dado que de esta manera alimentan el hambre de novelas de las lectoras, que cuantas más leen tantas más quieren leer, resulta que quienes salen ganando son las personas como tú, querido, que viven de escribir novelas. De ahí entonces que yo sostenga que tendrías que apreciarlo, e incluso agradecerlo, diría yo.

Champollion permanece un momento en silencio frente a la estela Roseta ahora ya descifrada.

—Puede que en el fondo no te falte razón —admite (con cierta reserva).

Yo sonrío. La estimulante discusión intelectual entre literatos puede declararse oficialmente concluida.

—Sin embargo, a final de cuentas, ya sabes, es muy distinto el motivo por el cual no tengo ganas de darle cuerda a tus invectivas, mi muy estimado Catón el Censor. —Me encojo de hombros—. Ahora me conoces. Sabes que nunca compro revistas de esta clase, que no digo «nosotras las mujeres», que no me interesa un comino defender esa categoría. Pero, ¿sabes…? No soporto que alguien se atreva a dictar leyes acerca de cómo habría que vivir. Nunca en la vida he soportado que lo hicieran conmigo, así que no lo soporto tampoco cuando veo que les sucede a los demás. Tal vez tienes parte de razón, pero… es superior a mí. Una mujer como Rosa, dado que estamos fingiendo que esta revista es de Rosa, o como quién sabe cuántas otras, tiene ganas de leerse tranquilamente su revista medio seria, medio frívola, arrellanándose en el sillón al final de una semana de tanto ajetreo. Bueno, pues que lo haga sin tener que rendirle cuentas a nadie. Y sobre todo no a un fulano despeinado que se pone una camiseta al revés.

Riccardo estalla en una sonora carcajada. No me lo imaginaba tan deportivo.

Nos miramos en paz.

—Ya está decidido. Tu artículo, lo voy a escribir sobre Rosa —digo. Se me acaba de ocurrir justo en este momento, como una iluminación—. Voy a hablar de tu relación con ella, de esta sensible y dulce persona que se encarga de cuidarte y de cuidar tus cosas para que tú puedas ocuparte de las más importantes. Haré entender cuán agradecido estás con ella y todas las lectoras le dedicarán un pensamiento de afecto a través de ti. Esta vez será ella el personaje de una micronovela de tres páginas. ¿Qué te parece? Yo digo que se lo merece. Y si consigo escribirlo de manera suficientemente sobria y sencilla, tal vez podrá leerlo ella misma.

Un temblorcillo de las cejas de Riccardo me hace entender que la idea le gusta.

A continuación el temblorcillo ha desaparecido y Riccardo me mira fijamente, en silencio, durante una cantidad de segundos que muy pronto empieza a volverse extraña.

—¿Qué pasa? —titubeo. No me resulta para nada fácil sostener las miradas prolongadas. El instinto me diría que me vuelva a sentar correctamente, como Dios manda, y a lo mejor también que me coma la comida fría, con tal de hacer algo.

Sin embargo, Riccardo no me responde de inmediato. Sigue observándome. Y hay algo que me desarma, algo profundo, en esa manera como lo está haciendo. Hace unos instantes tenía en los ojos un centelleo divertido de alguien que sabe apreciar a un excelente sparring partner para un intercambio de impresiones brillante. Ahora es muy distinto. Sus manos siguen descansando sobre mis piernas, a su vez apoyadas en las suyas. De repente, una mano se mueve y me acaricia, pero no de ese modo gracioso como lo ha venido haciendo hasta hace unos instantes. No. Es una caricia real, un gesto lento y dulce, sorprendentemente afectuoso. Y quién sabe por qué, me causa escalofríos, como el tañido lejano de una campana de una iglesia que no sabías que existía.

—¿Sabes, Vani? —murmura finalmente—. Tú eres la mujer más indiferente y cínica que yo haya conocido en la vida.

—¿Debo tomarlo como un cumpli…?

—¡Déjame terminar, carajo! Por lo menos por esta vez que trato de decirte algo serio. —En efecto, parece realmente serio. Se pasa la mano por el cabello—. Así es. Tú eres así. Eres cáustica y sarcástica y lúcida y crítica y odias todo y a todos. Sin embargo, esta capacidad tuya de ensimismarte, de ver las cosas con los ojos de las otras personas, de interpretar el mundo desde adentro de sus cabezas… o de sus corazones; ésta que a ti bien puede parecerte una simple y llana habilidad profesional… se llama empatía, ¿sabes? Y tú puedes fingir con todas tus fuerzas que es todo lo contrario, pero la verdad es que hace de ti la persona más comprensiva, más tolerante, e incluso más clemente que yo haya conocido hasta ahora.

Ahora me pongo seria también yo, mientras observo a Riccardo, que a su vez me mira. Aun cuando quisiera contradecirlo, no sabría qué decir. Nunca me había pasado. No me había sucedido antes que alguien me dijera, en sustancia, que soy una persona buena.

Riccardo me sigue analizando en silencio durante algunos segundos; luego, perturbada, dejo que mis piernas resbalen y finjo que la comida me vuelve a interesar. Nos sentamos bien, nos disponemos a comer y, desde luego, en ese momento lo lamento profundamente por Rosa: la comida que tenemos en el plato está tan fría y correosa que da asco. Riccardo brama de disgusto, yo me sumo, y de nuevo vuelve a surgir la acostumbrada, la animosa atmósfera de siempre. No obstante, yo me acordaré siempre de la mirada dulce y profunda, casi melancólica, que mantuvo sobre mí por tan largo rato.

Sé que lo voy a recordar dentro de algunos días, y, aun cuando ahora no puedo saberlo todavía, entonces será demasiado tarde.

A eso de las diez y media de la mañana siguiente, Riccardo y yo despertamos a causa del zumbido de mi celular, en cuya pantallita aparece un luminoso número desconocido de Turín.

—¿Quién demonios es? —murmuro, aturdida por el sueño, puesto que Riccardo y yo nos dormimos apenas hace unas cuantas horas.

—¿No me diga que la estoy despertando? —farfulla el comisario Berganza. Oír su voz hosca y huraña en una habitación cuyo piso está tapizado de ropa desperdigada resulta realmente delirante, por decir lo menos—. Pues incluso en el caso de que así haya sido, reprima su odio, porque estoy a punto de decirle algo que le va a agradar.

—Para serle franca, Bianca siempre me cayó como una patada en los huevos; sin embargo, si la noticia es que encontraron su cuerpo, la verdad no me causa ningún plac…

No, no hemos encontrado ningún cuerpo —refunfuña el comisario—. Se trata de algo que tiene que ver con su secretaria.

Intento sentarme con torpeza, mientras que Riccardo me da la espalda y sigue durmiendo.

—¿Finalmente se decidieron a dejarla en paz como les sugerí?

—Por supuesto que no. ¿Usted cree que soy estúpido, Sarca? ¿Abandonar una pista sólo porque alguien que escribe libros tiene el presentimiento de que no es la pista correcta? —Me dan ganas de echarme a reír—. No: más bien lo que hicimos fue seguir su otro consejo; es decir, intensificar su persecución e interceptar sus llamadas telefónicas.

—Supongo que esto los condujo al paradero de la secuestrada.

—No nos condujo a ninguna parte, Sarca. Pero a cambio de eso, husmeando por los alrededores de la casa de la señora Cantavilla, mis hombres acabaron descubriendo un lugar, escondido entre los árboles, al lado del sendero en el cual Bianca acostumbraba a ir a correr, cubierto de colillas de cigarros.

Yo levanto la cabeza.

—¡El lugar del acecho! El secuestrador se plantó allí a esperar a que Bianca pasara mientras hacía ejercicio.

—Exactamente —dice Berganza—. Pero eso no es todo. Vamos a ver si acierta. La desafío.

¡Sólo esto me faltaba! ¿Es el pasatiempo del día? Reflexiono un momento. Y a continuación digo:

—¿Cuántas dijo que eran las colillas?

Berganza prorrumpe en una breve carcajada complacida.

—Muchísimas. Por lo menos unas cuarenta. ¿Sabe lo que eso significa?

—Que el acecho duró un montón de tiempo… Yo diría que incluso días. —¿A quién se le ocurrió que una mañana sin un buen café no inspira a razonar? En una investigación sobre un secuestro funciona incluso mejor. Deberían hacer anuncios publicitarios sobre esto—. Es verosímil que el secuestrador esperara durante días a un lado del sendero, probablemente en horarios distintos, antes de que lograra interceptar a Bianca.

—Exactamente. Lo cual significa también que, si en todo esto hubiese estado involucrada la secretaria, el secuestrador no habría necesitado desperdiciar todo ese tiempo. A Eleonora Mornaci, quien está siempre al corriente de los compromisos de Bianca, le habría bastado con advertirle que se dirigiera a ese lugar en cuanto la señora Cantavilla hubiese salido de casa, en el momento justo. De manera que, Sarca, tenía usted toda la razón: la señorita Mornaci está descartada. No es ella la persona que ordenó el secuestro.

Hago un gesto silencioso de victoria.

—Me da mucho gusto, en especial, que usted lo sepa y disfrute de su pequeño triunfo. Que tenga un buen día, Sarca.

—Igualmente, comisario.

—¿Era ese amigo tuyo de la policía? —masculla Riccardo, que ya no estaba dormido en absoluto.

—El mismo. Quería decirme que soy un genio.

—No me vengas con ésas. Todo el mundo sabe que las muchachas guapas son unas tontas —dice mi novio, agarrándome por un brazo y atrayéndome hacia él.