Catorce días después de haber zarpado de Rochefort, la fragata Alliance, de la marina francesa, encalló, por la falta de pericia del comandante y la imprecisión de los mapas, en un banco de arena frente a las costas de Senegal. Todos los intentos para liberar el casco de la nave resultaron inútiles. No quedó más remedio que abandonar el barco. Dado que los botes disponibles no eran suficientes para acoger a todos los tripulantes, se construyó y botó una balsa de unos cuarenta pies de largo y la mitad de ancho. En ella hicieron subir a ciento cuarenta y siete hombres: soldados, marinos, algún pasajero, cuatro oficiales, un médico y un ingeniero cartógrafo. El plan de evacuación de la nave preveía que los cuatro botes disponibles remolcasen la balsa hasta la orilla. Poco después de haber abandonado los restos de la Alliance, sin embargo, el pánico y la confusión se apoderaron del convoy que, lentamente, intentaba ganar la costa. Por cobardía o ineptitud —nadie consiguió establecer nunca la verdad—, los botes perdieron el contacto con la balsa. La soga de remolque se rompió. O alguien la cortó. Los botes continuaron acercándose a tierra y la balsa fue abandonada a su suerte. No habría pasado ni media hora cuando, arrastrada por las corrientes, ya había desaparecido en el horizonte.

Lo primero es mi nombre, Savigny.

Lo primero es mi nombre, lo segundo es la mirada de los que nos abandonaron —sus ojos, en aquel momento —los mantenían clavados en la balsa, no lograban mirar hacia otra parte, pero no había nada en el interior de aquella mirada, la nada absoluta, ni odio ni piedad, remordimiento, miedo, nada. Sus ojos.

Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento: voy a morir, no moriré. Voy a morir no moriré voy a morir no moriré voy —el agua llega hasta las rodillas, la balsa se desliza bajo la superficie del mar, aplastada por el peso de demasiados hombres— a morir no moriré voy a morir no moriré —el olor, olor de miedo, de mar y de cuerpos, la madera que cruje bajo los pies, las voces, las cuerdas a las que agarrarse, mi ropa, mis armas, la cara del hombre que— voy a morir no moriré voy a morir no moriré voy a morir —las olas por todas partes, no hay que pensar ¿dónde está la tierra?, ¿quién nos lleva?, ¿quién tiene el mando?, el viento, la corriente, las plegarias como lamentos, las plegarias de rabia, el mar que grita, el miedo que

Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento y lo cuarto es la noche que se acerca, nubes sobre la luz de la luna, horrible oscuridad, ruidos solamente, es decir, gritos y lamentos y plegarias y blasfemias, y el mar que se levanta y empieza a barrer por todas partes aquel amasijo de cuerpos —sólo queda sujetarse a lo que se pueda, una cuerda, los tablones, el brazo de alguien, toda la noche, dentro del agua, bajo el agua, si hubiera una luz, una luz cualquiera, esta oscuridad es eterna, e insoportable el lamento que acompaña a cada instante —pero un momento, recuerdo, bajo el golpe de una ola imprevista, muro de agua, recuerdo, de repente, el silencio, un silencio escalofriante, un instante, y yo que grito, y que grito, y que grito,

Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto es la noche que se acerca, lo quinto son los cuerpos destrozados, atrapados entre los tablones de la balsa, un hombre como un pelele, colgado de un palo que le ha atravesado el tórax y que lo mantiene ahí, oscilando según la danza del mar, a la luz del día que descubre los muertos inmolados por el mar en la oscuridad, los separan uno a uno de sus horcas y al mar, que los ha atrapado, los restituyen, mar por todas partes, no hay tierra, no hay nave en el horizonte, nada —y es en ese paisaje de cadáveres y de nada donde un hombre se abre paso entre los otros y sin decir palabra se desliza hasta el agua y empieza a nadar, se va, simplemente, y otros lo ven y lo siguen, y a decir verdad algunos ni tan siquiera nadan, sólo se dejan caer al mar, sin moverse, desaparecen —incluso es dulce verlos —se abrazan antes de entregarse al mar —lágrimas en las caras de hombres inesperados— después se dejan caer al mar y respiran hondo el agua salada hasta bien dentro de los pulmones, abrasándolo todo, todo, nadie los detiene, nadie

Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto es la noche que se acerca, lo quinto esos cuerpos destrozados, y lo sexto es hambre —hambre que crece dentro y muerde en la garganta y baja a los ojos, cinco barricas de vino y un único saco de galletas, dice Corréard, el cartógrafo: No lo lograremos —los hombres se miran, se espían, es el instante en que se decide cómo se luchará, si es que se lucha, dice Lheureux, el primer oficial: Una ración para cada hombre, dos vasos de vino y una galleta —los hombres se espían, quizás sea la luz o el mar, que oscila perezoso como una tregua, o las palabras que Lheureux articula de pie sobre una barrica: Nos salvaremos, por el odio que profesamos a los que nos han abandonado, y regresaremos para mirarlos a los ojos, y ya no podrán volver a dormir ni vivir ni escapar a la maldición que seremos para ellos nosotros, los vivos, y ellos, asesinados cada día, para siempre, por su propia culpa —quizás sea esa luz silenciosa o el mar, que oscila perezoso, como una tregua, pero lo que ocurre es que los hombres callan y la desesperación se convierte en mansedumbre y orden y calma —desfilan uno a uno ante nosotros, sus manos, nuestras manos, una ración para cada uno —es casi un absurdo, podría pensarse, en el corazón del mar, más de cien hombres derrotados, perdidos, derrotados, se alinean en orden, un dibujo perfecto en el caos sin dirección del vientre del mar, para sobrevivir, silenciosamente, con inhumana paciencia, e inhumana razón.

Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto esos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre y lo séptimo es horror, el horror que estalla de noche —de nuevo la noche —el horror, la ferocidad, la sangre, la muerte, el odio, fétido horror. Se han apoderado de una barrica y el vino se ha apoderado de ellos. A la luz de la luna, un hombre da fuertes golpes con un hacha en los cordajes de la balsa, un oficial intenta detenerlo, se le echan encima y lo hieren a puñaladas, regresa sangrando hacia nosotros, sacamos los sables y los fusiles, desaparece la luz de la luna detrás de las nubes, es difícil comprender, es un instante interminable, y después una ola invisible de cuerpos y gritos y de armas que se abate sobre nosotros, la desesperación que busca la muerte, rápido y que todo termine, y el odio que busca un enemigo, rápido, para arrastrar al infierno —y en la luz que viene y desaparece recuerdo aquellos cuerpos corriendo hacia nuestros sables y el estallido de los disparos de fusil, y la sangre brotando de las heridas, y los pies resbalando sobre las cabezas aplastadas entre los tablones de la balsa, y aquellos desesperados arrastrándose con las piernas destrozadas hasta alguno de nosotros y, ya desarmados, mordernos en las piernas y permanecer aferrados esperando el disparo y la hoja que los destroce, al final —yo recuerdo— morir dos de los nuestros, literalmente despedazados a mordiscos por aquella bestia inhumana surgida de la nada de la noche, y morir decenas de ellos, descuartizados y ahogados, se arrastran por la balsa mirando hipnotizados sus mutilaciones, invocando a los santos mientras sumergen las manos en las heridas de los nuestros para arrancarles las vísceras —yo recuerdo—, un hombre se me echa encima, me aprieta el cuello con sus manos, y mientras intenta estrangularme no para de gimotear ni un instante «piedad, piedad, piedad», espectáculo absurdo, mi vida está en sus manos, y la suya sobre la punta de mi sable, que al final le penetra por un costado y después en el vientre y después en la garganta y después en la cabeza, que rueda al agua, y después en lo que queda, un amasijo de sangre, atrapado entre los tablones de la balsa, pelele inútil en el que empapo mi sable una vez, y dos y tres y cuatro y cinco

Lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto aquellos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre, lo séptimo horror y lo octavo los fantasmas de la locura, afloran en aquella especie de matadero, hórrido campo de batalla enjuagado por las olas, cuerpos por todas partes, pedazos de cuerpos, rostros verduscos, amarillentos, sangre coagulada en ojos sin pupilas, heridas abiertas y labios cuarteados, como cadáveres vomitados por la tierra, inconexo terremoto de muertos, moribundos, adoquinado de agonías engastadas en el peligroso esqueleto de la balsa en el que los vivos —los vivos— deambulan robando a los muertos miserias de nada, pero sobre todo desvaneciéndose en la locura uno a uno, cada cual a su manera, cada cual con sus fantasmas, arrebatados a la mente por el hambre, y por la sed, y por el miedo, y por la desesperación. Fantasmas. Todos los que ven tierra, ¡Tierra!, o naves en el horizonte. Gritan, y nadie los escucha. Hay uno que escribe una carta de protesta formal al almirante para expresar su indignación y denunciar la infamia y reclamar de manera oficial… Palabras, plegarias, visiones, un banco de peces voladores, una nube que indica el camino de la salvación, madres, hermanos, esposas que aparecen para enjugar las heridas y ofrecer agua y caricias, hay alguien que busca afanosamente su espejo, su espejo, quién ha visto mi espejo, devolvedme mi espejo, un espejo, mi espejo, un hombre que bendice a los moribundos con blasfemias y lamentos, y alguien habla al mar, en voz baja, le habla, sentado en el borde de la balsa, lo corteja, podría decirse, y oye sus respuestas, el mar que responde, un diálogo, el último, otros al final ceden a sus respuestas astutas y, convencidos, se dejan caer en el agua y se entregan al gran amigo que los devora llevándoselos lejos —mientras sobre la balsa, adelante y atrás, continúa corriendo Léon, Léon el muchacho, Léon el chico, Léon que tiene doce años, y la locura se ha apoderado de él, el terror se ha adueñado de él, y adelante y atrás corre de un lado para otro de la balsa gritando sin descanso un único grito madre mía madre mía madre mía madre mía, Léon de la dulce mirada y de la piel de terciopelo corre demencialmente, pájaro enjaulado, hasta matarse, le estalla el corazón, o quién sabe qué, dentro, quién sabe qué para hacer que se desplome de ese modo, de repente, con los ojos desorbitados y una convulsión en el pecho que lo sacude y al final lo arroja al suelo, inmóvil, de donde lo recogen los brazos de Gilbert —Gilbert, que lo quería— y lo abrazan con fuerza —Gilbert, que lo quería y ahora lo llora y lo besa, inconsolable, era extraño ver, allí en medio, en medio del infierno, la cara de aquel viejo que se inclina sobre los labios de aquel niño, era extraño ver esos besos, cómo puedo olvidarlos, yo que vi aquellos besos, yo sin fantasmas, yo con la muerte a cuestas y ni tan siquiera la gracia de algún fantasma o de alguna dulce locura, yo que he dejado de contar los días, pero sé que cada noche, de nuevo, aparecerá aquella bestia, tendrá que aparecer, la bestia del horror, el matadero nocturno, esta guerra que libramos, esta muerte que sembramos alrededor para no morir, nosotros que

Lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto aquellos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre, lo séptimo horror, lo octavo los fantasmas de la locura y lo noveno es carne aberrante, carne, carne secándose en los obenques de la vela, carne que sangra, carne, carne de hombre, en mis manos, bajo mis dientes, carne de hombres que he visto, que estaban allí, carne de hombres vivos y después muertos, asesinados, despedazados, enloquecidos, carne de brazos y de piernas que he visto luchar, carne arrancada de los huesos, carne que tenía un nombre, y que ahora devoro loco de hambre, días masticando el cuero de nuestros cinturones y pedazos de estopa, ya no hay nada más, nada, en esta balsa atroz, agua de mar y orina puesta a refrescar en vasos de hojalata, pedazos de estaño bajo la lengua para no enloquecer de sed, y mierda que no se consigue engullir, y cuerdas empapadas de sangre y de sal como único alimento que sabe a vida, hasta que alguien, ciego de hambre, se reclina sobre el cadáver del amigo y llorando y hablando y rogando le arranca la carne, y como una bestia se la lleva consigo a un rincón y empieza a chuparla y después a morder y a vomitar y de nuevo a morder, venciendo rabiosamente la repugnancia para arrancarle a la muerte el último atajo hacia la vida, sendero atroz, pero que uno a uno enfilamos, todos, ahora iguales en ese convertirnos en bestias y chacales, al final mudos, cada uno con su jirón de carne, el sabor áspero entre los dientes, las manos pringosas de sangre, en el vientre el mordisco de un dolor alucinante, el olor a muerte, el hedor, la piel, la carne que se deshace, la carne deshilachada, que rezuma agua y suero, aquellos cuerpos abiertos, como gritos, mesas preparadas para los animales que somos, final de todo, rendición horrible, derrota obscena, abominable descalabro, blasfema catástrofe, y es allí donde yo —yo— levanto la mirada —yo levanto la mirada —la mirada —es allí donde levanto la mirada y lo veo —yo—, lo veo: el mar. Por primera vez, después de días y días, verdaderamente lo veo. Y oigo su voz desmedida y el fortísimo olor y, dentro, su imparable danza, ola infinita. Todo desaparece y sólo queda él, frente a mí, sobre mí. Una revelación. Se diluye la mortaja de dolor y de miedo que me ha robado el alma, se deshace la red de las infamias, de las crueldades, de los horrores que se han apoderado de mis ojos, se disuelve la sombra de la muerte que ha devorado mi mente, y en la luz repentina de una claridad imprevisible finalmente veo, y siento, y comprendo. El mar. Parecía un espectador, hasta silencioso, cómplice. Parecía marco, escenario, telón. Ahora lo veo y comprendo: el mar era todo. Ha sido, desde el primer momento, todo. Lo veo bailar a mi alrededor, suntuoso en una luz de hielo, maravilloso monstruo infinito. Él estaba en las manos que mataban, en los muertos que morían, él estaba en la sed y en el hambre, en la agonía estaba él, en la cobardía y en la locura, él era el odio y la desesperación, era la piedad y la renuncia, él es esta sangre y esta carne, él es este horror y este esplendor. No hay balsa, no hay hombres, no hay palabras, sentimientos, gestos, nada. No hay culpables ni inocentes, condenados y salvados. Hay sólo mar. Todas las cosas se han convertido en mar. Nosotros, abandonados por la tierra, somos el vientre del mar, y el vientre del mar somos nosotros, y en nosotros respira y vive. Contemplo cómo baila en su capa esplendorosa para alegría de sus propios ojos invisibles y finalmente sé que esta no es la derrota de ningún hombre, puesto que todo esto se trata solamente del triunfo del mar, y de su gloria, y entonces, entonces HOSANNA, HOSANNA, HOSANNA, océano mar, poderoso océano sobre todas las potencias y maravilloso sobre todas las maravillas, HOSANNA Y GLORIA A ÉL, amo y siervo, víctima y verdugo, HOSANNA, la tierra se inclina a su paso y roza con labios perfumados la orla de su manto, SANTO, SANTO, SANTO, regazo de todo neonato y vientre de toda muerte, HOSANNA Y GLORIA A ÉL, refugio de todo destino y corazón que respira, inicio y fin, horizonte y fuente, amo de la nada, maestro del todo, HOSANNA Y GLORIA A ÉL, señor del tiempo y amo de las noches, el único y el solo, HOSANNA porque suyo es el horizonte, y vertiginoso su seno, profundo e insondable, y GLORIA, GLORIA, GLORIA en lo alto de los cielos porque no hay cielo que en Él no se refleje y se pierda, y no hay tierra que a Él no se rinda; Él, invencible, Él, esposo predilecto de la luna y padre atento de las gentiles mareas, ante Él se inclinen todos los hombres y eleven el canto de HOSANNA Y DE GLORIA ya que Él está dentro de ellos, y en ellos crece, y ellos en Él viven y mueren, y Él es para ellos el secreto y la meta y la verdad y la condena y la salvación y el único camino para la eternidad, y así es, y así continuará siendo, hasta el fin de los días, que será el fin del mar, si el mar tiene fin, Él, el Santo, el Único y el Solo, Océano Mar, por quien HOSANNA Y GLORIA hasta el fin de los siglos. AMÉN.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

A m é n.

Lo primero

lo primero es mi nombre,

lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos,

lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca,

lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto aquellos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre

lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto aquellos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre, lo séptimo horror, lo octavo los fantasmas de la locura

lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto aquellos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre, lo séptimo horror, lo octavo los fantasmas de la locura, lo noveno es carne y lo décimo es un hombre que me mira y no me mata. Se llama Thomas. De todos ellos era el más fuerte. Porque era astuto. No conseguimos matarlo. Lo intentó Lheureux, la primera noche. Lo intentó Corréard. Pero ese hombre tiene siete vidas. A mi alrededor todos sus compañeros están muertos. En la balsa sólo quedamos quince. Y uno es él. Ha permanecido largo tiempo en el rincón más alejado de nosotros. Después ha empezado a arrastrarse, lentamente, y a acercarse. Cada movimiento es un esfuerzo imposible, bien lo sé yo, que permanezco inmóvil aquí, desde la última noche, y aquí he decidido morir. Cada palabra es un esfuerzo atroz y cada movimiento una fatiga imposible. Pero él continúa acercándose. Lleva un cuchillo en el cinto. Y es a mí a quien busca. Lo sé.

Quién sabe cuánto tiempo ha pasado. Ya no hay día, ya no hay noche, todo es silencio inmóvil. Somos un cementerio a la deriva. He abierto los ojos y él estaba aquí. No sé si es una pesadilla o es real. Quizás sólo sea la locura, finalmente, una locura que ha venido a buscarme. Pero si es la locura, hace daño, y no tiene nada de dulce. Yo querría que ese hombre hiciera algo. Pero sigue mirándome y basta. Podría dar un solo paso y lo tendría ya encima. Yo ya no tengo armas. Él tiene un cuchillo. Yo ya no tengo fuerzas, nada. Él tiene en sus ojos la calma y la fortaleza de un animal al acecho. Es increíble que todavía consiga odiar, aquí, en esta sórdida cárcel a la deriva donde ya no hay más que muerte. Es increíble que consiga recordar. Bastaría con que consiguiera hablar, bastaría con que hubiera un poco de vida en mí, para decirle que lo hiciera, que no hay piedad, que no hay culpa en este infierno y que ni él ni yo estamos aquí, sino sólo el mar, el océano mar. Le diría que no me mirase más, y que me matara. Por favor. Pero no soy capaz de hablar. Él no se mueve de su sitio, no quita sus ojos de los míos. Y no me mata. ¿Cuándo acabará todo esto?

Hay un silencio horrendo en la balsa y alrededor de ella. Ya nadie se queja. Los muertos están muertos, los vivos esperan y basta. Ni plegarias, ni gritos, nada. El mar danza, pero lentamente, parece una despedida, en voz baja. Ya no siento ni hambre ni sed ni dolor. Todo es sólo un inmenso cansancio. Abro los ojos. Ese hombre todavía sigue ahí. Vuelvo a cerrarlos. Mátame, Thomas, o déjame morir en paz. Ya te has vengado. Márchate. Gira los ojos hacia el mar. Yo ya no soy nada. Ya no es mía mi alma, ya no es mía mi vida, no me robes, con esos ojos, la muerte.

El mar danza, pero lentamente.

Ni plegarias, ni gritos, nada.

El mar danza, pero lentamente.

¿Querrá contemplar mi muerte?

Me llaman Thomas. Y esta es la historia de una infamia. La escribo en mi mente, ahora, con las fuerzas que me quedan y con los ojos fijos en ese hombre que nunca obtendrá mi perdón. La muerte la leerá.

La Alliance era una nave fuerte y grande. El mar nunca habría podido derrotarla. Se requieren tres mil robles para construir una nave como esa. Un bosque flotante. Lo que la condenó fue la estupidez de los hombres. El capitán Chamareys consultaba los mapas y medía la profundidad del lecho marino. Pero no sabía leer el mar. No sabía leer sus colores. La Alliance acabó en el banco de Arguin sin que nadie supiera detenerla. Extraño naufragio; se oyó una especie de sordo lamento que subía desde las entrañas del casco y después la nave se quedó clavada, ligeramente escorada hacia un lado. Inmóvil. Para siempre. He visto naves espléndidas luchando contra tormentas feroces, y he visto algunas de ellas rendirse y desaparecer entre olas altas como castillos. Era como un duelo. Bellísimo. Pero la Alliance no ha podido combatir. Un final silencioso. Con un inmenso mar casi plano a su alrededor. El enemigo lo tenía dentro, no delante. Y toda su fuerza nada valía contra un enemigo así. He visto muchas vidas naufragar de esa manera absurda. Pero naves, nunca.

El casco empezaba a crujir. Decidieron abandonar la Alliance a su suerte y construyeron aquella balsa. Olía a muerte incluso antes de bajarla al agua. Los hombres lo notaban y se agolpaban alrededor de los botes para escapar de aquella trampa. Hubo que apuntar los fusiles contra ellos para obligarlos a subir. El capitán prometió y juró que no los abandonarían, que los botes remolcarían la balsa, que no había ningún peligro. Acabaron, amontonados como animales, en aquella barcaza sin bordes, sin quilla, sin timón. Y yo era uno de ellos. Había soldados y marineros. Algún pasajero. Y además cuatro oficiales, un cartógrafo y un médico llamado Savigny: se colocaron en el centro de la balsa, donde se habían puesto las provisiones, las pocas que no se habían perdido en el mar durante el caótico transbordo. Estaban de pie, subidos sobre un arcón: a su alrededor estábamos nosotros, con el agua hasta las rodillas porque la balsa se hundía con nuestro peso. Tendría que haberlo comprendido todo desde ese mismo momento.

De aquellos instantes me ha quedado una imagen. Schmaltz. Schmaltz el gobernador, quien tenía que tomar posesión, en nombre del rey, de las nuevas colonias. Lo bajaron por el costado de estribor sentado en su sitial. El sitial, de terciopelo y oro, y él sentado encima, impasible. Los bajaron como si fueran una única estatua. Nosotros, en aquella balsa, todavía amarrados a la Alliance, pero combatiendo ya contra el mar y el miedo. Y él allí bajando, colgado en el vacío, hacia su bote, seráfico como esos ángeles que descienden desde el techo en los teatros de las ciudades. Oscilaba, él con su sitial, como un péndulo. Y pensé: oscila como un ahorcado, en la brisa de la tarde.

No sé cuál fue el momento exacto en que nos abandonaron. Estaba luchando por permanecer de pie y por mantener a Thérèse cerca de mí. Pero oí unos gritos, y después unos disparos. Levanté la mirada. Y por encima de decenas de cabezas que ondeaban, y de decenas de manos que cortaban el aire, vi el mar, y los botes lejanos, y la nada entre ellos y nosotros. Miraba incrédulo. Sabía que no volverían. Estábamos en manos del azar. Sólo la fortuna podría salvarnos. Pero los derrotados nunca tienen fortuna.

Thérèse era una chiquilla. No sé cuántos años tendría en realidad. Pero parecía una chiquilla. Cuando yo estaba en Rochefort y trabajaba en el puerto, ella pasaba con las cestas de pescado y me miraba. Me miró hasta que me enamoré de ella. Era todo lo que tenía allí. Mi vida, en lo que pudiera valer, y ella. Cuando me enrolé en la expedición a las nuevas colonias, conseguí que la emplearan como despensera. Así partimos, embarcados los dos en la Alliance. Parecía un juego. Pensándolo bien, en aquellos primeros días parecía un juego. Si sé lo que significa ser feliz, en aquellas noches nosotros lo éramos. Cuando acabé entre los que tenían que subir a la balsa, Thérèse quiso venir conmigo. Ella podía haber subido a un bote, pero quiso venir conmigo. Yo le dije que no cometiera una locura, que nos encontraríamos en tierra, que no tenía nada que temer. Pero ella no quiso escucharme. Había hombres grandes y fuertes como rocas que lloriqueaban e imploraban un sitio en aquellos malditos botes, saltando de la balsa, y arriesgándose a que los mataran con tal de huir de allí. Ella se subió a la balsa, sin decir ni una palabra, escondiendo todo el miedo que tenía. Las mujeres hacen cosas, a veces, que lo dejan a uno de piedra. Podrías pasarte toda la vida intentándolo, pero no serías capaz de conseguir esa ligereza que ellas tienen algunas veces. Son ligeras por dentro. Por dentro.

Los primeros murieron por la noche, arrastrados al mar por las olas que barrían la balsa. En la oscuridad, se oían sus gritos alejarse poco a poco. Al alba, faltaba una decena de hombres. Algunos yacían aprisionados entre los tablones de la balsa, pisoteados por los demás. Los cuatro oficiales, junto con Corréard, el cartógrafo, y Savigny, el médico, se hicieron con el control de la situación. Tenían las armas. Y controlaban las provisiones. Los hombres se fiaban de ellos. Lheureux, uno de los oficiales, incluso dio un buen discurso, ordenó que izaran una vela y dijo Nos llevará a tierra y allí perseguiremos a los que nos han traicionado y abandonado y no nos detendremos hasta que hayan catado nuestra venganza. Dijo justamente eso: hasta que hayan catado nuestra venganza. Ni siquiera parecía un oficial. Parecía uno de nosotros. Los hombres se enardecieron ante aquellas palabras. Todos pensábamos que así acabarían de verdad las cosas. Sólo había que resistir y no tener miedo. El mar se había calmado. Un viento ligero hinchaba nuestra vela improvisada. Cada uno de nosotros recibió su ración de bebida y de comida. Thérèse me dijo: Saldremos de esta. Y yo dije: Sí.

Fue a la puesta de sol cuando los oficiales, sin decir ni una palabra, sacaron del arcón uno de los tres barriles de vino, dejando que se deslizara hasta nosotros. No movieron ni un dedo cuando algunos se abalanzaron sobre él, lo abrieron y empezaron a beber. Los hombres corrían hacia el barril, había un gran caos, todos querían aquel vino, y yo no entendía nada. Permanecí inmóvil, manteniendo a Thérèse cerca de mí. Había algo extraño en todo aquello. Después se oyeron gritos y los hachazos con que alguien intentaba romper las cuerdas que mantenían unida la balsa. Fue como una señal. Se desencadenó una lucha salvaje. Reinaba la oscuridad, sólo a ratos aparecía la luna por detrás de las nubes. Oía los disparos de fusil, y como apariciones, en aquellas repentinas lenguas de luz, veía hombres que arremetían unos contra otros, y cadáveres, y sables que golpeaban a ciegas. Gritos, furiosos gritos, y lamentos. Sólo tenía un cuchillo: el mismo que ahora clavaré en el corazón de ese hombre que ya no tiene fuerzas para escapar. Lo empuñé, aunque no sabía quién era el enemigo, no quería matar, no comprendía. Después salió la luna una vez más, y vi: un hombre desarmado se abrazaba a Savigny, el médico, y gritaba piedad, piedad, piedad, y no dejó de gritar cuando el primer sablazo le penetró en el vientre, y después el segundo, y el tercero… Vi cómo se desplomaba. Vi la cara de Savigny. Y comprendí. Quién era el enemigo. Y que el enemigo vencería.

Cuando volvió la luz, en un alba atroz, sobre la balsa había decenas de cadáveres, horrendamente mutilados, y hombres que agonizaban por todas partes. En torno al arcón, una treintena de hombres armados vigilaba las provisiones. En los ojos de los oficiales había una especie de eufórica seguridad. Se paseaban por la balsa, con el sable desenvainado, tranquilizando a los vivos y arrojando al mar a los moribundos. Nadie osaba decir nada. El terror y el desconcierto por aquella noche de odio enmudecía y paralizaba a todos. Nadie comprendía todavía, con certeza, qué era lo que había ocurrido. Yo miraba todo aquello y pensaba: si esto sigue así no tenemos esperanza. El oficial más antiguo se llamaba Dupont. Pasó cerca de mí, con su uniforme blanco manchado de sangre, refunfuñando algo sobre los deberes de los soldados y no sé qué más. Llevaba una pistola en la mano y el sable en su funda. Me dio la espalda durante unos instantes. Sabía que no me daría otra oportunidad. Sin tiempo siquiera de gritar, se encontró inmovilizado con un cuchillo al cuello. Desde el arcón, los hombres apuntaron instintivamente sus fusiles hacia nosotros. Incluso hubieran disparado, pero Savigny gritó que se detuvieran. Y entonces, en el silencio, fui yo quien habló, presionando el cuchillo en el cuello de Dupont. Y dije: Nos están matando uno a uno. Y no se detendrán hasta que sólo queden ellos. Esta noche han hecho que os emborracharais. Pero la próxima no necesitarán ni coartadas ni ayudas. Tienen las armas y nosotros ya no somos muchos. En la oscuridad, harán lo que quieran. Podéis creerme o no, pero así es. No hay provisiones para todos, y ellos lo saben. No dejarán con vida ni a un solo hombre más de los que necesitan. Podéis creerme o no, pero así es.

Los hombres que estaban a mi alrededor permanecieron como embobados. El hambre, la sed, la batalla de la noche, aquel mar que no dejaba de danzar… Intentaban pensar, querían comprender. Es difícil imaginarse que uno, perdido allí, luchando con la muerte, tenga que descubrir a otro enemigo, más insidioso todavía: hombres como tú. Contra ti. Había algo absurdo en todo aquello. Y sin embargo era cierto. Uno a uno se apiñaron a mi alrededor. Savigny gritaba amenazas y órdenes. Pero nadie lo escuchaba. Por muy idiota que fuera, estaba empezando una guerra en aquella balsa perdida en el mar. Entregamos vivo a Dupont, el oficial, a cambio de unos pocos víveres y armas. Nos agrupamos en una esquina de la balsa. Y esperamos la noche. Mantenía a Thérèse cerca de mí. Continuaba dictándome: no tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo.

No quiero recordar aquella noche ni las otras que siguieron. Una meticulosa y concienzuda carnicería. Cuanto más tiempo pasaba, más necesario era que fuéramos pocos para sobrevivir. Y ellos, científicamente, mataban. Había algo que me fascinaba en aquella lucidez calculadora, en aquella inteligencia sin piedad. Se requería una mente extraordinaria para no perder, en aquella desesperación, el hilo lógico de aquel exterminio. En los ojos de este hombre, que ahora me miran como si fuera un sueño, he leído, mil veces, con odio y admiración, los signos de una horrenda genialidad.

Intentábamos defendernos. Pero era imposible. Los débiles sólo pueden huir. Y no se puede huir de una balsa perdida en medio del mar. Durante la jornada se combatía contra el hambre, la desesperación, la locura. Después caía la noche y se reiniciaba aquella guerra cada vez más cansina, extenuada, hecha de gestos cada vez más lentos, librada por asesinos moribundos y fieras agonizantes. Al alba, nuevos muertos alimentaban la esperanza de los vivos y su horrible plan de salvación. No sé cuánto duró todo aquello. Pero tenía que acabar, tarde o temprano, de algún modo. Y acabó. Se acabaron el agua, el vino, lo poco que quedaba todavía para comer. Ninguna nave había acudido para salvarnos. Ya no quedaba tiempo para cálculo alguno. Ya no quedaba nada por lo que matarse. Vi a dos oficiales lanzar al agua sus armas y lavarse durante horas, obsesivamente, en el agua del mar. Querían morir inocentes. Eso era lo que quedaba de sus ambiciones y de su inteligencia. Todo inútil. Aquella masacre, sus infamias, nuestra rabia. Todo absolutamente inútil. No hay ni inteligencia ni coraje que puedan cambiar un destino. Recuerdo que busqué el rostro de Savigny. Y vi, finalmente, el rostro de un derrotado. Ahora sé que, en el umbral de la muerte, las caras de los hombres siguen siendo una mentira.

Aquella noche abrí los ojos, despabilado por un ruido, y acerté a ver, a la tenue luz de la luna, la silueta de un hombre, de pie ante mí. Instintivamente empuñé el cuchillo y lo dirigí hacia él. El hombre se detuvo. No sabía si era un sueño, una pesadilla o qué. Tenía que conseguir no cerrar los ojos. Permanecí inmóvil. Instantes, minutos, no lo sé. Después, el hombre se dio la vuelta. Y vi dos cosas. La cara, y era la de Savigny, y un sable que cortaba el aire y que caía sobre mí. Fue un momento. No sabía si era un sueño, una pesadilla o qué. No sentía dolor, nada. No había sangre sobre mi cuerpo. El hombre desapareció. Permanecí inmóvil. Sólo al cabo de un instante me di la vuelta y vi: allí estaba Thérèse, tendida a mi lado, con una herida que le sajaba el pecho y con los ojos completamente abiertos, mirándome, estupefactos. No. No podía ser cierto. No. Ahora que todo había acabado. ¿Por qué? Tiene que ser un sueño, una pesadilla, no puede haberlo hecho verdaderamente. No. Ahora no. ¿Por qué ahora?

—Adiós, amor mío.

—Oh, no, no, no, no.

—Adiós.

—No morirás, te lo juro.

—Adiós.

—Por favor, no morirás…

—Déjame.

—No morirás.

—Déjame.

—Nos salvaremos, tienes que creerme.

—Amor mío…

—No te mueras…

—Amor mío.

—No te mueras, no te mueras, no te mueras.

Fortísimo, se oía el ruido del mar. Fuerte como nunca antes lo había oído. La cogí entre mis brazos y me arrastré hasta el borde de la balsa. Dejé que se deslizara hasta el agua. No quería que permaneciera en aquel infierno, y si no había un palmo de tierra allí para amparar su paz, que fuera el profundo mar el que la acogiera. Un inmenso jardín de muertos, sin cruces ni límites. Se deslizó como una ola, sólo que más bella que las otras.

No sé. Es difícil comprender todo esto. Si tuviera una vida por delante, quizás me la pasaría relatando esta historia, sin pararme nunca, mil veces, hasta que, un día, llegara a comprenderla. Pero delante sólo tengo un hombre que aguarda mi cuchillo. Y luego mar, mar, mar.

La única persona que de verdad me ha enseñado algo, un viejo que se llamaba Darrell, decía siempre que hay tres clases de hombres: los que viven frente al mar, los que se internan en el mar y los que logran regresar, vivos, del mar. Y decía: ya verás qué sorpresa cuando descubras cuáles son los más felices. Yo era un niño, por aquel entonces. En invierno miraba las naves en dique seco, sujetas con enormes armazones de madera, con el casco al aire y la quilla cortando la arena como una cuchilla inútil. Y pensaba: yo no me quedaré aquí. Quiero llegar hasta el interior del mar. Porque si hay algo cierto en este mundo, está allí. Ahora estoy allí, en lo más profundo del vientre del mar. Todavía estoy vivo porque he matado sin piedad, porque como esta carne arrancada a los cadáveres de mis compañeros, porque he bebido su sangre. He visto infinitas cosas que desde la orilla del mar son invisibles. He visto lo que de verdad es el deseo, y lo que es el miedo. He visto a hombres desmoronarse y transformarse en niños. Y después cambiar de nuevo y convertirse en bestias feroces. He visto soñar sueños maravillosos, y he escuchado las historias más hermosas de mi vida, contadas por hombres cualesquiera un instante antes de lanzarse al mar y desaparecer para siempre. He leído en el cielo signos que no conocía y contemplado el horizonte con ojos que no creía poseer. He comprendido lo que es verdaderamente el odio sobre estos tablones ensangrentados, con el agua del mar encima, pudriendo las heridas. Y no sabía lo que es la piedad antes de haber visto nuestras manos de asesinos acariciando durante horas los cabellos de un compañero que no acababa de morir. He visto la fiereza en los moribundos arrojados a patadas de la balsa, he visto la dulzura en los ojos de Gilbert mientras besaba a su pequeño Léon, he visto la inteligencia en los gestos con que Savigny bordaba su masacre, y he visto la locura en aquellos dos hombres que una mañana abrieron sus alas y se marcharon volando, por el cielo. Aunque viviera mil años más, amor sería el nombre del leve peso de Thérèse, entre mis brazos, antes de deslizarse entre las olas. Y destino sería el nombre de este océano mar, infinito y hermoso. No me equivocaba allá en la orilla, en aquellos inviernos, al pensar que aquí se encontraba la verdad. He tardado años en descender hasta el fondo del vientre del mar pero he hallado lo que buscaba. Las cosas ciertas. Incluso la más insoportable y atrozmente cierta entre todas. Esta mar es un espejo. Aquí, en su vientre, me he visto a mí mismo. He visto de verdad.

No sé. Si tuviera una vida por delante —yo, que estoy a punto de morir—, la pasaría relatando esta historia sin pararme nunca, mil veces, para comprender qué quiere decir que la verdad sólo se concede al horror, y que para alcanzarla hemos tenido que pasar por este infierno, para verla hemos tenido que destruirnos unos a otros, para poseerla hemos tenido que convertirnos en bestias feroces, para sacarla de su escondrijo hemos tenido que desgarrarnos de dolor. Y para ser verdaderos hemos tenido que morir. ¿Por qué? ¿Por qué las cosas sólo llegan a ser verdaderas en la dentellada de la desesperación? ¿Quién ha trastornado el mundo de esta manera, para que la verdad tenga que estar en el lado oscuro, y la inconfesable ciénaga de una humanidad repudiada sea la única tierra inmunda en donde crece, únicamente, lo que no es mentira? Y, al final, ¿qué clase de verdad es esta, que apesta a cadáver, y crece en la sangre, se nutre de dolor, y vive donde el hombre se humilla, y triunfa donde el hombre se agosta? ¿Es la verdad de quién? ¿Es una verdad para nosotros? Allá en la orilla, en aquellos inviernos, yo imaginaba una verdad que era quietud, era regazo, era alivio, y clemencia, y dulzura. Era una verdad hecha para nosotros. Que nos esperaba, y que se reclinaría sobre nosotros, como una madre reencontrada. Pero aquí, en el vientre del mar, he visto a la verdad construir su nido, meticulosa y perfecta: y lo que he visto ha sido un ave rapaz, majestuosa en el vuelo, y feroz. No sé. No era eso lo que soñaba, en invierno, cuando soñaba con esto.

Darrell era uno de los que habían regresado. Había visto el vientre del mar, había estado aquí, pero había regresado. Era un hombre amado por el cielo, decía la gente. Había sobrevivido a dos naufragios y, según se decía, la segunda vez había navegado más de tres mil millas, sobre una barca insignificante, antes de llegar a tierra. Días y días en el vientre del mar. Y después había regresado. Por eso la gente decía: Darrell es sabio, Darrell ha visto, Darrell sabe. Yo pasaba los días escuchándole hablar: pero del vientre del mar nunca me dijo nada. No le apetecía hablar de ello. Ni siquiera le gustaba que la gente lo considerara experto y sabio. Sobre todo no soportaba que alguien pudiera decir de él que se había salvado. No podía oír aquella palabra: salvado. Bajaba la cabeza, y entrecerraba los ojos, de una forma que era imposible olvidar. Yo lo miraba en aquellos momentos y no lograba darle un nombre a lo que leía en su rostro, y que, lo sabía, era su secreto. Mil veces llegué a rozar ese nombre. Aquí, en esta balsa, en el vientre del mar, lo he hallado, Y ahora sé que Darrell era un hombre experto y sabio. Un hombre que había visto. Pero, por encima de todas las cosas, y en lo más profundo de cada uno de sus instantes, era un hombre —inconsolable. Eso es lo que me ha enseñado el vientre del mar. Que quien ha visto la verdad permanecerá para siempre inconsolable. Y verdaderamente salvado sólo lo está quien nunca ha estado en peligro. Incluso podría dibujarse, ahora, una nave en el horizonte, y correr hasta aquí sobre las olas, y llegar un instante antes que la muerte y llevarnos consigo, y hacernos regresar vivos, vivos: pero no sería esto lo que, en verdad, podría salvarnos. Aunque volviéramos a encontrar alguna vez una tierra cualquiera, ya nunca podríamos ser salvados. Y lo que hemos visto permanecerá en nuestros ojos, lo que hemos hecho permanecerá en nuestras manos, lo que hemos sentido permanecerá en nuestra alma. Y para siempre nosotros, los que hemos conocido las cosas verdaderas, para siempre nosotros, los hijos del horror, para siempre nosotros, los retomados del vientre del mar, para siempre nosotros, los expertos y sapientes, para siempre —seremos inconsolables.

Inconsolables.

Inconsolables.

Hay un gran silencio en la balsa. Savigny abre los ojos de vez en cuando y me mira. Estamos tan cerca de la muerte, estamos tan dentro del vientre del mar, que ya ni siquiera las caras alcanzan a mentir. La suya es tan verdadera. Miedo, cansancio y desagrado. Quién sabe lo que lee él en la mía. Está ya tan cerca que a veces noto su olor. Ahora me arrastraré hasta allí, y con mi cuchillo le partiré el corazón. Qué duelo más extraño. Durante días, en una balsa a merced del mar, en medio de todas las muertes posibles, hemos estado persiguiéndonos y alcanzándonos continuamente. Cada vez más agotados, cada vez más lentamente. Y ahora parece eterna esta última estocada. Pero no lo será. Lo juro. Que ningún destino se haga ilusiones: por muy omnipotente que sea no llegará a tiempo de detener este duelo. Él no morirá antes de que lo maten. Y, antes de morir, yo lo mataré. Es lo que me queda: el leve peso de Thérèse, impreso como una huella indeleble en mis brazos, y la necesidad, el deseo de una forma cualquiera de justicia. Que sepa este mar que la obtendré. Que sepa este mar que yo llegaré antes que él. Y no será entre sus olas donde pagará Savigny, sino en mis manos.

Hay un gran silencio en la balsa. Fortísimo, sólo se oye el ruido del mar.

Lo primero es mi nombre, lo segundo aquellos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto aquellos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre, lo séptimo horror, lo octavo los fantasmas de la locura, lo noveno es carne aberrante y lo décimo es un hombre que me mira y no me mata.

Lo último es una vela.

Blanca. En el horizonte.