Permaneció despierto durante horas después de la puesta de sol. El último tiempo inocente de toda una vida.
Después salió de su habitación y recorrió silenciosamente el pasillo, deteniéndose delante de la última puerta. En la posada Almayer no había llaves.
Una mano sobre el tirador, la otra sujetando un pequeño candelabro. Instantes como agujas. La puerta se abrió sin ruido. Silencio y oscuridad dentro de la habitación.
Entró, dejó el candelabro sobre el escritorio, cerró la puerta tras de sí. El mecanismo de la cerradura resonó en la noche: en la penumbra, entre las mantas, algo se movió.
Se acercó a la cama y dijo:
—Se acabó, Savigny.
Una frase como un sablazo. Savigny se incorporó en la cama, golpeado por un escalofrío de terror Rebuscó con los ojos a la tenue luz de las escasas velas, vio brillar el filo de un cuchillo e, inmóvil, el rostro de un hombre que había intentado olvidar durante años.
—Thomas…
Ann Deverià lo miró confusa. Se incorporó sobre un brazo, recorrió la habitación con la vista, no comprendía nada, buscó de nuevo el rostro de su amado, se apretujó a su lado.
—¿Qué ocurre, André?
Él seguía mirando, aterrorizado, frente a sí.
—Thomas, detente, estás loco…
Pero no se detuvo. Llegó junto a la cama, levantó el cuchillo y lo hizo caer con violencia, una vez, dos veces, tres veces. Las mantas se empaparon de sangre.
Ann Deverià no tuvo tiempo siquiera de gritar. Miró fijamente aquella oscura marea que se extendía por encima de ella y notó cómo se iba la vida de aquel cuerpo suyo abierto, con una velocidad que no le dejó ni tiempo para un pensamiento. Cayó hacia atrás, con unos ojos completamente abiertos que ya no veían nada.
Savigny temblaba. Había sangre por todas partes. Y un absurdo silencio. La posada Almayer reposaba. Inmóvil.
—Levántate, Savigny. Y cógela en brazos.
La voz de Thomas resonaba con una tranquilidad inexorable. Todavía no había terminado.
Savigny se movía como en trance. Se levantó, alzó el cuerpo de Ann Deverià y llevándolo entre sus brazos se dejó arrastrar fuera de la habitación. No conseguía decir ni una palabra. Ya no veía nada, y nada conseguía pensar. Temblaba, y basta.
Extraño, pequeño cortejo. El cuerpo hermosísimo de una mujer llevada en procesión. Un bulto de sangre muerto entre los brazos de un hombre que se arrastra temblando, seguido por una sombra impasible que aprieta en su puño un cuchillo. Atravesaron la posada, así, hasta salir a la playa. Un paso detrás de otro, en la arena, hasta la orilla del mar. Un rastro de sangre, detrás. Un poco de luna, encima.
—No te pares, Savigny.
Vacilando, introdujo los pies en el agua. Notaba aquel puñal punzándole en la espalda y, en sus brazos, un peso cada vez mayor. Como un títere, se arrastró unos metros. Lo detuvo aquella voz.
—Escúchalo, Savigny. Es el ruido del mar. Que este ruido y ese peso en tus brazos te persigan durante toda la vida que te queda.
Lo dijo lentamente, sin emoción, y con una sombra de cansancio. Después dejó caer el puñal en el agua, se dio la vuelta y volvió hacia la playa. La atravesó, siguiendo aquellas manchas oscuras, coaguladas en la arena. Caminaba lentamente, ya sin más pensamientos ni historia.
Anclado en el borde del mar, con las olas rompiendo entre sus piernas, Savigny permaneció inmóvil, incapaz de cualquier gesto. Temblaba. Y lloraba. Un fantoche, un niño, un derrelicto. Chorreaba sangre y llanto: cera de una vela que nadie apagaría nunca.
Adams fue ahorcado, en la plaza de Saint Amand, al amanecer del último día de abril. Llovía copiosamente, pero fueron muchos los que salieron de casa para disfrutar del espectáculo. Lo enterraron ese mismo día. Nadie sabe dónde.