Sucedió así. Bartleboom estaba en el balneario, en el balneario de Bad Hollen, una ciudad que hiela la sangre, no sé si me explico. Iba allí por ciertas molestias que lo afligían, cosas de la próstata, algo sumamente molesto, una gaita. Cuando hay algo que te joroba por esas partes siempre es una gaita, no es que sea nada grave, pero tienes que estar muy atento, te toca hacer un montón de cosas ridículas, humillantes. Bartleboom, por ejemplo, tenía que ir al balneario de Bad Hollen. Una ciudad, por otro lado, que te hiela la sangre.

Pero en fin.

Bartleboom estaba allí, con su prometida, una tal Maria Luigia Severina Hohenheith, una mujer hermosa, sin duda, pero del tipo palco de ópera, no sé si me explico. Pura fachada, vamos. Te entraban ganas de darle la vuelta para ver si había algo detrás del maquillaje y la grandilocuencia y todo lo demás. Luego no te atrevías, pero te entraban ganas. Bartleboom, en honor a la verdad, no se había prometido con gran entusiasmo, todo lo contrario. Eso hay que reconocerlo. Lo había preparado todo una de sus tías, la tía Matilde. Hay que comprender que por aquel entonces él estaba casi casi rodeado por tías y, para ser sinceros, dependía de ellas, es decir, desde un punto de vista económico: él no tenía un céntimo. Eran las tías las que aflojaban. Todo esto era la exacta consecuencia de la apasionada y total dedicación a la ciencia que ligaba la vida de Bartleboom a aquella ambiciosa Enciclopedia de los límites, etcétera, obra cumbre, y meritoria, pero que le impedía, obviamente, atender a sus obligaciones profesionales, induciéndole cada año a dejar su plaza de profesor y su sueldo correspondiente a un sustituto provisional que, en este caso concreto, es decir, durante los diecisiete años en que se produjo esta rutina, era precisamente yo. De ahí, como podréis imaginaros, mi gratitud hacia él, y mi admiración por su obra. Es evidente. Son cosas que un hombre de honor nunca olvida.

Pero en fin.

Todo lo había preparado la tía Matilde, y Bartleboom no había podido oponerse categóricamente. Se había prometido. Pero no lo había asimilado muy bien. Había perdido un poco de aquel brillo…, se le había empañado el alma, no sé si me explico. Era como si hubiera estado esperando algo distinto, algo bien distinto. No estaba preparado para una normalidad como aquella. Iba tirando, nada más. Después, un día, allí en Bad Hollen, fue con su prometida y su próstata a una recepción elegante, champán por todas partes y musiquillas alegres. Valses. Y allí se encontró con aquella Anna Ancher. Era una mujer especial. Pintaba. Y bien, decían. Para entendernos, algo muy distinto de esa Maria Luigia Severina. Fue ella la que lo paró, en el guirigay de la fiesta.

—Perdonadme…, sois el profesor Bartleboom, ¿verdad?

—Sí.

—Yo soy una amiga de Michel Plasson.

Resultó que el pintor le había escrito mil veces, hablándole de Bartleboom y de muchas cosas más, y en especial de aquella Enciclopedia de los límites, etcétera, una historia que, por lo que le estaba diciendo, la había impresionado vivamente.

—Estaría encantada de poder ver un día vuestra obra.

Dijo exactamente eso: encantada. Lo dijo inclinando levemente su cabecita hacia un lado, y apartándose de los ojos un mechón de cabellos negros como el azabache. Magistralmente. Fue como si le hubieran inyectado aquella frase a Bartleboom directamente en la circulación sanguínea. Por decirlo de algún modo, le reverberó incluso dentro de los pantalones. Farfulló algo y a partir de aquel momento no hizo más que sudar. En determinadas circunstancias sudaba a chorros. No tenía nada que ver con la temperatura. Lo hacía él solito.

Quizás hubiera acabado allí aquella historia, pero al día siguiente, mientras estaba paseando, solo, dándole vueltas en la cabeza a aquella frase y a todo lo demás, Bartleboom vio pasar un carruaje, uno de esos tan hermosos, con maletas y sombrereras en la parte de arriba. Se dirigía fuera de la ciudad. Y dentro, él la vio perfectamente, estaba Ann Ancher. Precisamente ella. Cabellos como el azabache. Cabecita. Estaba todo. Incluso la reverberación de los pantalones era la misma que el día anterior. Bartleboom comprendió. A pesar de lo que se diga de él por ahí, era un hombre que, cuando la ocasión lo requería, sabía tomar sus decisiones, sin bromas, cuando era necesario no se echaba atrás. Así que volvió a casa, hizo las maletas y, justo en el momento de partir, se presentó ante su prometida, Maria Luigia Severina. Ella estaba removiendo cepillos, cintas y collares.

—Maria Luigia…

—Por favor, Ismael, que llegaré tarde…

—Maria Luigia, quiero informarte de que ya no estás prometida.

—Vale, Ismael, ya hablaremos más tarde.

—Y, por tanto, yo tampoco estoy prometido.

—Es obvio, Ismael.

—Entonces, adiós.

Lo que era más sorprendente en aquella mujer era la lentitud de sus tiempos de reacción. Hablamos más de una vez sobre aquel asunto Bartleboom y yo, él estaba absolutamente fascinado por aquel fenómeno, incluso lo había estudiado, por decirlo de alguna manera, acabando por adquirir, al respecto, una competencia poco menos que científica y completa. En aquellas circunstancias, sabía por tanto perfectamente que el tiempo de que disponía para salir indemne de aquella casa oscilaba entre veintidós y veintiséis segundos. Había calculado que serían suficientes para alcanzar la diligencia. En efecto, exactamente en el mismo momento en que depositó sus posaderas en el asiento, el terso aire matinal de Bad Hollen quedó descoyuntado por un grito inhumano

—¡BAAAAAAARTLEBOOM!

Qué voz la de aquella mujer. Incluso años después, en Bad Hollen, explicaban que había sido como si alguien, desde el campanario, hubiera dejado caer un piano directamente encima de un almacén de lámparas de cristal. Bartleboom se había informado: los Ancher residían en Hollenberg, cincuenta y cuatro kilómetros al norte de Bad Hollen. Se puso en camino. Vestía el traje de las grandes ocasiones. Incluso el sombrero era el de los días de fiesta. Sudaba, es cierto, pero dentro de los límites de la decencia. La diligencia corría sin problemas por el camino entre las colinas. Todo parecía ir de la mejor manera.

Sobre las palabras que le diría a Anna Ancher en cuanto la tuviera delante, Bartleboom tenía las ideas claras:

—Señorita, os estaba esperando. Os he esperado durante años.

Y, zas, le entregaría la caja de caoba con todas las cartas, cientos de cartas, algo para quedarse pasmado de estupor, y de ternura. Era un buen plan, nada que objetar. Bartleboom estuvo dándole vueltas durante todo el viaje, y esto da que pensar sobre la complejidad de la mente de algunos grandes estudiosos y pensadores —como lo era el prof. Bartleboom, sin lugar a dudas—, a los cuales la sublime facultad de concentrarse en una idea con una agudeza y profundidad fuera de lo común comporta el incierto corolario de arrinconar instantáneamente, y de forma singularmente completa, todas las otras ideas limítrofes, vecinas y colindantes. Cabezas locas, en resumen. Así por ejemplo, Bartleboom pasó todo el viaje comprobando la inexpugnable exactitud lógica de su plan, pero sólo a siete kilómetros de Hollenberg, y en concreto entre las localidades de Alzen y Balzen, se acordó de que, para ser exactos, aquella caja de caoba, y por tanto todas las cartas, centenares de cartas, ya no estaba en su poder.

Eso es un golpe. No sé si me explico.

En efecto, Bartleboom le había entregado la caja con las cartas a Maria Luigia Severina el día de su compromiso. No es que estuviera muy convencido, pero se lo había dado todo, con cierta solemnidad, diciendo

—Os estaba esperando. Os he esperado durante años.

Después de diez, doce segundos de habitual paréntesis, Maria Luigia había abierto completamente los ojos, estirado el cuello e, incrédula, había pronunciado sólo dos palabras simples

—¿A mí?

«¿A mí?» no era exactamente la respuesta con que Bartleboom había soñado durante años, mientras escribía aquellas cartas y vivía solo, arreglándoselas como podía. De modo que obviamente sufrió cierta desilusión en aquella circunstancia, resulta comprensible. Lo cual explica, también, que después no hubiera pensado en el asunto aquel de las cartas, limitándose a comprobar que la caja de caoba seguía allí, con Maria Luigia, y sólo Dios sabía si alguien la había abierto en alguna ocasión. Suele ocurrir. Uno tiene sus sueños, cosas suyas, íntimas, y después la vida no quiere seguir jugando contigo, y te lo desmonta, un instante, una frase, y todo se desvanece. Suele ocurrir. Por esa razón y no otra vivir es una tarea dolorosa. Hay que resignarse. La vida no resulta grata, no sé si me explico.

Grata.

Pero en fin.

Ahora el problema era que necesitaba la caja, y que estaba sin embargo en el peor de los sitios posibles, es decir, en cualquier parte de la casa de Maria Luigia. Bartleboom bajó de la diligencia en Balzen, cinco kilómetros antes de Hollenberg, pernoctó en la posada y a la mañana siguiente cogió la diligencia en dirección contraria, para regresar a Bad Hollen. Había empezado su odisea. Una verdadera odisea, creedme.

Con Maria Luigia utilizó la técnica habitual, no cabía margen de error. Entró sin anunciarse en la habitación donde ella languidecía, en la cama, curándose de los nervios, y dijo sin preámbulos

—Querida, he venido a buscar las cartas.

—Están en el escritorio, tesoro —respondió ella con cierta dulzura. Luego, transcurridos veintisiete segundos exactos, emitió un gemido ahogado y se desmayó. Bartleboom, evidentemente, ya había desaparecido.

Volvió a coger la diligencia, esta vez en dirección a Hollenberg, y la noche del día siguiente se presentó en casa de los Ancher. Lo acompañaron hasta el salón, y poco faltó para que le diera algo de repente. La señorita estaba al piano, y estaba tocando, con su cabecita, el cabello como el azabache y todo lo demás, tocando como si fuera un ángel. Sola, allí, ella, el piano, y nada más. Resultaba increíble. Bartleboom se quedó de piedra, con su caja de caoba en mano, en el umbral del salón, acaramelado por completo. Ya ni siquiera conseguía sudar. Contemplaba y basta.

Cuando terminó la música, la señorita levantó la mirada hacia él. Definitivamente embelesado, atravesó el salón se colocó delante de ella, depositó la caja de caoba sobre el piano y dijo:

—Señorita Anna, os esperaba. Os he estado esperando durante años.

También esta vez la respuesta fue singular.

—Yo no soy Anna.

—¿Perdón?

—Me llamo Elisabetta. Anna es mi hermana.

Gemelas, no sé si me explico.

Dos gotas de agua.

—Mi hermana está en Bad Hollen, en el balneario. A unos cincuenta kilómetros de aquí.

—Sí, ya conozco el camino, gracias.

Eso es un golpe. Nada que objetar. Un verdadero golpe. Por fortuna, Bartleboom tenía recursos, tenía fortaleza de espíritu, en la carcasa, para dar y vender. Se puso nuevamente en camino, con destino a Bad Hollen. Si allí estaba Anna Ancher, allí tenía que ir él. Simple. Más o menos a mitad de camino empezó a parecerle un poco menos simple. El hecho es que no podía sacarse de la cabeza aquella música. Y el piano, las manos en el teclado, la cabecita con cabellos negros como el azabache, en resumen, toda aquella aparición. Algo que parecía haber sido preparado por el demonio, de tan perfecto como era. O por el destino, se dijo Bartleboom. Empezaron las tribulaciones del profesor con esta historia de las gemelas, y la pintora y la pianista, estaba hecho un lío, resulta comprensible. Cuanto más tiempo pasaba, menos claro lo tenía. Se puede decir que a cada kilómetro de camino se iba oscureciendo un kilómetro más. Al final decidió que se imponía una pausa para reflexionar. Se bajó en Pozel, seis kilómetros antes de Bad Hollen. Y allí pasó la noche. A la mañana siguiente tomó la diligencia para Hollenberg: se había decidido por la pianista. Más fascinante, había pensado. Cambió de parecer al vigésimo segundo kilómetro. Precisamente en Bazel, donde se bajó y pernoctó. Partió por la mañana temprano con la diligencia hacia Bad Hollen —íntimamente ya prometido con Anna Ancher; la pintora—, para detenerse en Suzer, pequeño pueblo a dos kilómetros de Pozel, donde pudo aclararse de manera definitiva que, caracteriológicamente hablando, él estaba más hecho para Elisabetta, la pianista. En los días siguientes, sus desplazamientos oscilatorios lo llevaron de nuevo a Alzen, luego a Tozer, de allí a Balzen, luego de regreso hasta Fazel y desde allí, en este orden, a Palzen, Rulzen, Alzen (por tercera vez) y Colzen. Las gentes de la zona habían alimentado la convicción de que se trataba de un inspector de algún ministerio. Todos lo trataban muy bien. En Alzen, la tercera vez que pasó por allí, se encontró incluso con un comité de recepción esperándolo. Él no prestó mucha atención. No era ceremonioso. Bartleboom era un hombre simple, un pedazo de hombre simple. Y justo. De veras.

Pero en fin.

No podía seguir eternamente con aquella historia. Aunque la ciudadanía se mostrara amable. Antes o después tenía que acabar. Bartleboom lo comprendió. Y después de quince días de apasionada oscilación, se puso el traje apropiado y se dirigió, decidido, hacia Bad Hollen. Se había decidido: viviría con una pintora. Llegó la tarde de una jornada festiva. Anna Ancher no estaba en casa. No tardaría en volver. Espero, dijo él. Y se acomodó en un saloncito. Fue allí cuando de repente le volvió a la memoria, fulminante, una imagen elemental y desoladora: su caja de caoba, tan reluciente, depositada sobre el piano de la casa de los Ancher. Se la había olvidado allí. Estas son cosas difíciles de entender para la gente normal, yo mismo, por ejemplo, es el misterio de las mentes superiores, es algo muy suyo, los mecanismos del genio, capaces de acrobacias grandiosas y de pifias colosales. Bartleboom era de esa clase. Pifias colosales de vez en cuando. De todos modos, no se alteró. Se levantó e, informando de que volvería más tarde, se refugió en un hotelito de las afueras. Al día siguiente cogió la diligencia para Hollenberg. Empezaba a tener cierta familiaridad con aquel camino, estaba convirtiéndose, por así decirlo, en un verdadero experto. En el caso de que hubiera habido una cátedra universitaria dedicada al estudio de aquel camino, podríais poner las manos en el fuego a que sería para él, seguro.

En Hollenberg las cosas fueron como una seda. La caja se encontraba allí, efectivamente.

—Hubiera querido enviárosla, pero no tenía la menor idea de dónde encontraros —le dijo Elisabetta Ancher con una voz que hubiera seducido a un sordo. Bartleboom vaciló un momento, pero enseguida se recobró.

—No importa, está bien así.

Le besó la mano y se despidió. No pegó ojo en toda la noche, hasta que por la mañana se presentó puntual para la primera diligencia que iba a Bad Hollen. Un buen viaje. A cada parada todo era saludar y celebrar. La gente le estaba cogiendo cariño, son así en esos lugares, gente sociable, no se hacen demasiadas preguntas y te tratan con el corazón en la mano. De verdad. Es una zona de una fealdad terrorífica, eso hay que decirlo, pero la gente es exquisita, es gente de otra época.

Pero en fin.

A Dios gracias, Bartleboom llegó a Bad Hollen con su caja de caoba, las cartas y todo lo demás. Volvió a casa de Anna Ancher y se hizo anunciar. La pintora estaba trabajando en una naturaleza muerta, manzanas, peras, faisanes, cosas así, faisanes muertos, obviamente, una naturaleza muerta, ya está dicho. Tenía la cabecita ligeramente inclinada hacia un lado. Los cabellos negros le enmarcaban la cara, que era un primor. Si hubiera habido un piano no habríais dudado de que se trataba de la otra, la de Hollenberg. Y en cambio era ella, la de Bad Hollen. Ya digo, dos gotas de agua. Prodigioso lo que se dedica a hacer la naturaleza cuando se empeña. Resulta increíble. De veras.

—¡Profesor Bartleboom, qué sorpresa! —exclamó ella.

—Buenos días, señorita Ancher —respondió él, añadiendo inmediatamente—: Anna Ancher, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué?

El profesor quería ir sobre seguro. Nunca se sabe.

—¿Qué os ha traído hasta aquí, haciéndome feliz con vuestra visita?

—Esto —respondió serio Bartleboom, poniéndole delante la caja de caoba y abriéndola ante sus ojos—. Os esperaba, Anna. Os he esperado durante años.

La pintora alargó la mano y cerró de golpe la caja.

—Antes de que nuestra conversación prosiga, será mejor que os informe de algo, profesor Bartleboom.

—Lo que queráis, adorada mía.

—Estoy prometida.

—¡Cómo!

—Me prometí hace seis días con el subteniente Gallega.

—Óptima elección.

—Gracias.

Bartleboom se remontó a seis días atrás. Era el día en que, llegado desde Rulzen, se había detenido en Colzen para después volver a marchar hacia Alzen. Justo en mitad de sus tribulaciones, vamos. Seis días. Seis miserables días. Dicho sea entre paréntesis, aquel Gallega era un verdadero parásito, no sé si me explico, un ser insignificante y en cierto modo incluso nocivo. Una pena. Realmente. Una pena.

—¿Ahora deseáis que prosigamos?

—Creo que ya no importa —respondió Bartleboom, cogiendo de nuevo la caja de caoba.

En el camino que lo llevaba a su hotel, el profesor intentó analizar fríamente la situación y llegó a la conclusión de que cabían dos posibilidades (circunstancia que, como se habrá notado, se repite con cierta frecuencia, siendo dos las posibilidades y muy raramente tres): o aquello era tan sólo un desagradable obstáculo, y entonces lo que tenía que hacer era desafiar a un duelo al susodicho subteniente Gallega y quitárselo de en medio, o era una clara señal del destino, de un destino magnánimo, y entonces lo que tenía que hacer era volver cuanto antes a Hollenberg y casarse con Elisabetta Ancher, inolvidable pianista.

Dicho sea a modo de inciso, Bartleboom detestaba los duelos. Verdaderamente es que nos los soportaba.

«Faisanes muertos…», pensó con cierto disgusto. Y decidió partir. Sentado en su sitio, en la primera diligencia de la mañana, enfiló otra vez el camino a Hollenberg. Estaba de un humor sereno y acogió con benévola simpatía las manifestaciones de afecto jovial que le fueron tributando los habitantes de los pueblos de Pozel, Colzen, Tozer, Rulzen, Palzen, Alzen, Balzen y Fazel. Gente simpática, como ya he dicho. Estaba oscureciendo cuando se presentó, vestido de punta en blanco y con su caja de caoba, en casa de los Ancher.

—La señorita Elisabetta, por favor —dijo con cierta solemnidad al sirviente que le abrió la puerta.

—No está en casa, señor. Se ha marchado esta mañana a Bad Hollen.

Era increíble.

Un hombre con otra preparación moral y cultural tal vez habría vuelto tras sus pasos y habría cogido la primera diligencia a Bad Hollen. Un hombre de menor temple psicológico y nervioso, tal vez se habría abandonado a las más teatrales expresiones de un desconsuelo definitivo e incurable. Pero Bartleboom era un hombre íntegro y justo, de los que tienen estilo cuando se trata de digerir los caprichos del destino.

Bartleboom se echó a reír.

Pero a reír a carcajadas, lo que se dice desternillarse, se estaba partiendo de risa, no había manera de pararlo, hasta se le saltaron las lágrimas, un espectáculo, una carcajada babélica, oceánica, apocalíptica, una carcajada que no cesaba nunca. Los sirvientes de casa Ancher no sabían ya qué hacer, no había forma de pararlo, ni por las buenas ni por las malas, seguía partiéndose de risa, algo molesto, y contagioso al mismo tiempo, ya se sabe, empieza uno y después todos lo siguen, es la ley de la hilaridad, es como la peste, tienes ganas de permanecer serio y lo intentas, pero no hay manera, es inexorable, no hay nada que hacer, los sirvientes iban cayendo uno tras otro, y además no tenían nada de lo que reírse, es más, para ser exactos tenían de qué preocuparse, dada aquella situación embarazosa, si no dramática, pero caían uno tras otro, riendo como locos, para mearse encima, no sé si me explico, para mearse encima, si no se iba con cuidado. Al final lo llevaron a una cama. Seguía riendo horizontalmente, de todas maneras, y con qué entusiasmo, con qué generosidad, un portento, en serio, entre hipos, lágrimas y ahogos, pero irrefrenable, portentoso, en serio. Una hora y media después seguía allí riendo. Y no había parado ni un instante. Los sirvientes estaban al límite, corrían fuera de la casa para no seguir oyendo aquel hipo hilarante y contagioso, intentaban escaparse, con las tripas retorcidas por el dolor, a causa de tanta risa, intentaban salvarse, es comprensible, se había convertido ya en una cuestión de vida o muerte. Era increíble. Después, en cierto momento, Bartleboom, sin anunciarlo, se paró, como una máquina atascada, se puso repentinamente serio, miró a su alrededor y localizado el criado más a tiro le dijo, completamente serio:

—¿Habéis visto una caja de caoba?

A aquel sirviente le parecía mentira la posibilidad de hacer algo para que parara.

—Aquí está, señor.

—Bueno, pues os la regalo —dijo Bartleboom, y echó a reír de nuevo, como un loco, como si tuviera en su interior sabe Dios qué chiste irresistible, el mejor de toda su vida, el más enorme, por decirlo de alguna manera, un chistazo. A partir de ese momento ya no paró.

Se pasó toda la noche riendo. Aparte de los sirvientes de casa Ancher, que circulaban por la casa con algodón en los oídos, era un asunto molesto para toda la ciudad, la tranquila Hollenberg, porque las carcajadas de Bartleboom, todo hay que decirlo, superaban los limites de la casa propiamente dicha y se expandían de maravilla en aquel silencio nocturno. Dormir, ni por asomo. Ya era bastante difícil mantenerse serios. Y en un primer momento, en efecto, uno conseguía permanecer serio, aunque fuera tan sólo teniendo en cuenta aquel ruido molesto, pero después el buen sentido se esfumaba enseguida, y empezaba a extenderse el virus de la carcajada, irrefrenable, infectándolos a todos, indistintamente, hombres y mujeres, por no hablar de los niños, verdaderamente a todos. Como una epidemia. Había casas en las que no se reía desde hacía meses, ni siquiera se acordaban de cómo se hacía. Gente profundamente hundida en sus propios rencores, y en la miseria. Ni siquiera, durante meses, el lujo de una sonrisa. Y aquella noche venga a reír, todos, removiéndose las tripas, lo nunca visto, les era difícil reconocerse, una vez caída la máscara de sus eternas narizotas, y abierta de par en par la risotada en la cara. Una revelación. Se reencontraba uno con el gusto por la vida al ver encenderse, una a una, las luces de aquella ciudad, y oír que todas las casas se caían a causa de la risa, sin que hubiera nada de que reírse, sino así, por milagro, como si se hubiera derramado, justamente esa noche, el barril de la paciencia colectiva y unánime, y a la salud de toda clase de miseria se hubiera inundando la ciudad entera de sacrosantos ríos de carcajadas. Un concierto que llegaba al corazón. Una maravilla. Bartleboom dirigía el coro. Era su momento, podríamos decir. Y él dirigía como un maestro. Una noche memorable. Ya os digo. Preguntad si queréis. Maldito sea si no os dicen que fue una noche memorable.

Pero en fin.

A las primeras luces del amanecer, se aplacó. Bartleboom, quiero decir. Y después, progresivamente, toda la ciudad. Dejaron de reír, poco a poco, y después definitivamente. Tal como vino, se fue. Bartleboom pidió algo para comer. La empresa, como se comprenderá, le había metido hambre en el cuerpo, no es nada baladí reír durante tanto tiempo, y con aquel entusiasmo. En cuanto a salud, parecía tener para dar y tomar.

—Nunca me he sentido mejor —confirmó a la delegación de ciudadanos que, agradecidos en cierto modo, y de todas formas, curiosos, fueron a informarse sobre su estado. En la práctica, Bartleboom había hecho nuevos amigos. Definitivamente, era su destino hacer buenas migas con la gente en aquellas tierras. Le resultaba algo más complicado con las mujeres, eso es verdad, pero por lo que se refiere a la gente parecía como si hubiera nacido predestinado a aquellas tierras. De verdad. Al final se levantó, se despidió de todos y se aprestó a ponerse de nuevo en camino. Tenía una idea precisa al respecto.

—¿Cuál es la carretera para la capital?

—Tendríais que regresar de nuevo a Bad Hollen, señor, y desde allí coger…

—Ni hablar —y partió en dirección opuesta en la calesa de un vecino que trabajaba de herrero, un genio en su especialidad, un verdadero genio. Se había pasado toda la noche partiéndose de risa. En fin, tenía una deuda de gratitud, por decirlo de algún modo. Aquel día cerró su taller y se llevó a Bartleboom de aquellas tierras, y de aquellos recuerdos, y de todo, al diablo, el profesor no regresaría nunca más, aquella historia había acabado, bien o mal, pero había acabado, de una vez por todas, por Dios. Acabado.

Así.

Después Bartleboom ya no volvió a intentarlo. Lo de casarse. Decía que se le había pasado el momento, y que no había nada más que hablar. Yo creo que todo este asunto le hizo sufrir un poco, pero no te hacía cargar con ello, no era de ese tipo, se guardaba sus congojas y sabía cómo sobreponerse a ellas. Era de los que, a pesar de los pesares, tienen una idea alegre de la vida. De los que están en paz, no sé si me explico. En los siete años que vivió aquí, debajo de nosotros, fue siempre una alegría tenerlo debajo de nosotros, y muchas veces en nuestra casa, como si fuera alguien de la familia, y en cierto sentido verdaderamente lo era. Por otro lado, él habría podido vivir en otros barrios, con toda aquella cantidad de dinero que le llegaba en los últimos tiempos, herencias, para entendernos, las tías que iban cayendo una tras otra, como manzanas maduras, descansen en paz, una verdadera procesión de notarios, un testamento tras otro, y todos, quieras que no, llevaban líquido a los bolsillos de Bartleboom. En fin, que si hubiera querido habría podido vivir en otro sitio. Pero él se quedó aquí. Decía que se estaba bien en este barrio. Sabía valorar, por decirlo de algún modo. Se conoce a un hombre también en estos detalles.

Continuó trabajando hasta el final en su Enciclopedia de los límites etcétera. Por aquel entonces había empezado a reescribirla. Decía que la ciencia daba pasos gigantescos y que, en fin, la tarea de ponerse al día, especificar, corregir, limar, era interminable. Lo fascinaba la idea de que una Enciclopedia de los límites acabara siendo un libro que nunca terminaba. Un libro infinito. Era algo absurdo, pensándolo bien, y él se reía de eso, me lo explicaba y volvía a explicármelo, maravillado, incluso divertido. Otro quizás habría sufrido. Pero él, como ya digo, no estaba hecho para ciertas tribulaciones. Era ligero.

Evidentemente, también morir fue algo que hizo a su manera. Sin espectáculo, discretamente. Un día se metió en la cama, no se encontraba bien, y a la semana siguiente todo había acabado. Ni siquiera podíamos saber si sufría o no aquellos días, yo se lo preguntaba, pero a él sólo le importaba que nadie se entristeciera por una historia insignificante. Detestaba molestar. Sólo en una ocasión me pidió que por favor le pusiera uno de los cuadros de aquel pintor amigo suyo colgado en la pared, justo delante de la cama. También aquella historia de la colección Plasson resultaba increíble. Casi todos blancos, podéis creerme. Pero él los apreciaba muchísimo. El que le colgué por aquel entonces también era completamente blanco, todo blanco, él lo seleccionó entre todos, y yo se lo puse allí, para que pudiera verlo bien desde la cama. Era blanco, lo juro. Pero él lo miraba, volvía a mirarlo, lo saboreaba con los ojos, por decirlo de alguna manera.

—El mar… —decía en voz baja.

Murió por la mañana. Cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Simple.

No sé. Hay gente que se muere y, con todos los respetos, no se pierde nada. Pero él era de los que, cuando ya no están, lo notas. Como si el mundo entero, de un día para otro, se hiciera un poco más pesado. A lo mejor este planeta, y todo lo que hay en él, flota en el aire sólo porque hay muchos Bartlebooms por ahí, ocupados en mantenerlo en su sitio. Con su ligereza. No tienen cara de héroe, pero mantienen el garito en marcha. Son así. Bartleboom era así. O sea: era capaz de cogerte por el brazo, un día cualquiera, por la calle, y decirte en gran secreto

—Una vez vi ángeles. Estaban en la orilla del mar.

A pesar de que él no creía en Dios, era un científico, y no mostraba gran predisposición hacia las cosas de la Iglesia, no sé si me explico. Pero había visto ángeles. Y te lo decía. Te cogía del brazo, un día cualquiera, por la calle y con la maravilla en los ojos te lo decía.

—Una vez vi ángeles.

¿Cómo no querer a alguien así?