Capítulo 6
Todo aquel asunto del Caballero Negro estaba empezando a fastidiarle. Durante años había interpretado el papel a la perfección, cuando no con placer. Él había inventado el personaje y, sí, su parte más puramente egocéntrica se enorgullecía de la asombrosa popularidad que había conseguido en toda Europa durante los últimos seis años. Sin embargo, lo que lo había hecho agradable era el reducido número de personas que sabían que Jonathan Drake, segundo hijo de un conde ingles normal y corriente, fuera la leyenda.
Pero, por primera vez, su fama le estaba ocasionando problemas. Era evidente para Natalie que se había convertido en alguien casi sobrehumano, al menos para ella. Dada su obsesión por el mito, se había mostrado distante, cuando no impermeable, a la presencia de Jonathan desde que abandonaron Gran Bretaña. Estaba profundamente afectada por sus besos, y por su tacto, cosas, ambas, que él había controlado a requerimiento de ella. Pero más allá de eso, Natalie no parecía en absoluto impresionada con él; con Jonathan Drake, el hombre. Cuando pensaba en ello con creciente desagrado, llegaba a la desagradable conclusión de que fracasar miserablemente en seducir a una mujer era algo que no le había sucedido en toda su vida.
Durante los últimos tres días la irritación que ello le causaba había estado bullendo en lo más profundo de su conciencia. Tenía la extraña idea de intentar complacerla, a ella, una mujer con la que no se estaba acostando, haciendo que se sintiera cómoda y llevándola a ver los lugares interesantes de la localidad para pasar el tiempo. Había gastado una pequeña fortuna en encontrar un alojamiento en un acantilado de la costa mediterránea, con una espectacular vista del océano azul marino y una brisa constante para que estuviera fresca. Que la vivienda fuera hasta cierto punto íntima y estuviera situada a menos de un kilómetro de la propiedad del conde de Arlés obraba en provecho de Jonathan, aunque la sola visión de los ojos de Natalie brillando de alegría al entrar por primera vez en la acogedora casa de una planta recién decorada le produjo a Drake una enorme satisfacción. Durante tres días Natalie había estado encandilada con la belleza circundante… y se había comportado con una naturalidad absoluta con el hombre que se desvivía en llamar su atención. Para su fastidio, Natalie; no le ignoraba exactamente, solo parecía estar absolutamente consumida por un hombre que no existía. ¿Y qué significaba eso? ¿Que estaba celoso de sí mismo? La cosa no dejaba de tener su gracia.
Pero lo que le picaba la curiosidad hasta un extremo exagerado era que Natalie no actuara en absoluto como una mujer enamorada, y él conocía muy bien la expresión de una mujer enamorada. Natalie no soñaba con el Caballero Negro, se centraba en el hombre como en un misterio, lo cual carecía de toda lógica. Jonathan podía comprender la pasiva consideración hacia un compañero de viaje masculino si ella estuviera encaprichada de otro, aunque fuera un mito, pero cada vez le resultaba más evidente que ese no era el caso de Natalie. Había arriesgado su reputación, que lo era todo para una dama inglesa, para viajar hasta Francia para encontrarse con un hombre al que no conocía ni adoraba. Entonces, ¿le estaba mintiendo acerca de sus pretensiones matrimoniales con el ladrón? ¿Y qué pasaba con la reacción de Natalie el día que él se había reunido con Madeleine? A la sazón Jonathan tuvo la absoluta certeza de que estaba celosa, pero en ese momento estaba empezando a creer que tan solo se había enfadado con él por hacerle perder el tiempo no presentándole al Caballero Negro más deprisa. Toda aquella situación lo reconcomía porque no la entendía.
A esas alturas tenía que admitir que estaba empezando a inquietarse por tratar de ganarse el afecto de Natalie, aunque, de hecho, conseguirlo sería complicado. Sabía que tal vez podría seducirla, pero a riesgo de su propia libertad. Hasta no hacía mucho había considerado el matrimonio como algo bastante remoto en un futuro lejano, en el mejor de los casos. Tenía toda la compañía femenina cuando y como quisiera, y jamás se había sentido interesado por atarse a una dama para el resto de su, esperaba, larga vida, por más encantadora y hermosa que ella pudiera ser. Pero a la sazón, y por razones que no acababan de quedarle claras, había empezado a considerarlo en serio, sabiendo que si escogía sucumbir a aquel estado de constreñimiento por satisfacer su necesidad de acabar con su creciente soledad podía escoger entre las innumerables mujeres que en ese momento estaban enamoradas de él. Si se llevaba a la cama a Natalie, tendría que casarse con ella, y esta era la única mujer que había conocido que lo deseaba físicamente, pero que no lo quería por su forma de ser como persona. Y eso lo irritaba y confundía tanto que ni siquiera sabía cómo digerirlo. Era cierto que tal vez fuera tan arrogante como el que más al dar por sentado que podría elegir a la mujer que él quisiera, sobre todo con su fortuna, esmerada educación y elevada posición social. Pero también gozaba del suficiente orgullo sincero para darse cuenta de que no querría casarse con alguien que no disfrutara con él, alguien a quien le fuera indiferente su personalidad, con independencia de lo apasionada que pudiera llegar a ser entre sus brazos.
Una parte de él quería rendirse, decirle a Natalie quién era él, y devolverla en barco a sus padres para que pudiera olvidar toda aquella tontería. Pero no era capaz, en parte porque su curiosidad sobre las intenciones de Natalie era cada vez mayor, y en parte porque sencillamente le encantaba estar con ella. La encontraba divertida e inteligente, cálida y reconfortante en la cama y respetuosa con su individualidad; era un soplo de aire fresco.
Así que esa mañana, después de días de incesante meditación, llegó a algunas conclusiones. Era mejor ladrón que espía, pero podía ser tan embustero como ella. Descubriría los secretos de Natalie. Adónde les llevaría eso en lo personal era algo que no podía adivinar, pero la presionaría sexualmente hasta que estuviera preparada, si es que llegaba a estarlo alguna vez, y no se la llevaría a la cama hasta que no tuviera la plena certeza de que podía confiar en ella. La deseaba terriblemente, con una desesperación creciente cada vez que Natalie pasaba por su lado pavoneándose, oliendo a sales de baño y flores, o en la cama, cuando le metía los pies entre las piernas con tanta dulzura y apretaba su trasero contra la rígida erección de Jonathan, sin apenas comprender o no entendiendo en absoluto lo que estaba haciendo. Al final, si no era cuidadoso, Natalie podría darse cuenta del poder que tenía sobre él y utilizarlo. Las mujeres siempre lo hacían, y Jonathan no podía permitir que eso ocurriera jamás. Quería que ella lo quisiera, que lo deseara por el hombre que era, que le suplicara que le hiciera el amor. Y eso, empezaba a temer Jonathan, podría dejar sin satisfacer su mayor fantasía. Sin embargo, tenía que esforzarse al máximo.
Con una percepción clara de al menos cuál era su sitio en todo aquel asunto, había planeado una íntima cena campestre para ellos dos al anochecer sobre el acantilado de la costa —en realidad, en una cala—, ya dentro de la propiedad del conde. Jonathan estaba lo bastante bien escondido para que nadie de los de la casa lo descubriera, pero lo bastante cerca para observar el edificio desde arriba y estudiar su estructura desde el exterior, que parecía atenerse con precisión a la descripción de Madeleine. Había encargado una cena excelente a un precio extravagante, consistente en vino blanco, tostadas con queso de cabra, mousse de lenguado, chuletas de ternera en salsa de setas, naranjas frescas y una sorpresa que todavía tenía que darle a Natalie: fresas cubiertas de chocolate. Aunque Natalie no hiciera nada más por él mientras estuvieran en Francia, sí que acabaría llevándolo al asilo de indigentes.
En este momento estaba sentada enfrente de Jonathan, sobre una manta, vestida con una falda azul lavanda claro y una blusa de muselina blanca en cuyos hombros se reflejaba una resplandeciente puesta de sol. Natalie había acabado por reunir el valor para mezclarse un poco con los lugareños, y para adaptarse al caluroso verano en lugar de luchar contra él, renunciando a los opresores corsés y a las capas de tela en beneficio de un aspecto sencillo y casi campestre. Y se había soltado el pelo de las tirantes y amenazadoras trenzas que solía enrollar alrededor de las orejas y la cabeza, de manera que los dorados rizos cobrizos caían sueltos y libres por detrás de ella, sujetos sin complicación en la nuca con una sencilla cinta. Era un aspecto que a Jonathan le gustaba enormemente ver en ella, solo superado, de eso estaba seguro, por su figura desnuda retorciéndose debajo de él.
Jonathan cambió de posición, estiró las piernas por completo, cruzando un tobillo sobre el otro, y bebió de su copa mientras intentaba concentrarse en la conversación. Habían terminado de comer, y Natalie había hecho lo propio con su único vaso de vino, y llevaba diez minutos hablando sin interrupción. Ni aunque le fuera la vida en ello Jonathan sería capaz de recordar ni una sola palabra de lo dicho por Natalie, aunque decidió que la elección de tema que ella había hecho —un reciente viaje a Brighton para un recital de poesía de uno de los mejores poetas de Inglaterra— era absolutamente tedioso; una conversación de salón para la que no había lugar en una noche de verano tan espléndida a la orilla del mar. Finalmente, ella se interrumpió, sonriéndole, y Jonathan aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.
—Estoy teniendo problemas, Natalie —sacó a colación con un aire intencionado de seriedad.
Ella arqueó las cejas con delicadeza.
—¿Problemas con qué?
Él la miró de hito en hito.
—Problemas para creerme su historia de que quiere conocer al Caballero Negro.
Advirtió que los ojos de Natalie se abrían de manera apenas perceptible y que sus mejillas palidecían, y aquellas leves señales de sorpresa y preocupación por el comentario le dijeron mucho. Estaba ocultando algo, y él se había comportado como un tonto por no ser más astuto desde el principio.
Desviando la mirada hacia la brillante agua de su izquierda, molesto por su ceguera interior, añadió con osadía:
—Me he estado fijando, cariño, y es usted muy calculadora. No está enamorada de él, no tiene ni idea de quién es, y, sin embargo, deja todo lo que conoce para venir a Francia con un completo extraño a fin de conocerlo. —La miró de soslayo—. ¿Por qué?
—Usted no es un completo extraño.
Dijo las palabras con aspereza y cautela, y Jonathan a punto estuvo de felicitarla por su aceptable intento de evasiva. Pero aquellas palabras también ocultaban un significado. Pudo darse cuenta de eso mientras ella lo observaba con expresión cautelosa. Jonathan sintió un repentino deseo de ahondar más.
Sonriendo, la desafió:
—¿No somos extraños porque tenemos un pasado?
Aquello, la negativa de Natalie a hablar de su breve encuentro de hacía años en el jardín, también lo irritaba. Ella acabaría hablando de aquella noche, del insólito cuando no instructivo encuentro entre ellos, porque él la obligaría. Pero por el momento se contentaba con esperar, buscando, en su lugar, las respuestas a una situación más inmediata.
—¿Se imagina que está enamorada del Caballero Negro, Natalie? —le preguntó con más brusquedad que la deseada.
Natalie se puso a jugar con la suave tela entre las yemas de sus dedos, guardando silencio durante tanto tiempo que la paciencia de Jonathan empezó a flaquear. Al final, a través de la brisa marina, ella susurró:
—¿Se ha enamorado alguna vez, Jonathan?
Aquello lo pilló completamente desprevenido, tal y como ella sabía que ocurriría. Natalie volvió a levantar la vista, mirándole a los ojos sin ambages. Se lo estaba preguntando con sinceridad, y él se relajó un poco.
—Sí —admitió él, sonriendo tímidamente—. Se llamaba señorita Featherstone, y fue mi institutriz durante dos años. Estuve locamente enamorado de ella durante siete meses completos, hasta que se marchó a Brunswick, poco antes de que yo cumpliera los trece años. Fue la primera mujer que me rompió el corazón.
Natalie sonrió.
—¿La primera?
—La única —se apresuró él a corregir—. Y no me imagino que pueda volver a ocurrir.
Jonathan apretó los labios, no por ira, sino para evitar soltar una carcajada.
—¿Por edad y experiencia, Jonathan? ¿O porque se cree absolutamente irresistible?
Él se encogió ligeramente de hombros en un gesto de inocencia.
—Porque entiendo a las mujeres.
—Vamos, ¿en serio?
Natalie inclinó la cabeza, mirándolo con ironía, y Jonathan supo que ella estaba a punto de preguntarle cuántos corazones había roto él, lo cual, ahora que lo pensaba, no eran ni con mucho tantos como sugería su ridícula reputación.
—¿Así que nunca ha estado enamorado de ninguna de sus muchas amantes?
Aquello no era en absoluto lo que él esperaba, y en ese momento se sintió incómodo. Se llevó la copa de vino a los labios y vació el contenido, y acto seguido empezó a colocar la vajilla en la cesta de la cena.
—¿Por qué es tan curiosa?
Ella se echó hacia delante y recogió las piernas bajo la falda, abrazándose las rodillas.
—Su vida y sus amoríos me interesan.
Jonathan lo dudó completamente. Ya estaba empezando a creer que ella lo encontraba soso, un aburrido y pomposo comerciante de cosas tontas e inútiles. Natalie estaba siendo deliberadamente taimada, aunque Jonathan no fue capaz de entender con qué fin.
—En realidad, he tenido muy pocas amantes, y nunca más de una cada vez —se defendió por fin, mientras cerraba la tapa de la cesta y la quitaba de en medio de los dos con un empujón, poniéndosela a un lado.
Ella lo miró con escepticismo, pero puesto que su explicación era algo que posiblemente no podría demostrar, Jonathan no hizo caso y siguió adelante.
—Disfruto de la compañía de las mujeres, lo admito, pero he tenido buen cuidado de no enamorarme de ninguna de ellas. Así que, no, no creo que haya querido realmente a ninguna, al menos no como mi hermano parece amar a su esposa o mi padre parecía amar a mi madre. ¿Pero qué tiene que ver mi pasado con usted y el Caballero Negro?
—Si no sabe lo que es amar —contestó ella al instante—, ¿cómo va a poder entender mi deseo de conocer a ese hombre?
A Jonathan se le aclaró todo.
—¿Está, diciendo que lo ama de un manera que yo no comprendería?
Natalie le dedicó una amplia y encantadora sonrisa.
—Exacto. Las mujeres suelen enamorarse de unas maneras que los hombres no comprenden.
Eso era absurdo, y la desconfianza de Jonathan se hizo absoluta. Todo aquel huero parloteo de Natalie sobre el amor era la forma que tenía de esconder sus motivos reales. No le cabía la menor duda.
Con la mano que tenía libre Jonathan sacó del bolsillo lateral de la cesta un pequeño bote que contenía cuatro fresas cubiertas de chocolate. Sacó una con sumo cuidado y se la tendió a Natalie.
Sorprendida, esta dio un grito ahogado de rotundo placer. El chocolate encontraba siempre una manera de triunfar a la hora de complacer y deleitar a una mujer que estaba vedada a los hombres, reflexionó Jonathan. La mayor parte de las veces aquello resultaba descorazonador, pero, de vez en cuando, surgía una ocasión en la que se podía utilizar tal conocimiento como medio de manipulación. Como en ese preciso instante.
Natalie colocó la fresa en el hueco de la mano, deslizando la otra palma por la mejilla para apartarse el pelo que el viento agitaba. Entonces, dio un pequeño mordisco a la fruta y clavó tímidamente la mirada en Jonathan.
—¿Está intentando seducirme, Jonathan?
Él a punto estuvo de echarse a reír, intentando imaginar en vano cuál podría ser la idea que tenía ella de la seducción… o a qué conducía esta.
—No —respondió él con soltura. Se volvió a recostar un poco—. Solo quiero gustarle, Natalie.
Ella suspiró y consumió el resto de la fresa a una velocidad récord, tras lo cual se lamió el chocolate de la punta de los dedos… un gesto que Jonathan encontró especialmente sensual.
—Usted me gusta mucho —admitió ella con timidez.
El cuerpo de Jonathan revivió al oír aquellas palabras tan inocentemente expresadas, y con aquella inquietud le vino a las mientes la embriagadora imagen de lamer chocolate de los pechos de Natalie. Se sintió como un niño al que le hubieran regalado un juguete nuevo.
—¿Mucho?
Natalie se encogió de hombros y evitó la mirada de Jonathan.
—Ha sido generoso y cortés, y respetuoso conmigo y con mi intimidad. Y me ha traído amablemente a Francia sin discutir, para que conozca al hombre de mis sueños.
La expresión de Jonathan se desvaneció. Las imágenes sexuales se esfumaron. Pero con la consternación llegó la esperanza… y, de nuevo, el recelo. Ella no había estado soñando, sino planeando. Su explicación era una mentira flagrante.
—Tengo otra fresa para usted, si responde a mi siguiente pregunta.
Ella sonrió maliciosamente.
—¿Qué es lo que le gustaría saber?
—Quiero saber exactamente la razón de que esté tan interesada en un ladrón mujeriego —preguntó con serenidad—. Y quiero la verdad. No más cháchara sobre el amor y el matrimonio, porque no me la creo ni por un segundo.
Natalie titubeó, parpadeó rápidamente, ensimismándose y volviendo a rodearse el cuerpo con los brazos por comodidad. Dio la sensación de que transcurrieran varios minutos sin que se dijera una palabra. Y Jonathan esperó, negándose a retroceder, mirando fija y descaradamente los brillantes ojos de Natalie, indecisos y calculadores.
Y por fin, con un suspiro que sobrepasó el sonido del chapoteo de las olas, Natalie bajó la mirada y dio comienzo a una revelación sincera.
—Vine a Francia para contratar al Caballero Negro.
—¿Para contratarlo? —repitió Jonathan, desconcertado.
En ese momento fue Natalie la que se sintió absolutamente molesta.
—Sus servicios —aclaró ella con voz ronca—. Necesito su ayuda.
Jonathan se quedó completamente pasmado. Al principio no estuvo seguro de haberla oído bien. Pero tras unos segundos de reflexión, la arriesgada aventura emprendida por una astuta pero bien educada doncella inglesa empezó a tener sentido. Eso no implicaba que estuviera desesperadamente encaprichada de un mito; las implicaciones eran muy reales y bastante más profundas. En ese momento, Jonathan supo que jamás en toda su vida se había sentido tan idiota en relación con algo tan lógico.
—Pero, por favor, no me pida que lo discuta con usted —continuó Natalie con rapidez, desviando la mirada hacia el agua—. Es… es muy personal.
A Jonathan le costó encontrar la voz, o quizá tan solo la respuesta adecuada a una revelación tan sorprendente. Pero en algún lugar de su mente ya estaba regodeándose de las posibilidades que se abrían ante él… ante ellos. ¡Lo divertido que podría resultar todo aquello!
Intentando a duras penas ocultar la alegría que le causaba el giro de los acontecimientos, Jonathan carraspeó y se incorporó un poco sobre la manta.
—Para ser justos, Natalie, creo que necesito entenderlo. —Jonathan aprovechó la oportunidad para hacer que se sintiera culpable—. Usted me ha mentido desde el principio (en todo), y yo he confiado de buen grado en usted. Cuénteme algo.
Natalie inclinó la cabeza.
—No puedo.
Él presionó en busca de detalles.
—¿Tiene que ver con usted?
—No —fue la rápida respuesta de Natalie.
—¿Con alguien que le importa?
Ella se llevó la palma de la mano a la frente en un gesto de frustración.
—Con alguien a quien quiero mucho. Pero, por favor, no me haga más preguntas, Jonathan. Solo puedo contárselo a él.
Aquello molestó a Jonathan, aunque no estuvo seguro de la razón.
—¿Está aquí para ayudar a un hombre del que está enamorada?
Natalie se levantó con brusquedad, pero él le agarró de la muñeca antes siquiera de que pudiera pensar en huir.
—Respóndame a eso, Natalie —exigió en voz baja.
Una repentina ráfaga de aire agitó la ligera falda de Natalie contra sus piernas y se la infló por detrás; de mal talante, ella intentó mantenerla en su sitio de un manotazo.
—Por si le interesa, le diré que no estoy enamorada de nadie.
—Nunca he conocido a una mujer que me confunda tanto como usted —admitió él, aprovechándose al máximo de la maravillosa exhibición de sus curvas, desde los senos hasta los tobillos, perfilados en ese momento ante su vista. Jonathan sintió un calor salvaje y familiar al considerar fugazmente el acariciarle la pierna, envuelta en aquella suave tela—. Explíquese, y me abstendré de hacerle más preguntas personales.
—No puedo —susurró con ferocidad. Unos segundos después, suavizó su tono—. Al menos, no por el momento.
Él respiró hondo, calculando las opciones que tenía. Natalie no se lo diría, y eso lo fastidiaba, porque… ¿Por qué? Porque o bien no confiaba en él, o bien tenía algo que esconder. Jonathan sabía que el desesperado intento de Natalie por contratar al Caballero Negro no podría tener nada que ver con ningún delicado asunto femenino, porque, se tratara de lo que se tratase, el mito también era un hombre, y todo el mundo lo sabía. Pero lo más importante era que se trataba de un ladrón, lo cual, en sí mismo, significaba que, con casi absoluta seguridad, Natalie lo quería para que robara algo por ella. Por nada del mundo Jonathan era capaz de imaginar de qué podría tratarse… algo tan comprometedor u horrible, algo tan personal, que era la palabra que ella había utilizado, o inestimable, que ella lo arriesgara todo por su causa. O por la persona que quería.
Tenía que reflexionar sobre esta última. Sabía que ella no tenía hermanos, y si era capaz de creerse su insistencia acerca de que no estaba enamorada de ningún hombre, eso solo podía significar que se trataba de su madre o de su padre. No creía que nadie pudiera meterse en tantísimos problemas, acometer esa clase de persecución desesperada, por un primo o cualquier otro pariente lejano, y ni siquiera, probablemente, por una amiga muy íntima. El único consuelo que le quedaba, supuso, era que ella acabara finalmente por contárselo cuando se enterase de quién era él realmente. A menos, por supuesto, que Natalie se quedara tan absolutamente consternada y se enfureciera tanto con su mentira que se negara a hablarle por siempre jamás. Pero no podía creer que eso fuera posible.
Jonathan le tiró con suavidad de la muñeca, hasta que ella consintió en volver a sentarse a su lado sobre la manta. Entonces la soltó y se inclinó hacia delante, los codos apoyados en las rodillas flexionadas y juntas las puntas de los dedos por delante de él, mientras clavaba la mirada en la inmensidad azul del mar.
—¿Por qué me mintió?
Natalie también posó la mirada en el agua.
—¿Usted por qué cree, Jonathan? ¿Qué creería un caballero normal de una dama de mi posición? ¿Que necesitaba casarse desesperadamente o que necesitaba con desesperación que algo fuera robado? ¿Qué fantaseaba con que un hombre atractivo la rodeara con sus brazos, susurrándole apasionadas palabras de amor, o que necesitaba manipular y contratar hábilmente los servicios de un ladrón para que ayudara a un ser amado angustiado?
—Ambos son fines igual de románticos —dijo él con prudencia.
Natalie volvió la cara hacia él.
—No le conozco en absoluto y creo que esto es absurdo. Si le hubiera contado mis verdaderas motivaciones, me habría echado de su casa entre carcajadas (cualquier caballero lo habría hecho), puede incluso que me hubiera amenazado con contarle a mi padre mi absoluta falta de decoro. Tengo casi veintitrés años; una temporada más, y sin duda se considerará que me he quedado para vestir santos. En nuestro mundo no hay nada peor que eso, y usted lo creyó porque piensa como cualquier otro hombre. Una inocente confesión de fantasías románticas en su reino de pensamientos limitados fue lo que me sacó el pasaje a Francia.
Jonathan no había oído jamás en su vida nada tan ridículo y al mismo tiempo tan lógico. Sin embargo, tenía que admirar la sagacidad de Natalie. Lo que decía era la pura y triste verdad. No obstante, ni por un momento creyó que alguien tan reconfortante y físicamente encantadora como Natalie Haislett tuviera problemas para encontrar un marido, con independencia de la edad, a menos, por supuesto, que su honra estuviera en entredicho. Su dote tenía que ser aceptable, cuando no cuantiosa.
Jonathan la contempló, sentada de nuevo cerca de él sin miedo ni suspicacia.
—¿Piensa en el matrimonio, Natalie, o preferiría evitar el tema por completo?
Aquello la pilló un poco por sorpresa, tal vez porque no tuviera en realidad muchas alternativas al respecto. Si no escogía pronto a un marido, sin duda su padre la forzaría a casarse con alguien conveniente.
—Pienso en el matrimonio —respondió ella en voz baja, tras un momento de reflexión—. Pero no con un caballero idiota ni reservado que no me permita ser quien soy. Antes preferiría ser una solterona que casarme con alguien solo por el temor a no encontrar jamás un marido. —El aire era todavía bastante caliente, pese a lo cual tuvo un escalofrío y se agarró los codos con las manos—. Tampoco le mentí. Todo lo que le dije en el barco es verdad, Jonathan. Llevo años estudiando al Caballero Negro y lo encuentro fascinante. —De manera casi inaudible, admitió—: Si él me encuentra atractiva, espero que me tome en cuenta.
Jonathan juntó las cejas.
—¿Que la tenga en cuenta… para casarse?
Natalie bajó la vista hacia la manta, contemplando detenidamente la suave tela escocesa.
—Que me tenga en cuenta como compañera, amiga y esposa.
Jonathan no supo muy bien si creerse sus cautelosas explicaciones. En la sociedad británica una esposa rara vez era; la amiga de su esposo, y la mayoría de la gente ni siquiera le daba importancia al hecho. Era conveniente o inconveniente, solo una circunstancia en el trayecto vital de uno. Lo que ella confesaba querer del ladrón era algo extraordinario.
La expresión de Jonathan se tornó seria.
—¿Así que vino a Francia a contratar sus servicios y… a apelar a su naturaleza masculina con la esperanza de una proposición matrimonial?
—Sí. No obstante, espero pagarle para que me ayude con mi… situación, que es lo más acuciante en este momento. —Natalie se removió, dando la sensación de sentirse totalmente avergonzada—. Y no espero nada a cambio, si él no está interesado en mí como mujer.
En cualquier otro momento, y con cualquier otra persona, la conversación habría resultado ridícula, y Jonathan se habría irritado ante tanto descaro. Pero era tal el ardor y la determinación que había en la expresión y en la voz de Natalie que no pudo por menos que sentir un creciente e íntimo afecto, que comprender los riesgos y los sueños no satisfechos, los deseos y los placeres inalcanzables. Natalie Haislett, la romántica inocente, ponía astutamente su futuro y reputación en manos de él, y en lugar de sentirse indignado por el engaño, toda la aventura lo colmó de una insólita mezcla de excitación y ternura.
Un silencio íntimo y reconfortante se alzó entre ellos. No había nadie cerca, nada se oía que no fueran las olas al batir contra el acantilado y el ocasional graznido de alguna gaviota. El sol por fin se había metido bajo el agua, y el horizonte refulgía con tonos rosas, corales y llamativos azules.
Jonathan se la quedó mirando de hito en hito, ya de manera prolongada, observando cómo el delicado aire marino le levantaba a Natalie unos díscolos mechones de pelo calentado por el sol; tomando nota mental de sus exquisitas formas, la nariz ligeramente respingona, el cutis inmaculado y suave, las pobladas pestañas rizadas que formaban oscuras medias lunas sobre sus cejas, y los pómulos altos. Su boca, generosa y roja, estaba perfectamente esculpida y era tan deliciosamente incitante como una fresa madura en la mata. Tenía una barbilla y un mentón muy marcados, aunque femeninos, y se estrechaban con suavidad hacia un cuello largo y elegante donde él pudo distinguir el rítmico latido del pulso. Hasta ese momento no había estudiado los rasgos de Natalie de manera individual, que considerados por separado eran bastante normales. Pero en conjunto, la cara poseía un raro y exquisito carácter, al que, de eso no le cupo ninguna duda a Jonathan, ni el mejor pintor del mundo podría siquiera empezar a hacerle justicia jamás.
—¿Ha pensado alguna vez en el matrimonio, Jonathan?
Las palabras cortaron el silencio y penetraron en los pensamientos de Jonathan, y la forma temblorosa en que fueron dichas lo desconcertó un poco.
—Sí. Al menos, en los últimos tiempos —respondió él sin disimulo.
Natalie hizo una larga y lenta inspiración y bajó la vista hacia sus manos, en ese momento cruzadas en el regazo.
—¿Renunciaría a sus amantes por una esposa?
Jonathan no tenía ni idea de adónde se dirigían los pensamientos de Natalie, pero el repentino giro de la conversación lo hizo sonreír. Al igual que la tímida curiosidad de ella.
Alargó la mano hacia la tela del vestido de Natalie y la acarició con los dedos.
—Sinceramente, no he pensado en el matrimonio ni en todos los cambios vitales que comporta con tanto detenimiento. Pero confío —dijo bajando la voz hasta convertirla en un susurro íntimo— en que mi esposa esté tan deseosa de satisfacerme en todos los aspectos que no necesite ninguna.
—Pero no puede decir con seguridad que renunciaría a ellas —insistió Natalie, y el rubor se extendió lentamente por sus mejillas una vez más.
Él frunció el ceño.
—No puedo decir con seguridad que haya pensado mucho en ello.
—Entiendo.
A Jonathan no se le ocurrió nada que decir.
Y siguió otro silencio hasta que ella murmuró:
—Me parece, Jonathan, que una mujer lo encontrará agradable en tantos aspectos que hará todo lo que pueda para conservarlo y hacerle feliz. —Y con intrepidez, añadió—: Y creo que ella se mantendrá fiel a las necesidades de usted, si usted se mantiene fiel a sus votos.
La miró fijamente y sonrió burlonamente con los ojos entrecerrados.
—¿Me encuentra atractivo, Natalie?
Ella le devolvió la mirada con una intensa franqueza.
—No estamos hablando de mí, sino de usted. Le estoy aconsejando como una mujer a un amigo.
—¡Ah…! —Él se acomodó sobre la manta, inclinándose hacia ella lo suficiente para distinguir las escasas y tenues pecas de su nariz—. ¿Entonces piensa que las posibles esposas me encontrarán atractivo?
Natalie levantó las cejas casi de manera imperceptible.
—¿No es eso lo que les ocurre habitualmente a las mujeres?
Al oír eso, Jonathan sonrió abiertamente. Natalie se lo estaba pasando bien, y volvía a estar relajada a su lado. Con una sensación verdaderamente desconocida, Jonathan encontró el momento de un sublime como hacía tiempo que no había experimentado ningún otro.
Sin darle mayor importancia, levantó la mano y le tocó el pelo ligeramente, solo con las yemas de los dedos, haciendo que le cayera sobre el brazo izquierdo. La sonrisa de Natalie se desvaneció, pero no se volvió ni se apartó.
—Quiero que me encuentre atractivo —confesó en voz baja, paseándole la mirada por la cara.
Ella se irguió en un intento frustrado, de mantener la superficialidad de la conversación.
—Le encuentro excepcionalmente atractivo, Jonathan, pero eso apenas importa. Debo permanecer fiel a mis convicciones. Nunca seré su amante, así que nada…
—Deseo besarla —la interrumpió con suavidad.
Natalie abrió los ojos como platos por la sorpresa o por el miedo, de eso no estuvo seguro Jonathan. Pero no dijo que no; de hecho, no dijo nada.
—Solo un beso, Natalie.
—Pero somos amigos —insistió ella con voz temblorosa y turbada.
A Jonathan se le antojó rara la pasión del comentario.
—Sí, creo que lo somos, y no pretendo estropear eso.
Extendió la mano hacia delante y le tocó el labio inferior con el pulgar, y el hecho de que ella no se apartara con rechazo o enfado envió de golpe a Jonathan un arrebato de ánimo y de deseo que lo atravesó de medio a medio.
—Jamás seré su querida —repitió ella, ya con la determinación quebrada.
—Nunca la tomaré como amante —le prometió con un susurro profundo. Entonces, rebosante de un ansia indescriptible, inclinó la cabeza hacia ella y acercó la boca a sus labios.
Natalie cerró los ojos, manteniendo el cuerpo inmóvil. De todos los errores que había cometido en su vida ese tal vez fuera el mayor. Pero pese a las mil voces de advertencia que gritaban en su interior, fue incapaz de apartarse. No había realmente nada malo en un pequeño beso, y él al menos había tenido la decencia de pedirlo antes de dárselo. Jonathan era tan incontestablemente atractivo y seductor que ella tenía problemas para decir que no. Y era incuestionable que lo deseaba. Siempre lo había hecho, y esperaba, en contra de toda esperanza, que él no se diera cuenta de ello por aquel simple beso de amigos. Pero, dejando todo lo demás a un lado, Natalie quería sentir, y sentir en ese momento; quería ser besada por el hombre más atractivo físicamente que había conocido jamás, junto al mar, en una tierra exótica, bajo el tono púrpura y dorado de la puesta de sol. ¡Qué maravilloso y excitante!
Apretando los labios contra los de Natalie, Jonathan la rodeó con una mano y, con la otra en su nuca, la atrajo un poco más hacia él. Empezó entonces un lento y suave movimiento con la boca, y ella se relajó mientras el ansiado placer, empezaba a aumentar. A esas alturas ya estaba acostumbrada, y ya no la poseía el miedo de antaño. Estaban completamente solos, y ella se entregó al disfrute del momento. Confiando en él.
Jonathan empezó a acariciarle el pelo con los dedos, pero no interrumpió el beso. Antes bien, lo intensificó un poco, jugando delicadamente con la lengua contra los labios cerrados de Natalie, atrás y adelante, hasta que ella terminó por abrirlos ligeramente. Natalie tuvo que admitir que en ese momento le estaba correspondiendo al beso, lo cual resultó evidente por el pequeño y ronco suspiro de apreciación de Jonathan. Aquello la complació, y por instinto más que por conocimiento, sentados uno junto al otro, ella con las manos en el regazo todavía, se volvió hacia él e inclinó el cuerpo de manera apenas perceptible, apoyándose en el de Jonathan.
A los pocos segundos, él le quitó el lazo de los cabellos, y varios mechones, agitados por la brisa, rozaron la nuca de Natalie y la cara de Jonathan. Este entrelazó los dedos en la melena de Natalie, le ahuecó las manos en la cabeza y se la inmovilizó mientras la besaba con más pasión. Seguía sin ser posesivo ni exigente, comportándose con notable caballerosidad en su empeño, y con ese pensamiento Natalie dejó de preocuparse y se abandonó, ya con la respiración agitada y el pulso acelerado ante las expectativas. Levantó entonces la mano para sentir la dureza del pecho de Jonathan a través de la suave camisa de lino, rozándole apenas con unos dedos titubeantes.
Él reaccionó de inmediato, levantó la mano que tenía libre y se la cerró sobre los nudillos para sujetarla con firmeza contra él. Jonathan empezó a jadear, con el corazón latiéndole con fuerza bajo la palma de ella, que tardó solo un instante de puro placer en afectarle hasta ese extremo.
Ella abrió la boca un poco más para él, y la lengua de Jonathan le rozó los labios, enviándole por todo el cuerpo unas descargas repentinas. Natalie reaccionó dando un respingo, pero Jonathan, previéndolo, la sujetó contra él, impidiéndole que se apartara.
Natalie sintió la tensión que los rodeaba como algo físico; el olor del aire húmedo y salobre, el ruido de las olas al golpear en las rocas de abajo, resonando en la cala como un trueno lejano. En ese momento percibió el calor del cuerpo duro de Jonathan contra el suyo, abrumador pero reconfortante, familiar aunque extrañamente nuevo y excitante. La estaba tratando deliciosamente, como si fuera una muñeca de porcelana china entre sus manos, y con un dolor repentino ardiente, ella deseó más. Aquello era solo un beso, pero maravilloso y perfecto.
Fue entonces cuando ella alargó las manos hacia él, deslizándoselas por el pecho y los hombros hasta que se aferró su cuello. A su vez, Jonathan la rodeó con los brazos de buen grado, sujetándola aún más cerca, casi ya en un abrazo pleno Natalie abrió la boca completamente, y la punta de la lengua de Jonathan golpeó la suya por puro accidente. En cualquier otro momento, con cualquier otro, a Natalie aquello le podía haber resultado repugnante. En ese momento, le encantó la cosquilleante punzada que sintió en su interior, y gimió de manera involuntaria por puro placer.
Jonathan gruñó, y lo hizo de nuevo, esta vez con intención, y Natalie recordó fugazmente que él había hecho eso antes en un momento de entrega apasionada. Pero no podía pensar en aquellos instantes. Ya no.
Con un movimiento lento pero intencionado, Jonathan empujó de espaldas contra la manta, la boca todavía aferrada a la de Natalie, moviendo la lengua de una forma lenta y maravillosa al invadirla íntimamente. Apoyó el cuerpo junto al de ella, con las manos en el pelo de Natalie, pero no dejó de besarla, sino que continuó hasta que ella empezó a inquietarse.
Natalie no lo comprendía. En un último rapto de lucidez le gritó que parase, que ya era suficiente. Pero no lo era. Y su lado puramente físico deseaba seguir eternamente.
Entonces, como si comprendiera el dolor mejor que ella y con la mayor dulzura, él le colocó la mano sobre el pecho, Natalie no advirtió el leve contacto al principio, hasta que el pulgar de Jonathan empezó a moverse sobre su pezón, y la caricia le provocó una exquisita punzada de placer en lo más profundo de su ser. Ella jadeó en los labios de Jonathan, pero este se negó a soltarle la boca. La besaba ya sin cortapisas, casi despiadadamente, mientras movía la mano para agarrarla de la cintura por si ella decidía escapar. Pero Natalie no podía hacer eso. Todavía no.
Olvidadas ya las consecuencias inevitables de lo que estaban haciendo, Natalie acabó por rendirse. Le rodeó con los brazos y lo atrajo hacia ella, poniéndole los dedos en el pelo abundante y sedoso; y el pecho ancho de Jonathan le rozó los senos cuando él dobló las piernas sobre las suyas con suavidad.
Jonathan volvió a gruñir, reviviendo con energía mientras ella reaccionaba al magnífico tormento que crecía en su interior. La deseaba con una pasión increíble, y saberlo insufló una especie de fuerza vaga en Natalie a la que se negó a renunciar. Aquello era lo que había estando deseando durante años. Jonathan le soltó la boca por fin y siguió besándola por la mejilla, el mentón y el cuello, dejándole un rastro de besos. Ella se inclinó hacia atrás de manera instintiva para permitirle el acceso, con un torbellino de confusión y placer girando en su cabeza, los ojos cerrados con fuerza y las manos sujetándole la cabeza contra ella, sintiendo un repentino y desesperado temor a que él no pudiera detenerse. Natalie se retorció y gimoteó débilmente cuando la mano de Jonathan volvió a encontrar su seno, esta vez con apremio, y empezó a masajeárselo suavemente sobre la blusa, jugando expertamente con el pulgar y el índice hasta que el pezón se endureció por el tacto.
Jonathan se estremeció, y su respiración se tornó rápida y jadeante, y sin embargo Natalie se aferró a él con un desenfreno que no habría podido imaginar en ella solo unos instantes antes. Ser tocada de aquella manera era excitante y la abocaba a un prolongado abandono.
Solo fue vagamente consciente cuando él le levantó la blusa para meter la mano debajo y empezó a mover lentamente la palma por el fino canesú, acariciándole la cintura con delicadeza y sensualidad. Natalie levantó instintivamente el cuerpo hacia él con las manos ya en sus hombros, mientras Jonathan, sin previo aviso, colocó la cara entre sus senos, todavía sobre la blusa, pero de tal modo que hizo que Natalie sintiera en su vientre una poderosa descarga de fuego abrasador.
Pronunció el nombre de Jonathan entre jadeos, y él lanzó un gruñido desde lo más hondo de su pecho mientras le acariciaba los pezones a través solo de dos transparentes capas de tela, adelante y atrás, con la mejilla, la barbilla y los labios.
Le acarició la cara con una mano, con el pulgar en la boca de Natalie, y con la otra encontró el ápice dispuesto de su pezón rodeándolo una y otra vez con los dedos.
De pronto, la estaba besando de nuevo, plena y ávidamente, sin ambages, y ella respondió, ansiosa por la necesidad insatisfecha, retorciéndose bajo él mientras le frotaba el pene con la pierna con un abandono desenfrenado.
Pero él no la soltó. Se aferró a ella, boca contra boca, pecho contra pecho, con las caderas empezando a golpear lentamente las de Natalie cuando sus propias y acuciantes necesidades afloraron. Le pasó la lengua por los labios, y con la mano libre empezó a bajar por la pierna de Natalie, rozándole el contorno con las yemas de manera deliberada.
Ella gimoteó suavemente, retorciéndose con una temeridad galopante que no podía comprender, mientras sujetaba la cara de Jonathan entre sus manos.
—¡Dios mío! —le susurró él en la boca.
Ella se aferró con más fuerza, desesperada por sentir, por saber, por poner fin a tanto deseo.
Y como si le respondiera, Natalie sintió las manos Jonathan en su muslo.
—Jonathan…
—Lo sé.
Tiró de él con frenesí, levantando las caderas para encontrar su dureza, los ojos cerrados con fuerza, el corazón golpeándole en el pecho, la sangre corriéndole con fuerza por las venas, latiéndole en los oídos, ahogando cualquier sonido.
En ese momento, ella sintió el primer contacto, realizado con mucha timidez, de la mano de Jonathan entre sus piernas solo un fino trozo de lino entre la piel caliente de él y la parte más íntima de ella. Al principio, no estuvo segura de ello, porque él no hizo ningún movimiento. Pero de pronto no hubo ninguna duda. Las intenciones de Jonathan eran claras, y ella arqueó la espalda al sentir la inmediata y punzante sensación. Pero Jonathan la besó con tanta intensidad, con tanta plenitud, que ella perdió el control, incapaz de ver el final al que llevaba la acción. Le colocó la mano izquierda en la frente, con los dedos agitándose entre su pelo, y con la otra empezó a acariciarla, dulce pero experimentadamente, sin apartarle la tela de la ropa, sino dejando que la tapara, moviéndose rítmicamente encima, primero con un dedo, luego con otro y al final con todos.
Natalie perdió el resuello. No podía pensar; solo sentir. No podía reaccionar. Él le estaba haciendo algo muy íntimo, y sin embargo, era incapaz de articular un pensamiento o de protestar, porque deseaba que él siguiera así por encima de todo. Se aferró a sus hombros con las manos rígidas, desesperada por la necesidad, moviendo ya las caderas contra los dedos rítmicamente a medida que él aumentaba la velocidad.
Jonathan le liberó la boca, bajó los labios hasta su cuello y siguió moviéndose desde la cara hasta el pelo. Su respiración se hizo áspera cuando le pasó la lengua por la oreja y le acarició el lóbulo, jugando con él, chupándolo. Natalie movió las piernas con desenfreno, ya descontrolado el cuerpo, totalmente ajena a todo lo que no fuera las caricias que él le prodigaba en su centro. Gimió y se entregó febrilmente, y Jonathan prosiguió de manera implacable, en silencio, posando pequeños besos en sus mejillas, en su mentón, en su cuello, acariciándola, llevándola a los confines de la tierra.
De repente, ella se aferró a él con todas sus fuerzas. Abrió los ojos, y Jonathan levantó la cabeza para mirarla fijamente. Y fue entonces cuando ocurrió. Con una increíble intensidad, ella explotó por dentro, gritando de asombro, de dicha en un final perfecto para una avidez deslumbrante.
Jonathan tragó saliva a duras penas, respirando con violencia mientras seguía controlándose, y miró fijamente la cara de perplejidad de Natalie, ruborizada y hermosa, cuando alcanzó el clímax en sus manos. Había ocurrido tan deprisa que no había tenido tiempo de pensar en el curso de los acontecimientos, hasta que se vio atrapado en una ráfaga impetuosa que había llevado a Natalie más allá del límite. Pero eso no importaba. Tenía que ocurrir —probablemente estuviera escrito—, y luchar contra ello era inútil.
Natalie se estremeció y cerró los ojos, apartándose de él. Jonathan le acarició la frente con el pulgar y le puso la cabeza en el pecho, el corazón rugiéndole todavía mientras escuchaba el pulso rápido y acompasado de Natalie, el cuerpo ardiéndole con un deseo que, sabía instintivamente desde el principio, no sería satisfecho. Todavía no había retirado los dedos de entre las piernas de Natalie y podía sentir su humedad pegándose al fino lino, caliente y suculenta, invitándolo a entrar y a satisfacer su ansia. Sentía una increíble necesidad de tocarla allí. Solo un dedo envuelto por la húmeda y caliente suavidad para permitirle aguantar hasta la próxima vez. Pero eso no ocurriría entonces. Supo sin duda que eso no ocurriría en ese momento.
Con una resignación angustiosa, levantó la mano, le bajó la falda para taparla decentemente y le rodeó la cintura con un brazo para abrazarla. Jonathan aspiró profundamente el olor de la piel y el pelo de Natalie, disfrutando de la exuberancia de su pecho y de su sinuosa cadera. Abrió los ojos con resolución, constriñendo, recuperando el dominio de sus sentidos una vez más, mientras clavaba la mirada en el agua, ya reluciente en el anochecer que extendía su manto.
Natalie estaba tumbada sin moverse medio debajo de él y lo único que se oía de ella era su respiración acompasada, Jonathan no dijo nada, no hizo nada, se limitó a seguir abrazándola y permitir que Natalie recuperase el temple a medida que fuera aceptando lentamente todo lo que acababa de ocurrir.
Al final, ella soltó un repentino suspiro, y en el silencio de la noche preguntó:
—¿Por qué?
Fue una pregunta llena de dolor, y Jonathan supo a qué se refería. No por qué en ese momento, no por qué a mí, no por qué usted. Sino: «¿Por qué nosotros?».
—No lo sé —murmuró él tras un instante de quietud, murmurando sinceramente su respuesta—. A veces, es… así.
Natalie se revolvió, furiosa, para salir de debajo de él, poniéndose rápidamente a cuatro patas y recuperando el equilibrio para poder levantarse. Él se aferró a ella durante un segundo, y luego la soltó, siguiendo su ejemplo, no muy seguro de la reacción de Natalie, hasta que se detuvo a su lado, y ella volvió la cara hacia él completamente. Sin previo aviso, ella empezó a temblar de ira; su cara, tan lívida como vulnerable, reflejó el apagado resplandor de los últimos vestigios de luz.
—Tal vez haga este tipo de cosas con las mujeres a todas horas, pero da la casualidad de que esto no va conmigo —dijo, furiosa, con los puños cerrados con fuerza a los costados.
Jonathan parpadeó y sintió que se ponía lívido al comprender por fin.
—Esto no es lo que pretendía…
—¡Déjelo ya!
Natalie se cubrió la cara con las manos, y él le cogió por las muñecas y tiró de ella hacia él con la misma rapidez. Natalie se debatió, pero no la soltó.
—Esto no es lo que pretendía —repitió tranquilizadoramente. Esperó, y finalmente Natalie dejó de luchar, sacudiendo la cabeza con los ojos fuertemente cerrados—. Natalie, míreme.
Ella no le hizo caso.
—Míreme —volvió a decir con urgencia.
Ella se relajó a regañadientes y alzó la vista para mirarlo con unos ojos enormes, vibrantes y furiosos, claros como el cristal.
Jonathan hizo una larga y lenta inspiración, aunque siguió sujetándola con fuerza por las muñecas ante el temor de que saliera corriendo.
—Lo que ha ocurrido entre nosotros ahora mismo jamás me había ocurrido antes.
Ella lo miró boquiabierta, consternada.
—Es un maldito mentiroso. Ha estado con tantas…
—No así —le interrumpió con dulzura.
—Pero ¿no es siempre lo mismo? —le espetó con sarcasmo—. Una mujer u otra…
—No —afirmó él con contundencia, y sintió que se le encogía el corazón porque se percató de inmediato de que Natalie no vería al hombre más allá de los rumores, que no aceptaría la verdad como él podría explicarla. Ella no le creía, así que, ¿qué podía decir? ¿Que nunca había estado con una mujer tan arrebatadoramente encantadora y maravillosamente cómplice, tan apetecible de contemplar y a quien resultara tan emocionante satisfacer? ¿Que nunca antes había dado sin recibir a cambio, como había hecho esa noche? Cualquier afirmación en su defensa parecería arrogante e insincera, y solo acabaría por recordarle a Natalie todo aquello que él deseaba sinceramente que ella ignorase. En consecuencia, al final no dijo nada más; lo cual, sin duda alguna, no hizo más que empeorar las cosas.
—Me mintió —gimió lastimeramente Natalie, debatiéndose con tanta fuerza para soltarse que él no pudo por menos que permitírselo. Natalie le dio la espalda y se alejó unos cuantos pasos, abrazándose y con la cabeza gacha—. No quería un beso, lo quería todo.
—Natalie, de verdad que no lo había planeado, solo sucedió —admitió en voz baja, sabiendo de inmediato que era inútil hablar.
Ella soltó una risilla cáustica.
—Como les ocurrió a las innumerables otras, estoy segura.
Jonathan apretó la mandíbula.
—Eso es injusto.
—¿Injusto? —Ella giró sobre sus talones—. ¿Y qué pasa conmigo? No había estado nunca con un hombre, Jonathan.
Dijo las palabras como si tuvieran que ser una revelación asombrosa para él. Pero el hecho de que eso le importara tanto lo paralizó realmente.
—Lo sé —murmuró él.
Ella lo escudriñó abiertamente durante un buen rato, luego desvió la mirada hacia la costa y volvió a abrazarse protectoramente.
—¡Dios mío! Esto es horrible —susurró con voz temblorosa.
Jonathan se frotó el cuello y se puso las manos en las caderas. Sabía que la confusión y la vergüenza guiaban las palabras de Natalie, no obstante lo cual sintió un atisbo de irritación.
—Nada de lo que hemos hecho es horrible —empezó él con lentitud—. Nunca es horrible. Es un acto perfectamente natural que ocurrió sin que nos diéramos cuenta, porque entre nosotros hay una pasión que es innegable y, según creo, extraña. Nunca he sentido esta clase de deseo por nadie, excepto por usted, Natalie. Y empezó hace años, cuando me besó en el jardín, un dulce acto de inocencia que nunca he podido quitarme de la cabeza.
Ella se tensó considerablemente, cerrándose en banda, y eso espoleó la ira de Jonathan.
—Yo tampoco lo entiendo —prosiguió con gravedad—, pero no se va a resolver solo. Usted también lo siente, y cada día que pasemos juntos, esto se irá haciendo más fuerte. Una parte de mí desea enviarla a hacer las maletas, porque la situación me pone condenadamente nervioso. Pero no me puedo obligar a hacerlo, porque, en alguna parte dentro de mí, creo que está ocurriendo algo maravilloso, y por un lado me gustaría ver adónde conduce.
Ella permaneció en silencio, sin moverse, mirando el mar oscurecido de hito en hito. Entonces, sacudió la cabeza lentamente.
—Pero ¿qué pasa con él? —preguntó con una sombra de desesperación—. ¿Y si esto echa a perder todo lo que he venido a buscar aquí?
La primera reacción de Jonathan fue preguntar: «¿Qué pasa con quién?». Entonces, una ráfaga de viento hendió el silencio con la frialdad de la noche marina. Natalie tuvo un escalofrío, volvió la cara hacia él una vez más y se frotó los brazos con las manos, mientras se los agarraba en busca de calor y fortaleza. Y él lo supo.
Jonathan se sintió por primera vez como si hubiera sido abofeteado físicamente por sus actos, y las crueles palabras de Natalie le hirieron con más fuerza que la que ella podría producir con la palma de la mano. No había manifestado ninguna reacción antes los sentimientos profundamente íntimos que acababa de desnudar en su presencia. Sus pensamientos estaban centrados en un sueño, en una realidad ficticia que giraba en su cabeza, en algún lugar más allá de cualquier comprensión. Una esperanza que ella acariciaría por encima de todo demás, hasta que se enterase de que no existía.
Jonathan se puso rígido, pero no de ira. Era impotencia lo que sentía, frustración, derrota, y una comprensión hacia una mujer mayor que la que jamás hubiera experimentado con anterioridad. Acababa de hacerle el amor, al menos parcial mente, y con cualquier otra se habría dado la vuelta y alejado después de un comentario tan demoledor. Sin embargo, en ese momento, al reaccionar de aquella manera, sabía que estaba más furioso consigo mismo: por aprovecharse, por perder el control y por dar tanto donde era evidente que no se deseaba.
—Estoy seguro de que el infausto Caballero Negro la encontrará inocente y encantadora y todo lo demás que él haya deseado alguna vez —afirmó con voz sombría y acre—. Nada está arruinado. Su virtud sigue intacta. Nadie sabe lo que ha ocurrido aquí esta noche, excepto usted y yo, y yo nunca se lo diré a nadie.
La cara de Natalie se relajó, y sus ojos se convirtieron en dos sorprendidos lagos circulares, tal vez porque ya había comprendido hasta qué punto lo había herido. Pero él se negó a responder a sus pensamientos. Por el contrario, se dio la vuelta, levantó la manta y recogió rápidamente todas las cosas. Luego abandonaron la playa en plena oscuridad sin que entre ellos se cruzara una palabra más.