Capítulo 15
Natalie abrió los ojos a un rayo de sol que incidía directamente sobre su cara. Parpadeó y entrecerró los ojos ante la invasión, sin saber a ciencia cierta dónde estaba. Entonces, los recuerdos se agolparon en su cabeza mientras reconocía el dolor que sentía entre los muslos. Volvió la cabeza hacia la izquierda y descubrió que Jonathan la miraba fijamente apoyado sobre un brazo, con la mejilla en la palma de la mano.
—Me encanta tu pelo —dijo él con aire pensativo, entrelazando los dedos en su cabello, que caía en cascada por toda la almohada.
Natalie soltó un leve gruñido, apartando los ojos de la descarada mirada de Jonathan para interesarse de inmediato en los diminutos capullos de rosa color morado pintados en el techo.
—Debería habérmelo recogido.
Jonathan le deslizó lentamente el pulgar por el nacimiento del pelo en la frente hasta la sien.
—Lo prefiero suelto.
—Si me lo hubiera recogido, anoche no habría ocurrido nada indecente —aclaró ella con una leve sacudida de cabeza.
Jonathan curvó los labios con cierto regocijo.
—Lo que hicimos anoche habría sucedido igualmente aunque fueras calva, Natalie.
Ella se sintió un poco avergonzada, y lo escudriñó a través de las pestañas mientras se ponía las manos en el pechó y cruzaba los dedos. La mirada de Jonathan se paseó por su camisón como si acabara de preguntarse por la razón de que ella se lo hubiera puesto; entonces, se inclinó sobre ella y le acarició las mejillas moviendo los labios atrás y adelante.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Natalie asintió levemente con la cabeza.
Al no añadir nada más, él insistió en busca de detalles.
—¿En qué piensas?
Su voz sugería preocupación por los sentimientos de Natalie, pero ella no podía permitirse pensar en los de él. Antes bien, volvió a fijar la mirada en el techo y dijo con sequedad:
—Que nos perdimos la cena, que todo el mundo nos oyó porque nos dejamos las ventanas abiertas y que requirió mucho más esfuerzo que el que se me dijo que debía esperar.
Él la cogió por la barbilla y le volvió la cabeza para que no tuviera más remedio que mirarlo a sus risueños ojos.
—Tú fuiste la cena más sabrosa de toda mi existencia. Y alguien oyó algo, sencillamente supondrá que estábamos haciendo lo que hacen las parejas de casados, y la próxima vez haré yo la mayor parte del trabajo.
Natalie sintió que le ardían las mejillas mientras se ruborizaba hasta la raíz del cabello, e intentó sentarse.
Jonathan le rodeó la cintura para sujetarla contra la cama.
—¿Y quién te dijo lo que tenías que esperar?
—Jonathan…
—¿Quién?
Con un nudo en la garganta, ella respondió:
—Amy.
Jonathan frunció el ceño al tiempo que hacía una mueca.
—¿Amy? ¿Tu impagable, taimada y mentirosa doncella te informó de los sucesos íntimos que tienen lugar entre un hombre y una mujer?
—Sí.
—Tendré que darle las gracias por todo lo que ha hecho por nosotros.
Aquello la calmó, aunque a Jonathan no le quedó muy clara la razón de que así fuera.
—No tienes que darle las gracias por nada —replicó ella sin apasionamiento—. Lo único que me dijo fue que no tendría que hacer nada, salvo esperar a que mi marido terminara, y que eso nunca duraría más de diez minutos.
Aquello sí que divirtió a Jonathan de lo lindo.
—Te prometo, que por lo que a nosotros respecta, siempre durará más de diez minutos.
Natalie le sostuvo audazmente la mirada. Él insistía en la suposición de que volverían a hacer aquello de nuevo, y si ella le permitía que continuara así, empezaría a creérselo ella también.
Negó con la cabeza con decisión y apretó los labios ante la inminente discusión.
—No volveremos a hacer esto, Jonathan.
Él no discutió en absoluto; en su lugar, sugirió suavemente:
—Entiendo que, cuando te describió las actividades del lecho conyugal, Amy no te dijo que ocurre más de una vez, Natalie.
Ella se puso rígida, y Jonathan la abrazó con más fuerza.
—Esto no es un lecho conyugal.
Él la miró fijamente durante un instante, se inclinó y le rozó la mejilla con los labios, deslizándoselos por la piel con unas caricias delicadas y sensuales.
—Supongo que en el sentido estrictamente legal, no.
—No estamos casados —insistió ella.
—Legalmente, no.
A Natalie le entraron ganas de decir: «Qué objetivo eres», pero el pecho ancho y caliente de Jonathan se apretaba contra su brazo, el intenso olor masculino le embriagaba los sentidos, la boca sobre su piel le hacía cosquillas, y todo aquello solo podía desembocar en problemas.
—Jonathan, compórtate, o no volverás a ver las esmeraldas.
Intentó ser severa con su amenaza, pero no fue así exactamente como le salió… sino más bien como una broma, aunque produjo el efecto deseado.
Jonathan levantó la cabeza a regañadientes.
—¡Ah…! Las esmeraldas. —Con gran exageración, él se dejó caer de espaldas sobre la cama—. Me había olvidado de las esmeraldas.
Natalie se enfurruñó con fingido disgusto.
—Eso parece bastante idiota para un ladrón de tu categoría.
—Me has cautivado, Natalie —admitió con un suspiro, devolviéndole la broma mientras miraba fijamente el techo—. He perdido la noción del tiempo y del decoro por completo.
Natalie no supo si echarse a reír o golpearlo. En su lugar, empezó a juguetear con el edredón, bajándoselo hasta la cintura porque estaba empezando a tener calor.
—Según parece, también has perdido el instinto de propiedad.
Volvió a mirarla de golpe a la cara con semblante muy serio.
—Sé perfectamente lo que estuve haciendo anoche.
Natalie bajó la voz, intentando volver de inmediato al tema.
—Entonces espero que los recuerdos de lo que ocurrió sean suficientes para aplacar tu deseo y puedas por fin arreglar el asunto de encontrar las cartas de mi madre para mí. Esa es, de hecho, la razón de que estemos aquí.
Él la miró boquiabierto, aparentemente desconcertado. Entonces, negó con la cabeza lentamente.
—Natalie, te deseo tan desesperadamente que en este preciso instante estoy dolorido. Y la única razón de que no te haga jirones ese estúpido camisón para poseerte de nuevo, es el dolor que te ocasionaría. E imagino que ya estás bastante dolorida.
Natalie oía cantar a los pájaros en la distancia, hasta ella llegaba el olor de las flores y la persistente fragancia de la lluvia de la última noche, y, sin embargo, todo desapareció de repente de su mente, excepto la sofocante humillación del descarado comportamiento que había mostrado ante él la noche anterior. Se dio la vuelta bruscamente para sentarse, y en ese momento él la soltó sin preguntar.
Natalie sacó rígidamente las piernas por encima del borde de la cama y se quedó mirando fijamente la pared que tenía enfrente.
—Queda poco tiempo, Jonathan. Necesito que encuentres las cartas de mi madre para que podamos volver a Gran Bretaña.
La tensión empapó la atmósfera, y durante unos segundos Jonathan guardó silencio. Entonces, Natalie oyó el crujido de las sábanas detrás de ella cuando él movió el cuerpo para mirarla a la espalda.
—Lo he intentado desde el principio.
La sinceridad de su voz la tranquilizó un poco, y Natalie bajó la mirada hacia sus manos, que mantenía cruzadas sobre el regazo.
—Sé que lo has hecho. —Respiró hondo para reunir valor, porque estaba a punto de demostrarle su confianza—. Las esmeraldas están en uno de mis baúles.
—¿En serio? —dijo él con notable exageración.
Natalie cerró los ojos, sonriendo para sí. Pues claro que debía saberlo. ¿Dónde, si no, iban a estar? Podría ser, incluso, que las hubiera encontrado tras registrar sus cosas, probablemente mientras ella dormía, pues así, según parecía, era como funcionaba su mente retorcida. Después de todo era un ladrón, experimentado en el engaño y en el hallazgo, y su estupidez por olvidarlo la enfadó. Pero lo que la reconfortó fue caer en la cuenta de repente de que la había llevado a París sin tener realmente que hacerlo. Lo había hecho por ella, y Natalie le debía el resto de lo que le había prometido.
—El conde de Arlés y otros van a ofrecer un banquete mañana por la noche para recaudar fondos rápidamente para su causa —le reveló pausadamente sin mirarlo—. Luis Felipe vuelve de vacaciones el domingo, y planean derrocarlo mientras es escoltado por la ciudad.
La cama crujió cuando Jonathan se sentó detrás de ella.
—¿Qué has dicho?
El tono de su voz descendió de manera tan dramática que Natalie se volvió hacia él intentando mirar su cuerpo medio desnudo cuando la sabana cayó hasta la cintura de Jonathan.
—Que el conde de Arlés va a ofrecer…
—Ya he oído la parte del banquete.
No fue la violenta exclamación de Jonathan, sino su penetrante mirada lo que la puso nerviosa.
—Varios de ellos están planeando derrocar al rey Luis Felipe —repitió ella—. El domingo. Pensé, dadas sus relaciones con los que ocupan el gobierno, que la información te resultaría interesante.
—¿Interesante? —la interrumpió—. Lo que encuentro interesante es que me lo ocultaras, Natalie.
La ira que Jonathan expresó en su semblante y en sus modales la cogió por sorpresa. La escudriñó de manera dura y calculadora, y la rápida irritación que se apoderó de ella la hizo arrugar el entrecejo.
—No te he ocultado nada. Es un simple cotilleo que oí casualmente en el baile de Marsella.
—¿Unos nobles franceses se reúnen en secreto para hablan del asesinato de su rey, y consideras que es un simple cotilleo?
Natalie se levantó y se volvió hacia él, sobresaltada por la antipatía que expresaba la voz de Jonathan.
—¿Por qué demonios piensas que se trataría de un intento de asesinato?
Jonathan se quitó de inmediato la colcha de encima del cuerpo, y Natalie giró sobre sus talones con la misma rapidez para evitar mirarlo.
—¿Qué crees que significa «derrocar», Natalie, que los van a tirar del carruaje?
Habría soltado una carcajada ante la ocurrencia de no haber sido por la frialdad con que fue hecha la pregunta. Se abrazó a sí misma, restregando las palmas de las manos contra las mangas de algodón, y se quedó mirando fijamente el papel floreado de la pared mientras oía el sonido de la ropa de Jonathan cuando este empezó a vestirse a toda prisa.
—Estábamos en una fiesta, Jonathan —razonó ella, exasperada—. El vino corría a mansalva, y la gente decía todo tipo de cosas en aquellas condiciones. Supuse que era una bravata entre caballeros que habían bebido más de la cuenta.
—Y sin embargo, no lo oíste en el salón de baile mientras todo el mundo reía, bebía y bailaba, ¿no es así? —replicó él de modo brusco y desagradable—. Esos hombres estaban encerrados en una reunión privada cuando lo hablaron.
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque te vi, Natalie. Te vi cuando te alejabas del estudio privado del conde.
—¿Me estabas espiando?
Jonathan pasó por alto la pregunta para añadir con franqueza:
—Me pregunto dónde están puestas exactamente tus lealtades.
Natalie soltó un grito ahogado al oír semejante audacia, por la iniquidad de Jonathan al suponer cualquier implicación por parte de ella, así que Natalie giró en redondo para plantarle cara. La ropa casi cubría por completo a Jonathan, mientras movía rápidamente los dedos por los botones de la camisa.
—Decir eso es una crueldad, Jonathan, y absolutamente ridículo.
Él desoyó el comentario, alargando la mano para coger el fular.
—No lo sabía —insistió ella—. La verdad es que ni siquiera pensé en ello. Mi antepasado no tiene nada que ver con esto. Los franceses siempre están pensando en la manera de destronar al monarca reinante en cada momento, y la mayor parte de las veces no pasa de ser una tontería.
Él le lanzó una mirada, interrumpiéndose lo justo para que Natalie supiera que sabía que ella acababa de decir algo de lo más lógico. Luego, se volvió hacia el ropero, sacó los zapatos que combinaban con su atuendo y se sentó en el borde de la cama para ponérselos. Sin embargo, no respondió, lo cual, a su vez, no hizo sino avivar la cólera de Natalie.
—Estaba completamente dispuesta a contártelo, Jonathan, cuando me dieras las cartas de mi madre. Eso debería haber sido ayer.
Sabía que su comentario mordaz provocaría una respuesta. Jonathan volvió la cabeza con tanta rapidez que sacudió todo su cuerpo con el movimiento. La miró boquiabierto durante una milésima de segundo, haciéndole sentir que quizá el golpe había sido demasiado brutal. Entonces, Jonathan meneo la cabeza con incredulidad.
—¿Esta información era el regalo que me prometiste a cambio de las cartas?
Ella se irguió, indecisa, dejando caer los brazos a los costados.
—Pues claro. —Natalie titubeó, y su frente se arrugó con la duda—. ¿Qué otra cosa podría haberte dado aquí? ¿Mi abanico de mango de marfil? Sé que no querías mis camafeos.
Él la miró con tanta intensidad, allí sentado con una increíble inmovilidad, que Natalie pensó durante un momento que había dejado de respirar. Luego, ya fuera por el continuado silencio de Jonathan, ya por la sagacidad que destilaba su mirada —Natalie no estuvo segura—, lo cierto es que la claridad la inundó con un sentimiento de puro rechazo y una conmoción que ni siquiera fue capaz de empezar a describir.
—¿Tú… pensaste que me entregaría a ti? —farfulló, y su voz se le antojó insignificante y extraña.
Jonathan no hizo nada durante unos segundos, limitándose a observarla con una incertidumbre que acentuaba sus rasgos. Y entonces Natalie lo supo.
La furia se apoderó de ella. Cerró los puños a los costados, su cuerpo se puso rígido, y las lágrimas que se negó a derramar le ardieron en los ojos.
—¿Pensaste que te entregaría mi virginidad a cambio de las cartas?
El repentino descubrimiento hizo que Jonathan se sintiera manifiestamente incómodo. Se limpió la frente torpemente con la palma de la mano y se levantó para ponerse frente a ella.
—Natalie…
—¿Cómo pudiste pensar eso de mí, Jonathan? ¿Cómo pudiste creer que haría semejante cosa?
Jonathan se puso las manos en las caderas, paralizado.
—No sé —respondió él con aspereza—. Solo… me pareció lógico.
—¿Lógico? —El rostro de Natalie se contrajo con un profundo dolor—. ¿Pensaste que me entregaría a ti en pago?
—¡Diantre!, no fue así como lo consideré —afirmó él, dando un paso hacia ella.
Natalie susurró glacialmente:
—Pues claro, debiste de pensar que tenía las mismas virtudes que mi madre.
Aquello detuvo en seco sus movimientos. Jonathan se puso tenso, y sus ojos relampaguearon con un brillo oscuro al mirarla a los ojos.
—Sabía que eras virgen, Natalie —dijo en voz muy baja—. Pero también sabía, al igual que tú, que acabaríamos haciendo el amor. Tu deseo hacia mí no era ningún secreto. Era ostensible.
—Qué hombre más arrogante eres —le espetó—. Quería que me ayudaras. Pensé que eras mi amigo.
Jonathan entrecerró los ojos.
—Amistad aparte, la atracción sexual que hay entre nosotros no podría ser negada nunca. Empezó en el instante en que entraste en mi casa de la ciudad.
Natalie reprimió el impulso de abofetearlo por eso; por su desfachatez, por conocer hasta los últimos recovecos de su mente y por utilizar su experiencia contra su inocencia con una finalidad puramente egoísta.
—Entonces es culpa mía —admitió ella con sarcasmo, clavándose las uñas en las palmas de las manos—. Debería haberme prevenido contra tus avances. Por desgracia, no conozco a nadie que sepa más sobre la atracción sexual que tú, Jonathan.
Los ojos de Jonathan se abrieron lo suficiente para que ella supiera que lo había herido con eso. Pero la furia iba calándola ya en oleadas, y se negó a detenerse allí. Por fin empezaba a tener claras las motivaciones de Jonathan.
Natalie tragó saliva cuando las lágrimas que ya no podía controlar le arrasaron los ojos.
—Supongo que lo siguiente que me confesarás es que todo lo que me dijiste anoche estaba ensayado. ¿O quizá recurriste sencillamente a frases que ya habías utilizado antes? Estoy segura de que sabes qué decir exactamente a una mujer en el momento oportuno.
Se dio cuenta al instante de que había ido demasiado lejos. Al principio él solo había parecido asombrado por su vehemencia. En ese momento un intenso dolor atravesó la mirada de Jonathan, y ella supo que lo había herido en lo más hondo. También la impresionó a ella, que flaqueó, pero se negó rotundamente a retroceder.
Tras unos instantes de silencio insoportable, en el que se miraron fijamente el uno al otro desde ambas esquinas de la cama, la expresión de Jonathan se suavizó hasta convertirse en una pena inefable que no fue capaz de ocultar, y, lentamente, bajó la mirada.
Se apartó de ella, dio tres pasos hasta el sillón, donde cogió su levita, y se dirigió a la puerta. Cuando agarró el picaporte, se dio la vuelta para mirarla a los ojos.
—Vas a tener que pensar esto tú sola, Natalie —le advirtió con voz clara y sombría—. No puedo obligarte a que confíes en mí y no puedo cambiar mi pasado. Si no consigues aceptarlo tal cual es, tú sola echarás a perder todo lo que hay entre nosotros, y no tendremos ninguna oportunidad.
Abrió la puerta y echó una mirada hacia la alfombra morada que tenía bajo los pies.
—Voy a la ciudad a descubrir lo que pueda sobre el banquete de mañana por la noche.
Sin esperar ninguna respuesta, Jonathan salió al pasillo y cerró la puerta tras él.