8

El comisario Berganza

—Hola, Vani. Entra, entra.

Entro-entro a la oficina de Enrico.

Me llamó al mediodía para convocarme a una reunión en las primeras horas de la tarde. No me explicó para qué. Me está esperando sentado ante su escritorio.

—Aquí me tienes. ¿Cómo es que me citas aquí? ¿Qué era eso tan importante que no podías comunicarme por teléfono?

Enrico está acabando de consultar algo en la pantalla de su computadora portátil y no parece tener mayor prisa por responderme. Esboza una sonrisa sin separar los ojos del monitor. No entiendo si está ganando tiempo porque debe hablarme sobre algo que le preocupa, o si está ganando tiempo porque está a punto de hablarme de algo que espera disfrutar. Finalmente se digna dedicarme su atención y mientras tanto me sonríe más ampliamente que hace un instante.

—Cuéntame cómo te va. ¿Todo bien?

Yo levanto una ceja. A Enrico nunca le ha importado un carajo cómo me trata la vida, ni siquiera me lo pregunta por educación.

—Bueno…, sí, el libro de Bianca es toda una bronca pero…

—Me enteré de que tú y Riccardo Randi se vieron, ¿es cierto?

Ah.

De eso se trata.

—Ayer a la hora de la comida. ¿Cómo lo supiste?

—Me lo dijo él mismo. Pasó por aquí esta mañana para firmar algunos ejemplares que hay que enviar al extranjero.

—¿Y no tenían nada mejor de lo que ocuparse que hablar de nuestra comida?

La sonrisa de Enrico se expande mucho más. No creía que sus músculos faciales tuviesen una elasticidad semejante.

—No entiendo cuál es el problema. Todo salió bien, ¿no?

Sí, en efecto, así es. Lo de ayer con Riccardo salió muy bien. Nos sentamos en una banquita en los márgenes del Po, bajo el sol tibio a media estación. Nos dedicamos a preparar unos sándwiches como dos estúpidos boy scouts y nos los comimos mientras mirábamos las canoas en el río, el perfil de la colina a lo lejos, un par de fulanos que hacían jogging, dos gansas pioneras.

Estuvimos en silencio durante toda la primera parte de la comida.

Me encojo de hombros, evadiéndome del rendimiento de cuentas retrospectivo.

—Dado que al parecer ya estás al corriente de todo, ¿podemos hablar de otras cosas?

—No, porque Riccardo me dejó esto para entregártelo en cuanto te viera.

Enrico extrae de un cajón del escritorio un paquetito envuelto en un papel de color rosa. Parece algo de pastelería. Yo miro a Enrico; luego, el paquetito, luego otra vez a Enrico. Enrico me observa con la cara paralizada en esa absurda sonrisa al filo de la navaja y yo entiendo que no tendré paz hasta que haya abierto el paquetito ante sus ojos.

—No olvides leer el mensaje —chacotea Enrico.

En el extremo superior de la envoltura hay una tarjeta roja doblada a la mitad. La abro y la leo:

Tu alimentación a partir de ahora se ha vuelto un asunto mío. Y esto me parecía particularmente adecuado.

Retiro la envoltura del paquetito, tratando de mantener una expresión imperturbable para no darle demasiada satisfacción al muy mirón de mi jefe. El contenido resulta ser un postrecillo en forma de libro. De hecho, es toda una joya de repostería: la base, el dorso y la cubierta superior son de un espeso chocolate fondant y, de relleno, las páginas están hechas con hojaldras de bizcocho y crema.

Enrico deja escapar una sonrisita melindrosa.

—¡Uh, parece que a alguien ya se le hizo! —exclama, y a mí, me vienen unas ganas repentinas de desmaterializarme.

Sin embargo, sí, ayer todo salió perfectamente bien con Riccardo.

Nos encontramos ya hacia el final del sándwich, y sobre todo de la copa de vino, cuando me atrevo a hablar por primera vez:

—Y entonces ¿qué estamos haciendo?

No logro formular mejor la pregunta. Lo que es absurdo, si consideramos que justamente formular mejor las cosas es a lo que me dedico como oficio.

—Comiendo —dice Riccardo con la boca llena.

Lo miro como diciéndole: «Entendiste perfectamente». Y de veras, lo entendió perfectamente.

Se encoge de hombros.

—La verdad es que tampoco yo lo sé. Volverte a ver fue… lindo. Y me di cuenta de que nunca te agradecí lo suficiente todo lo que hiciste por mí. Para ser sinceros, no sé si alguna vez te di las gracias tout court. Lo cual resulta imperdonable, por decir lo menos.

—Yo sólo hice mi trabajo, por el cual me pagan regularmente —minimizo, pero yo misma soy consciente de que estoy minimizando. El sonido del agradecimiento es tan dulce. En serio. Parece miel cuando se tiene dolor de garganta. No me acordaba ya de cuánto me hacía falta. Me da miedo descubrir cuán sensible soy a un agradecimiento, especialmente a éste.

—Claro. Es más, a propósito… —Riccardo se pasa la mano por el cabello—. Disculpa la impertinencia, pero ¿Enrico te… paga lo suficiente? ¿Tú qué pensarías si yo…? He pensado que… Sí, ¿qué me dirías si yo renegociara el contrato con Ediciones L’Erica e hiciera que incluyeran un porcentaje para ti sobre las ventas del libro?

Yo frunzo el ceño y me doy la vuelta para mirar a Riccardo a la cara. Me siento casi decepcionada.

—No me malinterpretes —se apresura él a especificar. La mano regresa a su cabello—. No te he traído aquí para hablarte de dinero. Es que ahora por fin he entendido cómo funciona este mundo, y esta oferta, además de mi agradecimiento, es todo lo que yo puedo darte. Me da vergüenza por Enrico porque no te lo propuso él desde el inicio, pero…

—Riccardo —lo interrumpo—. Ambos sabemos muy bien que mi nombre no puede aparecer en contratos entre tú y Ediciones L’Erica porque sería todo un problema justificarlo si llegara a descubrirse. Desde que yo empecé a ejercer esta profesión, Enrico y yo estamos de acuerdo: como te decía, me pagan regularmente, por supuesto no de manera estratosférica, pero sin problemas, y sé lo que hago y cuál es mi lugar. Así está bien. Y… y tú no tienes que sentirte obligado a invitarme a salir o a hacerme regalos, sólo porque, de alguna manera, te sientes en deuda conmigo.

Para enfatizar cuánto creo en lo que acabo de decir, me tomo el último sorbo de mi copa. Beber hace que uno levante la barbilla y, en consecuencia, ayuda a crear una impresión de arrogancia, si bien un tanto artificial. Es un pequeño truco de comportamiento que aprendí a los dieciocho años, cuando con frecuencia salía a tomar y a comportarme como una fanfarrona.

Pero ¿de veras creo en lo que acabo de decir?

Pues, sí. Lo creo. El dinero nunca me ha importado. Siempre digo que sí, porque el dinero es sólo eso: dinero, y si me concentro en el hecho de que me paguen, si pienso que estoy realizando un trabajo como cualquier otro y estoy recibiendo una compensación consecuente, no tengo ninguna necesidad de pensar en lo que estoy haciendo ni en quién lo está aprovechando, y logro excluir de la mente todas las preguntas acerca de mi vida que, de otra manera, me mantendrían despierta toda la noche. Sin embargo, la verdad es que el dinero no me interesa en absoluto, especialmente ahora. Ahora me interesa mucho más este agradecimiento. Y saber lo que responderá Riccardo a mi última frase.

Él me mira un instante en silencio antes de volver a abrir la boca.

—Me siento en deuda contigo, es verdad. Sin embargo, no es ésta la razón de que tenga ganas de verte más a menudo desde que nos volvimos a encontrar.

¡Qué cabrón! La respuesta exacta.

—Enrico, supongo que no me has hecho venir a tu estudio para interrogarme acerca de mí y de Riccardo, ¿me equivoco? —exploto. Explotar es siempre una óptima manera para disimular el bochorno.

Enrico toma aire mientras busca las palabras.

—¿Y por qué no? En el fondo, yo aprecio mucho la felicidad de mis… —La llamada en el interfono lo rescata—. ¿Bueno? Ah, sí, muy bien. Por favor, mándelo a mi oficina. —Parece aliviado, como si hubiese terminado una espera—. Quizá sencillamente no podía esperar a que tu regalito de repostería se echara a perder —concluye con un tono provocativo.

Yo estoy a punto de responderle con un golpe directo, cuando la puerta a mis espaldas se abre y el personaje que veo entrar concentra toda nuestra atención.

Y por Dios, ¡vaya que se la merece!

El hombre que acaba de entrar tiene entre cuarenta y cinco o cincuenta años; probablemente esté más cerca de los cuarenta y cinco, pero tiene la cara de alguien que no se acuerda de la última vez que durmió más de tres horas. Tiene los ojos oscuros con ojeras muy marcadas, la nariz irregular, recién afeitado pero con un aspecto igual de maltrecho. Lleva puesto un impermeable muy parecido al que acostumbro a ponerme yo (no hoy, por cierto), pero color beige. Así, con el rectángulo de la puerta sirviéndole de marco, juro que tiene un fuerte parecido con Dick Tracy en una viñeta, sólo le hace falta el sombrero. Yo espero que una vampiresa rubia y un guardaespaldas típico de un night club aparezcan a sus espaldas de un momento a otro, y completar así la escena.

—Comisario Berganza —lo saluda Enrico.

¡No, por favor! De manera que el fulano disfrazado de comisario es realmente un comisario. Esto sí que es interpretar con seriedad el papel que uno desempeña.

Enrico sale de detrás de su escritorio, avanza al encuentro del recién llegado en medio de la habitación; se estrechan la mano farfullando algún saludo (ya se conocen, es evidente, pero no desde hace mucho, como me permite ver una cierta rigidez de parte de ambos). Después Enrico va a cerrar la puerta.

El comisario se aproxima a mí y me tiende la mano.

—La licenciada Sarca, supongo —me dice.

Hasta tiene la voz de un comisario. Ronca, baja. Me imagino que fuma demasiado y que no logra dejar de hacerlo a causa del estrés.

—Vani, el comisario Romeo Berganza vino porque está llevando a cabo una investigación muy delicada que es el motivo, ahora te lo puedo decir, por el que te he convocado el día de hoy.

—Se trata de la señora Dell’Arte Cantavilla —dice Berganza escrutándome—. La otra noche salió de casa y desapareció, y…

—No desapareció —intervengo yo—. La secuestraron.

Berganza se interrumpe, por un instante se vuelve hacia Enrico, con el cual intercambia una mirada vacilante, luego se vuelve para mirarme a mí.

—¿Y usted cómo lo sabe? Disculpe.

Me encojo de hombros.

—Ayer hablé por teléfono con Cul… con su secretaria, Eleonora, me parece que así se llama. Ni ella ni yo lográbamos ponernos en contacto con Bianca desde hacía un buen rato, y Eleonora lo definió como «muy extraño». Me dijo que Bianca salió a hacer su acostumbrado jogging, como todos los días, la noche anterior, pero que desde entonces no había regresado, y sólo había enviado un mensaje que decía: «Estaré fuera, no me esperes».

Yo guardo silencio, pues considero que es suficiente. Berganza inclina la cabeza hacia un lado, demostrando que no es así.

—De acuerdo, y… ¿de dónde deduciría usted que la señora no se fue sencillamente por decisión propia, sino que la secuestraron?

—En ese momento no presté mayor atención, pero el instinto me decía que había algo que no encajaba. Y luego me acordé de que Bianca, a su secretaria, la trata rigurosamente de usted.

Pasa un instante de silencio durante el cual Berganza me observa con interés y Enrico nos observa alternadamente a Berganza y a mí.

—A ver si estoy entendiendo —articula Berganza—. Si usted había intuido ya que la señora Cantavilla con toda probabilidad había sido secuestrada, ¿por qué no llamó a la policía?

Oh.

Muy buena pregunta, ahora que lo pienso.

Así es, tal vez debería haberlo hecho.

La verdad es que en ese momento yo registré el dato, lo extraño del mensaje de Bianca, pero no hice una reconstrucción de los hechos acerca de las implicaciones, que me saltaron a la mente sólo en estos momentos, ante las palabras del comisario. Eso fue, y entonces la pregunta es ésta: ¿por qué no pensé de inmediato en las implicaciones? Puesto que no soy ninguna estúpida, ¿o sí?

—Uhm…, seguramente porque pensé que era un asunto de la secretaria.

Berganza me mira como con una actitud de regaño.

—De acuerdo, la verdad es que no me importó un pit… que sencillamente no me interesaba mucho.

—Debe entenderla, comisario —se apresura a decir Enrico. Yo estoy sorprendida porque reconozco su tono: es el mismo que tenía mi madre cuando trataba de justificarme ante la profesora de matemáticas después de que yo hubiera hecho alguna estupidez en clase (como, por ejemplo, entregar la tarea en blanco, salvo por el mensaje que la acompañaba: «Discúlpeme, pero ayer tenía que terminar de leer Guía del autoestopista galáctico, y además en la última tarea me saqué un nueve: si ahora me pone tres me conformo con un promedio de seis»)—. La tiene que entender, comisario —repite Enrico, jactancioso—, por primera vez en su vida un hombre la está cortejando, es lógico que traiga otras cosas en la mente.

Yo volteo escandalizada hacia Enrico.

—¿Cómo te perm…? ¡Eso es asunto mío!... Pero, además, no es cierto que sea la primera vez.

—Desde la universidad —insiste Enrico mientras me guiña un ojo—. La universidad no cuenta; ahí todos tratan de llevarse a la cama a cualquiera. Hablando con todo respeto, comisario.

—De acuerdo, entonces probablemente sea cierto —farfullo, volviéndome de nuevo hacia Berganza, que tiene un semblante entre encantado y el clásico «sólo esto me faltaba»—. Pero, por supuesto, no son cosas que me quiten el sueño —insisto—. Lo que sencillamente ocurre es que…, bueno, como le iba diciendo, si usted me conociera sabría que no soy el tipo de persona a quien le interesa la gente.

Enrico entrecierra los ojos con esa expresión de «¡quisiera matarte, pero no puedo!» que yo conozco desde siempre por haberla visto en el rostro de mi madre (por ejemplo, aquella ocasión en que me fui a la escuela con un lápiz labial color negro justo el día de la foto del grupo, y ella lo descubrió una vez que recibió la foto).

—No es cierto que las personas no te interesan —susurra Enrico en un último intento.

—No todas las personas —lo contradigo yo. Y luego le digo a Berganza—: No me interesan las personas odiosas como Bianca.

Miro con el rabillo del ojo a Enrico, quien reprime el gesto de mandarme al diablo.

Berganza no ha dejado de observarme un solo instante, y ahora la comisura izquierda de los labios se le contrae en una ligera sonrisa.

—Bueno, sí, la cuestión es, licenciada, que necesitamos interrogarla. Puede decirnos si prefiere que lo hagamos aquí mismo, como generosamente nos ha sugerido su jefe, o desea acompañarme hasta la comisaría.

—Por lo que a mí respecta, podemos incluso… ¡No, no, un momento! —Mucho más que una iluminación, lo que acabo de sufrir es una tremenda descarga eléctrica. Mierda. Ahora entiendo por qué Enrico acaba de hacer toda esa pantomima para fingir que me comporto como una persona bien educada—. Espero que usted no esté diciendo que soy sospechosa de haberle hecho algo.

Berganza trata en vano de abrir la boca. Sin embargo, es uno de esos hombres reflexivos que escogen meticulosamente las palabras que están por decir, lo que significa que yo me anticipo.

—Oigan, no, disculpen: la tipa esa tiene hordas de fanáticos cabezas huecas y deschavetados que la siguen como tantos potenciales Mark Chapman, y ustedes en el primer sospechoso que piensan es en mí. ¿Y en dónde creen que la estoy escondiendo, puesto que tengo un departamento de cincuenta metros cuadrados sin solario ni ático ni sótano? ¿La tendré en el balcón? ¿O en el horno de microondas, dado que no cocino? ¿Y cómo me la habré llevado: en la espaciosa cajuela de mi carcachita? Dios, ¿se puede saber cómo diablos se les…?

—Vani, eres la que tiene que entender —se entromete Enrico, servil.

Una nueva iluminación. No estaba tratando de hacerme pasar por una persona buena y apreciable para salvarme el pellejo a mí: lo que ocurre es que siente un miedo aterrador de las investigaciones y de las consecuencias que podrían tener para sus queridos ingresos. Quiere ver sana y salva a Bianca y probablemente también a mí, pero si de plano yo tengo que pagar los platos rotos, que por lo menos no sea él quien me pone la zancadilla. Pero claro: es el clásico oportunista de mierda.

—El comisario sólo está llevando a cabo su trabajo. Es inevitable que quiera investigar también tu grado de implicación: eres la escritora fantasma de la autora desaparecida. —Y noto que baja cobardemente la voz cuando pronuncia «escritora fantasma», casi temeroso de que alguien lo escuche desde el pasillo—. Eres la que trabaja tras bambalinas para el éxito de otros, en consecuencia, es plausible que un instinto de venganza…

—¡Venganza, mis huevos! ¡Esto es la máxima venganza a la que puedo llegar! —exploto. Tomo el postre de Riccardo, lo arrojo sobre el teclado de la laptop de Enrico y cierro de golpe la computadora.

Sándwich de computadora con chocolate y crema.

Enrico se queda mudo mientras observa el estado en que ha quedado su modelo Hewlett-Packard.

Berganza ha observado toda la escena con atención. Tiene una especie de centelleo en los ojos, pero todavía conozco muy poco su cara como para poder decir si se trata de diversión, de interés profesional o de un inicio de fiebre.

Me dirijo, decidida, hacia la puerta.

—Y ahora acompáñeme a la comisaría, si no le molesta —le digo—. Así trataremos de despachar cuanto antes esta formalidad. Y no ante los ojos de esta víbora.