Capítulo 2
Natalie Haislett asumió el riesgo mientras se ceñía la capucha de la capa, miró a ambos lados con discreción y descendió en silencio los escalones de la casa de su padre en Londres, para dirigirse al final de la calle, donde le esperaba su vehículo.
Sabía que estaba siendo impetuosa, tal vez incluso irracional, pero por fin había llegado el momento de que diera el paso, y no era capaz de discurrir otra manera. Estaba preparada para encontrarse con el hombre de sus sueños, el que la sacaría de su existencia encorsetada y banal. Y nunca se había sentido más deseosa de algo en la vida.
Incluso a través de la espesa niebla matinal descubrió el coche de alquiler que le había pedido su siempre impagable doncella, y caminó rápidamente hacia él. Y antes de que el sol empezara a calentar el día, Natalie se dirigió a la casa de él, loca de contento y muerta de miedo.
Jonathan Drake era el último hombre en la tierra al que quería ver, el último hombre con cuya ayuda quisiera contar. Pero él era todo lo que tenía; era su única pista. El hermano mayor de Jonathan, lord Simon, duodécimo conde de Beckford, estaba casado con la mejor amiga de Natalie, Vivian, y esta le había prometido sin asomo de duda que Jonathan conocía personalmente al infausto Caballero Negro, el hombre que ella sabía, desde hacía ya casi dos años, era con quien estaba destinada a casarse.
Drake, independiente y rico por derecho propio, era una especie de espíritu libre, un trotamundos, aunque gozaba de la consideración general de ser uno de los solteros más cotizados de Inglaterra. Se dedicaba al comercio de artículos refinados, a la compraventa de antigüedades y artefactos insólitos por mera satisfacción personal, lo cual, para Natalie, significaba que no era más que otro noble con demasiado dinero y, tiempo que malgastar. Pero eso era asunto de él. El interés de Natalie por Drake se centraba exclusivamente en el conocimiento que este tenía del paradero del ladrón más famoso de Europa.
De acuerdo con Vivian, parecía ser que Jonathan Drake había conocido y entablado relación con el Caballero Negro tanto en razón de sus viajes como de sus negocios. Aunque el Caballero Negro era una leyenda viva, aquello no resultaba tan difícil de creer para Natalie, porque el hombre seguía siendo de carne y hueso y por fuerza tendría amigos que conocieran su identidad. No era más que una extraordinaria coincidencia que el hombre con el que ella pretendía casarse conociera a Drake, el único hombre en la tierra por el que habría dado la vida con tal de evitarlo.
Arrellanándose en los cojines, Natalie cerró los ojos en un intento de sustituir la ansiedad que le provocaba ver a Jonathan por la esperanza y la excitación de reunirse por fin con su futuro marido.
El Caballero Negro era un misterio en toda Europa. Natalie había seguido sus aventuras en Inglaterra y el continente durante más de dos años, siguiendo el rastro de su paradero por los artículos de las gacetas y, sí, aunque le daba vergüenza admitirlo, por los chismes. Se le asignaban muchos nombres —el Caballero Negro, el Ladrón de Europa, el Caballero de las Sombras—, la mayoría de ellos debidos, suponía ella, al hecho de que solo trabajaba en la oscuridad, en operaciones clandestinas. Aunque la mayoría de la gente pensaba que no era más que un bribón indecente y un desvalijador de mujeres, Natalie estaba bastante segura de que la mayor parte de todo lo que había oído estaba adornado o inventado por aquellos que sencillamente sentían envidia de sus habilidades.
La primera vez que Natalie había oído hablar de él fue cuando se le atribuyó el robo de una delicada colección de jarrones de Sèvres a una importante familia alemana. Que dicha colección hubiera sido robada inicialmente a un aristócrata francés durante la Revolución de 1792 quedó en cierta manera soslayado por el hecho de que el ladrón fuera el infame Caballero Negro. Natalie no estaba segura, pero se rumoreaba que los jarrones habían acabado finalmente en manos de sus legítimos dueños, que se habían establecido de nuevo cerca de Orange, y que el ladrón solo había actuado por dinero, haciendo un trabajo que aquellos que estaban investidos de autoridad no eran capaces de realizar por razones de decoro y discutibles legalismos.
Después de eso había oído mencionar de pasada su nombre varias veces, pero solo en el último mes de enero Londres entero se convirtió de nuevo en un hervidero de especulaciones cuando lord Henry Alton fue detenido y acusado de intentar vender los pendientes de rubíes robados a la condesa de Belmarle. Cuando se procedió al registro de la propiedad de lord Henry, las autoridades no solo encontraron encima de la repisa de la chimenea una caja de rapé con el anillo y el collar a juego, sino pruebas evidentes de que el hombre dirigía un lucrativo negocio de contrabando de whisky. Los rumores se desataron, pero se dijo que el Caballero Negro era el que le había vendido a lord Alton aquellos primeros rubíes que acabaron con su detención.
Los demás podrían burlarse, pero Natalie, por ingenua que fuera, sabía en el fondo de su corazoncito que el famoso Caballero de las Sombras trabajaba para el gobierno, y que si hacía cosas de dudosa legalidad era para atrapar a los criminales y reparar los daños que no se podían enmendar mediante los procedimientos convencionales. Y así tenía que ser, porque, ¿qué ladrón avezado devolvería los objetos robados a sus legítimos dueños? Sin embargo, todo lo relacionado con él no eran más que rumores, desde los ejemplos citados hasta la falsificación de obras de arte y el robo de oro, pasando por la propia identidad del hombre. Lo único seguro era que existía.
Así que, durante los últimos meses, Natalie se había dedicado con gran interés a aprender cuanto había podido, y excepto por el aspecto físico, del que solo había conseguido una idea general, sabía todo lo que había que saber, incluyendo el hecho evidente de que era el hombre destinado a ella. Fascinante e inteligente, había estado en todos los sitios a los que ella quería ir, y había hecho todas las cosas notables que ella admiraba. Pero, por encima de todo, no era un sujeto estirado, como todos esos almidonados caballeros ingleses que la obsequiaban con dulces y flores, y la llevaban a dar paseos anodinos por St. James Park mientras hablaban de las pistolas de bolsillo con percutor de sílex que coleccionaba el noble fulanito de tal o de la caza con todo lujo de detalles sanguinarios. Si se casara con esta clase de hombre, la clase de hombre que sus padres querían para ella, su vida (y, por supuesto, sus posaderas) se convertiría en un enorme e improductivo trozo de grasa. Se merecía más de la vida, y puesto que estaba a punto de cumplir los veintitrés años y todavía no había escogido marido, lo cual, por sí solo, estaba a punto de conseguir sembrar el pánico en su padre y su madre, por fin se sentía preparada para buscar al hombre que el destino había escogido para ella. Que Dios la pillara confesada cuando sus padres se enterasen, pero se iba a casar con el Ladrón de Europa. Y Jonathan Drake la iba a ayudar a encontrarlo.
Cuando el cochero se detuvo por fin delante de la vivienda de este último, Natalie se subió el cuello de la capa y se lo ajustó al rostro; no le gustaba el frío ni la idea de que alguien pudiera verla entrar en la casa de Drake sin carabina, por remota que pudiera ser esta última posibilidad.
Pagó con premura al cochero para que la esperase, subió los escalones y golpeó suavemente pero sin vacilación la aldaba de la puerta principal. Era inconcebible estar llamando a una hora tan indecorosa, cuando probablemente no fueran ni las seis de la mañana, pero realmente no tenía elección. Debía verlo temprano, para poder volver a su cama antes de que su madre se despertara y le entrara el pánico por su desaparición.
Después de esperar un buen rato y de llegar a la conclusión de que los sirvientes del hombre estaban desatendiendo gravemente sus obligaciones, y de que él, evidentemente, estaría durmiendo como un leño, Natalie probó a girar el pomo. Para su absoluta sorpresa y satisfacción, la puerta sin pestillo se abrió lentamente con un chirrido al ser empujada con suavidad.
Sin hacer ruido, nerviosa y entusiasmada ante las perspectivas, entró en el vestíbulo en sombras, dándole a sus ojos solo un segundo para que se acostumbraran a la penumbra, y avanzó rápidamente en dirección a lo que ella supuso era el salón de Drake. En su lugar, se encontró con el estudio, y qué maravilla de habitación que era el tal estudio, porque bajo el resplandor de los primeros rayos de sol, que entraban a raudales a través de la abertura entre las cortinas de gasa, Natalie se vio repentinamente sorprendida por la colección más soberbia de extraños tesoros que hubiera visto nunca.
Cuadros, grandes y pequeños, de todos los puertos, ciudades y paisajes imaginables, adornaban las paredes cubiertas de madera de roble. Esculturas de bronce y jarrones orientales de todos los colores, tamaños y estilos reposaban en arcones de roble, mesas de caoba y pedestales, así como en el espectacular escritorio Sheraton de Drake, cubierto en ese momento de papeles, péñolas, un tintero de cristal y un abrecartas con mango de marfil. Un magnífico retrato de terciopelo español en azules, dorado, rojo y negro de gran viveza colgaba sobre la chimenea, desde lo alto del techo hasta la repisa. El lustroso suelo de roble estaba cubierto de delicadas y excelentes alfombras orientales bordadas, y sobre la pared más alejada colgaba un minucioso y exótico surtido de artilugios de matar.
Natalie levantó la mano para ahogar una carcajada, pero realmente eso era lo que eran.
Drake tenía cuchillos y espadas de todos los tipos, algunos con los bordes dentados, otros lisos, pistolas con culatas de diferentes formas y tamaños cubiertas de marfil, jade y extraños caracteres que ella no había visto jamás. Y colgando precariamente del techo por delante de la pared, pendía una enorme espada curva con unas marcas negras que se entrecruzaban por toda la superficie de la cara de la hoja.
No podía contenerse. Tenía que tocarla.
Al pasar los dedos por el frío borde metálico, Natalie consideró curioso que Vivian no le hubiera comentado jamás que su cuñado fuera un caballero tan sumamente raro.
Con la cabeza puesta en otra cosa, Natalie no reparó en el ruido de pasos detrás de ella. Hasta que un gruñido feroz rompió el silencio.
Tan repentino e inesperado fue el ruido que giró en redondo sobre sus talones para hacerle frente, cortándose con la punta de la espada.
Durante un aterrador segundo Natalie miró fijamente a los ojos a un enorme pastor alemán que estaba quieto a solo un metro de ella. Fue entonces cuando sintió la calidez de la sangre que le manaba de la mano y goteaba sobre su capa de viaje azul oscuro; de inmediato, se sintió abrumada por el dolor y completamente indignada, a partes iguales.
Tras respirar profundamente varias veces para sofocar el grito que brotó de su interior, Natalie se miró la palma de la mano. El corte era superficial, aunque medía casi ocho centímetros de largo, y se extendía desde el dedo índice hasta la muñeca. Sin pérdida de tiempo se envolvió la mano en la capa para detener la hemorragia, hecho lo cual empezó a moverse hacia la puerta.
Al ver eso, el animal dio inicio a una muestra interminable de ladridos, mientras la arrinconaba bajo la espada.
—¡Cállate, fiera! —susurró nerviosamente Natalie, intentando apartar al perro con su mano sana.
No sirvió de nada. El animal volvió a gruñir, asustándola sobremanera cuando, sin previo aviso, enterró el hocico en su vestido, nada menos que entre las piernas, y la empujó de espaldas contra la pared.
—¿Qué está haciendo aquí, Natalie?
La aludida se quedó quieta, con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas por la vergüenza mientras volvía la atención a la puerta del estudio.
Allí estaba él, con un aspecto absolutamente espléndido, como Natalie sabía que tendría, más atractivo de lo que podía recordar, vestido solo con unos pantalones negros ceñidos que moldeaban indecentemente la estrechez de sus caderas y piernas.
—¿Le he despertado? —preguntó ella con dulzura, a falta de algo mejor que decir—. La puerta estaba abierta, y yo… —Las palabras le fallaron entonces porque su nerviosismo iba en aumento, sintiéndose cada vez más impotente por el lento discurrir de los segundos y porque aquella fiera de animal se negaba a apartar su prominente hocico de entre sus muslos.
Y él estaba observando al perro. Natalie quiso gritar.
Indiferente a lo que sucedía, Drake apoyó su cuerpo duró y elegante contra el marco de la puerta y cruzó los brazos a la altura del pecho, saboreando, de eso estuvo segura, el insólito y sumamente entretenido apuro en el que se encontraba.
—¿Señor? —rogó ella, empujando en vano la cabeza del pastor alemán con la mano ilesa.
Drake sonrió perezosamente.
Natalie no era capaz de discurrir nada adecuado que decir, así que se limitó a permanecer en su sitio manteniendo valerosamente la mirada de Drake. Las mejillas le ardían, pero no estaba segura de si era a causa de la profunda humillación o de la incomodidad que siempre sentía en presencia de aquel hombre.
Finalmente, Natalie ya no pudo soportar por más tiempo lo embarazoso del momento.
—Qué… casa tan pintoresca tiene —reconoció en tono agradable, arriesgándose a echar un vistazo por la habitación.
—Gracias.
—¿La ha decorado usted mismo o…?
—Natalie, ¿qué está haciendo en mi casa a las seis de la mañana?
Casi pegó un respingo a causa de la brusquedad del tono empleado por Drake mientras volvía a mirarle a la cara. Él no había movido el cuerpo, pero la sonrisa se había quedado en su boca.
—La puerta estaba abierta —contestó con total naturalidad, como si eso lo explicara todo—, y pensé que quizá podríamos hablar.
—¿Se pasó para charlar?
Ella asintió con la cabeza y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.
—Pero el tiempo de las relaciones sociales no empieza hasta dentro de varias horas, señorita Haislett. ¿Qué pretendía hacer conmigo hasta entonces?
La formal y, en apariencia, inocente pregunta provocó que Natalie empezara a notar calor debajo de las enaguas y, presa de un palpable y creciente desconcierto, se agarró la mano herida con la otra.
—¿Le… le importaría muchísimo si nos sentamos? —murmuró Natalie al fin.
Jonathan continuó mirándola fijamente durante un instante, gruño y se frotó los ojos con los dedos.
—El café ya estará listo a estas alturas.
—El café es asqueroso —respondió ella sin pensar.
Drake volvió a mirarla con dureza y le dedicó una sonrisa cínica.
—O café o nada.
—El café estará riquísimo —contestó Natalie con muchísima rapidez, no deseando arriesgarse a que la echara de su casa por un comportamiento descortés.
—Espina. —Drake indicó con la mano el rincón de la habitación, hacia dónde se dirigió el perro rápidamente para tumbarse con los ojos cerrados, como si no pensara en otra cosa en este mundo que en la necesidad acuciante de dormir.
—Es un animal muy grande, sin duda —dijo Natalie en tono agradable.
La comisura derecha de la boca de Drake se elevó de manera casi imperceptible mientras continuaba observándola sin ambages. Eso no hizo más que aumentar la ya insoportable tensión.
—¿El café, señor?
—Creo que nos conocemos lo bastante bien el uno al otro para que me llame Jonathan —dijo, arrastrando las palabras.
Natalie no supo qué decir a eso, y realmente estaba empezando a sentirse no solo nerviosa, sino extremadamente incómoda. ¿En qué estaba pensando para entrar en casa de aquel hombre como si viviera allí, sin carabina y al amanecer, nada menos? De repente, deseó fervientemente estar metida debajo de su sedoso edredón, o incluso avanzando por el pasillo de St. George para casarse con el aburrido Geoffrey Blythe. Cualquier existencia banal sería mejor que aquello.
Él debió de advertir el temor de Natalie, los pensamientos de salir corriendo que se traslucían en su rostro, porque en ese momento se relajó.
—No pasa nada, Natalie —dijo en tono tranquilizador, haciendo un gesto con la cabeza para que lo siguiera—. Hablemos en la cocina.
Por extraño que pareciera, Natalie se acercó a él sin ningún pensamiento de lo contrario, agarrándose todavía su ya ardiente palma con la capa, confiando en que el dolor remitiera y pudiera conseguir resolver sus asuntos sin revelar el incidente. No quería que él pensara que era una idiota por tocar una espada sin considerar las consecuencias.
No se fijó demasiado adónde se dirigían, teniendo dificultades para apartar la mirada de la espalda desnuda de Drake mientras caminaba delante de ella. Tenía un cuerpo firme, maravillosamente musculado, y observar la mera elegancia de su cuerpo y la tensión de su espalda hizo que Natalie sintiera aún más calor bajo su ropa. De pronto, lo absurdo de la situación le arrancó una leve risita.
Drake se paró en seco, volviéndose en la dirección del inesperado sonido, y el movimiento provocó que Natalie se diera de bruces contra su pecho. Agarrándola por la cintura, la atrajo hacia él para evitar que se cayera, supuso Natalie; y en ese momento el regocijo de esta se desvaneció, al tiempo que aumentaban los latidos de su corazón de manera drástica a causa tan solo del caliente tacto del hombre.
—¿Qué le hace tanta gracia? —preguntó él, divertido.
—Yo… —El nerviosismo volvió a apoderarse de ella cuando lo miró detenidamente a los ojos, dándose cuenta con extremada lentitud de que en ese momento su pecho estaba aplastado contra el de Drake.
Natalie se enderezó lo mejor que pudo.
—Es que se me ocurrió que mi madre se moriría del susto si supiera que apenas lleva usted algo encima.
—Su madre se moriría si supiera que está aquí, Natalie —la corrigió con voz pastosa, intensificando su abrazo sobre la espalda de Natalie al tiempo que adelantaba la mano que tenía libre para quitarle la capucha de la capa de la cabeza. Antes de que ella pudiera volver a poner una distancia razonable entre ellos, Drake alargó la mano hasta su nuca y le sacó la larga melena de debajo de la lana suave, permitiendo que le cayera libremente por la espalda.
Natalie abrió los ojos como platos. El gesto era demasiado íntimo, y le entraron ganas de darse de cabezazos contra la pared por no haberse tomado la molestia de sujetarse con pinzas aquellos rizos ingobernables. Sin pensarlo, le puso las manos en el pecho y le empujó para soltarse.
La mirada de Drake se endureció, y la soltó, dándose la vuelta bruscamente para seguir caminando hacia la parte posterior de la casa. Sin embargo, apenas dio unos cuantos pasos, se detuvo una vez más y giró sobre sus talones para mirarla.
Su expresión se tornó sería cuando la agarró por las muñecas y le levantó las palmas de la mano.
—¿Cuándo se ha hecho esto?
Natalie parpadeó, aturdida, porque casi le estaba gritando. Intento desasirse de un tirón, pero él no la soltó.
—Respóndame, Natalie —exigió.
—Lo siento —le soltó, no muy segura de qué otra cosa decir, mientras se daba cuenta de, que al tocarle el pecho, le había manchado de sangre sin darse cuenta—. Su perro me asustó, y deslicé la mano…
La voz de Natalie se fue apagando, mientras su rostro iba adquiriendo una palidez evidente.
—No me duele nada —le susurró.
—¿Con cuál? —preguntó Drake en voz muy baja.
—¿Cómo dice?
—¿Que con cual se cortó?
Natalie estuvo a punto de sonreír por la demostración de preocupación de Drake.
—Con la grande que está colgada del techo. Lo lamento mucho. —Después de un violento silencio, añadió tímidamente—: Sé que tocarle el pecho desnudo sería un tanto atrevido, pero, si quiere, se lo limpiaré por usted.
Él continuó mirándola fijamente a los ojos durante un segundo o dos, tras los cuales le soltó las muñecas sin contestar, la cogió por el codo y la condujo al interior de la cocina.
—Es probable que esto le vaya a doler un poco —advirtió Jonathan, llevándola directamente a la fregadera.
Antes de que ella tuviera tiempo de pensar en lo que él estaba haciendo, Drake le cogió la mano herida, se la puso con la palma hacia arriba y le vertió brandy de una botella sobre el corte.
Un dolor abrasador la atenazó, y se mordió el labio inferior para sofocar el grito. Respiró hondo y tragó saliva, y de manera instintiva intentó liberar la mano de las garras de Jonathan. Él no la soltó; antes al contrario, esperaba su reacción, lo que hizo que Natalie se enfadara.
—¿Era necesario? —dijo con voz ahogada Natalie, apretando los dientes en actitud desafiante.
—Sí, lo era —contestó él tranquilamente, sin dejar de mirarla ni un instante.
Esa fue la gota que colmó el vaso.
—¿Por qué diablos me mira con tanta insistencia, señor?
Natalie creyó percibir un atisbo de sonrisa en Drake al oír eso. Entonces, sin duda decidido a ignorar la pregunta, él se volvió hacia un lado, metió la mano en un cajón, sacó un pequeño trapo de cocina y procedió a envolverle la mano con él.
—¿Por qué no se sienta a la mesa y sirvo el café? Mantenga esto bien firme contra la herida.
Natalie hizo lo que se le decía, agradecida porque Drake volviera su atención a cualquier otro sitio y no siguiera observándola más. En el silencio momentáneo que siguió, se tranquilizó un poco, mientras le observaba moverse con soltura por la cocina. Había olido el agradable aroma del café al entrar en la pieza, pero lo que le llamó la atención fue que, según parecía, lo había hecho él.
—¿No tiene sirvientes, señor? —preguntó al fin.
Drake le lanzó una rápida mirada.
—Tengo un mayordomo, Charles Lawson, que ha ido a pasar fuera la semana para cuidar de su madre, que está delicada de salud. Y tengo una cocinera y ama de llaves externa, Gerty Matthews, que no llega hasta las once. —Se dio la vuelta hacia ella—. No estoy mucho en la ciudad, como sin duda ya sabe.
—Pues sin duda no lo sabía —repuso con demasiada rapidez, admirándolo sin recato. Nunca antes había visto a un hombre con una complexión tan magnífica, tan atractivo de pies a cabeza, tan… masculino.
—¿Por qué me mira con tanta insistencia, Natalie?
Ella parpadeó, ruborizándose hasta la raíz del cabello. Con valentía, y felicitándose por la rapidez de su contestación, admitió:
—Nunca había visto a un hombre con el pecho desnudo, y si usted no se exhibiera de manera tan indecente, no lo miraría fijamente.
—Apuesto a que lo haría —refutó él con brusquedad, girando todo el cuerpo para darse la vuelta hacia ella. Se recostó entonces contra la encimera, cruzó los brazos delante de él y miró de forma insinuante.
Natalie tuvo el convencimiento de que aquel momento era ya uno de los más incómodos de su vida. Y empezó a devanarse los sesos, no sabiendo exactamente qué contestarle. Quizá debería salir corriendo.
—¿Por qué no me explica exactamente la razón de que esté aquí?
Drake tuvo que percibir por fuerza la señal de evidente alivio que cruzó la frente de Natalie ante el brusco cambio de tema.
—Una maravillosa sugerencia —convino ella, irguiéndose en su asiento mientras recuperaba el valor—. Necesito que me ayude a encontrar a alguien.
—En serio —afirmó, más que preguntó—. ¿Y conozco yo a esa persona?
—Creo que la conoce, sí.
Jonathan se volvió una vez más hacia la encimera, sirvió dos tazas de café, las colocó en una bandeja de plata y lo llevó todo a la mesa.
—¿Ha tomado café alguna vez, Natalie? —preguntó, sentándose en la silla contigua a la de ella y entregándole una taza.
Natalie negó con la cabeza.
—Mi madre afirma que es una bebida de paganos.
La boca de Drake se torció en una sonrisa.
—Eso me sorprende.
Ella observó el líquido negro y espeso y tuvo un escalofrío.
—Por las mañanas suelo preferir chocolate. Es uno de mis deseos más insaciable. Adoro el chocolate.
Jonathan se llevó la taza a los labios.
—¿Y cuáles son algunos de sus otros deseos insaciables?
Natalie abrió los ojos desmesuradamente, mientras su pulso empezaba a acelerarse. Por encima de todo debía tener presente la reputación de Drake, ignorar y pasar por alto sin inmutarse cualquier insinuación indecente que saliera de su boca.
Recuperando su voz, Natalie proclamó sin apasionamiento:
—Le pagaré por ayudarme a localizar…
—¿Jonathan?
La amable interrupción provino de la puerta de la cocina. Natalie miró a su izquierda para ver entrar en la cocina a una mujer de pelo oscuro y apabullante belleza que no llevaba puesto nada más que una chinelas de terciopelo azul y un salto de cama de seda oriental blanco, atado a la cintura por un fino fajín de seda, que casi no le tapaba nada del cuerpo, y lo que menos el contorno de su figura, espigada, ágil y elegantemente sinuosa.
Natalie jamás se había quedado tan atónita, y según parecía tampoco la mujer, porque ambas se quedaron mirando mutuamente sin ambages durante un rato largo y extremadamente violento.
Entonces Jonathan gruñó, y ambas se volvieron para mirarlo.
Drake cerró los ojos, se apretó el puente de la nariz con los dedos, y se hundió en la silla.
—La señorita Natalie Haislett, la señorita Marissa Jenkins —dijo a modo de presentación.
Natalie se preguntó fugazmente si la mujer se merecía el tratamiento, y decidió que eso no venía al caso. Enmudecida de repente, llegó lentamente a la conclusión de que la criatura de aspecto exótico que estaba parada delante de ellos era la querida del hombre. Natalie era, por supuesto, una dama de esmerada educación, pero había oído rumores y sabía que muchos caballeros las tenían. Por lo tanto, no se escandalizaría. Pero en el transcurso de varios largos y silenciosos segundos el pobre hombre sentado junto a ella devino en un estado de tan adorable desconcierto que Natalie apenas pudo evitar echarse a reír. Decididamente, debía aprovechar el instante en lo que valía.
Recuperándose con rapidez, se quitó la capa para permitir que se viera completamente su vestido de muselina color melocotón, provisto de un amplio escote que mostraba la suave curva de su pecho generoso. En un principio, no había tenido intención de quitarse su prenda exterior, pero aquella situación exigía que se hiciera una excepción. En ese momento, se sintió más que contenta de haberse puesto algo un poquito atrevido.
Y con una pequeña dosis de sutileza, dejó caer en cascada su espesa mata de pelo por delante de los hombros, tras lo cual dedicó a los otros dos una sonrisa encantadora.
—Así que usted debe de ser la amante de Jonathan.
Drake levantó la cabeza con un respigo inmediatamente, los ojos como platos, rebosantes de asombro, sin duda atónito por oír semejante vulgaridad de boca de una dama soltera de su condición.
Marissa cayó en la cuenta con rapidez.
—He sido su amante, señorita Haislett, hasta esta noche, en la que me ha despedido. —La mujer caminó con garbo hasta el otro extremo de la mesa y se sentó—. ¿Ha tomado café alguna vez? Está bastante bueno con un poco de nata y azúcar.
—Creo que lo probaré como dice, gracias —respondió dulcemente Natalie, ignorando al hombre que estaba a su lado y alargando la mano hacia la bandeja. Se sirvió una cantidad generosa de nata de la jarrita y una gran cucharada de azúcar—. ¿Y por qué la ha despedido, Marissa?
La mujer suspiró.
—Bueno, creo que Jonathan está preparado para encontrar a alguien que le caliente la cama de manera más permanente.
—¿El pobre hombre no se puede permitir unas mantas? —preguntó Natalie con fingida preocupación.
Marissa apoyó un codo en la mesa y la barbilla en la palma de la mano.
—Tengo la abrumadora certeza de que está pensando en alguien más vivo y más excitante que las mantas.
—Entonces, tal vez debería dormir con su enorme y cariñoso perrazo…
—Esta conversación es la más absurda que he oído en toda mi vida —acabó por terciar Jonathan, exasperado, llevándose la taza a los labios para evitar mirarlas.
Pero las dos mujeres se volvieron hacia él, como si hubieran reparado en su presencia por primera vez.
—¿Es ella la escogida? —preguntó Marissa con aire calculador.
Natalie salió en su propia defensa con presteza.
—Le aseguro, señorita Jenkins, que no calentaré otra cama que no sea la mía.
—Por supuesto que no —murmuró la mujer muy lentamente, devolviéndole la mirada con curiosidad. Tras una incómoda pausa, se levantó para marcharse—. Bueno, creo que me vestiré y seguiré mi camino. Si cambia de opinión, señorita Haislett, sepa que prefiere el lado izquierdo.
—¿El lado izquierdo?
—De la cama.
—¡Ah!, estoy segura de que ese no es asunto mío, Marissa. Pero puedo decir que el hombre tiene, sin duda, un gusto para la belleza…
—No me puedo creer que esto esté sucediendo en mi cocina —terció Jonathan con creciente asombro, inclinando de nuevo la taza hacia sus labios y bebiéndose el líquido de dos largos tragos.
Las dos mujeres lo miraron con inocencia, y Marissa se acercó para darle un beso en la mejilla.
—Adiós, querido.
Drake gruñó, pero no dijo nada mientras mantenía la mirada fija en la mesa.
Marissa caminó hasta la puerta, lanzó a ambos una sonrisa divertida y salió rápidamente de la cocina, que quedó sumida en un silencio sepulcral.
Natalie bajó la vista a su regazo, agarrando el trapo con su mano palpitante, mientras que con la otra se puso a juguetear atentamente con la tela de su vestido. Sabía que él había movido su mirada para observarla, pero sencillamente no pudo mirarlo, tan absorta como estaba en la calidad de la delicada muselina color albaricoque.
—Le pido disculpas por esto —masculló al fin Jonathan.
Natalie se encogió de hombros, pero no dijo nada.
—Natalie, míreme.
Ella alzó la mirada para mirarle a los ojos, y le costó Dios y ayuda mantener la expresión neutral.
—No hay ningún problema. Lo que haga en su casa es asunto suyo, señor.
—Deje de ser tan formal —le ordenó, enfadado de repente.
Ella ignoró su arrebato y volvió a concentrarse en su vestido.
—Solo me preguntó por qué diantres estaba ella aquí esta mañana, cuando se deshizo de ella anoche.
Natalie no se esperaba que él se echara a reír, y lo repentino de la reacción le hizo levantar la vista bruscamente. Drake la miró de hito en hito con una amplia sonrisa en la boca, y se inclinó hasta quedar muy cerca de la cara de Natalie.
—¿Confiaba en que la estuviera esperando, mi amorcito?
La pregunta la alarmó, y a todas luces no supo cómo contestarle. Aunque no podía dejarlo plantado porque coqueteara con ella, dado que estaba en juego algo más importante. Eso es lo que tenía que recordar. Estaba allí con un propósito y tenía que volver al motivo de su intempestiva visita.
Manteniendo una expresión de absoluta indiferencia, Natalie susurró:
—Yo no soy su amorcito.
Jonathan entrecerró los ojos entre divertido y malicioso.
—Todavía no.
Natalie tuvo un escalofrío. Su corazón empezó a latir furiosamente de repente, pero, para su absoluta frustración, no encontró fuerzas para moverse. Estaba sentado tan cerca de ella que Natalie podía sentir el calor de su cuerpo, podía ver cada veta azul de sus ojos intensamente grises, podía percibir el aroma almizcleño del sándalo y la voluptuosa masculinidad.
—No seré la querida de nadie —le aseguró ella con cierto tono de desafío.
—Tiene un pelo precioso, Natalie —susurró él con aire seductor, levantando la mano para rozarle las puntas con los dedos—. Ni muy rojo, ni muy rubio y tan abundante y sinuoso como su…
—¿Cree que podría tomar más café? —soltó Natalie, poniéndose fuera de su alcance con una sacudida, consciente, no sin irritación, de que Drake inferiría que la pregunta no era más que una simple evasiva, puesto que solo había tomado cuatro o cinco sorbos.
Él no se movió durante un instante. Y finalmente, con un exagerado suspiro de derrota, se levantó con las dos tazas en la mano y volvió a la encimera.
—Bueno, volvamos al motivo de su visita.
Esa era la razón de que aquel hombre tuviera semejante reputación, caviló Natalie. Podía, si así lo decidía, seducir a una dama con unas cuantas palabras y una sonrisa, y entonces, reducía la intensidad como si tal cosa y llevaba la conversación hacia algo trivial en un abrir y cerrar de ojos. Dada su inclinación natural al flirteo, Natalie necesitaría una dosis extraordinaria de cautela si Jonathan Drake andaba cerca. Si lo consideraba con total franqueza, la atracción que sentía hacia él era notablemente poderosa, y la dejaba estupefacta incluso a ella, porque siempre había sido una chica de una acusada sensibilidad. Y sabía en lo más profundo de su alma que aquel hombre le rompería el corazón sin ninguna dificultad y difundiría la noticia de su conquista sin el menor rastro de otra emoción que no fuera la indiferencia. Y ella jamás podría permitir que eso sucediera.
Deseosa de avanzar y de volver a casa, a la seguridad de su dormitorio, Natalie mostró su conformidad con un movimiento de su sensata cabecita.
—Sí, por supuesto. El motivo de mi visita. —Y con todo el valor del que pudo hacer acopio, dijo—: Necesito que me ayude a encontrar al Caballero Negro.
Jonathan se volvió bruscamente hacia ella y se la quedó mirando de una manera rara.
—¿Al Caballero Negro?
Natalie se enderezó.
—Sí, al Caballero Negro.
Volviendo a la mesa lentamente para sentarse de nuevo, Drake le puso la taza delante.
—¿Qué le hace pensar que sé dónde está?
Natalie se sintió ligeramente desconcertada. Había esperado que el hombre se sorprendiera o que mostrara su incredulidad, pero, por el contrario, solo parecía sentir una ligera curiosidad.
—Vivian me dijo que usted lo conocía personalmente. Como es natural, no la creí…
—Le conozco —admitió él.
Los ojos de de Natalie centellearon de excitación.
—¿Sí? ¿De verdad conoce a ese hombre?
—¿Qué es exactamente lo que quiere de él, Natalie? —preguntó Drake con prudencia.
Natalie hizo una pausa para beber ya a grandes tragos su café casi abrasador, pensando con denuedo. Se dio cuenta de que tenía que desvelar por lo menos algunos de sus deseos, aun a riesgo de que Drake la echara de su casa entre carcajadas por estar completamente desequilibrada.
Natalie se humedeció los labios y se irguió completamente en la silla.
—Tengo intención de casarme con él.
Después de un instante eterno de mirarla sin comprender, Drake se recostó en su silla y estiró las piernas por delante de él.
—¿Y qué le hace pensar que él querrá casarse con usted?
Ella jamás habría esperado aquella salida. La estupefacción la sumió en un silencio dócil, lo cual, a su vez, provocó la sonrisa cómplice y diabólica de Jonathan.
—Es usted innegablemente encantadora, Natalie, aunque, por alguna razón, ha de existir algo más que la atracción para casarse, ¿no lo cree usted así? —Drake bajó la voz—. Quizá él solo quiera que le caliente la cama. ¿Está preparada para conformarse solo con eso?
Natalie sintió que se volvía a ruborizar.
—Ya le dije que no seré la querida de nadie, pero la verdad es que eso no es asunto suyo. Solo quiero que me ayude a encontrarlo.
—Mmm…
—¿Qué significa eso?
—Nada.
Ella lanzó un suspiro.
—¿Me llevará hasta él?
Jonathan la observó fijamente con aire pensativo.
—Por favor —suplicó ella.
Finalmente, él se inclinó hacia delante sobre la mesa, colocó los brazos en la superficie de madera y se quedó mirando de hito en hito su taza de café mientras le daba vueltas entre las manos.
—¿Qué piensa hacer con relación a nosotros?
Debía reconocer que tenía una idea bastante aproximada acerca de lo que Drake quería decir con eso, pero, al final, decidió hacerse la tonta.
—¿Acerca de nosotros?
Drake frunció los labios, pero no apartó la mirada de la taza.
—Acerca de usted y de mí, Natalie. Ambos nos sentimos poderosamente atraídos el uno por el otro, y no sé si podríamos estar juntos todos los días sin que surgiera el mutuo deseo físico.
Ante lo descarado de tales consideraciones, el corazón de Natalie empezó de pronto a latir con furia, y a ella no le cupo ninguna duda de que Jonathan podía oír cómo le golpeaba en el pecho. Recobrando la compostura, susurró:
—Eso es absurdo.
Drake la miró por fin, levantando una ceja burlonamente.
—Estoy bastante seguro de que ha pensado en ello, así que, ¿no cree que debería ser un poco más honrada con sus sentimientos?
Natalie no se podía creer que él estuviera hablando con tanta intimidad de los dos, como si su relación fuera más allá de un mero y superficial conocimiento, y lo único que pudo discurrir para tomar el control de la situación fue ignorar sencillamente lo que él había dicho.
—Necesito que me ayude a localizar al Caballero Negro insistió—, y eso es lo único que quiero de usted, señor. Aparte de eso, no hay nada entre nosotros.
Con parsimonia, con aire meditabundo, Drake empezó a trazar círculos con el dedo índice alrededor del borde de su taza.
—Creo que usted me quiere por muchas cosas, amorcito, y para entender algunas de las ellas opino que tal vez sea demasiado inocente.
Natalie se levantó con rigidez.
—Ni soy ahora, ni nunca seré, su amorcito. —Y haciendo una inspiración muy profunda, preguntó con sorprendente desenvoltura—: ¿Me ayudará o no me ayudará a encontrar al Caballero Negro?
—La ayudaré.
La rapidez de su respuesta la dejó perpleja.
Drake se levantó con rapidez y se detuvo al lado de Natalie con una expresión de total naturalidad.
—Embarco hacia Marsella el viernes, Natalie, y estaré encantado de que venga conmigo con una condición.
Ella adoptó un aire reflexivo durante un instante, preparándose para la discusión.
—¿Y de que se trata?
—Que haga exactamente todo lo que yo diga. Que siga todas las instrucciones que le dé, que sea discreta y que bajo ningún concepto cuestione mi autoridad. ¿Entendido?
Ella cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Eso es más que una condición.
—O lo toma o lo deja —replicó él, cruzando también los brazos sobre el pecho.
—¿Y el Caballero Negro está en Marsella?
—Estará cuando lleguemos allí.
—¿Sabe usted eso?
—Sí.
—¿Y nos presentará?
—Sí.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Natalie en un repentino arrebato de excitación.
Drake guardó silencio durante uno o dos segundos y arrugó el entrecejo de manera casi imperceptible.
—Creo que sería mejor que primero hablara con él, antes de divulgar nada sobre su persona.
A Natalie se le cayó el alma a los pies. Pues claro que así tendría que ser, pero eso era todo lo que tenía.
—Acepto sus condiciones, señor…
—También debe empezar a llamarme Jonathan.
—Bueno —concedió ella de manera insulsa—. ¿Algo más?
Él se encogió de hombros.
—¿Y qué hay de sus padres?
Natalie quitó importancia al tema con un gesto de la mano.
—Se marchan a Italia dentro de dos días a pasar allí la temporada, comprar obras de arte y tomar baños de sol. —Alargó la mano para coger la capa—. Jamás sabrán nada.
—Permítame.
La repentina caballerosidad de Jonathan la sorprendió, mientras él le quitaba la capa de la mano ilesa y se la echaba sobre los hombros. Haciéndola girar para ponerse frente a él, empezó a abotonársela.
—¿Por qué le intriga tanto ese hombre, Natalie? —preguntó él pensativamente.
Natalie consideró durante un instante hasta dónde responder aquella pregunta tan directa.
—Porque es libre —confesó al fin. Y dedicándole una leve sonrisa ante su cara de perplejidad, explicó—: Lo único que quiero decir es que no está constreñido por las convenciones sociales. Es fascinante, viaja y… vive para la aventura. —Se inclinó aún más hacia él con los ojos brillantes y bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro—: Sé qué parece un poco extraño, pero creo que él también me está buscando.
Jonathan titubeó, observándola con tanta intensidad que pareció que sus ojos taladraran los de ella. Luego, levantó la palma de la mano hasta el cuello de Natalie y empezó a bajarle lentamente la yema del pulgar por la mejilla hasta llegar al cuello de lana, deteniéndolo finalmente sobre el retumbante pulso de debajo del mentón. El desasosiego de Natalie retornó en pocos segundos con toda su fuerza mientras permanecía tan cerca de él, mirándose mutuamente a los ojos, que sus cuerpos casi se tocaban.
Pero fue Jonathan el primero en romper el hechizo. Dejó caer la mano con rapidez y volvió su atención a la mesa, colocándolo todo en la bandeja para volver a llevarlo a la encimera.
—No me cabe duda de que habrá oído que ese hombre es un empedernido donjuán —afirmó Drake con brusquedad.
—Estoy segura de que hay mucha exageración en todo eso —replicó ella.
Jonathan esbozó una sonrisa de suficiencia, pero no dijo nada más, mientras colocaba las tazas vacías en la fregadera.
—¿Y lo es? —le pinchó ella.
—¿Si es qué?
Natalie soltó un suspiro de exasperación.
—Un donjuán.
—Estoy seguro de que hay mucha exageración en eso.
Aquello le hizo soltar una carcajada.
—¿Qué es lo que le hace tanta gracia ahora? —preguntó él, divertido, volviéndose de nuevo para mirarla.
Ella negó con la cabeza.
—Desde que usted y yo nos conocemos, señor, no hemos tenido más que conversaciones absurdas.
—Jonathan.
Natalie se rindió.
—Jonathan.
Este le lanzó una sonrisa llena de encanto y avanzó hacia ella.
—Eso se debe a que es usted la mujer más rara que jamás he conocido, Natalie Haislett.
—Y debe de haber conocido muchas, de eso estoy segura —insistió ella sin pensar.
La sonrisa de Jonathan se hizo más amplia cuando se detuvo justo delante de ella, acorralándola y atrapándola contra la mesa al colocar los brazos a ambos lados de su cintura para apoyar las palmas sobre la superficie de madera.
—Estoy seguro de que hay mucha exageración en eso —le susurró él con voz ronca.
Natalie tragó con dificultad, y en un susurró le respondió:
—Vivian me dijo que tiene una reputación de calavera bien merecida.
—Vivian miente.
Natalie se estiró tanto para evitar tocarlo que a punto estuvo de tumbarse sobre la mesa.
—¿Sabe lo que más me gusta de usted, Natalie?
Podía sentir cómo el calor del cuerpo de Drake le penetraba la ropa, podía percibir la dureza de su pecho desnudo junto al suyo y la fuerza de los brazos que la rodeaban y, sin embargo, fue incapaz de apartar la mirada.
—Es evidente que no lo sé.
Sin previo aviso, se inclinó sobre ella y le rozó la boca con la suya, moviéndola de un lado a otro, una, dos veces, dulcemente. De manera instintiva y ya sin resuello, Natalie cerró los ojos y sucumbió a aquel tacto, mientras Drake le deslizaba los labios por la mejilla colorada.
—Me gusta como besa.
Natalie abrió los ojos con fuerza.
—Y desde aquella primera vez —le susurró él al oído—, no he dejado de soñar con volver a hacerlo.
Natalie estaba al borde del desmayo. Las más de las veces lo único que pedía en sus oraciones era que él olvidara por completo el beso que habían compartido hacía años en aquel baile de disfraces o que al menos fuera lo bastante caballero para no sacarlo jamás a colación. Qué noche tan espantosa aquella del jardín; cómo deseaba que no hubiera sucedido jamás.
—Tengo que irme —dijo Natalie con voz temblorosa, haciendo presión con la mano sana entre los pechos en contacto de ambos.
Indiferente a la incomodidad de Natalie, Jonathan se fue echando hacia atrás poco a poco.
—Primero déjeme ver el corte.
Natalie se apartó rápidamente de él, se quitó el trapo y levantó la palma de la mano para exponerla a la vista de Drake.
—Está bien —dijo ella alegremente—. ¿A qué hora debemos encontrarnos el viernes?
—Venga aquí.
Ella negó con la cabeza.
—No voy a violarla, Natalie, solo quiero verle la mano.
Antes de que ella pudiera contestar, Jonathan se acercó dos pasos, alargó la mano para cogerla, y la atrajo hacia él.
Con la palma herida de Natalie en su mano, la examinó con atención.
—Debería cerrar sin dejar cicatriz, pero le dolerá bastante. Yo la mantendría limpia y tapada durante dos o tres días.
Ella asintió con la cabeza y se zafó.
—Siento que haya ocurrido esto —dijo Natalie.
Jonathan frunció el ceño.
—Podría haber muerto ahí dentro. Debería ser yo quien lo sintiera.
—Se me hace difícil imaginar que un pequeño corte como este hubiera acabado conmigo, señor.
Él se pasó los dedos por el pelo negro y abundante, se puso las manos en las caderas y la miró fijamente a los ojos.
—Varios de los cuchillos que cuelgan de mi pared proceden de países de los que usted probablemente no ha oído ni siquiera hablar, Natalie, y algunos de ellos estuvieron en su día cubiertos de venenos que no siempre desaparecen con un simple lavado. Esas armas fueron fabricadas con la intención de causar la muerte mediante un simple rasguño en la piel. Casi me caigo del susto cuando vi la herida de su mano, porque jamás querría tener que explicarle a su dominante madre cómo exactamente encontró usted la muerte en mi casa a las seis de la mañana.
Natalie se cubrió la boca con el dorso de la mano para reprimir una sonrisita tonta.
—La mayoría de las damas bien educadas se habrían desmayado al oír tales explicaciones —dijo él con asombro.
Ella sonrió maliciosamente.
—No es la idea de la muerte… sino la de ser descubierta. —Y con los ojos brillantes, se irguió para susurrarle—: Mi madre también es mi mayor temor.
Él le dedicó una amplia y encantadora sonrisa.
—Le mandaré recado sobre lo del viernes…
—Por Amy, mi doncella —le interrumpió ella—. Lleva dos años ayudándome a planear esta aventura.
Drake enarcó las cejas.
—¿Dos años?
Natalie se calló de golpe. Su entusiasmo se estaba desbordando, y tenía que controlarlo.
—Bueno, quiero decir que hemos estado planeando qué decirle a los sirvientes y a los amigos, para que nadie se extrañe de mi ausencia. En cuanto mis padres salgan para el continente, seré totalmente libre.
—¡Ah…! Bueno. —Jonathan se rascó la barba de un día—. En ese caso, le enviaré recado pasado mañana por Amy. Tendremos que viajar con poco equipaje, así que no cuente con llevar… demasiadas cosas.
—Gracias —susurró ella, tocándole el brazo con las yemas de los dedos—. Esto lo representa todo para mí.
Se dio la vuelta y se dirigió a la entrada. Deteniéndose ante la puerta, echó un vistazo más hacia Drake y le obsequió con una sonrisa maravillosa.
—El café estaba delicioso —dijo con dulzura.
Y con un gesto de la mano a modo de despedida, se marchó.