Durante un instante de estupefacto silencio, los tres pares de ojos de los ocupantes del estudio, incluyendo los míos, se dirigen hacia el comisario que, con el impermeable al viento, tuvo la brillante idea de hacer una fantástica entrada en escena. Imperativa, de las que te dejan sin aliento, calculando maravillosamente el momento más oportuno. Dios mío, este hombre realmente debe de haber salido de un libro, pero, claro, de un libro mediocre.
Durante una fracción de segundo, también el comisario nos escudriña a nosotros tres. Yo sigo la trayectoria de su mirada: lo que lo sorprende es la presencia de Riccardo. Me imagino que esperaba encontrarse sólo con Enrico y conmigo. Enseguida, en rapidísima sucesión —pero no tan rápida como para que no nos demos cuenta todos—, los ojos del comisario se posan primero en el ejemplar de XX Generation que Riccardo lleva en la mano todo arrugado; enseguida, en los rostros descompuestos de Riccardo y de Enrico, y, por último, en el rostro provocativo y determinado de la suscrita. En ese momento, entrecierra los ojos hasta que parecen dos hendiduras, y yo me doy cuenta de que ha entendido. Sabe muy bien cuál es mi oficio. Conoce ya a Riccardo y apuesto lo que sea a que ya dio por sentado que yo soy su escritora fantasma. Ve que hay de por medio una revista, y alguna cosa que debe de haber hecho encabronar sobremanera a Enrico y a Riccardo, pero no a mí. En suma, de golpe tengo la certeza de que ese puñado de segundos le ha bastado para comprender y pescar al vuelo cualquier cosa, incluyendo lo que estaba ocurriendo en el estudio antes de que él irrumpiera allí. Lo único que no puede deducir con toda certeza es la razón por la cual yo le hice una mala jugada a Riccardo; sin embargo, apuesto a que no es necesaria una gran intuición para comprenderlo.
Además, acaba de sonreír.
Este hombre es un policía sorprendente.
Todo esto tiene lugar en dos o máximo tres segundos. Luego la sonrisa socarrona se evapora de la cara de Berganza tan rápidamente como apareció. Su mirada, ahora furiosa, se detiene, ¡demonios!, en mí.
—¡Hace una hora que la estoy buscando! ¿Se puede saber para qué le sirve el celular si siempre lo tiene apagado?
Uh, tiene razón. Me había olvidado por completo de que había apagado el teléfono luego de la llamada de Enrico. No quería arriesgarme a que lo pensara mejor y me volviera a llamar para mandarme al carajo sin esperar a que yo llegara a la editorial. Quería tener la satisfacción de mirarlo cara a cara.
Enciendo el celular y efectivamente encuentro cuatro llamadas desde un número desconocido que seguramente debe de ser el de Berganza.
—¿Qué sucede? —pregunto, y con el rabillo del ojo veo que también Enrico y Riccardo fruncen, como yo, la frente. Enrico parece alarmado, mientras que Riccardo parece más bien enfurecido por aquella interrupción. El hecho es que Berganza es el centro de la mirada de tres personas con distintas gradaciones de perplejidad.
—El mensaje que usted le dejó ayer por la noche a Betti —dice—. El muy estúpido me lo comunicó apenas esta mañana, y ni siquiera se acordaba bien de su nombre. Afortunadamente anotó con todo cuidado por lo menos las tres URL y los nicknames de los usuarios, de manera que ordené que verificaran de inmediato la IP. Y, licenciada Sarca, tiene usted toda la razón: todos los comentarios provenían de la misma computadora.
Levanto una ceja. Debe de ser la mañana de las gratificaciones.
—No estoy diciendo que nosotros no lo investigáramos, pero nadie relacionó a los tres usuarios a causa de sus semejanzas lingüísticas, como en cambio hizo usted. Tomados de manera individual, ninguno de los tres nos pareció particularmente preocupante: cada uno actuaba en un único foro, con frecuencia, claro, pero no precisamente con obsesión; no tenían otros blogs con proclamas inquietantes, ni había ningún indicio que los hiciera más sospechosos que otros usuarios igualmente polémicos. En suma, si se les consideraba como a tres personas distintas, ninguno habría requerido una investigación específica y prioritaria. En cambio, un único troll con tres nicknames distintos tiene una importancia totalmente diferente, en términos de profiling.
Berganza hace una pausa pequeñísima y en ese instante yo comprendo que: 1) a pesar de que lo apasione explicar sus averiguaciones, ya habló demasiado para su costumbre; 2) quiere encender un cigarro. Yo le agradezco mentalmente el esfuerzo, porque cuanto más en detalle explica de qué manera mi participación fue decisiva, tanto más las vísceras de Enrico y Riccardo se convierten en dos budines podridos en el fondo de su abdomen.
En efecto, sospecho que es exactamente ésta la razón por la cual Berganza decide entrar en tantos detalles. Todo un caballero. Riccardo, aprende. Tú y tu mugroso campo de tiro.
—¿Sabe? —prosigue el comisario—, normalmente un agresor verbal en un foro se atrinchera, claro, detrás de un nickname que lo protege, pero uno y sólo uno, y de cualquier modo disfruta identificándose con él, y le transfiere toda su fuerza argumentativa y polémica para batallar con su adversario. En pocas palabras, el troll normal quiere ser el primero, salirse con la suya, en suma, ridiculizar al enemigo para que lo declaren vencedor. En cambio, en este caso, se trataba de un agresor verbal dispuesto a fragmentar la eficacia y la densidad de sus argumentaciones en tres identidades distintas y no colaborativas entre sí. Y si alguien actúa de esta manera, es sencillamente porque permanecer en la sombra es mucho más importante para él que brillar en el desafío…, por ejemplo, porque ya se imaginó que puede llegar a cometer algún delito, y no quiere atraer la atención sobre su persona.
Una nueva micropausa de Berganza. Apuesto a que ahora, además de fumarse un cigarro, le encantaría tomarse un bourbon. Realmente se está superando a sí mismo para hacer que Riccardo y Enrico revienten de nervios. Ya lo admiré aquella vez con Sergio Cantavilla, pero evidentemente todavía no había visto nada.
—Sin embargo, el elemento decisivo fue descubrir que la famosa IP correspondía a una posición muy próxima a la de la casa de la víctima. Lo ideal, en suma, para sostener la hipótesis de que este fulano, desde el inicio, dio por sentado que, en algún momento, podía pasar del asedio telemático a la agresión física: llegar hasta la víctima de carne y hueso y, ¿por qué no?, incluso secuestrarla.
—Así que di en el blanco —puntualizo, por el simple placer de escuchar que lo declara él explícitamente, aun cuando, de hecho, hace cinco minutos que no hace otra cosa.
Berganza asiente.
—Es muy probable que usted haya identificado al posible secuestrador de la señora Cantavilla.
Enrico no logra contenerse. Y resulta lógico. Después de semejante elogio de las cualidades de la mujer a la que acaba de despedir, lo mínimo que su instinto de sobrevivencia puede sugerirle es tratar de menospreciarme.
—Paralelismos lingüísticos. Imposibles de creer. Eso sólo funciona en las novelas policiacas.
—¿Algún problema con el género? —inquiero.
Berganza no necesita ni siquiera la cuarta parte de un segundo para captar lo que ocurre, y le lanza una mirada de reproche a Enrico. Aun cuando, de hecho, Enrico no dijo nada.
—No me diga, licenciado. ¡No debería tener problemas con las novelas policiacas, demonios! Usted es editor. Las novelas policiacas traen consigo muy buenos dividendos a los editores. —Y yo sé que en el fondo está insinuando «entre ellas, muchas son mías».
—Y no es sino pura miopía considerarlas aún un género menor —agrego yo, como si me importara muchísimo abrir en este preciso momento un interesante debate acerca de la literatura thriller y noir en el panorama editorial.
—¿Qué decir de El zafarrancho aquel de vía Merulana? —me da cuerda Berganza, como si también a él le importara muchísimo. Dios mío, ¿será que a él le interesa en verdad? Sin embargo, apuesto a que le importa más hacer enfurecer a Enrico. Como a mí. ¡Ah, qué hermosa mañana que estoy disfrutando!—. O de Scerbanenco, con su sublime Duca Lamberti.
—¡Por no hablar de Fruttero y Lucentini! ¿O no tienen importancia Fruttero y Lucentini? —agrego yo, haciéndole eco.
Enrico emite un lamento exasperado y decidimos que por el momento puede bastar.
—En suma, para volver a asuntos más inmediatos —continúa Berganza con un pequeño suspiro, como si muy a su pesar estuviera obligado a abandonar una vehemente arenga literaria porque al fin y al cabo Enrico nunca sería capaz de apreciarla—, la licenciada Sarca se sacó de la manga esos paralelismos lingüísticos que sólo aparecen en las novelas policiacas y con ello nos mostró el camino que debemos seguir. Excelente trabajo. Realmente valioso y digno de un genio. —Sólo nos haría falta un aplauso clamoroso.
A estas alturas, no sólo Enrico está a punto de explotar en un géiser de bilis, sino también Riccardo voltea para mirar con nerviosismo hacia la ventana con el propósito de excluirme de su campo visual. Me imagino que en la calle alguien se asustará si nota la presencia de un rostro completamente verde detrás de la ventana de un edificio. Berganza puede declararse satisfecho y, de paso, yo también.
—De acuerdo, pero hay algo que no entiendo —digo—. Yo les mostré el camino: ¿y entonces? ¿Por qué me estaba buscando para decírmelo en lugar de correr a detener al propietario de la computadora con esa IP?
—No la estaba buscando para decírselo —responde Berganza—. La estaba buscando porque ahora usted tiene que venir conmigo.
—¿Cómo? —exclama Enrico—. ¿Quiere llevarse usted a una civil a casa de un delincuente? —Si no me hubiese despedido y amenazado hace unos momentos, diría que resulta casi protector.
No por nada Riccardo voltea de golpe y casi lo fulmina con una mirada. Pobre Enrico: la segunda y no ha pasado ni un minuto.
—¿Me acompaña? —me pregunta Berganza.
Yo reflexiono.
—Tendría que pensarlo; ahora que estoy desempleada efectivamente tengo mucho tiempo libre. ¿Sabe? Antes que hacer cualquier otra cosa… A ver, dígame: ¿es para una más de esas payasadas como «entre en la mente del criminal»? —ironizo—. Sin embargo, no me disgustaría del todo, en realidad, dado el éxito de la última vez.
—No, esta vez se trata de algo muy serio —resopla el comisario—. El hecho es que usted conoce de memoria los libros de Bianca, su… ¿cómo dicen ustedes?, su mensaje, la manera en la cual interactúan sus seguidores, etcétera, etcétera. Mis hombres no. Y si hoy tengo que pisotear a un secuestrador para hacerle confesar dónde tiene escondida a la víctima, son éstas las competencias que yo necesito. Usted es la única persona que yo conozco que puede saber qué mecanismos activar. Yo sé que es un riesgo y, naturalmente, aun cuando yo puedo ofrecerle mi protección, debe ser consciente de que ni siquiera yo mismo sé dónde nos vamos a meter, y podría no ser precisamente Disneylandia. Pero obviamente si usted acepta, yo puedo encontrar la manera de ofrecerle una retribución y una pequeña gratificación de parte de la policía nacional. No puedo prometerle mucho; sin embargo… —Resopla de nuevo, pero esta vez mucho más fuerte; seguramente ha agotado su repertorio de diplomacia—. Escuche, es necesario que me lo diga cuanto antes, porque tengo cierta urgencia.
—También el licenciado Fuschi conoce los libros de la señora Cantavilla, propóngaselo a él —sugiero. Veo que Enrico se pone del color de la cera—. No me haga caso, estaba bromeando. Por supuesto que acepto. —Volteo hacia Enrico y Riccardo—. Señores, estaría encantada de quedarme un poco más a discutir con ustedes acerca de quién está más hundido en la mierda, si ustedes o yo; sin embargo, como pueden ver, el deber me llama. Fue un placer. ¡Hasta nunca! —A continuación, camino detrás de Berganza, que está ya por atravesar la puerta. No obstante, antes me inclino para tomar el ejemplar de XX Generation del escritorio de Enrico—. ¿Queda muy lejos la casa del secuestrador, comisario? Si el viaje es largo y aburrido, podemos leer la revista.
Riccardo se agarra el pelo.
Un cierto Macchio conduce la patrulla, que además es el segundo policía que vi aquella noche en el Quicksand. Es un tipo fornido, peludo y serio, también a causa de la ligera inhibición que le impone el comisario. Nunca antes me había subido a una patrulla de la policía. No está tan mal. Los asientos están muy gastados y, por alguna razón demasiado complicada de reconstruir, apesta a perro mojado.
—La situación es ésta —me ilustra Berganza mientras se abrocha el cinturón de seguridad—. Gracias a la IP llegamos a la residencia de Gerolamo La Manta, de cuarenta y siete años, desempleado, cuyo último trabajo comprobado fue el de maestro en la escuela secundaria privada Santa Teresita del Niño Jesús de Giaveno, a treinta kilómetros al oeste de Turín y a cuatro de la casa de la señora Cantavilla. Al parecer vive solo, y conocemos las placas de su automóvil, un Fiat Punto de 2009, pero nos falta todavía toda la información acerca del perfil económico: si tiene créditos en curso, deudas, financiamientos, si paga puntualmente o se retrasa, etcétera, etcétera. Por lo tanto, no sabemos cuánto tenga ahorrado, a cuánto ascienden sus últimos ingresos, si recibió alguna herencia y cosas semejantes. Es una lástima, porque se trata de un tipo de información que explicaría muy bien las motivaciones de la persona que vamos a visitar. Por otro lado, tampoco podemos estar esperando mientras sabemos que tiene prisionera a una mujer.
Como si se lo hubiera tomado de manera personal, Macchio pisa un poco más el acelerador.
—La casa se encuentra en Coazze. No sé si conoce o recuerda este pueblote a cuarenta kilómetros de Turín, precisamente sobre Giaveno, en dirección a la montaña. Las casas no tienen punto medio por ese rumbo: o cuestan muy poco, debido a la incómoda comunicación con la ciudad, la nieve y todo lo demás, o bien cuestan demasiado porque son las residencias de vacaciones o de jubilación de los turineses acomodados. Así que ni siquiera esto nos dice gran cosa de nuestro hombre. Pero me imagino que entenderemos a qué estrato social pertenece en cuanto nos encontremos frente a su casa.
Escucho sólo a medias porque estoy entretenida navegando con mi teléfono.
El comisario resopla.
—¿Entendido? Si acepta colaborar con nosotros, necesito que esté usted atenta.
—Yo estoy atenta —digo mientras sigo manipulando el smartphone.
El comisario guarda silencio un momento, luego suspira.
—¡Ah, estos jóvenes! —refunfuña—, cuando uno quiere localizarlos por teléfono, lo tienen apagado; pero cuando no es el momento, no consiguen prescindir de él.
Le quedaría muy bien un sombrero con el que se pudiera cubrir los ojos.