Capítulo 7

Natalie estaba sentada ante el tocador de mimbre de la pequeña casa de una planta en la que estaban alojados, estudiando detenidamente la imagen que le devolvía el espejo. Su aspecto, supuso, era bastante decente para un baile. La esposa del dueño de la casa la había ayudado a ponerse el corsé, pero había tenido que peinarse sola por primera vez en su vida, lo cual, en sí, se había revelado como una auténtica aventura. Por dos veces había arrojado su cepillo de mango de madreperla, desesperada con sus intentos de disponer los rebeldes rizos en lo alto de la cabeza en un peinado que al menos se asemejara a una toca elegante. Hasta ese momento, nunca se había preocupado realmente por su aspecto formal; simplemente lo daba por descontado cuando las doncellas terminaban. Esa noche, sin embargo, su mente y su imagen eran un auténtico caos, y sus nerviosos dedos no hacían más que empeorar las cosas.

Al final se levantó con un refinamiento forzado, valorando la elección del vestido, uno de brillante seda rojiza sobre un miriñaque completo. Solo había llevado dos vestidos de baile con ella, así que su elección se redujo al mínimo. La decisión de llevar aquel tenía más que ver con el clima que con cualquier otra razón, porque era bastante ligero como vestido de noche. El ceñido talle subía y adelantaba el busto. Las mangas eran cortas y abullonadas, sin hombreras, y realzadas por un ribete de terciopelo beige a lo largo del cuello, con un encaje a juego que acentuaba la larga falda fruncida en la cintura. Como aderezo llevaba solo unos camafeos de lo más sencillo: dos colgándole de las orejas, uno en una cadena de oro alrededor del cuello y un anillo en la mano derecha. El vestido y las joyas entonaban con el color de su cabello y de su tez, algo así como castaño rojizo y marfil que generalmente no favorecía a una dama.

En ese momento estaba siendo de lo más vanidosa, consideró con una sonrisa. Pero las primeras impresiones eran las que valían, y el Caballero Negro la vería por primera vez esa noche. Quería que quedara impresionado, y tuvo que admitir que estaba impresionante.

Se dio la vuelta, juntando con fuerza las manos temblorosas, y se dirigió hacia la ventana abierta para sentarse con gracia en una de las sillas de mimbre que miraban al Mediterráneo. Su habitación era preciosa; la vista, extraordinaria, sobre todo en ese momento, con una puesta de sol dorada que brillaba a través de unas cortinas de gasa verde mar. Desde el mismo instante en que Jonathan la condujo al interior de la vivienda, esta le encantó.

Los muebles estaban pintados de blanco, como las paredes, adornadas con numerosas pinturas de artistas locales. Muchas eran cálidas y coloristas marinas, y otras tenían como tema las ciudades de los alrededores y las casas encaladas típicas de Marsella. La habitación en sí era pequeña, pero encantadora por su sencillez. La cama, cubierta por un etéreo cobertor azul brillante, estaba pegada a la pared de enfrente. Junto a ella se hallaba el tocador y el escabel, al lado del cual se levantaba un biombo de gasa rosa madreperla para vestirse con discreción. Los únicos otros muebles eran dos sillones y una mesa pequeña de mimbre situada delante de la ventana, que se abría completamente para permitir que la brisa marina refrescara sin cesar la habitación. Era el lugar más cómodo y lleno de color en el que hubiera estado jamás, y valoraba cada instante que pasaba allí, mirando de hito en hito el mar abierto, sabedora de que no tardaría en regresar a la gris y sombría Inglaterra.

Él no lo había dicho nunca, pero Natalie estaba segura de que Jonathan no se alojaba en lugares tan hermosos cuando viajaba solo. Esto solo significaba que había buscado la casa por ella. A medida que lo iba conociendo mejor, encontraba que era uno de los individuos más amables que jamás hubiera conocido. Y no amable solo en el modo en que un caballero podría tratar a una dama conocida, sino de una manera más sutil y personal, como si realmente intentara adivinar lo que a ella podría gustarle y cuáles eran sus ideas y pensamientos.

Los últimos cuatro días habían resultado interminables. Natalie intentó decirse que se debía a que había tenido que esperar con mucha paciencia para conocer al legendario ladrón, después de enterarse de que él asistiría al baile. Pero siendo realistas, sabía que era porque habían pasado cuatro días desde su encuentro íntimo con Jonathan en la playa. El recuerdo de lo sucedido ocupaba por completo sus pensamientos sin descanso, provocando que se ruborizara y se muriese de vergüenza, sobre todo cuando él entraba en la habitación o sencillamente la miraba. Natalie sabía instintivamente que cada vez que estaban juntos, Jonathan se acordaba de su reacción al tocarla, una reacción imperdonable, en opinión de ella.

Pero él no había vuelto a hablar de aquella noche en ningún momento. De hecho, no había hablado mucho sobre nada. Había permanecido casi en silencio durante cuatro días, hablándole solo cuando pensaba que era necesario, ocupándose de sus cosas cuando la dejaba en la casa cada mañana y se iba a caballo a la ciudad. O eso decía. Lo cierto es que Natalie no tenía ningún motivo para sospechar. Incluso la había llevado con él en dos ocasiones. De ninguna manera se había mostrado grosero o taimado; era solo que había puesto su atención en otra parte, y Natalie no estaba segura de cómo reaccionar a esa repentina impasibilidad. Estaba bastante segura de que la circunstancia no tenía nada que ver con la señora DuMais, aunque tal idea no podía ser descartada. Lo único que deseaba es que no le importara mucho, si es que finalmente se trataba de eso.

Por una parte Natalie se daba cuenta de que la indiferencia de Drake estaba causada por lo que ella le había dicho después de la cena íntima a la puesta de sol, en la que había perdido el control de sus nervios por completo. Aquella noche había intuido los sentimientos de Jonathan y no le había pasado desapercibida la sombría expresión de su rostro. Había sido totalmente sincero con ella; Natalie lo sabía. Y si ella analizaba sinceramente sus propios sentimientos, sabía que él había estado más que acertado en lo concerniente a la creciente atracción mutua. Pero, por encima de todo, por encima de cualquier otra cosa que le importara en su vida, se negaba a convertirse en una de las innumerables conquistas de Drake. Si se entregaba a él en la medida que fuera, sería la que saldría perdiendo, y lo perdería todo: su autoestima; su virginidad, que era algo que realmente quería entregar a su futuro marido; y casi con absoluta seguridad, su corazón. Se había estado consumiendo durante dos años, por diferentes y complejas razones, por conocer al Caballero Negro, y tenía que seguir concentrada en eso. Se había esforzado demasiado y llegado demasiado lejos para que Jonathan y los confusos sentimientos que sentía hacia él arruinaran esa noche.

Esa misma noche… Y estaba preparada.

Se levantó con los nervios de punta y dio dos pasos hacia la ventana, advirtiendo con irritación que pese a las buenas notas obtenidas en amabilidad, era evidente que Jonathan había olvidado que esa era la noche más importante de su vida. Echó un vistazo al reloj de plata del tocador, retorciéndose las manos. Eran casi las siete, y él todavía no había vuelto de sus correrías por la ciudad. Natalie no era capaz de imaginar lo que ese hombre hacía con su tiempo.

Jonathan entró en la casa en ese preciso instante, como un actor al que le hubieran dado el pie, y Natalie giró sobre sus talones para volverse hacia él. Drake sujetaba una bolsa de tela en un brazo, y Natalie dio por sentado que contenía ropa para el baile que habría comprado en la ciudad, puesto que a todas luces Jonathan no había llevado consigo nada apropiado para una celebración así en su pequeño y único baúl. Se situó frente a él, adoptando una actitud de impaciencia, con los brazos a los costados y la barbilla levantada, mientras lo observaba cerrar la puerta.

Al final, él le lanzó una mirada, como había hecho miles de veces, pero en esa ocasión se quedó mirando de hito en hito lo que veía. El pulso de Natalie se aceleró, el rubor inundó sus mejillas, y fue entonces cuando ella se percató de que también se había vestido para él. Fue un pensamiento perturbador, pero le sostuvo la mirada con un atisbo de sonrisa en los labios.

—Está usted encantadora.

Las palabras eran las que ella quería oír, pero el tono en el que fueron dichas fue tan poco entusiasta, tan anodino, que no le quedó claro si le estaba haciendo un cumplido en el que realmente creía o se limitaba a decir exactamente lo que cualquier dama esperaría oír de un verdadero caballero.

—Gracias —farfulló ella, juntado las manos con fuerza para detener su temblor.

Jonathan paseó la mirada por la figura de Natalie, desde los rizos de la cabeza hasta el encaje de la falda, deteniéndose solo brevemente en el busto y la cintura, ambos acentuados por el vestido. Luego se volvió y se dirigió a grandes zancadas hasta el biombo para cambiarse.

—Hay algunas cosas de las que tenemos que hablar, Natalie —dijo sin ambages, desabotonándose la camisa con una mano mientras se introducía detrás de la delgada barrera—. En primer lugar, y por lo que respecta al Caballero Negro, se lo presentaré si lo veo y si no resulta inconveniente.

Natalie sintió que la ansiedad le hacía un nudo en el estómago.

—Seré muy discreta, Jonathan. No tiene que preocuparse.

—Estoy seguro de que lo será, pero el encuentro tendrá lugar bajo mis condiciones —insistió—. La identidad de ese hombre deber ser salvaguardada. Si está allí, hablaré con él, y si él se siente seguro, buscaré la manera de presentárselo.

Natalie se abstuvo de discutir, dándose cuenta de que las intenciones de Jonathan eran su única esperanza.

—La segunda cuestión de importancia es la espada —prosiguió él rápidamente, mientras sacaba el contenido de la bolsa haciendo crujir la ropa—. No puedo permitir que le hable de ella al conde.

¿Cómo es que eso era tan importante?

—¿Por qué? —La expresión de Natalie perdió su brillo cuando comprendió—. Él no sabe que se le va a vender, ¿no es así, Jonathan?

—Todavía, no.

Cómo sobrevivían los hombres en el mundo de los negocios era algo que se le escapaba.

—Por supuesto. —Natalie aceptó la ridiculez—. No diré nada de la espada.

Tragó saliva con dificultad, sintiendo que la vergüenza regresaba de nuevo, mientras jugueteaba nerviosamente con el anillo entre los dedos. En ese momento se le hizo patente la descomunal farsa que estaban a punto de interpretar.

—Llevamos casados dos años —continuó Jonathan sin solución de continuidad—. Tuvimos un noviazgo normal de seis meses y vivimos en el mismo Londres durante la parte del año que no estamos viajando por el extranjero. Nos movemos en círculos sociales de primera, tenemos mucho dinero, aunque no somos excesivamente ricos, y todavía no tenemos hijos. No es necesario adornar el resto de su identidad. El conde cree que estoy aquí por mi interés en comprarle su propiedad parisina.

—¿Y todo este montaje es por una espada? —preguntó ella con incredulidad.

—Es una espada muy bonita —fue la vaga contestación de Jonathan.

Natalie hizo una pausa para pensar.

—¿Fue este el arreglo que hizo la señora DuMais para usted?

Jonathan guardó silencio durante un instante, dejando caer los zapatos al suelo con un golpetazo.

—En parte, sí —admitió él—. Ella también sabe que no estamos casados de verdad. Es la única en la que puede confiar esta noche.

—Por supuesto.

Jonathan pasó por alto el comentario un tanto insidioso de ella y, transcurridos unos pocos segundos, salió de detrás del biombo anudándose el fular con dedos expertos. Su aspecto dejó sin resuello a Natalie.

Estaba magnífico, y eso hizo que ciertos recuerdos de antaño se agolparan en la cabeza de Natalie. De otro baile. Solo que en esta ocasión el aspecto de Jonathan era más sofisticado, más maduro en el porte, más atractivo, si es que eso era posible.

La ropa era cara y perfecta en el corte, lo cual explicaba en parte en qué había invertido su tiempo los últimos cuatro días. Una camisa de seda color crema le cubría el ancho pecho, y lucía encima un chaleco verde esmeralda y una levita; los pantalones, a juego, eran de lana de verano en color verde oliva oscuro. Era una combinación llamativa, aunque no era la que Natalie habría esperado que escogiera Jonathan. Sin embargo, los colores hacían que sus ojos, en ese momento fijos en los de ella, parecieran de un azul increíblemente intenso, y que su pelo, negro y brillante, se asemejara al ónice negro, pulido.

—¿Natalie?

Ella se llevó una mano al cuello.

—¡Maravilloso! —susurró Natalie.

Por primera vez en días captó algo parecido a una sonrisa en los labios de Jonathan.

—Me visto para agradarte, mi querida esposa. Siempre te ha gustado mucho que me vista en tonos verdes.

Natalie no estaba muy segura de si estaba siendo sarcástico o poniéndose a la altura de las circunstancia con un más que creíble debut interpretativo. Decidió asumir que era esto último siguiéndole la corriente, al tiempo que alargaba la mano hacia los guantes y el abanico que estaban encima de la mesa de mimbre.

—¿Es cierto eso? Qué bien has aprendido mis gustos durante estos dos últimos años, Jonathan.

Él se alisó la levita.

—Por supuesto, señora Drake. Como debe hacer cualquier marido —dijo, ofreciéndole el brazo—. El coche de alquiler nos espera en lo alto del camino. ¿Estás lista?

Natalie titubeó, y su incomodidad aumentó mientras consideraba sus siguientes palabras. Por desgracia, tenían que decirse antes de que ella y Jonathan partieran a intentar poner en práctica una mascarada tan decisiva.

Aferrándose al camafeo que llevaba en el cuello, preguntó con cierta reticencia:

—¿Estamos enamorados?

Él la miró fijamente sin comprender, bajó el brazo y arrugó el entrecejo lentamente.

—¿Qué?

Natalie se sintió repentinamente acalorada, aunque siguió mirándolo desapasionadamente.

—Como pareja de casados. ¿Estamos enamorados?

Aquello lo desconcertó. Jonathan no supo qué decir ni tampoco si echarse a reír o discutir o cuestionar la cordura de Natalie. Entre los preparativos realizados durante la planificación, Jonathan había analizado las circunstancias en las que se besarían: cuándo, cómo, por qué y delante de quién, pero ni una sola vez había pensado en el amor entre ellos.

Por primera vez desde que conociera al impresionante Jonathan Drake, Natalie supo que tenía la ventaja al alcance de la mano. Fue un momento exquisito de triunfo, y apenas pudo evitar una sonrisa burlona.

—Por favor, Jonathan. Tengo que saber cómo interpretar la obra —contestó con toda la inocencia que pudo—. Algunas parejas de casados se aman. ¿Somos unos de los pocos afortunados, o preferirías que nos evitáramos durante la noche?

Fue el turno de la incertidumbre para Jonathan, mientras seguía observándola con los ojos entrecerrados.

—No había pensado en eso.

—Sí, ya lo sé —afirmó ella de inmediato. Natalie se dio cuenta de que el rubor resplandecía en su rostro a causa de la turbación, pero siguió adelante con la esperanza de aparentar aburrimiento por un diálogo tedioso que ya debería haber tenido lugar entre ellos hacía días—. Como hombre que eres, puede que no hayas pensado en ello, como seguramente no lo hará ninguno de los hombres presentes en el baile. Pero las mujeres se darán cuenta y reaccionarán en consonancia. —Carraspeó de manera deliberada—. ¿Debo mostrarme celosa o simplemente indiferente cuando bailes y coquetees con las demás?

Jonathan torció la boca en una media sonrisa de arrogancia.

—¿De verdad has pensado en esto?

En un abrir y cerrar de ojos la ventaja estaba una vez más en manos de Jonathan. En ese momento, cuando él la miró fijamente con cierto aire de diversión, a Natalie le ardieron las mejillas.

—Cualquier mujer en mi posición lo haría, Jonathan.

—Entiendo. —Él descendió momentáneamente la mirada hasta el busto de Natalie, y luego la volvió a levantar hacia su cara—. ¿Y qué es lo que piensas?

Natalie se movió con inquietud ante la contemplación desvergonzada de Jonathan, no habiendo esperado la pregunta en ningún momento y sin saber cómo responder. Quería provocarlo, proclamando lo poco que le importaba su preferencia por la relación más plausible de distanciamiento conyugal. Entonces, se le ocurrió que el desconcierto de Jonathan había sido mayor al haberle obligado a centrarse en el amor, y de inmediato ese fue el papel que quiso interpretar.

—Creo que deberíamos —declaró con confianza.

Las cejas de Jonathan se levantaron casi de manera imperceptible.

—¿Mostrarnos enamorados?

Ella se encogió de hombros.

—Creo que, en nuestras circunstancias, resulta más realista.

—¿Eso crees? —En ese momento estaba de pie muy cerca de ella, y su voz era profunda y tranquila—. ¿Como corresponde a dos miembros bien educados de la alta burguesía británica?

Dicho así sonaba absurdo. Él sabía tan bien como ella que en tales circunstancias el amor rara vez era un factor que motivara una unión matrimonial.

Natalie apretó el abanico contra su falda.

—Estamos en Francia, Jonathan. Los franceses son gente apasionada y no le darán ninguna importancia. Creo también que eso podría proporcionarte alguna ventaja con el conde.

—¿En serio? ¿Y cómo?

Los ojos de Natalie destellaron de inspiración.

—Al hacer creíble nuestra historia por un lado. No puedo decirle al conde que el verano pasado estuvimos en Viena, si treinta minutos antes le dices que estuvimos en Nápoles.

—Una idea razonable —admitió él.

—También podría hacerte más respetable a sus ojos, más estable y digno de confianza, si tienes una esposa afectuosa a tu lado. —Natalie se irguió—. Pero por supuesto, es solo una suposición.

—Por supuesto. —Jonathan le retiró un hilo del cuello de terciopelo. Después de un prolongado instante de reflexión, preguntó con cautela—: ¿Y crees que podrás interpretar esa parte adecuadamente, Natalie?

Jonathan estaba empezando a enfadarse con ella por aquel interminable interrogatorio en una conversación que, por lo que a él concernía, no conducía a ninguna parte. Natalie le escudriñó el rostro, desde los encantadores ojos enmarcados por unas pestañas negras y tupidas hasta la piel impecable y rasurada del firme y escultural mentón. El hombre desprendía un constante y embriagador aroma de acusada masculinidad, tan exuberante y potente que posiblemente ninguna mujer podría resistírsele. Jonathan también lo sabía, lo cual tendía a hacer que Natalie se enfureciera cuando pensaba en ello. Pero en ese preciso instante, en la pequeña casa que compartían solo ellos dos, sintió un repentino ataque de celos hacia todas las mujeres de la vida de Jonathan hasta ese momento. No se trataba de una desaprobación general de su fama de libertino como antes, sino de un sentimiento distinto. Uno muy profundo, totalmente privado, vulnerable y quizá un poquito aterrador. Ser consciente de esto hizo que Natalie se enfureciera por la inconsistencia y complicación de sus sentimientos.

Poniendo toda la carne en el asador, Natalie le colocó una mano en la mejilla. Entonces, fría y calculadoramente, y antes de que pudiera cambiar de idea, levantó la cara y le rozó los labios con la boca. El contacto la conmocionó más que lo que había pensado que la afectaría, y desató unas oleadas tanto de desasosiego como de júbilo que le recorrieron la espalda. Jonathan no se movió, pero aquello no fue, ni mucho menos, lo que él esperaba; Natalie lo supo de manera instintiva y por el hecho de que él no reaccionara de inmediato.

Ella le acarició el mentón con un etéreo gesto del pulgar, tras lo cual le pasó la lengua una vez, muy lentamente, por la parte interior del labio superior. Jonathan respiró hondo, y hecho aquello, Natalie se apartó con una, sonrisa radiante de satisfacción y sintiendo una repentina y maravillosa sensación de poder.

—Si esto es lo que quieres para la representación, Jonathan, puedo mostrar un enorme e intenso amor por ti. Soy una actriz magnífica.

Durante varios segundos largos y silenciosos Jonathan se limitó a mirarla fijamente. Luego, sus ojos se endurecieron hasta adquirir la tonalidad azul del hielo.

—Estoy deseando ver tu actuación en el escenario, Natalie —dijo en voz baja—. Esta noche debería ser esclarecedora, para los dos.

Ella parpadeó y dio un paso atrás, absolutamente confundida por el desdén con que fueron dichas las palabras. Había esperado una réplica provocadora o un leve rechazo, como correspondía a la naturaleza afable de Jonathan. Pero, tal y como se percató en ese momento, él se había distanciado desde la cena en la playa, y por primera vez desde entonces, Natalie cayó en la cuenta de que eso no le gustaba en absoluto.

—El amor es así, señora Drake —dijo él sin alterarse, interrumpiendo los pensamientos atribulados de Natalie. Entonces la agarró con fuerza por un codo y la condujo a través de la puerta para dirigirse al carruaje que los esperaba.