—Así que nos dejáis, doctor Savigny…

—Sí, señor.

—Y habéis decidido regresar a Francia.

—Sí.

—No será fácil para vos…, quiero decir, la curiosidad de la gente, las gacetas, los políticos… Me temo que se ha generado una verdadera caza de los supervivientes de aquella balsa…

—Eso me han dicho.

—Casi se ha convertido en un asunto nacional. Suele ocurrir, cuando se mete la política por medio…

—Antes o después, ya lo veréis, todos se olvidarán de esa historia.

—No lo dudo, querido Savigny. Tomad: estos son los papeles para vuestro embarque.

—Es mucho lo que os debo, capitán.

—Callad.

—Y en cuanto a vuestro doctor, tal vez le debo la vida… ha hecho milagros.

—Savigny, si nos ponemos a contar los milagros de esta historia, no acabaremos nunca. Marchad. Y que tengáis suerte.

—Gracias, capitán… Ah, una cosa más…

—Decidme.

—Ese… Ese timonel…, Thomas…, dicen que se ha escapado del hospital…

—Sí, es una historia rara. Seguro que aquí no habría ocurrido, pero allí, en el hospital civil, ya podéis imaginaros cómo…

—¿Se ha sabido algo más de él?

—No, por ahora no. Pero no puede haber ido muy lejos en el estado en que se encontraba. Lo más seguro es que haya muerto en cualquier parte…

—¿Muerto?

—Bueno, es lo menos que se puede esperar de alguien que…, ah, perdonadme, ¿acaso era amigo vuestro?

—No será difícil, Savigny, sólo tendréis que repetir lo que escribisteis en vuestro cuaderno. A propósito, habréis hecho un buen negocio, ¿verdad?, con ese librito…, no se lee otra cosa en los salones…

—Os he preguntado si es absolutamente necesario que vaya al tribunal.

—Ah, no, no sería necesario, pero este es un proceso jodido, tenemos los ojos de todo el país sobre nosotros, no se puede trabajar bien…, todo conforme a lo que dicta la ley, es absurdo…

—Estará también Chaumareys…

—Claro que estará…, quiere defenderse en persona…, pero no tiene ninguna oportunidad, cero, la gente quiere su cabeza y la tendrá.

—No fue sólo culpa suya.

—Eso no importa, Savigny. Él era el capitán. Él llevó la Alliance hasta aquel pantano, él decidió abandonarla, y fue él también quien, para acabar de hacer la gracia, os dejó ir a la deriva en aquella trampa del infierno…

—Está bien, está bien, dejémoslo estar. Nos veremos en el tribunal.

—Hay algo más…

—Dejadme marchar, Parpeil.

Abogado Parpeil, gracias.

—Adiós.

—No, no podéis marcharos.

—¿Qué más hay?

—Ah, un incordio…, nada importante, pero ya sabéis, es mejor ser prudentes…, en fin, corren ciertos rumores, parece que alguien escribió un… llamémosle diario, una especie de diario en aquellos días de la balsa…, por lo visto es un marinero y eso ya resulta indicativo de la seriedad del asunto…, imaginaos, un marinero que escribe, algo absurdo, obviamente, pero de todos modos parece que uno de los supervivientes…

—Thomas. Thomas sabía escribir.

—¿Perdón?

—No, nada.

—Bueno, en fin, en ese diario parece que hay cosas… en cierta manera… incómodas, digamos…, en fin, lo explica de manera algo distinta de como lo habéis contado vos y los otros…

—Y leía. Libros. Sabía leer y escribir.

—¡Por Dios! ¿Queréis hacer el favor de escucharme?

—¿Sí?

—Intentad comprender, levantar una calumnia es lo más fácil del mundo…, puede incluso amargaros la vida…, en fin, me preguntaba si estaríais dispuesto a utilizar cierta suma de dinero, ya me entendéis, no hay otro modo de defenderse de la calumnia, y por otra parte es mejor sofocar el asunto antes de que… ¡Savigny! ¿Adónde diablos vais? ¡Savigny! Mirad que no tenéis por qué ofenderos, lo decía sólo por vuestro bien, yo soy del oficio…

—Vuestra declaración ha sido muy valiosa, doctor Savigny. Este Tribunal os lo agradece y os invita a tomar asiento.

—…

—Doctor Savigny…

—Sí, perdonad, quería…

—¿Tenéis algo más que añadir?

—No…, o mejor… sólo una cosa… Quería decir que… el mar es distinto…, no se puede juzgar lo que ocurre allí dentro…, el mar es otra cosa.

—Doctor, este es un tribunal de la Marina Real: sabe perfectamente lo que es el mar.

—¿De verdad lo creéis?

—Creedme, leer ese delicioso librito vuestro ha sido emocionante…, incluso demasiado intenso para una vieja dama como yo…

—Marquesa, qué decís…

—Es la verdad, doctor Savigny, ese libro es tan…, cómo podría decírselo…, realista, eso es, lo leía y me parecía estar allí, en aquella balsa, en medio del mar, me daban escalofríos…

—Me halagáis, Marquesa.

—No, no…, ese libro es verdaderamente…

—Buenos días, doctor Savigny.

—Adele…

—Adele, hija mía, no se puede hacer esperar así a un caballero tan ocupado como el doctor…

—Oh, estoy segura de que lo habréis torturado con mil preguntas sobre sus aventuras, ¿no es cierto, Savigny?

—Es un placer hablar con vuestra madre.

—Un poco más y hasta se habría enfriado el té.

—Estáis espléndida, Adele.

—Gracias.

—¿Una taza más, doctor?

—¿Tenía los ojos oscuros?

—Sí.

—Alto, con el pelo negro, liso…

—Recogidos a la altura de la nuca, señor.

—¿Un marinero?

—Podía parecerlo. Pero vestía… normalmente, casi elegante.

—Y no ha dicho su nombre.

—No. Sólo ha dicho que volverá.

—¿Que volverá?

—Lo hemos encontrado en una posada junto al río… por casualidad…, estábamos buscando a dos desertores, y lo hemos encontrado a él…, dice que se llama Philippe.

—¿Y no ha intentado escapar?

—No. Ha protestado, quería saber por qué nos lo llevábamos…, lo de siempre… Por aquí, Savigny.

—¿Y qué le habéis dicho?

—Nada. Ahora, la policía no está obligaba a dar explicaciones sobre por qué mete a la gente en la cárcel. Claro está que no podremos mantenerlo allí por mucho tiempo, si no encontramos una buena causa…, pero en eso ya pensaréis vos, ¿no?

—Claro.

—Eso es, venid. No, no os asoméis demasiado. Ahí está, ¿lo veis?, el penúltimo de la fila.

—El que está apoyado en la pared…

—Sí. ¿Es él?

—Me temo que no.

—¿No?

—No, lo siento.

—Pero encaja con la descripción, es idéntico.

—Es idéntico, pero no es él.

—Savigny…, escuchadme… Podéis ser un héroe del Reino, podéis ser amigo de todos los ministros de este mundo, pero ese de ahí es ya el cuarto que…

—No importa. Ya habéis hecho bastante.

—No, escuchadme. No encontraremos nunca a ese hombre, y ¿sabéis por qué? Porque ese hombre está muerto. Se escapó de un mugriento hospital en un roñoso rincón de África, recorrió unos cuantos kilómetros en algún infernal desierto y allí se dejó freír por el sol hasta palmarla. Fin. Ese hombre ahora está en la otra parte del mundo abonando un montón de arena.

—Ese hombre ahora está en esta ciudad, y está a punto de alcanzarme. Mirad esto.

—¿Una carta?

—Hace dos días alguien la dejó delante de mi puerta. Leed, leed vos mismo…

—Una única frase…

—Muy clara, ¿no?

Thomas

—Thomas. Tenéis razón, Pastor. Nunca encontraremos a ese hombre. Pero no porque esté muerto, sino porque está vivo. Está más vivo que vos y yo juntos. Está tan vivo como los animales al acecho.

—Savigny, os aseguro que…

—Está vivo. Y, al contrario que yo, tiene una óptima razón para seguir estándolo.

—Pero es una locura, ¡Savigny! Un brillante doctor como vos, una celebridad, a estas alturas…, precisamente ahora que las puertas de la Academia están a punto de abrirse de par en par ante vos… Lo sabéis perfectamente, ese estudio vuestro sobre los efectos del hambre y de la sed…, en fin, aunque yo lo juzgue más novelesco que científico…

—Barón…

—… de todos modos ha impresionado vivamente a mis colegas y yo me alegro por vos, la Academia se inclina ante vuestro encanto y… también ante vuestras… dolorosas experiencias…, puedo comprenderlo…, pero lo que no puedo comprender de ninguna manera es por qué se os ha metido en la cabeza, precisamente ahora, marcharos a esconderos en un olvidado agujero de provincias para hacer, esto es inaudito, de médico rural, ¿no es así?

—Sí, Barón.

—Ah, mis felicitaciones…, no hay ni un solo doctor en esta ciudad que no quiera, qué digo, que no sueñe con poseer vuestro nombre y vuestro brillante futuro, ¿y qué decidís vos? Marcharos a ejercer a un pueblucho… y, además, ¿de qué clase de pueblucho se trata?

—En el campo.

—Eso ya me lo imagino, pero ¿dónde?

—Lejos.

—¿Debo inferir que no se puede saber dónde?

—Ese sería mi deseo, Barón.

—Es absurdo. Dais pena, Savigny, sois indigno, irracional, execrable. No encuentro ninguna justificación plausible para vuestra imperdonable actitud y…, y… sólo se me ocurre pensar en una cosa: ¡estáis loco!

—Es distinto: no quiero volverme loco, Barón.

—Ahí está…, eso es Charbonne…, ¿lo veis allá abajo?

—Sí.

—Es una bonita ciudad. Os sentiréis bien en ella.

—Sí.

—Incorporaos, doctor…, eso es. Sujetadme esto un momento, eso es… Habéis delirado toda la noche, tenéis que hacer algo…

—Te había dicho que no era necesario que te quedaras, Marie.

—¿Qué hacéis? No iréis a levantaros…

—Claro que voy a levantarme…

—Pero no podéis…

—Marie, el médico soy yo.

—Sí, pero no os habéis visto esta noche…, estabais verdaderamente mal, parecíais un loco, hablabais con los fantasmas, y gritabais…

—¿Gritaba?

—La habíais tomado con el mar.

—Ah, ¿otra vez?

—Tenéis malos recuerdos, doctor. Y los malos recuerdos acaban destrozando la vida.

—Es una mala vida, Marie, lo que destroza los recuerdos.

—Pero vos no sois malo.

—Allí hice cosas… Y fueron cosas horribles.

—¿Por qué?

—Eran horribles. Nadie podría perdonarlas. Nadie me las ha perdonado.

—No debéis seguir pensando en ello…

—Y lo más horrible es esto: sé que hoy en día, si tuviera que volver allí, volvería a hacer las mismas cosas.

—Dejadlo ya, doctor…

—Sé que volvería a hacer las mismas cosas, idénticas. ¿No es eso monstruoso?

—Doctor, os lo ruego…

—¿No es monstruoso?

—Las noches empiezan a ser frescas otra vez.

—Sí.

—Me gustaría acompañaros a casa, doctor, pero no quiero dejar sola a mi mujer…

—No, no os molestéis.

—Pero… quiero que sepáis que me resulta muy agradable conversar con vos.

—También a mí.

—No sé si sabéis que cuando llegasteis, hace un año, decían que erais…

—Un altivo y arrogante médico de la capital…

—Sí, poco más o menos. La gente de aquí es recelosa. De vez en cuando sale con unas ideas muy extrañas.

—¿Sabéis qué me dijeron de vos?

—Que era rico.

—Sí.

—Y taciturno.

—Sí. Pero también que erais un buen hombre.

—Ya os lo he dicho: es gente que sale con ideas extrañas.

—Es curioso. Pensar en quedarse aquí. Alguien como yo…, un arrogante médico de la capital… Pensar en envejecer aquí.

—Me parecéis demasiado joven todavía para empezar a pensar en dónde envejecer, ¿no creéis?

—Tal vez tengáis razón. Pero aquí se está tan lejos de todo… Me pregunto si habrá algo capaz de hacerme regresar.

—No penséis más en ello. Si sucede, será algo hermoso. Y si no es así, esta ciudad será feliz de teneros entre los suyos.

—Es un honor escuchar estas palabras del alcalde en persona…

—Ah, no me lo recordéis, por favor…

—Bueno, ahora tengo que marcharme.

—Si. Pero volved cuando queráis. Me haréis feliz. Y también mi mujer estará contentísima.

—Contad con ello.

—Buenas noches, doctor Savigny.

—Buenas noches, señor Deverià.