XVII
Lucinda no se sorprendió menos de las aberraciones mentales de Logan que de lo mucho que había cambiado de aspecto. Semejaba el espectro del viril y robusto gigante que había sido. Y hasta olvidaba los encargos que se le confiaban. Cuando llegaba a la casa procedente de la ciudad solía despedir un aliento de alcohol. Lucinda comprendió con creciente angustia que Logan se había trastornado. Durante toda su vida se había inclinado en exceso hacia una sola dirección; entonces, cuando aconteció la catástrofe más grande de su existencia, se había curvado hacia el otro lado y estaba a punto de derrumbarse.
Lucinda había comprendido algo de esto cuando Logan regresó de Washington y ella le rogó que las llevase a «Sicómoro». Si había algo que pudiera salvar a Logan, era la acción, el tener algo en que emplearse, el disponer de trabajos que apartasen su imaginación de las torturas actuales y la llevasen hacia los antiguos canales del hábito. Antes de sufrir aquel golpe, a pesar de sus sesenta años, Huett se hallaba en la cúspide de una magnífica vida física. En el caso de que permaneciese en Flagg, de que pasase las horas ociosamente en las tabernas y en los rincones, de que se sentase para mirar a nada y sin ver, no vivirá ni siquiera el resto del año.
Cuando los días se hubieron convertido en semanas sin que Logan hubiese hecho nada en favor del retorno al Desfiladero del Sicómoro, Lucinda resolvió hacer personalmente los preparativos. Dijo a Hardy que repasase el viejo carro, que engrasase los ejes y recompusiera los arneses. Y contrató a un negro para que condujese el tronco de caballos y lo alimentase.
Luego se dedicó a resolver la complicada cuestión de adquirir utensilios y abastecimientos. Al Doyle, que se interesaba tanto como ella por lograr que Logan viviese de nuevo al aire libre, dijo vehementemente:
—No encontrarán ustedes ni siquiera el más pequeño chisme en aquel rancho. Logan olvidó dejar allá un hombre que cuidase el lugar. Todas las herramientas, los muebles que dejaron en la cabaña, todo habrá desaparecido. ¡Todo habrá sido robado!
—¡Oh Dios mío! Al, eso será como volver a comenzar de nuevo y por completo la vida de colonizadores.
—Lo es. Pero eso es bueno, Lucinda, porque de este modo saldrá Logan del pantano en que se halla... Recomiendo a usted que lleve dos carros totalmente cargados. Yo le prestaré uno de ellos y contrataré un conductor, compraré las herramientas necesarias y me encargaré de empaquetarlas y cargarlas. Es fácil calcular la cantidad de provisiones que habrá que comprar. Y los dos juntos, usted y yo, uniremos nuestros esfuerzos para prever las necesidades de la cabaña y de ustedes, las mujeres... No se preocupe, Lucinda. Todo se resolverá bien. Lo importante es que obremos con rapidez.
Una sola vez desfalleció Lucinda. Y fue cuando al regresar a su casa halló a Bárbara y Logan en el saloncito mientras él pequeño Abe se arrastraba, desnudo y sucio, por el suelo. Logan estaba intentando nuevamente arrancar de Bárbara alguna respuesta coherente. Y Bárbara estaba encogida en una silla; sus grandes ojos eran las ventanas de su alma ensombrecida. Lucinda experimentó un terrible dolor en el corazón al verlos.
No podía soportar el estar allí en aquel momento; y se dirigió a la cocina, donde luchó contra el temor y la duda. ¿Estaría ella loca al pretender llevar a aquellas dos ruinas de nuevo a la soledad del desfiladero? Sería posible que la enfermedad, el accidente, la soledad, la obsesión de Bárbara de vagar de un lado vara otro fuesen más difíciles de combatir en en el desfiladero que en la ciudad. En la ciudad Lucinda podría llamar a otras mujeres para que la ayudasen, o al doctor. A pesar de las súplicas de la razón, que apoyaba sus temores, se entregó a su primera intuición. Si aún restaban algunas esperanzas de salvar a Bárbara y Logan y de criar al niño, tales esperanzas se cumplirían en el Desfiladero del Sicómoro. El trabajo no asustaba a Lucinda. ¡Bien sabía que las mayores cargan recaían sobre la esposa del colonizador, sobre la madre! Una voz extraña y sutil desvanecía sus recelos. Y con un resurgir de la esperanza que se alojaba en su corazón, puso manos a la tarea de prepararse para la marcha.
A la mañana siguiente, con dos carros, salieron de Flag. Aún no había amanecido. Solamente el viejo Al Doyle, el fiel amigo, los despidió. Sus últimas palabras fueron —y éstas fueron las últimas que le oyeron pronunciar:
—Otra vez estás, viejo amigo, en el camino que conduce al desfiladero y a los bosques. Eso es bueno. ¡Adiós!
Lucinda iba en el asiento del conductor, junto a Logan. Bárbara y el nene se instalaron en la parte interior del carro, bajo la cubierta de lona.
Evidentemente, el movimiento, el rechinar de las ruedas, el retumbar de los cascos de los caballos excitaron a Bárbara, que se arrodilló sobre la paja para mirar con ojos dilatados en los que ningún mortal habría podido hallar un significado. El segundo carro, conducido por el negro, contenía las herramientas de agricultura, los muebles y otros accesorios.
Al cabo de cierto tiempo, los ojos de Lucinda se aclararon de modo que le fue posible ver. Se alegraba de huir de Flagg. Los negros tocones, las grises llanuras, las verdes líneas de los pinos, las cumbres azuladas de la lejanía, todo parecía acogerla cordialmente. Aún no había llegado a la masa de árboles que estaba a seis millas de la ciudad cuando Lucinda experimentó un encantador consuelo y una viva alegría al ver la reacción de Logan ante la retorcida carretera, ante el hecho de que tenía las riendas entre las manos, ante la vista del hermoso tronco de caballos, ante las ruedas rechinantes y la campiña que semejaba hacerle señales de llamada.
Todo esto había tomado una parte tan importante en su vida, que solamente la muerte o la parálisis podrían haberlo arrancado de su ser. La amorosa intuición de Lucinda había sido como un don del cielo. El corazón y el espíritu de Logan se había roto y el espléndido flujo de su vida madura había sido contenido, anulado, hundido en las arenas del dolor y de las desesperanzas. La gran tarea de Lucinda consistía en mantenerlo físicamente activo hasta que acuella crisis espantosa se perdiera en el pasado. La vida reserva una recompensa extraña para el que se afana.
Logan habló a intervalos, especialmente cuando pasaron ante viejos campamentos, que va eran ranchos y residencias de colonos. Cedar Ridge, la Llanura de los Patos, Rock Waterhole todavía conservaban su prístina soledad. Logan detuvo los caballos al llegar a Waterhole para tomar la comida y para que descansasen los animales. Luego continuó guiando el carro hasta el crepúsculo, cuando se detuvo junto a un arroyuelo que se derramaba en el lago Mormón.
Allí acamparon. El negro resultó un hombre muy amigo de ayudar, y entre él y Logan hicieron prontamente el campamento en tanto que Lucinda preparaba la cena. Bárbara caminó indecisa, con ojos extraviados, de modo vacilante, de acá para allá. En ocasiones, rompía a hablar dulcemente, de modo medio coherente, y de nuevo se detenía para mirar hacia el bosque.
Logan se sentó junto a la hoguera, mas no fumó. Lucinda extendió las mantas bajo una tela embreada y retirada de la cubierta del carro y se tumbó cansada, con el cuerpo dolorido. El fuego de la hoguera chisporroteó, sopló el viento... Y después, pensando en la llegada de los antiguos y temidos ruidos, los ojos de Lucinda se cerraron.
Al día siguiente Logan recorrió de nuevo una gran distancia, hasta llegar a la cabaña abandonada que estaba a mitad de camino entre el lago Mormón y el Desfiladero del Sicómoro. Sería posible que Logan no hubiera pensado en la proximidad de su desfiladero; pero Lucinda, mientras realizaba los trabajos subsiguientes a la cena, no cesó de hablar o hacer preguntas hasta que Logan se excitó.
Antes de que llegase el mediodía del siguiente, Logan abandonó la carretera principal, al final de Long Walley, y comenzó a caminar entre el bosque hacia el Sicómoro.
¡Qué dolorosas emociones asaltaron a Lucinda cuando pasó junto al claro en que vio a Bárbara por primera vez jugando con los chiquillos! A partir de aquel momento, las lágrimas le cegaron. Los carros llegaron al punto en que nacía la pendiente en descenso. El viejo portillo no había sido cerrado desde que es hizo la conducción de las reses. Logan emitió una tos larga y extraña, que más bien semejó un sollozo. Y continuó avanzando mientras frenaba el carro. Las ruedas chirriaron, el pesado carro empujó a los caballos. Y entonces llegaron al terreno llano.
—¡Lo mismo que siempre, Luce...! ¡Exactamente lo mismo! —exclamó Logan roncamente—. Sólo hemos cambiado nosotros.
Lucinda se enjugó los ojos para poder ver al bajar del carro.
—Llévanos a la cabaña, Logan —dijo—. Y extiende una manta para Bárbara y el niño... ¿Qué he de decir al tronquista que haga de la carga?
—Descargarla..., creo que ahí, junto al granero —respondió Logan—.
¡S000!
El negro llegó cuando Lucinda estaba mirando en torno a sí. El granero había sido destrozado, lo que probó la prudencia de los consejos de Doyle cuando recomendó que se adquiriese un nuevo juego de herramientas.
Lucinda indicó al conductor que descargase los utensilios de agricultura y los llevase al granero, y que luego regresase para ayudar a transportar los muebles a la cabaña.
Cuando lo hubo hecho, Lucinda volvió a la senda profunda y gastada.
Los pies le parecían de plomo. Sentía una opresión en el pecho y en la garganta. La alegría que había previsto no se produjo. Pero Lucinda sabía que algo rompería la barrera que la contenía.
El arroyo estaba lleno de agua del deshielo, de orilla a orilla. El viejo puente, el tronco tendido sobre él, estaba lo mismo que antiguamente. Y entonces vio Lucinda a Logan, que había detenido el carro y estaba contemplando la inacabada cerca de piedra. Una mirada a su torturado rostro fue suficiente para la mujer. La misma piedra que Lucinda recordaba haber visto colocar al pie de la cerca continuaba en el mismo sitio, muda pero elocuentemente cuajada de recuerdos de los tres hijos que habían ayudado a construir el muro a Logan y que no pudieron terminarlo porque se fueron a la guerra.
Logan continuó caminando hacia la cabaña. Lucinda, que se rezagó un poco, en lucha contra su angustia, llegó a la larga hilera de girasoles. Las plantas estaban florecidas, tenían unas hojas grandes y doradas y unas flores en el centro, y miraban en dirección al sol. A la vista de ellas, la alegría de la vuelta al hogar inundó todo su ser. Lucinda acarició las plantas y las apretó contra su pecho. Luego encontró otras flores menudas y amarillas y unos ásteres a lo largo de la senda. Y entonces miró por primera vez hacia el desfiladero. Los altos muros, las negras ruinas, todo parecía ofrecerle una protección. ¡Hogar! Aquellas cosas le aseguraron que así era y le hicieron una grave y austera promesa del porvenir.
Lucinda halló al niño rodando y arrastrándose bajo la manta. Bárbara, exaltada a la vista de escenarios y objetos familiares, que debían haber llegado casi hasta su razón, estaba corriendo alrededor de la cabaña, entrando en ella y saliendo. Logan se hallaba en el interior.
La piedra plana del umbral yacía bajo la oquedad del tronco que sujetaba uno de los lados de la puerta. Lucinda conocía los dos objetos tan bien como la palma de su propia mano. Unas campanillas azules le dirigieron unas sonrisas desde los herbosos bordes. La mujer miró al interior de la cabaña. Su pecho se contrajo y su corazón latió con violencia. Su espíritu no estaba preparado para recibir las sorpresas de la realidad.
Aquella cabaña, consagrada por tantas tristezas y tantas alegrías de la vida, era una cuadra sucia, polvorienta, llena de telas de araña. La tosca mesa, los rústicos bancos y el viejo sillón, reliquias y testimonios de la habilidad dé Logan de hacía tantos años, eran los únicos muebles que había en el interior. El techo de leños había sido destrozado, sin duda para utilizarlo como combustible, y la cornamenta de ciervo y las pieles habían desaparecido de las paredes. En algunos lugares, las piedras amarillentas de la chimenea estaban desmoronándose. Un indio o algún vaquero artista haba dibujado crudas pero vivas imágenes sobre las lisas superficies.
Logan estaba maldiciendo y emitiendo unos sonidos que Lucinda oyó por primera vez con placer.
—¡... cueva sucia no sirve ni para guardar ganado! Esta casita nuestra ha sido utilizada por cazadores granujas como campamento, y por vagabundos, y después ha servido de madriguera a mofetas, coyotes, gatos silvestres y Dios sabe qué más... Hay un agujero en el techo... Se han abierto unas rendijas anchas entre los troncos... La puerta está desquiciada y no cierra... ¡Y sucia! La casa está tan sucia como el exterior... ¡Parece un estercolero!
—Sí, Logan, pero... ¡es el hogar! —afirmó dulcemente Lucinda, que se impresionó tanto al observar la práctica reacción de él como por la circunstancia que ella expresaba.
—¡Hum...! ¿Hogar...? Sí, lo es, Luce.
—Yo también quiero ser práctica, esposo —dijo Lucinda mientras se disponía a ponerse en acción, inspirada—.
Trae la escoba y el estropajo. Y agua. Cubos de agua. Y jabón.
Barreremos, frotaremos, rasparemos y fregaremos... Arregla el gozne de la puerta. Haz que el negro ponga una lona para tapar el agujero del techo. Dile que corte unas cuantas ramas. Cuando todo eso esté hecho, podrás comenzar a descargar, desempaquetar y traer aquí las cosas... Y después, si puedes hacerlo, cortarás leña...
—¡Diablos! ¿No he de poder partir leña? —respondió Logan, hoscamente resentido.
Lucinda se puso a trabajar y mantuvo a los dos hombres, y también a Bárbara, ocupados en diversas tareas. Cuando Logan flaqueaba o Bárbara se distraía, Lucinda los acuciaba nuevamente. Ninguno de los dos podía prestar atención al trabajo durante mucho tiempo. Cuando llegó el crepúsculo —y en aquella época los rayos dorados del sol brillaban a través de la puerta y de la ventana —Lucinda contempló el interior de la cabaña con ojos incrédulos y corazón gozoso. La guarida de cazadores y animales silvestres estaba transformada. Era nuevamente un hogar, y un hogar más cómodo y más colorido que jamás. Bárbara dispuso de su antiguo rincón, donde se sentó en el lecho y miró vagamente en torno a sí con una vaga mirada que pretendía rasgar el velo del misterio. El pequeño Abe se arrastraba por el suelo, encantado con su nueva morada. Logan se sentó en el viejo sillón, observó el fuego y se perdió aparentemente en alguno de los antiguos y hermosos sentimientos que agitaban a Lucinda.
La oscuridad se apoderó del desfiladero en tanto que ella preparaba la cena. Las aves nocturnales y los insectos comenzaron a entonar sus conocidos coros. Un postrero resplandor de rosa y oro se desvaneció lentamente sobre el borde occidental del desfiladero. El arroyo murmuraba como de costumbre. La Naturaleza no había cambiado. Lucinda recordó las plegarias de su juventud. La tarea que tenía ante sí era infinita, casi irrealizable; pero su fe era mayor que nunca. Cuando llegó la noche, mientras permanecía despierta junto a Logan, cuando el rincón de Bárbara estaba tan silencioso como una tumba, cuando el viejo lamento canturrón del viento sonaba en las copas de los pinos, entonces Lucinda pareció sentirse presa por igual de la esperanza y el terror. En las horas en que hacía un llamamiento inútil al sueño se convertía en presa del pasado, de los primeros años vividos allí, del despertar del verdadero amor por su esposa, de la llegada del primer hijo, de aquel terrible y fascinante Matazel, del nacimiento de Abe en una cuadra, y así sucesivamente a través de los años de duras pruebas hasta llegar a aquel agónico fin de los Huett.
No obstante, cuando llegó la mañana y el sol brilló y el desfiladero sonrió con su temprano ropaje de verano, Lucinda no se sintió víctima de tales recuerdos. Sus esperanzas del porvenir batallaron contra la realidad, con la idea de la vejez y de la pobreza, de la insoportable labor que sobre ella pesaba con relación a Bárbara y Logan.
La noche y el día y el transcurso de una semana obraron de modo que abstrajeron su imaginación del aspecto sombrío de las cosas y la llevaron a otro más brillante, del hecho material a la creencia espiritual antes de que ella misma hubiera podido apreciar un crecimiento de esta última. Observó que en su alma había brotado un algo que no poda explicar. Ya no meditaba sobre los inescrutables medios de Dios. Olvidó el horror de la guerra y a los viles gusanos humanos que la fomentaban. El trabajo de ella estaba allí, en aquel desfiladero silvestre, y faltaba mucho para que estuviera terminado.
Lucinda recomenzó pronto su trabajo en el huerto. Lo único a que Logan podía dedicarse continua y sosegadamente era a la labor de partir leña. Parecía forzarse haciéndolo, y el movimiento del hacha demostraba que aún tenía mucho del antiguo vigor. Pero cuando ella lo mandaba a recoger un caballo, jamás lo hacía sino en el caso de que le acicatease sin cesar.
¡Evidentemente, era aquello lo que ella debería hacer! En la mayoría de las ocasiones hallaba a Logan junto a la interminada tapia de piedra. En tales tristes ocasiones, Lucinda se resistía a romper los sueños de él; y entonces le dejaba a solas con sus recuerdos. Sin embargo, comprendió la necesidad de hacer que Logan estuviese siempre ocupado en algún trabajo.
Bárbara le producía menos inquietudes. Bárbara solía obedecer en tanto que la idea del trabajo estuviese presente en su imaginación; pero tan pronto como la idea se desvanecía, la joven comenzaba a vagar sin rumbo.
En ocasiones, deseaba introducirse en los bosques. Parecía haber bajo los oscuros pinos un algo que la llamaba. Otras veces solía sentarse junto a la puerta del viejo pórtico, en el gastado banco, y mirar fijamente el camino del desfiladero, un hábito que Lucinda creía el más próximo a la racionalidad.
Estaba relacionado, pensaba Lucinda, con recuerdos vagos y borrosos de Abe recorriendo el desfiladero. Era descorazonador el verla; pero Lucinda creyó observar que aquella actitud daba fundamento a una difusa esperanza.
El pequeño Abe mejoraba y se desarrollaba tanto como la cizaña. En muchas ocasiones Bárbara se olvidaba de alimentarlo y cuidarlo; pero jamás lo olvidaba cuando el chiquillo estaba hambriento. Cuando Lucinda dijo a Logan que necesitaba tener pronto una vaca lechera, Logan manifestó su acuerdo con esta opinión, mas la idea escapó de su imaginación casi de modo instantáneo.
Lucinda, con la ayuda de Logan y Bárbara, consiguió plantar su huerto en los últimos días de junio. En épocas normales, aquellos días no representaban un período excesivamente tardío para que pudiera recogerse algún producto antes de que llegasen las heladas; y con sus productos, la carne y las subsistencias que habían llevado, Lucinda esperaba que podrían resistir todo el invierno aun cuando el que hubiese de llegar fuese muy riguroso.
—Logan —dijo una noche cuando su esposo estaba sentado ante el fuego—, el verano está a punto de concluir. Deberías cortar mucha leña y almacenarla para el invierno.
—Todavía tengo mucho tiempo, esposa —respondió él. j Si todavía no debemos de estar en junio!
—Junio ya ha pasado, esposo —replicó ella pacientemente—. Deberías tener cortada y almacenada la leña antes de que llegue el «veranillo indio».
—¿,Por qué debería hacerlo?
—Porque cuando llega esa época sueles andar por el bosque en busca de caza, preparándote para tu caza del otoño... Lo olvidas. Jamás permitiste que nada te impidiera hacerlo. Es preciso que tengamos mucha carne de venado colgada y helada, muchos patos, uno o dos solomillos de alce... y algunas de esas jugosas costillas de oso que tanto te han gustado siempre.
Lucinda no manifestó la inmensa esperanza que fundaba en el modo cómo él recibiría tales sugerencias. Se había abstenido durante mucho tiempo de hacerlas. En el caso de que Logan no mostrase interés..., en el caso de que dejase de reaccionar... Lucinda no se atrevió a completar el pensamiento.
—¡Temporada de caza...! ¡Por todos los diablos...! No lo había pensado —exclamó Logan mientras erguía la peluda cabeza. En sus ojos grises había un resplandor. Lucinda había logrado arrancarle unas chispas de fuego, y se satisfizo al observarlo. Un instante más tarde, Logan volvía a derrumbarse—.
¡Infiernos...! ¿Cazar sin Abe...? No sé... Creo que no podría...
—Logan, deberás buscar alimentos para el hijo de Abe con el fin de que se desarrolle pronto y pueda ir a cazar contigo.
—¡Dios mío, Luce! ¿Esperas que yo viva tanto tiempo? —preguntó él ansiosamente.
—¡Claro que sí!
—¡Hum! Me parece que no querría —dijo él de modo sombrío. Pero pareció hallarse inquieto y obsesionado por la idea No habrá caza de ninguna clase cuando el pequeño Abe sea lo suficiente mayor para manejar un rifle.
—Una vez me dijiste que siempre habría patos y ciervos en las quebradas de estos desfiladeros.
—Así es, Luce. Lo pensaré... ¿Has visto mis rifles?
—Sí. Los envolví en lonas. Y Al te compró muchas municiones.
—¡Ah! ¡El diablo cargue conmigo! —añadió él dócilmente.
Lucinda lloró aquella noche mientras Logan dormía profundamente a su lado. No lo hizo por efecto del cansancio o del dolor, aun cuando después de haberse tendido apenas pudo moverse y aun cuando las ampolladas manos y piernas le doliesen de modo atormentador. Aquellas lágrimas fueron lágrimas de alegría al ver que sus plegarias por Logan le aportaban una recompensa.
Pero Logan jamás desenvolvió el paquete de los rifles, que Lucinda había colocado junto a la chimenea, ni cogió la pipa y el tabaco que ella le puso ante la vista en el rincón del hogar, donde él siempre lo había tenido.
Lucinda continuó trabajando incansablemente, con la inquebrantable esperanza de que Logan saldría de su lobreguez y su desaliento y de que Bárbara no estaba condenada a permanecer siempre privada de razón. Si diariamente no se producían circunstancias, aunque apenas perceptibles, que mantenían viva esta fe, entonces Lucinda sufría alucinaciones. El trabajo era una bendición para aquella mujer imbatible, para aquella mujer indomable. Y fue el trabajo lo que sostuvo a Lucinda durante aquel período que puso a prueba la fortaleza de su alma.
Una mañana del verano, cerca de la hora meridiana, cuando el bosque estaba tan silencioso que la caída de una piña podía ser oída a gran distancia, Lucinda se hallaba inclinada sobre su trabajo, ante la mesa, junto a la ventana posterior de la cabaña.
Y miraba de vez en cuando hacia el exterior para ver a Logan, que se encontraba junto a la inacabada tapia y mirando fijamente al espacio.
Bárbara estaba en el pórtico, en su puesto favorito, frente al desfiladero y el sendero; y el hecho de que estuviera canturreando una canción en voz baja para el pequeño indicaba que se hallaba en uno de sus plácidos estados de apatía.
Lucinda abandonó en aquel momento el trabajo para mirar hacia el arbolado desfiladero. Ningún sonido desacostumbrado había dado motivo a tal acto. El arroyo continuaba murmurando, el suave viento se lamentaba, una quietud completa impregnaba el desfiladero. El sol estaba en el cenit, como pudo comprobar al ver las sombras de los pinos. Algo había interrumpido los movimientos de Lucinda y el curso de sus pensamientos. Y aquel algo no procedía del exterior.
Repentinamente, un grito estentóreo rompió el silencio.
—¡Vooo-juuu-uuu!
Aquél era el grito de caza de Logan. ¿Habría enloquecido? Lucinda pareció echar raíces en el punto en que se hallaba. Luego, llegó hasta sus oídos el sordo golpeteo de unos cascos de caballo lanzado a la carrera.
¿Quién llegaba? ¿Qué habría sucedido? No era un suceso natural. ¡De qué modo corría aquel caballo! Sus cascos resonaban sobre el duro camino del bancal. Un rechinar de hierro sobre piedra, un saltar y una caída de guijarros... ¡y el ruido de unas botas sobre la tierra!
—¡Bárbara..., querida mía..., aquí estoy! —gritó alguien con voz cortante, profunda y dulce.
Lucinda la reconoció; y el estremecido corazón se le subió palpitante a la garganta.
Bárbara lanzó un grito penetrante y angustioso. Este grito tenía la misma entonación que el de Logan, y para ella poseía un tono de enajenamiento que solamente podía provenir del hecho del reconocimiento del recién llegado.
—¡Abe...! ¡Abe!
—¡Sí, querida...! Soy Abe. Vivo y bien... ¿No recibiste el telegrama que te envié desde Nueva York...? ¡Dios mío...! Esperaba verte... verte..., pero no tan delgada..., tan pálida... ¡Papá debe de estar bien...! ¡De qué modo gritó!
—Y..., ¡ah, mi hijo...! ¿Éste es el pequeño Abe? ¡Tiene tus ojos...! ¡Bárbara!
—¡Anímate, querida! ¡Estoy en casa! Todo marchará pronto muy bien.
—¡Abe...! Has vuelto... ¡a mí! —exclamó Bárbara con inexpresable aturdimiento.
Lucinda oyó los besos de Abe, pero no sus incoherentes palabras. Y todas las sensaciones se borraron para ella, desde la cabeza a los pies. Su cuerpo pareció hacerse de piedra. No podía moverse. Abe había vuelto al hogar, y la sorpresa había restablecido la razón de Bárbara. Lucinda percibió que estaba muriendo; la alegría había salvado; pero la alegría puede matar también.
—¡Mamá! —gritó Abe—. ¡Sal!
Si Lucinda se hubiese hallado al borde de la muerte, aquella llamada y en aquel momento la habrían arrastrado e imbuido una vida nueva. Y se apresuró a salir al exterior. Allí estaba Abe, vestido de uniforme, tan espléndido como ella jamás lo había visto, bronceado y cambiado, oprimiendo con un brazo a Bárbara y al niño y extendiendo el otro para ella. Y tenía los ojos maravillosamente iluminados...
—Diablos! ¡Aquí estamos otra vez! —repetía Logan.
Había transcurrido una hora. El insoportable e increíble paroxismo de la reunión había cedido hasta convertirse en algo parecido a una alegría tranquila y serena. Logan parecía haber sido arrancado de su apatía e indolencia. Bárbara había recobrado la razón. No podía dudarse. Agotada y pálida, estaba recostada en Abe, pero sus ojos brillaban con un admirativo amor, con gratitud e inteligencia. Lucinda sabía que era la más débil de las cuatro personas. Había estado a punto de desmayarse. La esperanza de aquella resurrección, aun cuando no la comprendiera, la había sostenido por espacio de varias semanas.
—Algún día..., no muy pronto..., os hablaré de George y de Grant —decía dulcemente Abe—. Cuando oigáis lo que hicieron..., lo que sus superiores y oficiales dieron y pensaron de ellos..., no os dolerá tan terriblemente su pérdida... Lo que me sucedió ha sido una cosa muy sencilla: fui conmocionado por la explosión de una granada y permanecí inidentificado en un hospital por espacio de varias semanas. Cuando recobré el conocimiento y demostré quién era, me consideraron como inválido y me repatriaron.
Estuve bastante mal. Tan pronto como me puse en camino, mejoré con rapidez. Eso es todo. Los alemanes están perdidos. No podrán resistir un invierno más.
—Abe, suponen que tú los achicharraste a tiros —dijo fervientemente Logan.
Papá, sé que me lo pediste —respondió Abe al mismo tiempo que una convulsión distorsionaba su rostro y lo alteraba horriblemente—. Sí, lo hice.
Al principio, mi habilidad me produjo una alegría salvaje... Pero, después, cuando disparaba contra aquellos pobres diablos me parecía que estaba cometiendo un asesinato. Las halas del treinta que nos daba el Gobierno perforaban los cascos de hierro de los alemanes... Y llegué a cansarme, a espantarme de hacerlo. Y ahora... Bueno, no volvamos a acordarnos de eso.
—Perdón, hijo. De todos modos me alegro de saberlo. Es un milagro que me encuentres vivo.
—Abe, ¿te ha dicho alguien en Flag, cuando pasaste por allí, lo que le sucedió a tu padre? —preguntó Lucinda.
—No. Llegué tarde, pedí un caballo y vine a toda marcha... ¿Qué le sucedió?
—Vendió el ganado al comprador de reses para el ejército. Treinta mil novecientas cabezas a veintiocho dólares... Y le engañaron. No cobró ni siquiera un solo dólar de su dinero.
—¡Dios mío! —exclamó Abe, furiosamente.
Y Logan confesó avergonzado su monstruoso descuido y su infundada buena fe.
—¡Ah, papá...! Entonces, ¿estamos nuevamente en la antigua situación?
—Somos tan pobres como las ratas —replicó roncamente Logan.
—No me importa por lo que a mí se refiere —dijo dubitativamente Abe—, sino por mamá y por Bárbara... Será muy duro tener que comenzar de nuevo.
—Querido, yo solamente necesito tenerte a mi lado —susurró Bárbara.
—Papá, olvidaba decírtelo —continuó Abe alegremente—. Jamás lo creerías... El ganado se vende a cincuenta dólares y el precio continúa subiendo.
—¡Por todos los diablos...! ¿Quién lo compra?
—Los compradores de Kansas y Chicago.
—Jamás oí nada parecido... ¡Dios mío! ¿Por qué no esperé? —exclamó Logan.
—No importa, papá —continuó lentamente Abe—. Todavía no estamos vencidos.
El regreso de Abe obró milagros, y no solamente sobre Bárbara. Logan iba de un lado para otro como si estuviera fascinado, como si no pudiera creer la evidencia de lo que sus sentidos le mostraban. Lucinda supo que todos estaban salvados. La guerra no había dañado físicamente a Abe. Y creía que espiritualmente le había hecho más fuerte. Abe pertenecía a aquellos silvestres dominios. La antigua y fuerte soledad, los caminos y los árboles, las escarpas y las laderas, el hogar con Bárbara y el niño..., todo esto borraría bien pronto el horror que la guerra le había impreso.
La familia permaneció sentada por espacio de largas horas, hasta las últimas de la tarde.
—¡Por Satanás! Me olvidaba de desensillar ese jaco. Bárbara: si me lo permitieras, me gustaría salir por espacio de unos momentos a recorrer los viejos caminos.
—Abe, ¿estás verdaderamente en tu casa? —preguntó ella elocuentemente.
—¿Qué dices, querida?
—¿No es esto un sueño? ¿No figuras entre los desaparecidos.
Abe se —puso en pie y se estiró y la abrazó tiernamente.
—Bar, te he visto mirándome en varias ocasiones... Creo que has estado un poco trastornada. También papá parece un poco chiflado. Pero... ¡estoy en casa! Y estoy bien. Y soy tan feliz, tan feliz..., que no hay palabras que puedan expresar mis sentimientos, Y cruzó el huerto y se dirigió al lugar en que el caballo estaba tascando la hierba con la brida colgante; y montando en la silla con el antiguo e incomparable salto del vaquero, se alejó a lo largo del desfiladero.
Todos lo vieron desaparecer tras el sobresaliente picacho.
—¡Demonios, Luce! —exclamó Logan saliendo de su éxtasis—. Tendré que traer un poco de leña. No quiero que Abe sepa...
Y movió la cabeza meditativamente y se encaminó con lentitud hacia el espacio que rodeaba el tajo.
—Date prisa. He de preparar la cena. Abe debe de estar cayéndose de hambre —le dijo Lucinda.
—Exactamente lo mismo que le sucede en este momento al pequeño Abe —dijo Bárbara— mientras cogía en brazos al chiquillo.
—«En verdad —pensó agradecida Lucinda—, el retorno del soldado desaparecido ha transformado a esta familia.»
Bárbara esperó a Abe en el lugar que acostumbraba sentarse y esperar en el pórtico. La tarde moría, el sol se ocultaba con un dorado esplendor, las sombras de púrpura se desvanecían y el crepúsculo llegó con su sostenido resplandor.
—Ya viene, mamá —dijo alegremente Bárbara desde el exterior; y corrió a lo largo del camino para recibirlo. Los dos jóvenes entraron al cabo de unos instantes en la cabaña, estrechamente abrazados. Bárbara tenía el rostro lleno de rubor.
—Mamá, estoy muerto de hambre —dijo Abe al ver los humeantes peroles.
—Ven a cenar, hijo —replicó ella, inundada de felicidad.
—Papá, espera hasta que haya cenado, y te causaré la sorpresa más grande de toda tu vida —declaró Abe mientras pasaba una pierna sobre el banco—. ¡Verás cómo me divierto cuando te lo diga!
—¿Sí? —dijo Logan—. Bien, hijo; si eres` capaz de hacer que algo de este pequeño mundo mío pueda ser divertido, no dejes de decírmelo pronto.
—Soy capaz de hacerlo, papá —dijo lentamente Abe. —No fue una cena copiosa, como Lucinda habrá deseado. Pero había sido sorprendida inesperadamente y no tuvo tiempo para prepararse. Mas nunca bajo el techo de aquella casa, en ninguno de los muchos centenares de ocasiones en que Abe se había sentado para cenar después de una pesada caminata o de un trabajo agotador o de dos días de caza, nunca había comido con tanta voracidad. Lucinda le sirvió. Bárbara se apretó contra él. Logan le observó atentamente, y todos ellos se olvidaron de sus propias cenas. Sus sentimientos estaban inundados de felicidad.
—¿Qué hay de eso tan divertido que me prometiste? —preguntó Logan, impaciente.
—Me parece que estoy demasiado lleno para hablar —dijo Abe en tanto que se despojaba de la apretada chaquetilla caqui y se aflojaba el cinturón.
Sus anchas espaldas habían perdido la dura carne de antiguamente—. Papá, esta tarde me dijiste lo muy pobres que somos. Un tronco de caballos, un carro, algunas herramientas, ningún caballo de silla, ninguna ayuda... y solamente un poco de dinero... ¿No es eso?
—Sí, hijo. ¡Bien sabe Dios que quisiera no haber tenido que confesarlo!
Pero estamos en tan mala situación como en las peores épocas de nuestra vida.
—Papá, eres un ganadero muy malo —continuó Abe al mismo tiempo que dirigía a su padre una sonrisa y una alegre mirada.
Logan no interpretó debidamente tales palabras. Con toda evidencia le hirieron de un modo profundo, puesto que se apretó las manos entre las rodillas. Aquél fue uno de los momentos en que Lucinda no quería mirarlo.
—¡Papá! Te lo dije en broma. Ésa es la broma que te anuncié —exclamó contrito Abe.
—No puedo comprender, hijo...
—Escucha. Y comprenderás muy pronto... ¿Recuerdas «Three Springs Wash»?
—Supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Recuerdas aquel día en que atrapamos allí a los caballos salvajes?
—No lo he olvidado.
—¡Oh, Abe, yo también lo recuerdo! —exclamó Bárbara, sorprendida.
—Bien. Papá, ¿recuerdas que tuvimos allí una pequeña manada de reses antes de hacer la gran conducción?
—Supongo que la tendríamos, lo mismo que en esos otros desfiladeros laterales.
—¿Recuerdas que Grant y yo, con la ayuda de varios indios estábamos encargados de derribar la cerca y conducir el ganado de «Three Springs», junto a la manada principal?
—También lo recuerdo —afirmó Logan.
—No la derribamos.
—¡Hum! —gruñó Logan.
—Grant lo olvidó, y yo dejé intencionadamente de hacerlo. Sabía que había más de treinta mil cabezas en las principales quebradas. Y por eso decidí dejar aquella manada en «Three Springs». La cerca no fue derribada jamás. Nadie la derribó para hacer la conducción. Nadie la ha derribado después.
—¡Dios mío, hijo! ¿Qué dices?
Papá, la cerca está todavía allí... Y he contado alrededor de quince centenares de cabezas de ganado; todas las reses están hermosas y gordas.
Y puedes tener la seguridad de que me he quedado corto en la cuenta, porque no he descendido a la quebrada de los robles ni a los pinares.
La cuadrada mandíbula de Logan se inmovilizó ante una pregunta que el hombre no pudo formular.
—Y ésta es la divertida broma que te reservaba. Y me parece una cosa estupenda.
—¡Abe! —exclamó Bárbara.
—No hay duda de que eres un ganadero viejo y loco. Has estado dando vueltas por el Desfiladero del Sicómoro con el corazón destrozado y con los bolsillos vacíos cuando tienes por lo menos mil seiscientas o mil setecientas reses que valen cincuenta dólares cada una.
—¡Por amor de Dios, hijo, no gastes esa broma..., una broma como ésa..., a tu pobre y viejo padre! —dijo Logan implorantemente.
—No lo diría si fuera mentira, papá, pero es cierto. ¡Absolutamente cierto! Mañana te lo demostraré.
Lucinda creyó apreciar, en tanto que le observaba con el corazón palpitante y el aliento contenido, que un lento cambio se operaba en Logan.
Logan miró fijamente en dirección al fuego. Una tos quebrada surgió de su ancho pecho. Luego, se puso en pie, como si viese algo a través de las paredes de la cabaña. Y cuadró los hombros y se estiró. Sus ojos grises comenzaron a encenderse y a resplandecer, y todas las arrugas flojas y las pesadas sombras se desvanecieron de su rostro. Cuando Logan estiró el brazo para recoger la pipa y la bolsa de piel de ante y comenzó a llenar la pipa de tabaco, entonces, comprendió Lucinda que estaba presenciando un milagro. Y ahogó un sollozo que sólo pudo ser oído por Bárbara, quien se acercó rápidamente a ella murmurando la expresión de la verdad que parecía tan hermosa y aturdidora. Logan se inclinó para recoger una ramita medio quemada y la colocó sobre la pipa. Luego hizo una aspiración y exhaló unas grandes nubes de humo, detrás de las cuales asomaron su peluda y erecta cabeza, su resplandeciente rostro, su mirada de águila, con lo cual Lucinda pudo ver de nuevo al antiguo Logan Huett.
—Bueno, hijo —dijo con su habitual lentitud—. Nunca se puede tener seguridad de nada en este extraño negocio de ganado. ¡Quién sabe!, como dicen los mejicanos, como solía decir Al... Reconozco que he estado terriblemente ofuscado y desalentado... Veamos, veamos. El tener, aún cuando solamente sea un poco de ganado, tiene mucha importancia. Digamos que tenemos quince o dieciséis centenares de reses... Muy bien. Habrás de buscar algunos vaqueros para que te ayuden a apartar las reses jóvenes.
Supongamos que sean la mitad. Pongamos ochocientas cabezas. Las llevarás a Flagg y las venderás... ¡Cuarenta mil dólares, hijo...! Ingresarás el dinero en el banco. Comprarás un camión y un automóvil..., y todo lo que te parezca conveniente..., y lo que Lucinda desee..., y lo que quiera Bárbara... y rifles nuevos para mí... Luego vendrás en seguida a casa con los vehículos y lo demás... Abe, comenzaremos de nuevo a criar ganado. Y haremos que el pequeño Abe aprenda a hacerlo... No cometeremos jamás los errores que yo cometí... Los medios de Dios son inescrutables. Creo que nunca lo olvidaré...
Y, después de esto, jamás volveré a acordarme de aquellas treinta mil cabezas.