Capítulo 10
El salón de baile había pasado de caluroso y viciado a ardiente y opresivo, pero Natalie apenas lo advirtió. Abrió el abanico, agitándolo mecánicamente, y estudió a los caballeros invitados con renovado interés. Jonathan caminaba a su lado, impasible como siempre, o al menos no tan descaradamente sudoroso como los demás. Pero en ese momento muchos de los presentes se dirigían de nuevo al exterior, y las ventanas ya habían sido abiertas completamente, así que, después de todo, tal vez disminuyera el calor.
Natalie vio entonces a Annette-Elise en el centro de la pista de baile bailando un vals con su padre, y los pensamientos empezaron a agolpársele en la cabeza. Se detuvo y se quedó mirando fijamente, lo que obligó a Jonathan a hacer lo mismo. Este desvió la mirada hacia el lugar en el que Natalie mantenía fija la suya y se inclinó para susurrarle al oído.
—Deslumbrante, ¿no es verdad?
Ella supo que se estaba refiriendo al collar. A sus dieciocho años, Annette-Elise solo podía ser descrita como una mujer de moderado encanto. Llevaba el pelo castaño claro recogido en lo alto de la cabeza e intentaba esconder su tez rubicunda bajo unos rizos que le caían por la cara. Era gruesa de constitución, aunque no gorda, casi… carente de formas, sin pecho ni cintura, como si se dijera, y, por desgracia, su falta de experiencia la había llevado a intentar llamar la atención hacia lo uno y lo otro con el corte del vestido. Era evidente que la elección de la ropa para la ocasión había sido hecha bajo la supervisión de la madrastra, porque la muchacha lucía un vestido de satén verde menta de lo menos favorecedor, a lo que contribuían con saña unos enormes lazos verde esmeralda y metros y metros de encaje blanco repartidos por toda la extensión de la falda. Pero todo lo relacionado con su aspecto pasaba en la práctica inadvertido en cuanto se echaba un simple vistazo al collar.
La pieza era espléndida —impresionante—, y Natalie no pudo por menos que quedársela mirando fijamente. Tenía un diseño marcadamente anguloso, no era suave ni redondeado, como solía ser lo habitual. La gruesa cadena de oro no mediría más de treinta y cinco centímetros de largo, no obstante lo cual aparecía cubierta en toda su extensión por una docena de esmeraldas, separadas algo más de medio centímetro unas de otras y talladas en grandes cortes, cada uno de más de tres centímetros cuadrados. Pero lo que hacía al collar tan incomparable era que las esmeraldas no colgaban en círculo, sujetas al collar de oro por su parte superior. Un joyero experto había invertido una cantidad enorme de tiempo en seccionar cada esmeralda a la perfección y en unirlas luego de manera individual en el lugar exacto, ya fuera en las esquinas, en los lados o en cualquier otro sitio de la parte superior o de la inferior, añadiendo oro cuando se había hecho necesario, de manera que cada piedra colgaba completamente derecha en ángulo recto en relación a las demás y al suelo cuando se lucía. Las esmeraldas por sí solas valían probablemente una fortuna. Pero el valor del collar, intacto como estaba en ese momento, era sin duda alguna incalculable, y Natalie no había visto cosa igual en su vida.
—A eso es a lo que él ha venido aquí —susurró ella con creciente asombro. Levantó la vista hacia Jonathan, que la observaba una vez más con cierto regocijo. Sin que mediara respuesta alguna, él la condujo entonces hacia la pista de baile, dándole tiempo solo para que sujetara el abanico contra la suave lana de la manga de su levita y se levantara las faldas con la otra mano cuando él se la cogió en la suya.
El contacto la impresionó cuando empezaron a moverse rítmicamente al compás de la música, no porque Jonathan se pegara más de lo adecuado, sino porque el recuerdo del vals que habían bailado hacía años era el más intenso de cuantos tenía. Quizá él recordara los besos y las caricias al detalle, pero ella se acordaba del baile, de los ojos de Jonathan, arrebatadoramente brillantes, taladrándole los suyos desde una cara y una sensibilidad ocultas tras una máscara de satén negro. Durante cinco años había pensado a menudo en aquella noche, a veces fantasiosamente, en ocasiones con una tremenda desazón, pero siempre con una minuciosidad como si hubiera sucedido el día anterior.
—¿En qué está pensando?
Las palabras de Jonathan interrumpieron el curso de sus pensamientos, y Natalie se sorprendió parpadeando rápidamente para volver a la realidad.
—Que quiero estar presente cuando él las robe.
Jonathan rió en voz baja, aunque su mirada no titubeó ni un instante, y la rodeó con más fuerza por la cintura para acercársela, haciéndola girar con pericia por la pista.
—¿Cree que es eso lo que él busca esta noche?
—¿Usted no?
—Supongo que es una suposición tan razonable como cualquier otra —admitió él.
Natalie movió el pulgar arriba y abajo por la mano de Jonathan, mientras él le sujetaba la suya.
—Pero también creo que hay algo más —reveló ella con una pizca de excitación—. Creo que la razón de que esté aquí es política.
El comentario captó toda la atención de Jonathan.
—¿En serio? ¿Y por qué lo cree?
Natalie levantó los hombros de manera insignificante.
—El Caballero Negro no es famoso por robar cosas por dinero, y si eso fuera todo lo que quisiera, podría robárselo sin problemas a los ingleses. Madeleine y yo tuvimos una conversación al respecto al principio de la noche, y llegamos a la conclusión de que si el Caballero Negro hace acto de presencia, robará unas joyas que valgan algo más que su mero valor crematístico. —Se inclinó para acercarse mucho a la cara de Jonathan y susurró—: Creo que estas esmeraldas son valiosísimas, y probablemente robadas, y tal vez tengan algún valor político, ya sea para el gobierno francés, ya para el inglés.
Jonathan la miró fijamente a los ojos durante unos instantes. Su expresión no cambió ni un momento mientras calculaba si los pensamientos que acaba de expresar Natalie eran fruto del conocimiento o de la conjetura, al tiempo que la falda del vestido de Natalie le abrazaba las piernas, y los pies de ambos trazaban figuras sobre la pista de madera con un rítmico chasquido que seguía el aumento gradual de la música y el murmullo de las conversaciones que los rodeaban.
Al final, en voz baja pero firme, él preguntó con prudencia:
—¿Madeleine le dijo eso?
Que no la creyera capaz de deducirlo por sí misma la irritó de inmediato. Natalie se retiró un poco, sintiendo que el rubor le subía por las mejillas.
—Hablamos de ello largo y tendido, y llegamos juntas a esa conclusión.
—Ah, entiendo.
Fue un reconocimiento fácil que no revelaba nada. Estaba calmándola, y eso a ella no le gustaba lo más mínimo. Por supuesto que el robo de las joyas también podía tener algo que ver con la conversación que había oído por azar en el piso de arriba, en la biblioteca, hacía menos de una hora, pero no parecía muy probable que fuera así, y no se lo iba a comentar a Jonathan. Los franceses siempre estaban pensando en la manera de destronar al rey reinante, y la mayor parte de las veces no pasaba de ser mera palabrería jactanciosa y carente de sentido práctico provocada por el exceso de bebida, sobre todo en una reunión social como aquella. Lo que había oído era interesante de anotar, pero no grave, y decírselo a él como si se tratara de algo importante lo más probable es que la hiciera parecer tonta. Sin embargo, se negó a dejar que el asunto se acabara en aquel punto.
—¿Se le ocurre una idea mejor para que él esté aquí, Jonathan, querido? —le preguntó, parpadeado. Acto seguido, abrió los ojos como platos, fingiendo una inocencia exagerada—. ¡Tal vez vaya detrás de mis camafeos! —le susurró con un grito ahogado de sorpresa—. Confío en que protegerá mis pertenencias como un marido devoto, si me abordara en uno de los oscuros pasillos del conde de Arlés con la intención de apoderarse de mis joyas.
Los ojos de Jonathan brillaron con una especie de consideración llena de admiración por la respuesta de Natalie, y a punto estuvo de soltar una carcajada, esforzándose al máximo por intentar mantener una expresión neutra, lo que Natalie advirtió sin demasiada dificultad.
El vals terminó, pero empezó otro de inmediato; él no la soltó y siguió bailando con ella sin cesar, como si no se hubiera enterado en absoluto del cambio de música.
—Los camafeos son joyas semipreciosas en el mejor de los casos, Natalie, y apenas valen el tiempo del Caballero Negro. —Jonathan inclinó la cabeza ligeramente, y recorrió a fondo cada centímetro de su rostro con la mirada—. Puede que después de mirarla bien, prefiera tenerla a usted.
Natalie le lanzó una sonrisa un tanto burlona.
—¿Y protegerá usted a su preciada esposa de sus ardorosos avances?
—Oh, con mi vida, Natalie, querida —confesó de inmediato.
Aunque Natalie sabía que en ese momento Jonathan estaba siendo sarcástico con ella, las palabras se fundieron en su interior, satisfaciendo algo que no pudo precisar con exactitud.
Él cambió de tema bruscamente.
—¿De qué más hablaron usted y Madeleine?
Tal vez fuera simple intuición, pero Natalie estaba segura de haber detectado en la pregunta una pizca de… ¿inquietud? Rotundamente, merecía la pena que siguiera el juego hasta el final.
—Hablamos de usted, Jonathan —reveló ella con dulzura.
—¿Eso hicieron?
Ella sabía que estaba más que intrigado, aunque nada dispuesto a admitirlo o a mendigar respuestas.
—La verdad es que a Madeleine parece gustarle, como ocurre aparentemente con todas las mujeres. —Lanzó una rápida mirada hacia el techo dorado, arrugando la frente como si intentara recordar—. Las dos decidimos que es usted encantador y rápido de mente, seguro de sí mismo y agradable a la vista.
Los ojos de Natalie volvieron a posarse en la cara de Jonathan, que estaba sonriendo abiertamente; si era debido a que esos eran unos rasgos positivos o porque sencillamente le encantaba estar en boca de las mujeres fue algo que a ella no le quedó claro. Pero se negó a quedarse ahí.
—También le dije que pensaba que usted era un poco demasiado alegre y frívolo con su fortuna, con esa afición suya a deambular por el mundo a su libre albedrío sin más objeto que el de conseguir unos cuantos cachivaches triviales y la oportunidad de jugar. Por su parte, Madeleine lo defendió, insistiendo en que es usted más profundo de lo que yo presumo.
—Y lo soy —recalcó él con un repentino aire de gravedad, y su sonrisa se desvaneció lo suficiente para sugerir que ya no iba a ser tan juguetón con ella.
Una oleada sofocante de incertidumbre envolvió a Natalie. No eran exactamente celos lo que sentía, sino algo así como un ligero resentimiento por el hecho de que la francesa pudiera tener más intimidad con él que ella. Y que tuviera tal sentimiento la hizo arder de ira.
—Me pregunto cómo sabe ella eso, Jonathan —comentó en tono cortante.
—Porque tiene los ojos abiertos, Natalie —le respondió él sin rodeos.
En cierto sentido aquello fue lo más hiriente que alguien le había dicho en mucho tiempo, y él supo también que así se lo había tomado ella. Natalie pudo verlo en la mirada penetrante de Jonathan en ese momento, en sus cejas juntas, en la dureza de su mentón y en sus labios apretados, ya no muy sonrientes, sino desafiándola a responder con una irónica sonrisita de suficiencia apenas perceptible.
—Tal vez le apetecería comer algo —dijo él como un hecho consumado, soltándola cuando su segundo vals tocó a su fin.
Antes de que ella pudiera responder, la cogió por el brazo y la condujo a través de la multitud hacia una de las mesas del refrigerio. Madeleine estaba allí, alta y elegante en su precioso vestido, conversando agradablemente con un caballero de mediana edad. No muy lejos de Madeleine, también junto a la mesa del bufé, estaba Annette-Elise comiendo remilgadamente bombones con los dedos, su madrastra y su padre al lado, y los tres rodeados por cuatro o cinco conocidos de la clase acomodada del lugar, o hablando de las esmeraldas o quizá guardándolas. Robarlas así, llevándoselas del cuello de la dama y delante de cientos de personas sería una hazaña increíble. Por primera vez, Natalie sintió un asomo de duda acerca de las habilidades del Caballero Negro.
Madeleine se volvió hacia ellos cuando se acercaron.
—¿Qué tal les fue el paseo? —preguntó con verdadero interés.
—Encantador —contestó Natalie desapasionadamente.
—Pero demasiado corto, por supuesto —añadió Jonathan sin titubeos, sujetándola con más fuerza por el brazo—. Solos como estábamos, creo que a mi esposa le habría gustado… seguir allí.
A Natalie le pareció increíble que dijera aquello. Las mejillas empezaron a arderle de nuevo, y abrió el abanico, buscando de manera desesperada que el aire se moviera, incapaz de mirarlo. No necesitó hacerlo cuando sintió la mirada ardiente de Jonathan en su mejilla.
—Y es un escenario de lo más romántico para los amantes —sugirió Madeleine con una leve sonrisa en la boca. Entonces, abandonando estratégicamente el tema, se volvió hacia el caballero que estaba a su lado—. Monsieur et madame Drake, permítanme que les presente a monsieur Jacques Fecteau, un viejo conocido de mi difunto esposo, Georges. Es un joyero de París que ha venido a Marsella por asuntos de negocios. No le había visto desde hacía… —Miró al francés—. ¿Cuánto…?, ¿cinco años?
—Como poco —ratificó el hombre alegremente en un inglés excelente—. Pero ahora nos volvemos a encontrar. Qué coincidencia, ¿non?
Natalie le ofreció la mano. El hombre era de la misma estatura aproximada de Madeleine, corpulento pero vestido con tino con una levita y uno pantalones grises, camisa blanca y fular negro. Lucía unas gruesas patillas y un pelo engominado del color de la corteza mojada. Tenía una boca grande y jovial y sus ojos se empequeñecían con alegría cuando sonreía. Cuando le cogió los dedos entre la palma de la mano y le besó levemente los nudillos, concentró toda su atención en Natalie.
—Madame Drake. Es un placer.
—Monsieur Fecteau.
El hombre levantó la vista hacia Jonathan.
—Y monsieur Drake, madame DuMais ya me ha hablado de usted y de su interés en comprar propiedades en Europa. ¿Disfrutan de su estancia en Marsella?
—Oh, pues claro, monsieur Fecteau. ¿Y usted?
Natalie interpretó bien su papel mientras intercambiaban los cumplidos de rigor, enterándose de que el hombre había viajado ampliamente por el extranjero durante varios años aprendiendo su oficio, lo cual explicaba su buen dominio del inglés. Pero, pese a todos sus esfuerzos, encontró dificultoso centrarse en la conversación, la cual, en general, se le antojó harto forzada y mundana, aunque Madeleine y Jonathan se mostraron especialmente interesados. Durante más de cinco minutos Jonathan permaneció erguido a su lado, con las manos a la espalda, absorto en las explicaciones de monsieur Fecteau acerca de lo que él describió como un atroz viaje al sur la semana anterior: algo relacionado con la pérdida de una rueda de su carruaje y posterior hundimiento en un terraplén embarrado, lo que le había obligado a él y a dos damas a esperar durante horas bajo un calor asfixiante antes de poder seguir viaje, así como el desvanecimiento de una de ellas, lo que ocasionó que a continuación el cochero tuviera que reanimarla con un poco de agua fría de un arroyo cercano.
Era la disertación más extemporánea y sin sentido de la que Natalie hubiera formado parte jamás, y no sabía muy bien por qué. Simplemente le parecía superficial. Y artificiosa. Deberían haber estado bailando, alternando con los demás invitados, bebiendo champán, disfrutando del jolgorio y, sin embargo, tanto Jonathan como Madeleine no paraban de asentir con la cabeza y de hacer comentarios consecuentes, de pie al lado de la mesa de la comida, escuchando con atención a un parisino que peroraba sobre las diferencias del calor seco del norte de Francia y el calor húmedo del sur.
Y entonces, sucedió. Madeleine se puso sutilmente al lado de Natalie para acercarse a la bandeja de los dulces y del pan de nueces, inclinándose con tanta cautela detrás de Annette-Elise, que en ese momento comía a su lado, que Jacques Fecteau dejó de hablar a mitad de frase y se quedó mirando de hito en hito y con la boca abierta las esmeraldas, para entonces completamente en su línea de visión y solo a unos centímetros de distancia.
—¡Por Dios bendito, qué pieza más maravillosa! —farfulló sobrecogido, cambiando ya a su lengua nativa.
Se hizo el silencio en torno a ellos cuando Fecteau se movió para acercarse, absorto de pronto en el trabajo de joyería del collar, el destello de las gemas y el brillo del oro.
Natalie percibió un inmediato cambio en la atmósfera. La música, el baile y la fiesta continuaban en torno a ellos, pero nadie en la vecindad lo advirtió. Jonathan seguía detrás de ella, callado y atento. A la izquierda de Natalie, a medio metro de distancia, estaba un hombre muy alto con unos rasgos insólitamente delicados. Michel Faille, vizconde… de algo, Natalie no fue capaz de recordarlo, seguido de Alain Sirois, vizconde de Lyon. Madeleine se los había presentado al principio de la velada. El conde de Arlés estaba entre Alain y Claudine, su esposa, que tenía una mano apoyada en el borde de la mesa del bufé. Y todos estaban rodeando a Annette-Elise y sus valiosísimas esmeraldas.
Fecteau siguió acercándose, concentrado en las joyas y ajeno a todo lo demás.
—Asombroso —susurró el joyero—. Un trabajo excelente.
Henri se irguió, y sonrió con jactancia.
—Una herencia familiar. Nos sentimos tremendamente orgullosos de que nuestra hija luzca las esmeraldas en esta ocasión con tanta elegancia.
—Por supuesto —farfulló Fecteau.
Los ojos de Henri se entrecerraron.
—Creo que no nos han presentado, ¿monsieur…?
—Fecteau —terminó Madeleine por el aludido con una voz y unos modales desenfadados y encantadores—. Es un viejo conocido de mi difunto marido, conde y joyero de París. Llegó ayer mismo a Marsella con gran sorpresa para mí, y le pedí que me acompañara esta noche. —Alargó la mano y le tocó el brazo a Henri mientras sus ojos centelleaban con una discreta familiaridad—. Confío en que no le importe que en cierta manera antes hayamos evitado las presentaciones.
Henri, colorado e inquieto, pareció no saber qué contestar, y sin embargo se mostró absolutamente encantado de que una mujer tan atractiva se le acercara con tanta naturalidad.
Claudine se aclaró la garganta, volviendo bruscamente al tema.
—¿Es usted un experto en joyas de gran valor monsieur Fecteau?
—Bueno, llevo en el negocio más de veinte años —respondió el hombre con garbo, haciendo caso omiso del deje de duda contenido en las palabras y en la falta de tacto de Claudine. Entonces, el joyero volvió a mirar el collar con unos ojos que eran unos redondos lagos de asombro—. Mi especialidad son las falsificaciones, la bisutería, y jamás he visto algo que supere esto.
Alguien soltó un grito ahogado, y Fecteau, sin advertirlo, miró a Henri directamente por primera vez, sonriendo con seguridad.
—Un trabajo magnífico. Habrá pagado una gran suma, ¿no es así?
El primer impulso de Natalie fue aplaudir ante la respuesta, pertinente y llena de tacto, algo que probablemente Claudine y su simpleza no entenderían sin mediar una explicación. Entonces, Natalie sintió un inconfundible cambio en la atmósfera. La tensión que los rodeaba se convirtió en algo tangible, ardiente y opresivo sin una razón evidente, aunque inconfundible incluso para aquellos ajenos a su significado.
Natalie se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole de repente con fuerza, y el momento adquirió una irrealidad como ella jamás había experimentado. Durante unos segundos, nadie dijo nada. Entonces, Annette-Elise se puso pálida mientras levantaba los dedos hacia su cuello.
—¿Papá?
Henri parpadeó rápidamente y pareció recobrarse.
—Está en un error, monsieur Fecteau. No tiene usted ninguna experiencia. Le aseguro que estas esmeraldas son auténticas.
La orquesta dejó de tocar en ese instante, convirtiendo las pequeñas discusiones sobre música en el salón de baile en un zumbido.
El joyero pareció desconcertado.
—No… no sabe cuánto lo siento. —Se mojó los labios con la lengua y abrió los ojos como platos, confundido—. Supuse que lo sabía.
—¿Que lo sabía? —bramó Michel Faille, y su amplia boca se estilizó cuando los músculos de su cuello se tensaron contra el cuello de la camisa—. Lo que sabemos es que esas esmeraldas con valiosísimas, y que una vez pertenecieron a la reina de Francia. Lo que no sabemos es quién es usted exactamente, y cuál es su propósito al propagar una información falsa en relación con unas joyas de las que no sabe nada.
Su voz fue aumentando con cada palabra, y Natalie se dio cuenta de que la reacción del joyero fue la de sentirse cada vez más ofendido. En ese punto, otros invitados a la fiesta que estaban en las inmediaciones se callaron y empezaron a prestar atención al intercambio de palabras.
Fecteau levantó la barbilla de manera casi imperceptible, respiró hondo y miró a Henri con convicción.
—Le ruego que me perdone, conde, pero conozco mi oficio. He sido joyero profesional durante más de dos décadas, yo mismo he fabricado falsificaciones de originales tanto para la clase media como para la aristocracia, y conozco una falsificación en cuanto la veo. —Con una voz profunda y solemne, proclamó—: Y este collar es una falsificación.
Natalie sintió que Jonathan la cogía de la mano, entrelazándole los dedos con los suyos y apretándoselos suavemente, y se le secó la boca.
Henri palideció.
—Es imposible —dijo con voz áspera—. Han estado guardadas en mi caja fuerte durante semanas.
Una calma opresiva se extendió por la sala. Fecteau se agarró las manos a la espalda con decisión.
—Entonces, conde de Arlés, si cree que estas esmeraldas son auténticas, le pido que considere que su caja fuerte ha sido forzada y que ha sido hábilmente engañado. No tiene más que raspar con un cuchillo o cualquier instrumento afilado el oro, y lo arrancará. En cuanto a esas cosas verdes no son más que vidrio.
Alain empezó a sudar, y su frente se perló de sudor; Michel enrojeció de ira; Annette-Elise aferró las esmeraldas, y su tez rubicunda estaba ya tan blanca como los lirios de un cementerio. Durante unos segundos, nadie hizo nada, y entonces, Claudine dijo entre dientes:
—La caja, Henri, ve a comprobar la caja fuerte.
Hacer aquello era inútil, puesto que las joyas, de estar Fecteau en lo cierto, ya habrían sido robadas. Pero el conde se dio la vuelta, se dirigió a toda prisa hacia la puerta y salió al vestíbulo.
Todo el mundo empezó a hablar al mismo tiempo; el ruido devino en un repiqueteo, y el calor se hizo opresivo. Natalie permaneció en silencio, disfrutando del extraño momento de emoción y tensión, sabiendo que el Caballero Negro estaba allí, probablemente observando. Jonathan le acarició los nudillos con el pulgar, y ella levantó la vista con cautela para tomar nota de su ligera expresión de curiosidad. Él no tenía que conocer bien el idioma para entender lo que estaba ocurriendo o la atrocidad de todo ello.
Madeleine empezó una desenfrenada y animada charla entre el joyero, Claudine y los otros dos hombres, y Natalie sintió que Jonathan tiraba de ella con absoluta naturalidad para que se hiciera a un lado uno o dos pasos.
—Lo ha hecho él —dijo ella en voz baja.
—Con su estilo habitual —le contestó Jonathan en un susurro—. Pero esto no ha acabado todavía.
Al cabo de unos segundos Henri volvió a entrar en la sala, y todos se volvieron; el silencio cayó de nuevo sobre la multitud al presenciar su expresión de asombro. Parecía enfermo ya cuando se dirigió de nuevo a trompicones a la mesa del bufé, la piel de un gris pálido, los ojos desorbitados por el terror y la frente perlada de gotas de sudor, que le resbalaban hasta la barbilla.
—¿Qué es esto? —preguntó con voz áspera y entrecortada, mostrando una bolsa de terciopelo negro con manos temblorosas—. ¡Qué es esto!
El silencio se volvió ensordecedor. El movimiento se detuvo. Fecteau alargó la mano con prudencia hacia la bolsa con un semblante de rotundo y consciente pesimismo. Con dedos ágiles hurgó en el interior y sacó cuidadosamente el contenido.
—¡Oh, Dios mío! —susurró alguien.
Depositada cuidadosamente en la palma de su mano estaba una réplica del collar, si bien hecha de piedras negras y un metal barato y solo de la mitad de su tamaño. Era una broma desmoralizante, un tributo a la burla.
A Fecteau se le pusieron los pelos de punta.
—Esto es plata pobre, conde de Arlés, y las piedras son de ónice negro. Es una piedra semipreciosa. Bastante corrientes, aunque son unas buenas piezas y probablemente valgan más que las falsas esmeraldas. —Le dio la vuelta en las manos—. Poco frecuente, la verdad. Normalmente una sirve para hacer, bueno… camafeos de ónice.
Por primera vez en toda la noche una ráfaga de aire marino sopló a través de los ventanales abiertos, recrudeciendo la conmoción colectiva con la fría realidad. Entonces, un ruido sordo empezó a correr de nuevo entre la multitud, de indignación entre aquellos que estaban confabulados, de confusión e incertidumbre cuchicheada entre los que seguían sin saber nada.
De repente, Henri empezó a enfurecerse, rojo como la grana, los puños apretados a los costados, los ojos llorosos por una ira que no podía empezar a ubicar, la nuez subiendo y bajando convulsamente mientras tragaba saliva, incapaz de hablar.
Michel agarró a Fecteau por el cuello con una mirada de odio en los ojos, lívido pero con las mejillas rojas y brillantes.
—¿Lo robó usted?
—¡Monsieur Faille! —dijo Madeleine en un grito ahogado, poniéndose entre los dos hombres.
Michel no le hizo caso.
—Qué coincidencia que esté usted aquí esta noche…
—¡Cállese, Michel! —le espetó Alain, tirando del hombre alto con manos temblorosas hasta conseguir liberar al joyero—. Los insultos injustificados solo causarán mayores problemas y atraerán miradas indeseadas.
Fecteau parecía consternado cuando retrocedió, aferrando todavía el collar de ónice con los dedos de una mano, mientras se alisaba la levita con la otra.
—No he robado nada —insistió, con la voz quebrada por los nervios—. No soy capaz de imaginarme cómo yo o cualquiera podría haber robado semejante collar del cuello de su hija durante este baile. Y si lo hubiera robado antes de hoy, le aseguro, monsieur, que no estaría aquí ahora. Eso era lógico y todo el mundo lo sabía. Alain volvió su corpulenta figura hacia Madeleine y su acompañante.
—No cabe duda de que tiene toda la razón, monsieur Fecteau. Acepte nuestras más sinceras disculpas.
Con eso, el jaleo se hizo atronador, y Annette-Elise empezó a llorar, todavía aferrando los cristales sin valor. Entonces, Henri cogió el collar, tirando con fuerza de él una vez. El broche se rompió fácilmente, y las piedras cayeron del cuello de su hija a sus manos.
—Nos registrarán —dijo Natalie en tono sombrío.
Muy lentamente, Jonathan murmuró:
—No, no lo harán. No pueden.
Ella lo miró a la cara con expresión interrogante.
—Registrar a cualquiera aquí esta noche arruinaría su prestigio social, y no pueden llamar a las autoridades, cuando han sido ellos los que han robado el collar primero. —Y con una afirmación vagamente jactanciosa, añadió en un susurro—: Han perdido las esmeraldas y lo saben.
Ella lo observó, mientras Jonathan seguía mirando fijamente al conde con dureza y perspicacia, sin darse cuenta de que un mechón de cabellos negros le caía sobre la frente. Pero fue la certeza que transmitieron su voz y su actitud y la expresión de su boca, no exactamente una sonrisa, sino apenas una línea ascendente, un gesto de absoluta satisfacción, de triunfo insulso pero definitivo… lo que hizo que a Natalie le asaltaran las dudas. Era como si Jonathan acabara de ganar el premio de un juego de azar desafiante y altamente temerario.
Como si hubiera robado el collar él mismo.
Natalie se quedó completamente inmóvil, paralizada, al mismo tiempo que un asomo de comprensión empezaba a formarse en su interior. En algún lugar a mucha distancia oyó que la música se reanudaba interpretada con torpeza. Henri y varios hombres abandonaron rápidamente el salón de baile; Madeleine hablaba en susurros con Fecteau, y sin embargo, en ese momento, los pensamientos de Natalie iban más allá de ellos, a otro lugar, a otro momento que se le antojó entonces muy lejano.
«… Es moreno, sofisticado, encantador, inteligente, atractivo, y hace buenas acciones para ayudar a la gente. También corre el rumor de que tiene los ojos azules…»
Un escalofrío, gélido y entumecedor, la recorrió, y empezó a temblar.
«¿Y el Caballero Negro está en Marsella?», le había preguntado a Jonathan.
«Lo estará cuando lleguemos allí. »
—Oh, no… —susurró Natalie.
Jonathan la miró, y sus ojos vibrantes buscaron los de ella cuando se dio cuenta de la expresión de Natalie.
«Es apasionante, y viaja, y… vive para la aventura. Sé que esto parece un poco extraño, pero creo que también me busca.»
Más allá de cualquier duda, tan contundente como un puñetazo en el estómago, apareció allí, delante de ella. Todas las preguntas y creencias, toda la esperanza en su futuro murió rápidamente en su corazón, todos sus sueños hechos añicos por un golpe increíble de certeza. ¿Por qué no lo había visto antes? ¿Cómo podía no haberlo sabido? Porque incluso la idea era algo que no podía haber imaginado jamás; una pesadilla hecha realidad que jamás podría aceptar.
—¿Natalie?
Estaba paralizada, temblando por dentro, mirándole fijamente a sus maravillosos ojos, bajo un ligero ceño de curiosidad. De repente, Natalie tuvo una poderosa sensación de cólera y de aplastante vergüenza por las cosas que le había confiado, por la humillación demoledora de sentirse engañada reiteradamente, de ser utilizada.
Él seguía sujetándole la mano, y el tacto en ese momento se hizo tan abrasador como el aceite hirviendo sobre la piel. Pero con una aguda intuición casi instantánea de lo que el futuro deparaba no se desasió de un tirón. Una oleada torrencial de lógica la inundó, impidiendo que cometiera un acto inmediato e irracional. Las respuestas estaban allí, ante ella, adquiriendo claridad y sentido mientras empezaba a encajar las piezas, pero faltaba la prueba. Ya fuera por un saber fruto de su agudeza, ya por un instinto irresistible, la cuestión es que su mente tomó las riendas en ese momento, y para bien o para mal, hizo que se detuviera.
No podía permitir que Jonathan lo supiera. No allí, en el baile, delante de cientos de personas. Él la había tomado por idiota, y lo odiaba por eso. Pero había robado las esmeraldas por un motivo, y Natalie sentía ahora una profunda curiosidad por saber cuál era este, dónde estaban las joyas y cómo lo había hecho, y por encima de todo, por la razón de que la hubiera llevado con él en ese viaje. Si se enfrentaba a Jonathan en ese momento, provocaría una situación embarazosa para ambos, pero, por encima de eso, sería él quien ganaría. Y ella no podía permitir que lo hiciera.
Jonathan no podía ganar.
Tranquilizándose, con la mente trabajando de manera frenética y entrecerrando los párpados con una amplia sonrisa de intenciones ocultas, murmuró:
—Solo estoy un poco… impresionada.
Jonathan volvió a acariciarle los dedos con un pulgar, y Natalie reprimió el impulso de abofetearlo con todas sus fuerzas. En su lugar, le apretó la mano con ternura.
—Creo que ahora me tomaría una copa de champán.
Jonathan la miró fijamente a los ojos unos instantes.
—¿Le gustaría irse?
Natalie bajó la mirada para escudriñar a la multitud. Dos o tres parejas se precipitaron hacia la pista de baile en un descarado intento de ignorar los desagradables momentos, mientras la seda y el satén volvían una vez más a agitarse entre frufrús al ritmo de una música interpretada con demasiada intensidad; pequeños grupos de personas susurraban por los rincones o ante las mesas del refrigerio, comiendo o bebiendo; otros más aprovechaban para marcharse con discreción.
Con resolución y una calurosa sonrisa de excitación que ya no sentía, Natalie volvió a mirar los encantadores y engañosos ojos de Jonathan y dio inicio a la mejor interpretación de su vida.
—Ahora no —dijo ella con donaire—. Me gustaría… ver en qué acaba todo esto.
Aquello apaciguó a Jonathan, que pareció relajarse.
—Entonces, sea el champán. —Le soltó la mano por fin, y levantó la suya para ahuecársela en la barbilla—. ¿Y por qué no divertirnos mientras podamos? Diría que me debe al menos un baile más antes de que la entregue al ladrón.
Natalie lo odió por aquello, por su desenvoltura, por su irresistible encanto, por las atenciones que le prestaba y el insaciable deseo que había entre ellos, y que él había utilizado con tanta pericia en beneficio propio. ¿Y qué había dicho Madeleine? «¿Me pregunto cómo planea Jonathan abordar esta presentación?» Él le había dicho que sería al día siguiente, y eso le daba tiempo. Tiempo para pensar en algo que pusiera la ventaja en sus manos. Pensaría en algo. Tenía que hacerlo. Entonces, tendría el control de la situación y ganaría.
Vaya si ganaría.