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A la posada Almayer se podía llegar a pie, bajando por el sendero que venía de la capilla de Saint Amand, pero también en carruaje, por la carretera de Quartel, o en barcaza, bajando el río. El profesor Bartleboom llegó por casualidad.

—¿Es esta la posada de la Paz?

—No.

—¿La posada de Saint Amand?

—No.

—¿El Hotel del Correo?

—No.

—¿El Arenque Real?

—No.

—Bien. ¿Tienen alguna habitación?

—Sí.

—Me la quedo.

El enorme libro con las firmas de los huéspedes esperaba abierto sobre un atril de madera. Un lecho de papel recién hecho que esperaba los sueños de los nombres ajenos. La pluma del profesor se enfiló voluptuosamente entre las sábanas.

Ismael Adelante Ismael prof. Bartleboom

Con rúbrica y todo. Algo bien hecho.

—El primer Ismael es mi padre, el segundo, mi abuelo.

—¿Y eso?

—¿Adelante?

—No, eso no, esto.

—¿Prof.?

—Eso.

—Pues profesor, ¿no? Quiere decir profesor.

—Vaya nombre más tonto

—No es un nombre… yo soy profesor, me dedico a enseñar, ¿entendéis? Cuando voy por la calle, la gente me dice Buenos días, profesor Bartleboom. Buenas tardes, profesor Bartleboom, pero no es un nombre, es a lo que me dedico, a enseñar…

—No es un nombre.

—No.

—Vale. Yo me llamo Dira.

—Dira.

—Sí. Cuando voy por la calle, la gente me dice Buenos días, Dira, Buenas tardes, Dira, qué guapa estás hoy, Dira, qué vestido tan bonito llevas, Dira. ¿No habrás visto por casualidad a Bartleboom?, no, está en su habitación, primer piso, la última al fondo del pasillo, estas son las toallas, tenga, se ve el mar, espero que no os moleste.

El profesor Bartleboom —desde aquel momento simplemente Bartleboom— cogió las toallas.

—Señorita Dira.

—¿Sí?

—¿Me permitís haceros una pregunta?

—¿Qué clase de pregunta?

—¿Cuántos años tenéis?

—Diez.

—Ah, es eso.

Bartleboom —desde hacía poco exprofesor Bartleboom— cogió las maletas y se dirigió a las escaleras.

—Bartleboom…

—¿Sí?

—No se le pregunta la edad a una señorita.

—Es verdad. Disculpadme.

—Primer piso. La última al fondo del pasillo.

En la habitación del fondo del pasillo (primer piso) había una cama, un armario, dos sillas, una estufa, un pequeño escritorio, una alfombra (azul), dos cuadros idénticos, un lavabo con espejo, un arcón y un niño: sentado en el alféizar de la ventana abierta, de espaldas a la habitación y con las piernas colgando en el vacío.

Bartleboom se hizo notar con un moderado golpe de tos, sin más, por hacer un ruido cualquiera.

Nada.

Entró en la habitación, dejó las maletas, se acercó a mirar los cuadros (iguales, increíble), se sentó en la cama, se quitó los zapatos con evidente alivio, se levantó, fue a mirarse al espejo, constató que seguía siendo él (nunca se sabe), dio una ojeada al armario, colgó la capa y después se acercó a la ventana.

—¿Formas parte del mobiliario o estás aquí por casualidad?

El niño no se movió ni un milímetro. Pero respondió.

—Mobiliario.

—Ah.

Bartleboom volvió hacia la cama, se deshizo el nudo de la corbata y se tumbó. Manchas de humedad, en el techo, como flores tropicales dibujadas en blanco y negro. Cerró los ojos y se quedó dormido. Soñó que lo llamaban para sustituir a la mujer bala en el Circo Bosendorf y él, al entrar en la pista, reconocía en primera fila a su tía Adelaide, mujer exquisita, pero de discutibles costumbres, que besaba primero a un pirata, después a una mujer igual a ella y por último a la estatua de madera de un santo que al final no era tal estatua, ya que de repente echó a andar y empezó a caminar hacia él, Bartleboom, gritando algo que no llegaba a oírse bien y que, sin embargo, despertó la indignación de todo el público, hasta el punto de obligarle a él, Bartleboom, a largarse a toda prisa, renunciando incluso a la sacrosanta contrapartida acordada con el director del circo, 128 dineros, para ser exactos. Se despertó, y el niño todavía estaba allí. Sin embargo, se había dado la vuelta y lo miraba. Es más, le estaba hablando.

—¿Habéis estado alguna vez en el Circo Bosendorf?

—¿Perdón?

—Os he preguntado si habéis estado alguna vez en el Circo Bosendorf.

Bartleboom se incorporó hasta quedar sentado sobre la cama.

—¿Qué es lo que sabes tú del Circo Bosendorf?

—Nada. Sólo que lo vi una vez, pasó por aquí el año pasado. Había animales y todo. Había también una mujer bala.

Bartleboom se preguntó si no convenía pedirle noticias de la tía Adelaide. Es verdad que hacía años que había muerto, pero aquel niño parecía saber más que el diablo. Al final prefirió limitarse a bajar de la cama y acercarse a la ventana.

—¿Te importa? Necesito que me dé el fresco.

El niño se desplazó un poco en el alféizar. Aire frío y viento del norte. Delante, hasta el infinito, el mar.

—¿Qué haces todo el rato subido aquí encima?

—Miro.

—No hay mucho que mirar.

—¿Bromeáis?

—Bueno, está el mar, de acuerdo, pero el mar es siempre el mismo, no cambia, mar hasta el horizonte, con un poco de suerte, pasa un barco, no es que sea el no va más.

El niño se dio la vuelta hacia el mar, se volvió hacia Bartleboom, se dio la vuelta de nuevo hacia el mar, se volvió de nuevo hacia Bartleboom.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis por aquí? —le preguntó.

—No lo sé. Unos días.

El niño bajó del alféizar, se dirigió a la puerta, se detuvo en el umbral, permaneció allí unos instantes estudiando a Bartleboom.

—Sois simpático. Ojalá cuando os marchéis seáis un poco menos imbécil.

Crecía en Bartleboom la curiosidad por saber quién había educado a aquellos niños. Un fenómeno, evidentemente.

De noche. Posada Almayer. Habitación del primer piso, al fondo del pasillo. Escritorio, lámpara de petróleo, silencio. Una bata gris con Bartleboom dentro. Dos zapatillas grises con sus pies dentro. Hoja blanca sobre el escritorio, pluma y tintero. Bartleboom escribe. Escribe.

Mi adorada:

Ya he llegado al mar. Os ahorro las fatigas y miserias del viaje: lo que cuenta es que ahora estoy aquí. La posada es acogedora: sencilla pero acogedora. Está en la cima de una pequeña colina, justo delante de la playa. Por la noche se levanta la marea y el agua llega casi hasta debajo mi ventana. Es como estar en un barco. Os gustaría.

Yo jamás he estado en un barco.

Mañana empezaré mis estudios. El sitio me parece ideal. No se me oculta la dificultad de la empresa, pero vos sabéis —vos únicamente en el mundo— lo decidido que estoy a llevar a cabo la obra que tuve la ambición de concebir y emprender en un feliz día de hace doce años. Me serviría de consuelo imaginaros con salud y con alegría de espíritu.

En efecto, nunca lo había pensado antes, pero la verdad es que jamás he estado en un barco.

En la soledad de este lugar apartado del mundo, me acompaña la certeza de que no queréis, en la lejanía, abandonar el recuerdo de quien os ama y siempre será vuestro

Ismael A. Ismael Bartleboom

Deja la pluma, dobla la hoja, la mete en un sobre. Se levanta, coge de su baúl una caja de caoba, levanta la tapa, deja caer la carta en su interior, abierta y sin señas. En la caja hay centenares de sobres iguales. Abiertos y sin señas.

Bartleboom tiene treinta y ocho años. Él cree que en alguna parte, por el mundo, encontrará algún día a una mujer que, desde siempre, es su mujer. De vez en cuando lamenta que el destino se obstine en hacerle esperar con obstinación tan descortés, pero con el tiempo ha aprendido a pensar en el asunto con gran serenidad. Casi cada día, desde hace ya años, toma la pluma y le escribe. No tiene nombre y no tiene señas para poner en los sobres, pero tiene una vida que contar. Y ¿a quién sino a ella? Él cree que cuando se encuentren será hermoso depositar en su regazo una caja de caoba repleta de cartas y decirle

—Te esperaba.

Ella abrirá la caja y lentamente, cuando quiera, leerá las cartas una a una y retrocediendo por un kilométrico hilo de tinta azul recobrará los años —los días, los instantes— que ese hombre, incluso antes de conocerla, ya le había regalado. O tal vez, más sencillamente, volcará la caja y, atónita ante aquella divertida nevada de cartas, sonreirá diciéndole a ese hombre

—Tú estás loco.

Y lo amará para siempre.