XVI
Era ya oscuro cuando Logan salió precipitadamente de la casita, sordo a los ruegos de Lucinda y al llanto de Bárbara, con la gruesa mano apretada contra el arrugado envoltorio del falso papel moneda, con la mente cerrada a la comprensión de lo que sospechaba que solamente podía ser una broma.
Sin embargo, su pecho parecía hallarse oprimido por un paralizante temor.
El vigilante nocturno estaba encendiendo las lámparas de la calle.
Huett apresuró más el ritmo de su paso. Halló el despacho de Mitchell vacío.
Luego recordó que el comprador de ganado y su compañero llevaban en la mano unos ligeros equipajes cuando estuvieron en la taberna. Ambos se marchaban de Flag. Un instante más tarde oyó el distante silbido agudo del tren que se dirigía al Este. Al oírlo, Logan, que no había corrido desde hacía varios años, rompió en una rápida carrera hacia la estación. Cuando llegó, iba medio asfixiado; el pecho se le levantaba al respirar lo mismo que si fuera un fuelle. Halló en la sala de espera una mujer que se encontraba ante la taquilla. Y Logan corrió al andén.
En el andén se encontraban los acostumbrados vagos, los presurosos empleados del ferrocarril, los pasajeros que esperaban. A lo lejos, sobre la vía, brillaba la luz delantera del tren que llegaba a Flagg. Huett se apresuró a correr a lo largo del andén. Al fin, al pie de uno de los faroles de luz amarillenta, pudo ver a Mitchell, el teniente a quien había visto en el despacho, otros dos hombres y diversas mujeres jóvenes. Huett rompió el círculo que formaban se encaró con Mitchell.
—Oiga... Oiga... ¿Qué significa...? —estalló Logan de modo incoherente y con voz ronca en tanto que extendía el brazo cuya mano sujetaba el mazo arrugado de los papeles.
—¡Hola, Huett! —replicó con fría irritación el hombre que representaba al Gobierno—. No tengo tiempo para hablar con usted. Estoy despidiéndome de estos amigos.
—¡Por todos los diablos...! ¡Tiene tiempo... para mí...! El paquete... que me dio usted... Recortes de periódicos y hojitas de estaño... ¡No dinero...! ¡Estúpida broma!
—Hombre, usted debe de estar borracho —replicó Mitchell con voz tan fría como el acero.
—¿,Borracho...? ¡Fuego del infierno! —gritó con voz de trueno Huett—. ¡Me dio usted papeles... en lugar de dinero...! ¡Mire!
Huett entreabrió el enorme puño para descubrir unos trozos de delgado papel de estaño y algunos recortes de periódicos. Algunos de ellos cayeron al suelo.
—¡Está usted borracho... o loco! —replicó Mitchell secamente—. Le he pagado en dinero contante y sonante. Tengo su recibo. El teniente Caddell firmó como testigo de la firma de usted. Le advertimos que tuviera cuidado con el dinero. Pero usted no quiso hacer caso. Y le vimos bebiendo en aquel chamizo.
Huett se quedó absorto y mudo, con la mano todavía extendida y estirado el brazo, con dedos temblorosos. En tanto, Mitchell dirigía una mirada a Caddell para solicitar una confirmación de sus alegaciones.
—Es cierto. Huett —declaró firmemente el acompañante de Mitchell—. Vi que el señor Mitchell le pagaba en dinero. Vi que usted recogía el dinero y firmaba el recibo; y firmé como testigo del acto. Más tarde, vimos que estaba usted bebiendo en compaña de sus amigos en el tugurio más desacreditado de la ciudad. Pero lo que pueda haberse sucedido después de su salida del despacho con el dinero, es cosa que no nos incumbe. Eso es todo.
—; Un error...! ¡Un paquete equivocado...! —dijo ahogadamente Huett, Caddell hizo un gesto de desdeñosa despedida. Mitchell se volvió hacia la muchacha de grandes ojos negros que le tenía asido de un brazo. El tren llegó tronitosamente a la estación. La máquina despidió unas vaharadas de humo y vapor y las ruedas rechinaron. Los carros de equipajes y correo cruzaron el andén. Luego, el tren se detuvo con una brusca sacudida.
La imaginación de Huett se aclaró. El terrible relámpago de la verdad se encendió entre las brumas de su estupefacción. Aquel hombre le había engañado, le había estafado. Y lo mismo que un imbécil, había corrido hacia el cepo, infernalmente hábil, provocado por su petición de que se le pagase en dinero.
Esta rápida deducción dio origen a un lento cambio en los sentimientos de Huett. Una violenta liberación de la sangre retenida provocó una espasmódica expansión y el movimiento de los músculos. Mientras permanecía inmóvil, con la callosa mano extendida, con los temblorosos dedos contraídos como una garra, percibió el despertar del torbellino del furor.
Jamás se había visto en ningún momento de su vida sujeto Huett a una tormenta de pasión de tal intensidad. Esta tormenta le transformó. Una violenta expulsión de aliento silbó a través de sus dientes. Su vista se cubrió de un velo rojo que coloreó los lindos rostros de las mujeres, la pálida faz de Caddell. Mitchell había vuelto la cara hacia otra dirección. Unos dislocados pensamientos asaltaron la imaginación de Huett: rasgar..., destrozar a aquellos traidores enemigos..., matar..., arrancarles el dinero de él, que, seguramente, tenían en su poder...
Y cerró aquella mano extendida que se trocó en un puño amenazador.
Su rugido obligó a Mitchell a volverse exactamente en el momento preciso para recibir un golpe que semejó el de un ariete. La sangre brotó de su rostro cuando Mitchell cayó al suelo arrastrando consigo a dos de las vociferantes muchachas. Caddell gritó fuertemente en petición de auxilio, en tanto que saltaba para rehuir el puño de Huett. Los otros dos hombres agarraron a Huett desde detrás de él. Huett los arrojó a tierra, donde cayeron patiabiertos, y se lanzó sobre el postrado Mitchell para medio despojarlo de las ropas. Entonces, una multitud de hombres arrastraron a Huett, lo separaron de su víctima, lo condujeron violentamente desde el andén a la carretera. Por fin, Logan cesó de agitarse como un toro cogido por el lazo y permaneció quieto bajo la presión de muchas manos. Entonces pudo ver que Mitchell era conducido al tren y que su equipaje era arrojado tras él al coche. Caddell permanecía en el estribo e intentaba libertarse de las manos de las mujeres que voceaban histéricamente. El tren se puso en marcha por medio de una sacudida, adquirió velocidad y salió de la estación. Y la excitación de la multitud se centró en Huett.
—¡Soltadme! —gritó ruidosamente.
—Perfectamente, hombres —gritó el sheriff—. Huett, no parece que esté usted borracho. ¿Qué diablos ha sucedido? ¿A quién intentaba matar usted?
No he llegado a tiempo de poder verlo.
—A Mitchell, el comprador de ganados para el Gobierno. Le vendí treinta mil novecientas cabezas... Había de pagarme en dinero... Me entregó un paquete... Firmé el recibo... No abrí el paquete inmediatamente... Tomé unas copas en compañía de Holbert y Doyle... Cuando llegué a casa abrí el paquete... y descubrí que había sido engañado... ¡Mi dinero no era dinero, sino unos recortes de periódicos y unas hojas de papel de estaño!
—¡Por todos los diablos! —exclamó el sheriff, en tanto que el círculo de hombres daba rienda suelta a un coro de interjecciones—. Huett, ¿ha perdido usted la cabeza?
—Estuve a punto de... ¡Lo habría matado...! Me alegro de que me separasen ustedes de él.
—Tiene usted un aspecto extraño; pero no creo que esté loco. Huett, ¿podría probar lo que ha dicho? Telegrafiaré a Slocum, en Holbrook, y ordenaré que detengan el tren y arresten a Mitchell. No debemos permitir que salga de este Estado.
—¿Probarlo? —dijo trabajosa y meditativamente Huett.
—Tengo el paquete... y lo que debía haber sido dinero..., con excepción del puñado de papeles que así...
—Pero cualquier otra persona que estuviera enterada podría haber hecho un cambio de paquetes cuando usted tenía el suyo en su poder... Vamos a ver al señor Little, pues esta cuestión presenta un aspecto condenadamente sospechoso; pero es demasiado complicada para que yo pueda acometer solo la tarea de desentrañarla...
Huett pasó entre la murmurante multitud en compañía del sheriff, y se dirigió a la ciudad, al lugar en que residía el abogado. El hombre de leyes estaba cenando. En aquella ocasión Huett pudo referir la historia completa de lo sucedido con más coherencia y lucidez que anteriormente. Los ojillos de Little se abrieron y cerraron con violencia.
—Telegrafié a Holbroock que detengan el tren y que se apoderen de los dos hombres —ordenó.
—Lo haré inmediatamente —contestó el sheriff; y se alejó a toda prisa.
—Huett, la historia que me ha referido confirma las sospechas que tenía —continuó el abogado—. Mitchell ha comprado vacas y caballos para el Gobierno. Charteris, que se encargaba en ocasiones de hacer los pagos bancarios, me ha dicho que Mitchell /pagaba tanto por las reses que compraba y cargaba cantidades superiores en las hojas de liquidación que remitía al Gobierno. Si conseguimos detenerlo, no hay duda de que va a tener motivos para sudar. Pero estamos en tiempos de guerra, Huett, en los que se han desatado la codicia, la maldad, las inmoralidades. Mitchell le ha hecho una jugada ingeniosa. Por qué pidió usted que se le pagase en dinero, hombre de Dios?
—No quería esperar a recibir mi dinero... Charteris me dijo que un cheque del Gobierno tenía un valor indudable, pero que él no tenía en caja dinero suficiente para pagar una cantidad tan importante. Tendría que esperar a que la recibiese.
—Ochocientos sesenta y cinco mil dólares! ¡Hum! ¡Una fortuna! Huett, lo siento mucho... y le censuro por haber sido tan tonto y tan incauto.
Verdaderamente, podríamos conseguir que se le entregase su dinero, puesto que el caso es lo suficiente claro. Pero ¡en estos tiempos...! El hecho de que se le viera bebiendo en compañía de Holbert y Doyle podría ser utilizado contra usted... Es una cuestión grave... Váyase a su casa. No corneta el error de volver a beber. En el caso de que logremos que mañana se traiga a Mitchell aquí, necesitaremos que esté usted perfectamente sereno.
Huett fue a su casa. Estaba completamente aturdido. El evidente interés de Little sirvió para tranquilizarle y volverle de nuevo al mismo estado en que se hallaba antes de tener la certeza de que había sido engañado. Pero su conciencia se negaba a abrigar duda alguna contra la seguridad de que obtendría el pago de su ganado. Cuando refirió a Bárbara y Lucinda lo que había sucedido en la estación, Lucinda lloró.
—¡Nunca pensé... que llegásemos... a poseer todo... ese dinero! —dijo.
Pero Bárbara reaccionó de un modo diferente.
—¡Apostaría la vida a que lo obtendremos! —exclamó acaloradamente.
Huett paseó por la estancia por espacio de horas y más horas, salió a la calle para recorrerla nerviosamente una y otra vez, y cuando al fin se acostó, no pudo dormir. Llegó la mañana, fría y lúgubre; el viento anunciaba con su murmullo entre los árboles la llegada del invierno. Huett encendió los fuegos. Las mujeres se levantaron para preparar los desayunos. Huett tomó desganadamente un poco de comida y una tacita de café, y luego se dirigió a la ciudad.
Aquel día se enteró Huett de que los policías de Holbrock habían detenido y registrado el tren designado; pero Mitchell no pudo ser hallado en él. El abogado, Little, recibió la noticia con inquietud.
—¿Por qué permitió usted que ese hombre tomase el tren? —preguntó a Huett.
—¡Diablos! Lo tiré al suelo de un puñetazo. Le había medio desgarrado las ropas cuando me separaron de él y me arrastraron fuera de la estación.
Si hubiera llevado un revólver, lo habría matado. Y eso habría sido lo mejor...
—Sí, lo habría sido. Ese hombre es un malvado; y si lo tuviéramos aquí, muerto o vivo, podríamos demostrarlo... Ahora, nos veremos precisados a recurrir a los lentos oficios de la ley.
Unos días y unas semanas llenas de impaciente espera sirvieron para demostrar a Huett la lentitud de las leyes. Pero el señor Little se mostró enérgico y persistente en sus esfuerzos por conseguir una acción judicial, lo que resultó vano, por lo menos en lo que se refería a Flagg. Luego, a Prescott, la capital, en beneficio de Huett, y, finalmente, consiguió que el representante del Estado en el Congreso se interesase en la cuestión.
Entre tanto, Flag se encerró, como decían sus más antiguos moradores, en el clima invernal propio de una región arizoniana de gran altitud. Huett pasó la mayor parte de las horas del día partiendo leña; y el resto, sentado ante un fuego vivo. Con esto encontró un poco de consuelo, puesto que mientras miraba cómo ardían los leños de una chimenea le hacía revivir lo mucho de su existencia que había sido consumido. Cuando extendía las anchas manos para calentarlas, un algo aquietante y tranquilizador le inundaba. Pero jamás volvió a disfrutar de su pipa, de fuerte olor, después de la pérdida y, finalmente, cesó de fumar por completo.
La guerra continuaba desenvolviéndose; era una cuestión de secundario interés para Huett. Tenía tres hijos en los frentes, que estaban haciendo mucho más de lo que les correspondía por aniquilar a los alemanes. La totalidad de sus pensamientos se llenaba por la preocupación que le inspiraban la traición del oficial del Gobierno y la necesidad de recobrar su dinero. Cuando Bárbara —que continuamente iba a la oficina de correos —recibía una carta, Huett salía del abismo de su melancolía para escuchar la lectura. La carta solía proceder de Abe y estaba desesperadamente censurada y mutilada. Huett siempre lanzaba unas maldiciones cuando esto sucedía.
—Puesto que tenemos tres muchachos allá —decía —¿por qué diablos no podemos saber lo que hacen? Declaro que comienzo a abrigar sospechas respecto al modo de actuar de este Gobierno...
Las cartas de Lucinda eran generalmente de George y Grant, y llegaban regularmente, una o dos veces cada mes. No era necesario que así fuese; pero tales cartas espoleaban a las dos mujeres a realizar mayores esfuerzos en su trabajo de socorro de guerra. Tampoco eran necesarias para revelar a Bárbara ni a Lucinda los estragos que la guerra causaba entre los jóvenes americanos. Lucinda se hizo sombría y serena. Bárbara se convirtió en un espectro pálido de sí misma, un espectro de ojos apagados y nervios siempre tensos.
Huett no renunció. Todo esto podría haberle impresionado más profundamente si no hubiera estado obsesionado por la idea de recobrar lo que el Gobierno le debía. Hasta aquel momento de su vida de vicisitudes nunca se había dejado dominar por la adversidad. Y continuó esperando, esperando y luchando.
En los últimos días de enero su abogado recibió de Washington una carta importante. A instancias del diputado de Arizona, la cuestión de la compra de los ganados de Logan Huett había sido revisada. La cantidad importante haba sido pagada en dinero por el representante del Gobierno, Mitchell, y la entrega del dinero y la firma del vendedor habían sido testificadas por el teniente Caddell. El recibo se hallaba en manos del Gobierno, juntamente con la información de que Logan Huett era hombre dominado por el vicio de la bebida.
—Lo temía —dijo roncamente y con el rostro pálido el abogado Little—.
Estamos en mala situación. Tenemos una probabilidad a nuestro favor y un millón en contra. Y esa probabilidad consiste en llevar el asunto a Wáshington para que sea examinado y resuelto allí. Pero yo no puedo abandonar mi trabajo de aquí. Y, por otra parte, usted, Logan, no dispone de medios para lograr que se celebre allí un juicio. ¡Estando los Estados Unidos en guerra...!
¡Dios mío! ¡Sería una verdadera locura!
—De todos modos, iré —replicó Huett.
Y después de haber ordenado a Little que anotase las sugerencias referentes al modo como debía proceder, Huett fue a su casa para ponerlo en conocimiento de Bárbara y Lucinda. Su esposa dijo que le parecía «una esperanza desesperada».
—¡Si estuviéramos nuevamente en Sicómoro...! —exclamó.
Pero Bárbara le animó a que hiciese el viaje y le pidió que la llevase consigo.
—Mamá, podrás remitirme las cartas que se reciban de Abe. ¡Oh, papá, llévame contigo! —exclamó.
—No. Creo que será preferible que te quedes aquí con mamá contestó Huett, pensativo.
—Bárbara, ¿has olvidado tu estado de futura madre? —preguntó asombrada Lucinda.
—¡Oh! Lo había olvidado —contestó Bárbara; y el pálido rostro se le cubrió de escarlata—. Estoy avergonzada... ¡Esta guerra me ha enloquecido por completo!
Y de este modo Logan Huett fue a Washington.
En su juventud Logan había estado en Chicago; y en aquella misma época vivió en Kansas City. Pero Washington era una ciudad magnífica, la capital de la nación, y en aquellos tiempos de guerra le pareció a Logan una casa de locos.
Logan olvidó el motivo de su viaje y cuando lo recordó comprendió atormentado que su esperanza era solamente como una gota de lluvia en una tormenta. La ciudad estaba atestada de civiles, soldados y extranjeros de muchas naciones. Una incesante corriente de automóviles circulaba a lo largo de las calles. Huett fue a ver una docena de enormes hoteles antes de decidirse a entrar en uno de ellos. Habiéndose asegurado una habitación, salió de nuevo y, antes de que hubiera podido darse cuenta de lo que sucedía, se encontró en el piso alto de un autobús.
Durante aquel paseo Huett se enorgulleció de su pueblo. Los impresionantes edificios gubernamentales, el Capitol, la Casa Blanca, el monumento al Soldado, le llenaron de espanto y placer. Sus hijos estaban luchando por lo que todo aquello representaba.
Otra vez en pie entre la multitud que llenaba las calles, Huett se puso en contacto con la realidad. Acosado por los mendigos, por los hombres de ojos de rapiña, por los suntuosos desconocidos que se ofrecían para acompañarle y guiarle. Huett comprobó con pesar que era un «pies tiernos», un hombre tan desorientado en la ciudad como cualquiera de sus habitantes lo habría sido en el Desfiladero del Sicómoro. Más tarde, la desaparición de su reloj le despertó a la realidad de uno de los aspectos de la gran urbe. Se abotonó el bolsillo interior del chaleco, donde llevaba la cartera, y se propuso permanecer en continua vigilancia.
Huett encontró el edificio del Ejército cuando había transcurrido la mitad de la tarde. Era un edificio inmenso. Hombres vestidos de uniformes militares o de trajes civiles iban de un lado para otro produciendo un rumor semejante al de una colmena. Los automóviles zumbaban al pasar velozmente. Los aeroplanos producían en la altura un rumor parecido al de unas inmensas abejas. A pesar de lo indeclinable de su propósito y de su fortaleza, Huett entrevió por primera vez la inutilidad de su viaje. Unos ordenanzas uniformados le escucharon cortésmente y le alejaron con excusas y pretextos. Por último se vio forzado a abandonar el edificio sin haber conseguido hablar con ningún oficial del Ejército.
Huett rondó por espacio de varios días el edificio del Ejército. Tenía paciencia y tozudez. Le dolía que se le tomase por un chiflado, por un vejestorio del Oeste, por un lunático que desvariaba acerca de treinta mil cabezas de ganado. Pero fue tal la insistencia de Huett, que, al fin, fue conducido de despacho en despacho hasta llegar a la presencia de un oficial del Ejército que estaba relacionado con el Departamento de comisarios.
—Me llamo Logan Huett —dijo Logan corno respuesta a la seca pregunta respecto a qué deseaba—. Soy ganadero en Flag, Arizona. Vendí treinta mil cabezas de ganado a un comprador del Gobierno, llamado Mitchell. Y me estafó el dinero.
—¿De qué modo se lo estafó? —preguntó el oficial.
—Pedí que me pagara en dinero. Me hizo firmar el recibo, hizo que firmase también como testigo su ayudante, Caddell, y me dio un paquete que no contenía más que papeles.
—Bien, señor Huett, no puedo hacer nada en su favor. Será preciso que emprenda acción judicial contra el Gobierno y que pruebe la verdad de sus alegaciones. Buenos días, señor.
Huett salió. Un fuego lento de ira ardía en su interior. Comenzó a comprender la solidez del muro que se oponía a sus justas esperanzas y demandas. Luego, al leer las instrucciones de Little, observó que había dejado de cumplir una de ellas: la visita al diputado por Arizona. Huett se propuso cumplirla inmediatamente. Le dijeron que el diputado Spellman había salido de la ciudad, durante la interrupción de la actividad del Congreso, y que no regresaría hasta que hubieran transcurrido varias semanas.
De este modo, frustrado y chasqueado en todos sus intentos, Logan decidió poner el asunto en manos de un abogado. El consejo de Little respecto a esta cuestión fue que confiase en algún abogado digno que Spellman le recomendase. Huett descubrió que Washington estaba lleno de abogados de todas las clases y categorías. Decidió hacer frente a la situación, y eligió ciegamente el abogado que había de representarle.
El abogado solicitó que se le hiciera un anticipo de quinientos dólares para hacer frente a los primeros gastos de la acción que debía emprender.
Huett no podía pagar una cantidad de tal importancia sino en el caso de que recobrase su dinero. El trato fue cerrado por la mitad de la expresada cantidad. Huett salió del despacho de la altisonante sociedad «Highgate & Stanfield» alentado por la promesa de que muy pronto tendría en su poder el dinero que le pertenecía.
Luego comenzó una dura prueba para la paciencia de Huett. Y en tanto que esperaba, leía los periódicos, paseaba por las calles y se sentaba en los bancos de los parques. Solamente le sostenía lo indoblegable de su espíritu.
Huett recibió cartas inquietantes de Bárbara y Lucinda. Su esposa le suplicaba que regresase sin darle razón alguna, y Bárbara le comunicaba, en tono afligido, que hacía un mes que no recibían noticias de los jóvenes.
La primavera llegó pronto a Washington. Huett pasaba el tiempo sentado en un banco público, escuchando a los gorriones, percibiendo el agradable calor del sol, observando el lento cambio verdeciente de la hierba y de los árboles.
Todos los días visitaba el despacho de su abogado para preguntar si su demanda haba sido presentada. La última vez, oyó claramente que se le anunciaba: «ese agricultor de Arizona», y cuando recibió, por medio de una señorita la respuesta de que la vista de su causa había sido aplazada hasta el mes de septiembre, Huett se sintió víctima de un asombro y de un furor desesperados. ¡Septiembre! Si permaneciese tanto tiempo en Washington, se volvería loco. Pero, por otra parte..., su dinero..., su fortuna..., el pago de sus treinta mil reses..., el fruto de sus años de trabajo... ¡No podía abandonarlo!
El diputado Spellman regresó. Recibió calurosa y cordialmente a Huett.
Spellman era occidental y había sido ganadero. Oyó sinceramente conmovido la larga historia de Huett, y a su final emitió un juramento legítimo de las campiñas de Arizona.
—Huett, lamento tener que manifestarle que el caso de usted es desesperado —continuó—. Absolutamente desesperado. Little debería habérselo hecho comprender con claridad. No tengo ni siquiera la más ligera duda de que usted ha sido robado. ¡Estafado, chasqueado! Toda la nación está ahora llena de actos de codicia y de maldad. Su caso es uno de los muchos que se cometen a millares. Según los informes de los compradores, usted recibió el dinero, firmó el recibo y fue visto bebiendo en una taberna de Flagg. No tiene usted probabilidades de hacer que su demanda progrese ante un tribunal.
—Ya he iniciado una demanda —replicó Huett, fatigado—. He pagado doscientos dólares anticipadamente.
—¡Dios mío! Huett, no es usted más que un cordero occidental entre los lobos del Este. ¿Quién le ha arrebatado esa cantidad de dinero?
—¿Arrebatado?
—Sí. Es usted lo que familiarmente se llama un «primo». Washington está plagado de abogados trapisondistas y desvergonzados. Es muy probable que haya caído usted en manos de alguno de ellos. ¿Quién...?
—Highgate & Stanfield. He aquí su tarjeta. Uno de ellos..., no sé cuál..., me garantizó que recobraría mi dinero. He esperado durante varias semanas.
Ayer se me dijo que mi demanda había sido aplazada hasta septiembre.
—¡Hum! —gruñó el diputado; y tomando la tarjeta, se dirigió al teléfono, donde marcó un número y otro después. Huett no escuchó lo que decía.
Estaba demasiado ofuscado y arrebatado para que pudiera escuchar. Finalmente, el diputado Spellman colgó el receptor y recogió su cigarro—. Esa sociedad no figura entre las de los abogados de Washington dignos de confianza. Y no se ha presentado a nombre de usted ninguna demanda. Ha sido usted engañado una vez más.
—¡Ah...! Había comenzado a sospecharlo.
—Huett, la situación es endemoniada. Sería suficiente para matar a la mayoría de los hombres. Pero usted es del Oeste. ¡Uno de los viejos y duros colonizadores de Arizona! ¡No podrá matarle a usted! Es un nuevo golpe adverso..., el más rudo de toda su vida, indudablemente... Pero sólo representa una pérdida de ganado. Eso no tiene importancia para un hombre de los campos de Arizona. Vuelva a su campiña y a sus vacas. Los precios del ganado volverán a subir hasta gran altura. Unas pocas temporadas de lluvia y pastos... y otra vez estará usted a flote, buen occidental.
Volvió a su hotel y recomenzó una desesperada lucha contra su obstinado deseo de permanecer en Wáshington y no renunciar al dinero que se le debía. En el suelo de su habitación, detrás de la puerta, había un telegrama. Logan lo cogió, se acercó a la ventana para ver mejor y lo abrió. El mensaje procedía de Flagg y decía:
«George y Grant muertos en batalla. Abe, desaparecido.
»Lucinda. Huett vio cómo las horas pálidas se desvanecían y el alba despertaba con un gris rosado tras la gran espiral del Monumento al Soldado.
Y despreció la luz del día. Vencido, abrumado por el inesperado golpe que empequeñecía la totalidad de las calamidades de toda su vida, había ido de continuo de un lado para otro durante las interminables horas negras para dejarse caer, al fin, rendido sobre un banco del parque y pensar atribuladamente que, puesto que había olvidado a Dios en los días de su alocada juventud, Dios le había olvidado en su conturbada vejez.
El rubor del amanecer, claro, brillante, con un esplendor radiante, aumentó lo mismo que la iluminación de su mente.
En los mismos principios de su carrera de ranchero occidental había comenzado con una pasión dominante e impulsora, con un anhelo egoísta y único al cual había sacrificado todo lo demás. Había sacrificado a su esposa, a sus hijos, a Bárbara. Esta tragedia, esta devastación de su vida en un golpe aplastante debía de ser un castigo, una justa expiación. Se lo confesó con angustia, y una terrible amargura inundó su alma.
Todas aquellas semanas pasadas en Washington leyendo, escuchando, observando, habían influido imperceptiblemente en la mente de Logan y operado un cambio increíble en sus pensamientos, que no se clarificaron hasta que recibió aquel abrumador golpe de la muerte de sus hijos.
Su fuerte corazón se rompió.
La escena que había ante sus ojos cambió repentinamente. El dardo agudo, brillante y altivo, el pálido tono del follaje, la anchura del parque y el resplandor del agua, los tempranos gatos y los peatones que habían comenzado a presentarse..., todo se desvaneció. Y en su lugar brillaron un muro de piedra, un desfiladero bordeado de pinos, la cinta ondulante y plateada de un arroyo, manadas de ganado que pasaban, una cabaña gris de leños y tejado musgoso cobijada al pie de un bancal arbolado, todo confuso, todo irreal como las escenas de un sueño.
No obstante, aquello era el hogar. Y el dolor de su angustia fue espantoso. Logan debería haber vivido para su familia, no para el ganado. Su gran ambición había sido un desatino. Su avaricia le había arruinado. Había sido aporreado duramente cuando se hallaba en la flor de la juventud, de su prodigiosa fortaleza física. Y lo mismo que una visión aguda y perfilada, se le aparecieron tres chiquillos de ropas desgarradas y rostros sucios que jugaban junto al arroyo. Y un grito brotó de su alma:
—¡Oh, hijos míos, hijos míos! ¿Por qué no quiso Dios que muriera en lugar de vosotros? ¡Oh, hijos míos, hijos míos!»
Había telegrafiado a su esposa para decirle el día que llegaría a Flag, lo que, sin duda, fue causa de que Doyle saliese a recibirle a la estación. Iban con él Doyle, Holbert, Hardy y otros amigos. Pero Lucinda no fue. Nadie que los hubiera observado habría podido sospechar a través de su acogida que todos suponían que el mundo había terminado para Logan Huett. Los arizonianos tomaban los duros golpes de la existencia como accidentes de la vida en los campos. Ninguno de los amigos hizo mención de la pérdida de los tres hijos de Logan.
—¿Cómo te ha ido por Washington, viejo amigo?
—No bien, Al —respondió en tono cansado Logan—. El diputado Spellman me dijo que era inútil presentar una reclamación contra el Gobierno.
Cuando firmé aquel recibo y recibí aquel paquete, me arruiné yo mismo... Un abogado sinvergüenza de Washington me dijo que podría recobrar mi dinero, y me arrebató doscientos cincuenta dólares más.
—¡Por Dios, Logan! Sabes que yo me oponía a ese viaje —dijo Holbert, malhumorado.
—¡Todo ha concluido...! ¡Todo ha concluido para mí! —dijo Logan, que había visto de modo perfecto el modo cómo sus amigos le examinaban el rostro.
—Bueno, eso es lo que ahora supones —replicó prudentemente Al Doyle mientras movía la gris cabeza—; pero un vaquero que haya trabajado en el Tonto por espacio de treinta años adquiere hábitos que no pueden morir de la noche a la mañana.
—¿Cómo están las mujeres de mi casa? —preguntó Huett.
—Lucinda está sorprendentemente entera y fuerte. Debía de haber supuesto lo que iba a suceder. Pero he oído que Bárbara está muy afectada.
—¡Ah! —gruñó Huett; y carraspeó y se dispuso a abandonar el andén.
Doyle y Holbert caminaron junto a él calle arriba.
—Logan, ¿qué piensas respecto a las circunstancias —preguntó Holbert—.
Ninguno de nosotros, ni seguramente ninguno de los compradores de ganados, sabía exactamente el precio actual... Las reses han subido a cuarenta dólares y el precio continúa subiendo.
—¿Que os había dicho? —exclamó Huett saliendo repentinamente de su indolencia—. ¡Yo lo había supuesto! Quise abstenerme de vender durante un año más... ¡Ojalá lo hubiera hecho!
—Es demasiado tarde. Pero hay algo importante: el precio del ganado no bajará en muchos años...
—¡Ah! Demasiado tarde para mí... por más de una razón.
—¡Ah, no! Logan, tú eres más joven que yo..., que todavía me afano —dilo Holbert con vehemencia—. Tú conoces la cría de ganados. Hace veinticinco años, yo era rico. Después, fui pobre por espacio de veinte. Ahora, con los precios elevados y una manada floreciente, no estoy en mala posición.
—i Quién sabe, Logan! —añadió Al Doyle—. Nunca Puede saberse lo que ha de suceder... Pero supongo que la conversación acerca de ganado debe entristecerte. De modo que la abandonaremos.
—Muchas gracias, Al. Hay algunas palabras que no desearía volver a oír durante el resto de mi vida. Son: ganado, dinero, Gobierno y guerra.
—Entonces... tendrás que volver nuevamente a los bosques. Esta ciudad está inundada de noticias de guerra. Ha sufrido una pérdida importante, Logan... El último vaquero del Tonto que ha desaparecido ha sido Jack Campbell. Se arrastró hasta un nido de ametralladoras alemán y arrojó una bomba a los boches en el momento en que lo vieron. Y éste fue el de Jack. Y todos olvidamos al punto su mala fama.
—¡Bien podemos olvidarla! —comentó suspirando Huett.
Al llegar a la entrada del patizuelo de Logan, Al y Holbert se despidieron de él y se alejaron. Logan entró lentamente, como un hombre que pasase sobre un tronco tendido en la altura de un profundo precipicio y de que temiese llegar al lado opuesto. Subió los escalones del pórtico y, cuando vacilaba y se detenía para limpiarse el viscoso rostro, la puerta se abrió y tras ella apareció Lucinda.
—¡Luce! —exclamó él, que experimentó una gran alegría y un inmenso consuelo al ver que no tenía el aspecto que tanto temía. Y entró tambaleándose y dejó caer la maleta para acercarse a ella. Lucinda cerró la puerta y le acogió —entre los brazos.
—¡Pobre, querido Logan! —murmuró Lucinda. Y le apretó contra sí y le besó y lloró.
—¡Esposa! —replicó él roncamente mientras la apartaba un poco para mirarle el rostro. Era un rostro que semejaba de mármol, en el que se reflejaban los estragos de dolor, triste y maravillosamente fuerte. Logan encontró hogar, amor, comprensión y madre en aquellos profundos ojos—.
No sé... no sé exactamente... cómo esperaba hallarte, pero... no creí que sería así.
—Logan, querido, lo supe desde el primer momento, lo he sabido siempre... Fue como la liberación de una tortura la llegada de la noticia... Ni una sola palabra más acerca de Abe. Desaparecido. Eso es todo.
—¡Desaparecido! ¿Qué quiere decir eso?
—Puede significar muchas cosas... Que un soldado haya sido destrozado de modo inidentificable por una granada; que ha quedado enterrado en la destrucción de una trinchera; que ha caído a un río...
—; Ah...! ¿No hay esperanzas de que haya sido hecho prisionero?
—En ese caso, lo habríamos sabido desde hace mucho tiempo.
—¿Dónde está Bárbara...? Al me dijo que la desgracia le había afectado terriblemente.
—Espera un poco, querido... Es muy difícil decirlo.
Logan se sentó pesadamente y retiró la mirada del rostro de Lucinda para no tener que sufrir la ansiedad que en ella había. Lucinda se acercó y Logan apretó la cabeza contra la suya.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo ella—. Tenemos que hablar sobre algo muy grave... ¿Querrás llevarnos de nuevo al «Sicómoro»?
Una aguda hoja de acero no habría podido hacer que Logan se estremeciera más violentamente. ¡Cuán terriblemente le dolió la pregunta!
Pero Logan se limitó / preguntar a su esposa por qué lo deseaba.
—Hay muchas razones. Allí podremos ganarnos la vida. Estaremos lejos de este ambiente de guerra, de este cúmulo de noticias bélicas que nos acosa día y noche... ¡Otra vez en nuestro desfiladero...! Podré cultivar de nuevo un huerto. Y tú podrás trabajar como agricultor. Allí no hace tanto frío como aquí. Estamos casi helados... Y creo que Bárbara estará mejor allí. Y el nene podrá desarrollarse...
—¡El nene!
—Sí, el niño de Bárbara. Un niño hermoso, como Abe. Pero no tan negro como él. Y tiene los mismos ojos de Bárbara.
—¡Ah! Había olvidado a Bárbara... La había olvidado... ¡El hijo de Abe...!
¿No es una delicia...? Luce, con eso resulta que soy abuelo.
—Logan, creo que ya era hora... ¿Querrás volver a llevarnos allá?
—Lo haré, Lucinda —contestó Logan, cuya imaginación se llenaba de ideas prácticas—. Es una buena idea... Habremos de vivir en algún sitio... Es posible que no nos duela mucho... el tener que volver al «Sicómoro». Veamos, Hardy tiene mi carro. Mis caballos andan sueltos en los campos de Doyle.
Podremos comprar aquí lo que necesitemos, cargar lo que sea nuestro... Y adquirir subsistencias... ¡Subsistencias! ¡Dios mío! ¿En qué te hace pensar eso, Lucinda...? ¿Cómo andamos de dinero?
—Tengo poco más de un millar de los dólares que me dejaste.
Huett sacó el libro de cheques y miró el saldo.
—Yo tengo lo mismo aproximadamente. ¡Ja! Eso es una fortuna para unos colonizadores... ¿Cuándo querrás que...?
Una canción penetrante, dulce, arrulladora, interrumpió a Logan. Una canción que parecía modulada con voz de niño pequeñito..
—¿Es... el nene? —preguntó conmovido Logan.
—No, querido. Es Bárbara... Canta continuamente durante la mayor parte del día... ¿No sabes...? La pobre ha perdido la razón.