X

Logan Huett no llevó cuenta del paso de los años. No los contó, pero vio que sus hijos se convertían en hombres altos, de anchos hombros y estrechas caderas, de músculos redondos, de mandíbulas delgadas con ojos claros y firmes y rostros bronceados. Los vio convertirse en cazadores y vaqueros, en lo que se prometió hacer de ellos cuando eran niños que corrían y caían del banco cubierto de verdor y cuando jugaban con sus animalitos predilectos. George era un ganadero nato. Abe, el leñador, el mejor seguidor de huellas y el mejor tirador de aquella parte de Arizona.

Grant fue el vaquero, el hombre más duro para cabalgar, el más infalible lacero que había desde el Cibeque hasta el ferrocarril.

Y del mismo modo y casi con tan grande satisfacción, Huett vio que su pequeña manada, cuidadosamente atendida y guardada, formaba el núcleo de una ganadería. Y contó las reses desde la primavera hasta el invierno, desde las primeras heladas hasta el primer rocío de la primavera..., celosamente, desganadamente, tristemente en las épocas de mezquindad; esperanzadamente en las estaciones que le favorecían.

El fracaso de Huett a lo largo de muchos años obedeció a la circunstancia de que un solo hombre había tenido que luchar contra innumerables obstáculos. A medida que sus hijos fueron creciendo, su precaria situación se aminoró paulatinamente hasta que desapareció por completo. Si algún factor contribuyó mas que cualquier otro a su victoria, tal factor fue la caza de animales de pieles valiosas durante aquel venturoso invierno. Pero Huett continuó cultivando sus tierras. Y éstas y la venta de pieles le produjeron lo necesario para atender a las exigencias de la vida familiar, en tanto que la manada aumentaba lentamente.

Sus hábitos de inquieta energía y de indeclinable determinación fueron heredados por sus hijos. Los hijos eran de pies a cabeza unos nuevos Logan Huett. Y a medida que la dura prueba de los pasados años se perdía y desvanecía, y a medida que las manifestaciones físicas de sus sueños tomaban forma concreta ante sus ojos, la felicidad que le inundó fue aumentando hasta hacerse casi tan grande como el orgullo que le inspiraban sus hijos.

Una tarde de los días de la temprana primavera, Logan volvió de los encerraderos a la cabaña. Su esposa y Bárbara habían dispuesto la mesa de la comida en el pórtico por primera vez en aquella estación, acaso excesivamente pronto si se tenía en cuenta el frío del atardecer. Pero a Huett le agradaba comer al aire libre, donde pudiera ver el huerto, la alfalfa, los pastos y el ganado que punteaba el largo valle.

Abe había regresado en aquel momento de la parte alta del desfiladero y estaba apoyado en el rifle hablando con George y Grant. Vestido con chaquetilla de piel de ante parecía más bajo que sus hermanos, que estaban vestidos con pantalón azul y botas altas; pero lo cierto era que se igualaba a ellos en lo que se refería a los seis pies de fuerte estatura que tenían.

—Papá, hay buenas noticias —dijo George con los ojos iluminados por la alegría—. Abe ha seguido a esa tropilla de caballos salvajes hasta la cabeza de la Quebrada de las Tres Fuentes.

—¡Ah! Bien; siempre está siguiendo las huellas de algo —contestó riendo Logan—. Pero ¿qué importancia tiene eso?

—Podremos llevarlos al fondo del desfiladero.

—Y atraparlos —añadió vehementemente Grant.

—Puede hacerse, en el caso de que estén en la quebrada. Pero supongo que se escaparían por la noche.

Abe dijo que no era posible que sucediese lo que su padre suponía. Bajo la maleza de aquella quebrada se abría una llanura soleada donde la nieve se derretía pronto y donde la hierba brotaba en abundancia. Abe recordó que allí había visto en cierta ocasión algunos caballos salvajes.

—¿Cuántos? —preguntó Huett, que comenzaba a interesarse al comprender las posibilidades que encerraba el proyecto.

—Muchos. Vi alrededor de un centenar de cabezas. Algunos de ellos eran de buena raza. Hay un garañón ruano en la tropilla, al que me gustaría atrapar.

—Creo que en el caso de que consigamos atraparlos, habremos de trabajar mucho para poder apoderarnos de ellos.

—Pero, papa, ¡no podrán escapar de la parte baja del desfiladero! Y pasará mucho tiempo antes de que nuestra manada se desarrolle tanto que necesite disponer de toda la hierba que allí brota.

—Es un caso de buena suerte, papá —añadió George—. Necesitamos caballos. Podríamos separar del resto a algunos, y domarlos.

—¿Cuál es tu proyecto, Abe? —preguntó, ya convencido, Huett.

—Podrías bajar al fondo del desfiladero en las primeras horas de la mañana y derribar aquella valla de troncos que está a mitad de camino de la quebrada. Nosotros, entre tanto, iremos a la altura, nos repartiremos y tiraremos por el borde las rocas que estorben. Luego, recorreremos los diversos caminos que hay, gritando incesantemente y disparando. Y en ese caso, estoy seguro de que la tropilla se dirigirá a toda prisa hacia el desfiladero.

—La cena espera, papá —dijo Bárbara, que estaba sentada a la mesa y escuchaba la conversación.

—Muy bien, Bárbara. Iré en seguida —respondió alegremente Logan—.

Tráeme un poco de agua caliente. Tengo las manos manchadas de grasa del hacha.

Bárbara le llevó lo pedido y se detuvo a su lado mientras Logan se lavaba las manos.

—Papá, ¡es estupendo! Abe va a llevar los caballos salvajes a la quebrada, ¿verdad?

—Sí, Bárbara, lo es. Creo que nuestra suerte ha cambiado. Una tropilla de caballos hermosos..., de repente... Es casi demasiado bueno para que pueda ser cierto.

—Buck ya es viejo y está agotado —continuó Bárbara—. Deberíamos dejarlo en libertad para siempre.

—¡Bien se lo ha ganado...! Bárbara, supongo que lo que te pone contenta es la idea de que puedas tener un nuevo caballo para ti, ¿no es cierto?

—¡Oh, sí! ¡Me entusiasmaría que hubiera un caballo que fuera sólo mío!

—contestó Bárbara.

—Abe, Bárbara se muere de ganas de poseer un caballo mesteño y salvaje domado para ella.

—Bárbara, tendrás dos para que siempre puedas escoger —replicó Abe; y en sus grises ojos se encendió una luz de cariño.

—¡Oh, es magnífico! —gritó ella extáticamente—. ¿Podré ir con vosotros a perseguir a los caballos salvajes para obligarlos a descender a la quebrada?

—¿Por qué no me haces otra pregunta más fácil de contestar? —dijo tristemente Abe—. Bárbara, sabes montar muy bien a caballo, pero la carrera que habremos de dar será muy dura y larga. Sería preferible que fueras con papá para ayudarle a derribar la cerca. Luego podrías volver atrás y apartarte de su camino para ver cómo los caballos salvajes corren atropelladamente hacia el fondo. ¡Ten cuidado con el garañón ruano!

—Vamos a cenar —dijo Lucinda, impaciente—. La cena ha comenzado a enfriarse.

Logan pasó una pierna sobre el banco de madera cubierto de piel de ante y se sentó a la mesa, que era un producto de su trabajo y que estaba cargada de abundante y saludable comida. Tanto él como sus hijos estaban demasiado hambrientos para que pudieran entretenerse en hablar. Las sombras del crepúsculo primaveral caían sobre ellos.

Al día siguiente, antes de que saliese el sol, Logan se levantó, extrajo los ardientes rescoldos que había bajo las cenizas y encendió el fuego. Luego llamó a Bárbara.

—Voy inmediatamente —contestó ella—. Te he oído levantarte.

—Prepara un poco de café. Y manteca y unas galletas. Es posible que no volvamos a tiempo de desayunar. Voy a ordeñar... y luego a ensillar el caballo.

La oscuridad era completa en el exterior. Los coyotes gemían en las alturas. Los altivos pinos se elevaban negros y quietos. Logan oyó que los muchachos se acercaban con los caballos. Salió en busca de Buck, lo ensilló y lo ató a la cerca. Unas débiles rayas grises se iluminaban en el Este. El aire de la mañana era crudo y frío. Loganoyó los sonidos que producían los patos silvestres en la altura de sus perchadas del bosque. Cuando volvió encontró a los jóvenes, que habían llegado antes que él a la cabaña.

Bárbara, vestida con pantalones y botas, parecía un chiquillo robusto y esbelto, de rostro moreno y lindo. Estaba sirviendo café y galletas a los que creía que eran sus hermanos.

—Bien, suponía que os convendría tomar un poco de alimento —dijo Logan mientras los muchachos le saludaban—. ¿Qué vais a hacer, hijos?

—Papá, convendría que te dieses prisa —contestó Abe. —Nosotros estaremos a la cabeza de Tres Fuentes cuando salga el sol.

—No te inquietes, Abraham. Tendréis la abertura en la cerca cuando sea necesaria.

El alba teñía el cielo de gris cuando Logan se dirigió hacia la zona baja del desfiladero en compañía de Bárbara. El cercado valle se ensanchaba en la parte baja por espacio de cinco millas y después comenzaba a estrecharse.

Los muros de rocas se hacían a cada paso más y más accidentados y se abrían en las zonas en que se desarrollaban los desfiladeros secundarios, o las quebradas, como los llamaban los jóvenes. La garganta llamada Barranca de las Tres Fuentes era tan engañosa como cualquiera de las ramificaciones del extraño valle. Su entrada semejaba la de un abra estrecha y poco profunda, pero el interior se ensanchaba prontamente y se convertía en una gran extensión cubierta de hierba, de arboledas de pinos, meples y robles. La cerca de troncos cruzaba el estrecho paso que había entre el óvalo abierto y la garganta inferior.

—Creo que es un lugar muy apropiado... —dijo Logan al tiempo que desmontaba—. Bárbara, apéate y ata a Buck un poco más allá... Los caballos salvajes producen un efecto muy especial a los caballos mansos. Abe dice que un caballo manso y domado que se haya contagiado de los salvajes, es casi imposible de cazar... Sube a esa roca. Desde ahí podrás ver todo lo que suceda y estarás segura.

—Perfectamente. Muy bien —contestó Bárbara—. Pero ¿no podré ayudarte antes a derribar la cerca?

—Sí, sí. ¡Démonos prisa! Abe lanzará muy pronto su grito de indio. Ésa será la señal.

Bárbara no tenía en vano unos brazos fuertes y unas anchas espaldas.

Y compartió los trabajos de Logan. Logan experimentó una gran satisfacción al observarla. ¡Cuán bien recordaba siempre el orgullo de Lucinda por el aspecto de Bárbara, para conseguir el cual había tenido que sacrificar tanto tiempo y trabajo! Bárbara siempre se ponía guantes cuando había de realizar alguna labor dura, y Lucinda se preocupaba mucho por los efectos del sol y de la suciedad. Logan se divertía al advertir aquellas pruebas de la vanidad de su esposa. Por su parte, creía que Bárbara era una joven guapa y, lo que era más importante, buena, obediente, amable, lo que haría de ella una esposa de colonizador tan admirable como lo era Lucinda. Pero este último pensamiento siempre disgustaba a Logan, que no quería perderla.

La cerca de troncos era una instalación provisional, bastante fuerte, pero no estaba alambrada ni clavada, y fue tan fácilmente derribada, que Logan comprendió pronto la necesidad de construir otra más sólida.

—¡Oh! ¡Escucha! —exclamó Bárbara repentinamente, en tanto que dejaba caer a un lado el tronco que transportaba.

En aquel instante, un penetrante grito vibró procedente de las alturas.

Era la llamada de Abraham, la que siempre lanzaba cuando cazaba en el desfiladero. En la tranquila y silenciosa mañana, el grito se extendió en el viento claro y fresco, rebotó sonoramente en las rocas, cruzó el desfiladero y murió convertido en un eco.

—¡,Maravilloso! —exclamó Bárbara—. ¡Qué voz tiene Abe!

—Grita como un indio —contestó Logan con entusiasmo—. Súbete ahora a la roca. Yo le contestaré. Y vas a oír algo parecido a un trueno.

Logan se puso las manos ante la boca a modo de bocina, hizo una profunda aspiración de aire y lo expelió con un grito estentóreo:

—¡Voo-ooo-ooo!

Su grito despertó un centenar de ecos profundos y fantásticos. Logan retrocedió unos pasos para mirar los trabados caballos, y luego regresó para subir a la misma roca que Bárbara. Apenas había tenido tiempo de sentarse, cuando allá, en la altura, una roca cayó desde el borde de la elevación. Aún no había cesado de rodar, cuando otra cayó del mismo modo y produjo un sonido semejante al otro lado del desfiladero.

Si no recuerdo mal, hay una ladera, casi vertical, rocosa y castigada por el tiempo en la cabeza de Tres Fuentes —dijo Logan—. Una roca grande que rodase desde la altura podría provocar un deslizamiento de tierras. Los muchachos suelen aprovechar esa probabilidad cuando cazan osos. Puedes tener la seguridad de que en el caso de que haya osos abajo, saldrán a toda prisa... ¡Por todos los diablos! He —olvidado el rifle. No resultaría muy divertido que algún oso gris comenzase a huir de la amenaza y viniera junto a nosotros...

—Voy a subirme a ese árbol —dijo alegremente Bárbara.

—Yo estoy demasiado pesado para trepar a los árboles, hija... ¡Mira!

—¡Oh! —exclamó Bárbara.

Un ruido tronitoso se produjo en la inclinación de la ladera. Un matraqueo de algo que se deslizase lo ahogó, y se convirtió en un creciente zumbido que llenó el desfiladero. Fue un ruido tremendo que tardó cierto tiempo en perder intensidad, en apagarse gradualmente y trocarse en sonidos distintos de tierras que resbalaban y rocas que rodaban.

—¡Demonios! ¡Qué estruendo! —exclamó Logan.

—¡Ha sido terrible..., pero emocionante!

—Bárbara, todos los animales de cuatro patas que estén allá arriba, cerca de la quebrada, correrán alocadamente hacia el fondo del desfiladero.

Los muchachos no tendrán necesidad de vocear o disparar... ¡Mira...! ¡Vienen ciervos!

—¡Oh! ¡De qué modo tan raro saltan...! Como si tuvieran muelles... Pero ¡cuán graciosamente!

—Oigo el trueno de unos cascos, Bárbara. ¡Una desbandada! Ése es un ruido que me emociona. Sea de caballos o de ganado bovino..., ¡es igual!

—¡Mira, papá! Corren entre la maleza... Bajo los árboles... ¡Mira! Parecen relámpagos rojos, blancos, negros, pardos... ¡Mira...! ¡Caballos salvajes!

Logan los vio salir de la zona arbolada y gritó alegremente. Una tropilla silvestre y peluda de caballos mesteños, de largas crines y colas erectas, se derramó en el desfiladero como una inundación. La vanguardia pasó ante Bárbara y Logan envuelta en una nube de polvo, tan rápidamente, que no pudo ser vista apenas, y seguida por hileras de caballos y por otros que marchaban diseminados y pudieron ser vistos distintamente. Logan pudo observar que había muchos caballos de finas patas que cuando hubieran sido domados podrían ser vendidos a altos precios. Su imaginación se concentró en ese detalle. Pero Bárbara gritaba con admiración al apreciar la belleza de aquel ruano, de aquel abahío o de aquel alazán. De repente, se asió fuertemente a Logan.

—Mira, papá, mira! ¡El garañón de Abe...! ¿Has visto alguna vez un caballo tan hermoso como ése...? ¡Salvaje! ¡Oh, jamás podrá ser domado!

—¡Demonios! ¡Pero es un caballo de raza! —contestó Logan—. Va un poquito cojo. Supongo que ésa es la causa de que vaya detrás de los demás...

Bárbara, me parece que ése sería un caballo que Abe no querría darte nunca.

—Abe me daría cualquier cosa de este mundo —exclamó Bárbara con voz vibrante y dulce—. Ya han pasado, papá. Ya han entrado en el desfiladero.

¿Cuántos habrá?

—De ochenta a ciento... Y estoy seguro de que más de la mitad de ellos será buena para algo... ¡No ha sido malo el trabajo de esta mañana!

¿No es aquello un oso? —preguntó Bárbara señalando hacia lo alto—.

Allá, arriba... Ante la arboleda de abetos... Sí, es un oso grande, negro, brillante.

—Lo es. ¡Cómo desearía poder tener ahora un rifle!

—Yo, no, papá. Me acuerdo mucho de mis oseznos. ¡Oh! ¿Por qué han de crecer y convertirse en engorros para ti? ¡Nunca lo serán para mí!

—Tus osos se hicieron demasiado grandes, Bárbara. Pero resultó muy interesante el modo como se resistieron a volver a los bosques e insistieron en regresar a la cabaña una otra vez... jamás habrías podido poseer a ese oso que ahora ves... ¡Oh, los muchachos están disparando contra él! ¿Oyes cómo se estrellan las balas contra las rocas? Deben de disparar desde mucha distancia.

—¡Espero que logre escapar! —dijo Bárbara.

—Ya se aleja del borde para perderse de vista entre la maleza, Bárbara.

Cuando un oso corre cuesta abajo de ese modo, puede asegurarse que está salvado, aun cuando quien lo persiga sea un tirador tan bueno como Abe.

Logan bajó de la roca y comenzó a cerrar nuevamente la cerca. Cuando estaba entregado a esta tarea, George y Grant salieron de la quebrada y se aproximaron a Bárbara a todo correr, alegres y excitados por la triunfante empresa.

—¡Hola, Bárbara! —dijo Grant mientras se apeaba y comenzaba a sacudirse los trocitos de madera y las agujas de pinos que se le habían adherido a la ropa—. ¿Has oído el rodar de las rocas? ¿No se convirtió en un trueno espantoso el deslizamiento de tierras que Abe provocó...?

—¿Viste los caballos salvajes?

—Grant, ¡ha sido maravilloso! —contestó Bárbara, que tenía la extasiada mirada fija en la quebrada.

Los muchachos comenzaron a ayudar a Logan en la tarea de cerrar la cerca. Cuando Abe salió de la arboleda, el trabajo había concluido, al menos a satisfacción de Logan.

—Papá, no tiene altura suficiente —dijo Abe—. Algunos de esos caballos podrían saltar el obstáculo. Es necesario que cortemos algunos troncos más y los pongamos sobre éstos. Hay que hacer que sean más altos los puntos bajos del cierre. Y luego arrinconaremos a los caballos.

—Abe, habéis hecho una labor formidable —dijo Logan, admirado.

—Es pintoresco que me repugnase la idea de iniciar el deslizamiento de tierras. Creo que tengo, desde hace cierto tiempo, un corazón demasiado blando... ¿Qué opinas tú, Bárbara —Abe, esos caballos salvajes serán más felices y estarán más seguros encerrados en nuestro desfiladero... Yo he escogido dos... ¡Oh, hemos visto tu garañón! Es el caballo más hermoso que jamás he visto, Abe.

—¿Le quieres para ti? —preguntó Abe con mirada cariñosa.

—No soy lo suficientemente mezquina para aceptarlo —contestó ella.

George se internó en la arboleda para recoger tocones. Grant se alejó con el hacha. Abe continuó sentado sobre el caballo y miró a Bárbara de la manera silenciosa y pensativa que solía hacerlo. Logan encontró un lugar en que sentarse para descansar mientras los muchachos le aportaban materiales para elevar la cerca. Abe había resuelto el problema de los caballos para mucho tiempo. La visión de Logan, alimentada y acariciada a lo largo de años y más años, se hacía realidad.

—Hijos míos —dijo Logan a los jóvenes—. Nuestro heno está cortado y almacenado. El maíz y las habichuelas pueden esperar. Tenemos que llevar a la ciudad cien sacos de patatas. Y después nos queda por realizar el trabajo más importante de todos: ¡llevar ganado para vender! ¡Dios mío, no puedo creerlo!

—Papá, podríamos haber vendido una manada el pasa— —do año; pero no quisiste hacerlo —replicó George.

—No tuve el valor necesario... Muchachos, separemos todas las vacas que no hayan parido y las novillas y las llevaremos a los pastos esta noche...

Vuestra madre y Bárbara irán conmigo en el carro. Partiremos a la hora del amanecer. Os esperaré en Turkey Flat. Al día siguiente acamparemos allí.

Dos horas más tarde, los muchachos habían reunido la manada al pie del declive oriental del desfiladero. Aquellos varios centenares de cabezas de ganado que habían parecido tan pocos hallándose en la anchura de la campiña, cuando se agruparon y levantaron el polvo al caminar y mugieron, parecieron a Huett un espectáculo emocionante y satisfactorio. Eran el comienzo de una gran manada.

Logan avanzó para reunirse con los muchachos y tomar parte en el rodeo. Lucinda salió para verlo. Bárbara, a horcajadas en su caballo mesteño, corrió de acá para allá con el fin de hacer que las reses que se alejaban se uniesen a la manada.

—Logan Huett —monologó el ranchero—. ¡Despierta y frótate los ojos! El acto más importante de cuantos realiza un ganadero va a tener lugar por primera vez en el Desfiladero del Sicómoro.

Y detuvo el caballo junto a la cerca del encerradero, donde Lucinda se había instalado para presenciar el espectáculo.

—Luce, mira a tus hijos. ¡Vaqueros! —exclamó Logan con una emoción que se comunicó a su voz—. ¿No es hermoso el verlos?

—Querido..., no puedo ver bien...

—¿Por qué lloras, Luce? ¿No te dije siempre que este día habría de llegar...? ¡Mira cómo cabalga Bárbara!

—¡Se matará montando ese mesteño salvaje! ¡Oh, Logan! ¿Qué necesidad hay de que sea como los muchachos?

—Lucinda, Bárbara solamente podrá ser lo que tú hiciste que sea: la muchacha más hermosa y buena del oeste de las Rocosas.

—¡Logan! —Logan vio que los ojos de su esposa brillaban a través de las lágrimas—. ¿Lo dices de corazón?

—De todo corazón, esposa. ¡Déjala que cabalgue!

Y Logan se unió a sus hijos y prestó su potente voz y su inagotable energía a la tarea, la más feliz y más importante de cuantas había realizado en aquellas tierras.

A pesar de lo excitados y alegres que estaban, todos se entregaron al trabajo con intensa concentración.

La manada no era en modo alguno mansa. Arracimada al pie del lienzo vertical de la ladera, con la cerca como cierre que evitaba una huida por el otro lado, giró repetidamente como un remolino de viento, mugiendo sonoramente, haciendo que las cabezas y los cuernos de —unas reses chocasen contra los de otras. Bárbara se vio obligada a correr continuamente, puesto que su trabajo consistía en alcanzar las reses que se salían del grupo y forzarlas a volver a unirse al resto de las vacas. Logan ayudó a Abe a separar las vacas y las terneras que George indicaba, trabajo que representaba una gran responsabilidad. Grant tuvo que enlazar algunas vacas que se resistían a separarse del resto y arrastrarlas hasta el punto deseado. Era zurdo, pero jamás erraba la puntería cuando arrojaba el lazo. Podía aprisionar con la cuerda los cuernos de una res que estuviera rodeada de una selva de astas, así como lanzarla sobre la masa de reses y hacerla caer sobre alguna que estuviese situada en el punto opuesto.

Logan se deleitó viendo el rodeo. Las agudas llamadas de los muchachos, la voz de Bárbara, el resonar de pezuñas, el rechinar de cuernos, el áspero mugido de las terneras, el remolino de las reses, el olor acre y seco del polvo, el movimiento rápido de los caballos, que corrían, se detenían, giraban..., todo esto era como músicas, dulzuras e inciensos para la anhelante ambición de Logan.

Finalmente, George contó las reses separadas.

—Ochenta y siete... Ya son suficientes —anunció—. Papá, el ganado se vendía la última primavera a treinta dólares por cabeza. Ahora debe de valer más caro. ¿Qué vas a hacer con todo ese dinero?

—¡Dios mío..., hijo! —respondió en tono fatigado Logan mientras se enjugaba el sudor del rostro—. Cuando haya pagado lo que os debo a vosotros y a vuestra madre..., sin olvidar a Bárbara, no me quedará el dinero suficiente para saldar el resto de las deudas... Pero, ¡por todos los demonios!, por una vez en nuestra vida, no nos privaremos de nada que necesitemos.

—¡Yuuu... pii! —gritaron George y Grant al unísono. Abe bajó la mirada pensativamente hacia la radiante Bárbara.

—Luce, ahora, a cenar y a acostarse —gritó Logan—. Nos pondremos en camino antes del amanecer.

El paso de caracol a que se efectuaba la conducción del ganado no resultó demasiado lento para Logan. Podría haberse realizado a un paso menor, y siempre le habría llenado de intensa alegría. Cada árbol derribado a lo largo de la polvorienta carretera, cada uno de los grandes pinos y de las rocas, cada pantano y cada llanura, en resumen: todos los accidente del camino, tan bien conocidos de él, que podría haberlos localizado en la oscuridad, parecieron saludarle y acogerle alegremente y decirle:

—Bien, vieja colonizador: ¡al fin haces una conducción al ferrocarril!

Holbert, en el lago Mormón, se alegró cordialmente al verle conducir por primera vez ganado para vender. El hombre tenía muchas noticias que comunicar, malas en su mayoría. En el momento culminante de aquella época de cría de ganados, su yerno se había unido durante el año anterior a una banda de ladrones de reses y había llevado más de diez mil cabezas de ganado fuera del territorio antes de que Holbert pudiera enterarse de que siquiera una sola vaca había comenzado a moverse.

—Ten cuidado, Logan —le aconsejó—. Cuando se comienza a vender ganado, se es un hombre expuesto a todas las contingencias... Va a haber muchas dificultades y muchos disturbios en este terreno durante los cinco años venideros.

El pesimismo de Holbert, fortalecido por el de Collier, su vecino, no aguó el entusiasmo de Huett. Logan tenía puesta la pesada bota sobre el cuello de gigante de la hidra que le había sumido en la pobreza por espacio de veinteaños. Aquel viaje a Flag, para él y su familia, fue mucho más importante que aquel otro viaje lejano en que vendió las pieles que le produjeron las primeras felices Navidades. Gastó el dinero pródigamente, compró en secreto regalos para las próximas Navidades, pagó las deudas más apremiantes y se vio, al fin, camino del éxito.

El viaje de regreso al hogar, con un nuevo carro y un nuevo tronco de caballos, tuvo el carácter de un jubileo. Lucinda hizo que Logan detuviese el carro en más de una ocasión para apearse con el fin de recoger ásteres purpúreos y flores amarillas. Y habló repetidamente de su viaje de novios a través del mismo desolado bosque. Y antes de llegar a la casa, Lucinda habló también, de otras cosas varias. Y principalmente de Bárbara.

—Logan, eres tan ciego como un murciélago para todo..., con excepción del ganado —dijo sencillamente—. No te has dado cuenta del modo como los hombres de Flag, lo mismo los jóvenes que los viejos, se agrupaban alrededor de Bárbara. Esa muchacha podría ser la belleza de Arizona. Podría casarse con el hombre que quisiera.

—¡Dios mío, Lucinda! —exclamó consternado y sorprendido Logan—.

¿Abandonarnos nuestra Bárbara? ¡No hay ni que pensarlo!

—¿Cómo podrías evitarlo? Si no existiera la singular lealtad de Bárbara para nosotros..., ni el amor a nuestros hijos..., ahora mismo podría tener ya algún pretendiente que estuviese dispuesto a arrebatárnosla.

—¡Me inquietas, Luce!

—No es extraño. Yo misma estoy inquieta... Bárbara quiere a George y a Grant... Y adora a Abe. Pero no lo sabe. Cree que es, sencillamente, una hermana amante. ¡La naturaleza hará su obra algún día, Logan! Bárbara no es hija nuestra. No es hermana de nuestros hijos... Y lo que me preocupa es esto: puesto que ha de casarse... y laborar en beneficio de nuestro Oeste, debe casarse con uno de nuestros hijos.

¡Dios mío Lucinda! Para conseguirlo tendrías que decirle que no eres su madre, que no soy su padre. ¿Quién podrá decirle quién es? Ni siquiera conocemos su nombre... No, Luce, guardemos el secreto durante tanto tiempo como podamos. ¡No destrocemos el corazón de esa angelical criatura!

—Ésa es la dificultad, querido —replicó concisamente Lucinda—. Pero no podemos olvidarnos de la situación eternamente.

Llegó el nuevo otoño. Y fue diferente a todos los otoños que Logan recordaba, con excepción de uno. Le siguió un corto veranillo que fue notable por las cortas y secas tormentas eléctricas que lo acompañaron. La poca lluvia que cayó descargó solamente sobre las alturas.

Cierto día Abe encontró en la carretera dos vaqueros que se dirigían a Payson y que le informaron de la presencia de la plaga de langosta más terrible de cuantas se habían conocido en aquella sección de Arizona. Los rancheros de los alrededores habían enviado aviso a Holbert, Collier y Huett para que se prepararan para luchar contra una nube de langosta que solía descargar sobre las tierras más florecidas.

Cuando Abe comunicó la noticia a su padre, Logan la recibió con seriedad, mas no con angustia. Sicómoro era un hueco profundo del bosque, y no sería posible que fuese visitado por una plaga.

George Huett, el más estudioso y listo los Huett, formó un concepto pesimista de las posibilidades y consecuencias de lo anunciado.

—Pero, papá: supongamos que la langosta cayese sobre Sicómoro —opuso como réplica a las esperanzadas afirmaciones de Logan—. La plaga se comería todas nuestras plantas, nos quedaríamos sin nada, nos arruinaría.

¡Hijo! ¿Cómo puedes suponer que suceda semejante cosa?

—Porque nuestro desfiladero es solamente una faja de tierra estrecha y pequeña si se lo compara con la amplitud de la campiña. La langosta lo inundaría y se comería hasta las raíces de las plantas.

—Pero nuestras reses podrían continuar trabajando.

—En años normales, sí. Pero este de que hablamos no es normal. No hay bellotas, no hay musgo, no hay hierba de esa alta que brota en las laderas; y hay muy poco follaje.

—Entonces, la cuestión es grave —contestó Logan repentinamente atribulado—. ¡Precisamente cuando nuestras esperanzas y posibilidades son mayores y más brillantes...! Dios debe de estar en contra mía.

—Es la Naturaleza quien lo está, no hay duda.

—¿Qué podremos hacer?

—Eso es lo más triste de la cuestión, papá. Nada podemos hacer, como no sea esperar y orar.

—¿Cortarías tú la alfalfa?

—Sí, si tuviéramos tiempo para hacerlo. Pero ya sabes que es un trabajo muy lento. Generalmente necesitamos una semana para cortarla, secarla, rastrillarla y transportarla. Y esa nube de langosta está casi encima de nosotros.

—¿Es posible? —exclamó para sí mismo Huett.

—Abe dijo que no te alarmásemos si no en el caso de que fuera inevitable hacerlo. Ha recorrido el desfiladero, ha salido de él, ha inspeccionado los terrenos inmediatos.

Nuestro desfiladero está casi en línea recta con la dirección que siguen los saltamontes. La región abierta del este del lago Mormón clava una cuña en este bosque. Y la cabeza de esa cuña no está muy lejos de la cabeza del Desfiladero del Sicómoro. Hay muchas quebradas herbosas a lo largo del bosque. Y, papá, lo peor de todo es que esos malditos saltamontes no saltan realidad, sino que vuelan.

—No hay duda de que los saltamontes vuelan. He visto perseguirlos a los patos silvestres. Deben de constituir una buena caza, puesto que los patos los comen... Hijo, ¿qué insinúas? Los saltamontes no comen mientras vuelan.

—No. Pero, de todos modos, ésa es la manera como cubren el terreno con tanta rapidez. He leído lo que dice la Biblia acerca de las plagas de langosta en Egipto. Y he oído hablar de los vuelos de los saltamontes en Kansas. Todo ello es uno y lo mismo, según creo.

Huett y sus dos hijos esperaron ansiosamente el regreso de Abe, que se presentó al cabo de poco tiempo con rostro y expresión sombríos.

—¿Malas noticias, hijo? —preguntó el ganadero.

—No podrían ser peores, papá. La langosta está ya en el desfiladero —contestó Abraham mientras se apeaba.

—¡No! En nuestro desfiladero... ¡No!

—Sí, en el nuestro. Ya están a mitad de camino de aquí. Es una alfombra amarilla de saltamontes que se mueve sobre la hierba y tiene una extensión de una milla o dos. Y deja el terreno tan desnudo como si hubiera sido quemado... Millares, millares, billones de saltamontes...

Bárbara —dijo a la muchacha, que estaba escuchando asombrada y alarmada—, ¿qué viene a continuación del billón?

—El trillón, ¡tonto!

—Bien; trillones de animales de patas amarillas. Llegarán pronto a nuestras tierras... Estoy loco de miedo... ¡Si pudiéramos hacer algo!

—¿Qué?

—Pues..., prender fuego a la hierba.

—¡Por Satanás! ¡Es una buena idea, papá dijo George.

—Podemos presentar a la langosta una línea de fuego. Eso sería eficaz, pero... —Y Abe le interrumpió tristemente.

—¡No hay ni siquiera que pensarlo! —atronó Huett.

—De ese modo incendiaríamos el bosque, quemaríamos toda la hierba y toda la madera de la región... Discurramos otro procedimiento.

—Espera, papá, hasta que veas el aire lleno de insectos zumbadores, la tierra amarilla por efecto de una capa de ellos... Entonces sabrás que no podemos hacer absolutamente nada —afirmó trágicamente Abe.

—Bien, no lo veré mientras sea posible evitarlo —declaró hoscamente Logan al mismo tiempo que se ponía en pie—. Pero ningún Huett se ha acobardado jamás... ni nos acobardaremos porque haya sobre nuestras cabezas una nube de langosta. ¡Vamos, hijos, vamos a cortar la alfalfa!

George y Grant lo siguieron al granero para recoger las guadañas y los rastrillos. Pero Abe continuó sentado y mirando a Bárbara. Al cabo de unos instantes, montó su caballo y se dirigió a la zona alta del desfiladero. Huett se entregó penosamente a su trabajo, con la sombría mirada inclinada sobre el jugoso y verde heno que estaba segando.

—¡Oye! —gritó súbitamente Grant—. ¿Qué demonios le sucede a Abe?

—¡Mira..., papá! —dijo a grandes voces George.

Y Logan levantó la mirada y pudo ver que Abraham corría con rapidez junto a la cabaña y hacía unas señales y gritaba unas palabras al pasar ante Bárbara. Encaminó su mesteño a través de las huertas y se aproximó a Logan.

Al detener el caballo, una cortina de polvo se extendió a su alrededor.

—¡Papá..., estamos salvados! —dijo ahogada y roncamente; tenía el sombrío rostro iluminado por un resplandor de alegría—. ¿Qué... supones...?

No lo acertarías... ni siquiera en un millar de años...

—Creo que no..., si no te explicas un poco más. ¿Qué sucede, hijo?

—Nuestra suerte no está podrida —exclamó a grandes voces—, sino que es... la suerte más maravillosa de todo el mundo... No nos veremos arruinados... Os digo que ¡estamos salvados!

—Ya te lo oí decir antes, hijo —contestó Logan concisamente y sin atreverse a confiar o a aceptar las excitadas afirmaciones de Abe—. Si no estás loco..., dime por qué estamos salvados.

—¡Por Satanás! ¡Jamás lo creeríais si os lo dijese! —replicó Abe mientras se reía profundamente—. Yo mismo no quise dar crédito a mis propios ojos.

Pero... ¡venid a verlo...! Papá, que me muera ahora mismo si no he visto que millares de patos silvestres aleteando, volando, corriendo, salen de los bosques para caer sobre la caterva de saltamontes.

—¡Patos silvestres! —estalló Huett, aturdido.

—¡Es tan cierto como que ahora estamos vivos...! —replicó vehementemente Abe—. Es el acostumbrado conjunto que se reúne generalmente, como todos sabéis, para venir a los terrenos altos para comer los piñones y las bellotas.

—j Oh, qué milagro! —exclamó con satisfacción George—. Papá, ¡un pato grande podría engullirse un bushel de saltamontes!

—Reconozco que me equivoqué al decir que Dios me había abandonado —dijo Logan con acento de reproche para sí mismo.

—¡Lo más hermoso que he visto en toda mi vida! —declaró Abe—. ¡Vamos a verlo! ¡Venid conmigo! ¡Es preciso que lo veáis! ¡Vengan, también, mamá y Bárbara! Pero hemos de hacerlo andando..., introducirnos entre los árboles cuidadosamente... para que los patos no nos vean... y se marchen... De todos modos, no creo que eso tuviera gran importancia... ¡Vamos por el atajo! Al cabo de unos momentos, todos los miembros de lafamilia Huett seguían a Abe a través de la arboleda. Bárbara puso una mano sobre la de Logan para quedarse atrás. Abe cesó de hablar. Cruzaron la arbolada ladera que se elevaba a espaldas de la cabaña, tomaron la dirección de la izquierda, treparon por los terrenos rocosos cubiertos de enredaderas y se introdujeron entre el cinturón de árboles. Abe precedió a los demás para cruzar el arroyo.

Muy pronto, entre los árboles, Logan vio nuevamente el pardo color del abierto desfiladero. Abe se detuvo al llegar media milla más allá.

—¡Escuchad! ¿Habéis oído algo parecido a eso? —preguntó.

Un extraño sonido llenó los oídos de Logan. Ciertamente, no era un sonido que pudiera ser comparado con alguno de los que hasta entonces había oído. Era un zumbido seco y potente, como el de una caldera hirviente, mezclado a un aleteo ruidoso.

—¡Dios mío! —exclamó Logan—. ¿Lo oyes, Bárbara?

—¿Si lo oigo? ¡Oh, qué música! ¡Démonos prisa, Abe, para que podamos verlo!

Abe los llevó hasta la linde de los bosques. Allí, en el hermoso claro del desfiladero, bajo una nube de polvo, se desarrollaba una guerra en la que solamente había un atacante: una carnicería, una matanza. A lo largo de la llanura se extendía una masa ancha, moviente, blanca, negra y bronceada de patos silvestres que se entregaban rápida e implacablemente a la acción.

Logan no se molestó en intentar calcular la cantidad de patos que la compondría. Pero en aquella región tan abundante en patos silvestres, donde había visto manadas innumerables, aquélla era la mayor de todas.

Más allá de la nube de polvo, sobre el desfiladero, se movía en el aire una masa amarilla y cristalina, que subía y descendía y ondulaba. Detrás de ella, bajo el polvo, se agitaba, volaba y se movía con la rapidez de una flecha un enorme ejército de aves de alegres colores. Los patos avanzaban en cerrada formación, pero docenas y docenas de ellos quedaban tras la línea principal y corrían hacia atrás en persecución de los saltamontes que intentaban escapar por la retaguardia. Los saltamontes eran grandes y gruesos, por lo que no podían hacer largos vuelos. Ni uno solo lograba escapar por la retaguardia.

—¡Oh, papá! ¿No es un espectáculo hermoso? —exclamó excitada Bárbara al mismo tiempo que se apretaba contra él y lo empujaba hacia el límite de la zona arbolada para poder presenciarlo desde más cerca.

Evidentemente, Logan estaba extasiado, fascinado por lo que veía. Si aquello tenía algún significado, el significado era una profecía del destino que le daba la seguridad de triunfar. ¡Nada podría detenerle ya en su camino!

—¡Es maravilloso, Bárbara! ¡Nunca vi nada parecido!

—dijo con temblorosa voz—. Abe tenía razón... ¡Estamos salvados! Y por mucho tiempo que viva de ahora en adelante, ¡jamás volveré a matar un pato silvestre!

—Papá, todo ha concluido para esos malditos saltamontes —dijo George—. Los patos los perseguirán hasta que hayan eliminado al último de todos. Ya sabes que a los patos les agradan los jugosos saltamontes casi tanto como gusta a Abe la torta de manzanas.

—En tal caso, ¡adiós los saltamontes! —dijo Bárbara riendo.

Llegaron a un punto en que la selva se proyectaba en el terreno descubierto. Abe se detuvo allí.

—Creo que no debemos avanzar más —dijo cuando los demás se hubieron unido a él—. Algunos de esos tímidos patos han comenzado a mirar hacia atrás. No quiero asustar a esa bandada... ¿No es regocijante, papá?

¿No están esos patos realizando una gran labor en beneficio nuestro?

—Tan grande, hijo mío, que voy a quedarme aquí un poco más —contestó fervientemente Logan—. Volveos todos vosotros. Mamá tiene aspecto de hallarse cansada. Hemos andado más de un par de millas. ¡Y todo solamente para ver una bandada de patos silvestres!

—Logan, nada es nunca tan terrible como parece... en los primeros momentos —dijo Lucinda; y después de haberle dirigido una sonrisa, emprendió el camino de vuelta seguida de Bárbara y los muchachos.

Abe se detuvo y se volvió con una de sus raras sonrisas.

—Papá, ¿querrás pato silvestre para la cena?

Logan le hizo una seña para indicarle que se retirase.

Las cinco personas se perdieron prontamente de vista. Luego, Logan volvió a poner nuevamente la atención en la matanza de los saltamontes. La escena no había cambiado. La nube de insectos continuaba volando y saltando sobre el desfiladero en tanto que los patos seguían cazando como anteriormente. Pero el espectáculo se hizo más grandioso para Logan. En el desenvolvimiento de la Naturaleza no era sino un leve incidente. Pero para Logan tenía un significado y una importancia extraordinarios.

La nube de polvo corría tras la masa amarillenta. Y la multicolor muchedumbre de patos, con los bronceados lomos arqueados o con las rojas cabezas erguidas, con alas escaqueadas y patas golpeteantes, continuó agitándose, atacando, espesándose, integrándose, corriendo a lo largo del desfiladero. El fuerte hervor y el zumbido disminuyeron gradualmente hasta convertirse en un bajo murmullo.

Logan continuó observando la escena hasta que ya nada oyó ni vio.

Pero después se quedó unos momentos más ante la soñadora y silenciosa selva. Aquel inesperado e incomparable accidente que tanto significaba para él le parecía inexplicable considerado como sencillo accidente de la vida en la región ganadera. Las cavilaciones de Logan no se hallaban a la altura de la situación a lo que de lo sucedido parecía desprenderse. ¿Para qué estaba reservada su indeclinable energía, para qué su largo y afanoso trabajar? ¿No le había dicho Lucinda que aquello debía constituir una lección para él, que había estado excesivamente a su único trabajo, que era demasiado propenso a la duda y el temor? Un algo innominable, ignorado e ineludible flotaba sobre su vida. Una plañidera agitación de la gran selva, un aliento del alma de aquella naturaleza ruda contrapesó sus emociones; era un susurro cuyo significado se le escapaba.