II
Los sueños de fantasía y aventura de Lucinda Baker habían sido tan secretos, que nadie pudo sospechar que existieran; pero ninguno de ellos fue tan increíble como aquel viaje real que efectuaba al Oeste para convertirse en la esposa de un colonizador. Sin embargo, le parecía que se había estado preparando para alguna aventura insospechada casi desde el mismo momento en que Logan Huett abandonó Independencia. ¿De qué otro modo podría explicarse que hubiera sido maestra de escuela a la edad de dieciséis años y que hubiese trabajado tan anhelosamente, durante las largas vacaciones, en los quehaceres domésticos? Siempre había tenido la seguridad de que Logan Huett no regresaría jamás a su región natal, de que el Oeste, el gran desconocido, lo reclamaría para sí. Por esta razón, en el caso de que alguna hubiera habido, ella se había adiestrado para convertirse en la esposa de un colonizador.
Lucinda era conmovedoramente feliz. Había dejado a su familia en buen estado económico y de salud. Y se alegraba de un modo inexpresable de poder alejarse de tantos insistentes galanteadores y pretendientes como la asediaban. Era libre para vivir a su modo, para ser la criatura medio salvaje y anhelante que sabía que existía bajo su piel. La mansa, tranquila, sumisa y poco sentimental Lucinda Baker quedaba relegada al pasado.
Kansas era durante el otoño una vasta pradera ondulante y marchita sobre la que se veían las manchas de las ciudades y los pueblos que se erguían a lo largo de la acerada carretera. Lucinda se cansó de contemplar la interminable y monótona extensión de tierra baldía. Todo su interés se centró en sus compañeros de viaje y los niños que los acompañaban, todos ellos gentes de la clase media, como ella misma, que se dirigían al Oeste para adoptar aquella vida seductora de las abiertas campiñas. Mas lo que vio del Colorado antes de la llegada de la noche, las grises e hinchadas laderas que se elevaban hacia las empingorotadas montañas oscuras, le produjo un temeroso e intranquilizador pensamiento: el de que la tosquedad y la temible rudeza de la Naturaleza eran muy diferentes a lo que, a través de dibujos y pinturas, había supuesto. Y despertó en Nuevo Méjico y vio enajenada el esplendor de sus valles plateados, de sus negras selvas, de sus agudas cumbres, que se destacaban blancamente ante el azul del cielo.
Arizona, al día siguiente, colmó de ilusiones la imaginación de la joven.
Durante la noche precedente, el tren había atravesado casi la mitad de aquella tierra maravillosa, purpúrea y gloriosa. Sunshine y el desfiladero del Diablo no eran otra cosa que unas estaciones aisladas, perdidas en la inmensidad de una campiña solitaria. ¿No había ciudades en aquella región tan extensa? Su pregunta al mozo del tren le aportó la respuesta de que la estación más próxima era la de Flag, a la que el convoy llegaría al cabo de dos horas. Todavía continuó Lucinda dando a sus ojos el festín de los espléndidos panoramas, e intentó no acordarse de Logan. ¿Constituiría, después, este hombre una decepción para ella? Lucinda le quería casi desde los primeros días de su infancia, desde el momento en que él la libró de la crueldad de unos chiquillos que la habían arrastrado hasta un charco barroso. Pero, sin olvidar las pocas y prácticas cartas de Logan, Lucinda llegó a la conclusión de que su oferta y su petición de matrimonio eran decisivas.
¿Qué cambios habría operado aquella áspera región en Logan Huett?
¿Qué cambios operaría en ella? Lucinda miró con estremecido temor a través de aquella tierra de púrpura, monótona por espacio de leguas y más leguas, y se estremeció al ver las magníficas murallas rojas, inclinadas, que semejaban vagabundear en dirección al azul místico y confuso y que de nuevo se trocaban en lanzas, en cumbres de negros contornos que se clavaban en el cielo; y el panorama fue una vez roto en dos mitades por una garganta estrecha y profunda, que inspiraba temor y que justificaba plenamente su diabólico nombre.
Después de largas meditaciones, Lucinda llegó a la conclusión de que probablemente Logan no habría cambiado mucho su naturaleza de joven serio y práctico para quien la actividad era casi tan necesaria como la respiración. Debería de poseer un rancho en algún lugar indeterminado, cerca de una estación, acaso próximo a Flagg, y tendría amigos entre los occidentales. Pensando de este modo leal, Lucinda pudo aplacar sus temores y cerró los ojos con el fin de no ver la densa y monótona selva en que el tren había penetrado. Y rindiéndose al pensamiento de Logan, descubrió que le interesaba menos el modo como habría de reaccionar cuando se hallase en presencia de él que la manera como él habría de «descubrirla». Lucinda sabía que se había desarrollado y que había cambiado desde los quince años más de lo que es corriente en las mujeres. Lo que sus amigos y su familia decían acerca de sus progresos, y especialmente lo que decían los jóvenes que la cortejaban, era, según pensaba ella, mucho más lisonjero que justificado.
Pero quizá fuera suficiente para hacer que Logan no pudiera reconocerla.
Un agudo y estridente silbido interrumpió las meditaciones de Lucinda.
El tren avanzaba ruidosamente cuesta abajo y salió de entre el verdor hasta un espacio despejado. Un empleado abrió la puerta del coche y anunció con voz canturrona:
—Flag! Cinco minutos de parada...
La vista de Lucinda se nubló. Y se limpió los ojos con el fin de poder ver claramente. El bosque había sido sustituido por un área despejada y fea, amarillenta y cuajada de tocones de árboles quemados. Este terreno conducía a una edificación horrible y grande, de la que brotaba por la chimenea de lo que parecía ser una serrería una gran cantidad de humo azul. A su alrededor había montones de maderas amarillas, tan altos como casas. Era una serrería. Lucinda prefería el bosque a aquella cruda y repelente evidencia de la labor humana. Más allá, había unas pequeñas cabañas hechas de tablas, y chozas miserables, todas tristes y míseras, junto a las cuales no brotaba verdor.
Mientras el tren se detenía con un rechinar de ruedas, se produjo una ruidosa agitación en el interior del coche. Muchos pasajeros comenzaban a abandonarlo. Lucinda vio a diversas jovencitas, una de ellas muy linda y de ojos vivos, que estaban más excitadas de lo que cabía esperar. ¿Cuál habría sido su actitud si se hubieran hallado en el estado de ánimo que dominaba a Lucinda? Lucinda experimentaba una extraordinaria agitación en su interior; pero aparentaba hallarse tranquila y compuesta.
Una vez que el tren se hubo detenido, Lucinda colocó en el asiento los dos sacos de mano que llevaba y cruzó el pasillo para asomarse a la ventanilla opuesta. Y vio, más allá de la vía, una larga manzana de edificios altos, extraños, de fachadas de madera. Estos edificios armonizaban con sus suposiciones respecto a cómo sería Flagg. Detrás de aquella manzana de casas se erguía una gran montaña, blanca y negra, distante, aislada.
Lucinda se quedó asombrada al observar su magnificencia. Luego, la movediza y multicolor multitud que se hallaba en el andén atrajo su atención.
En primer lugar, vio a diversos indios, de un tipo diferente al que conocía, delgados, esbeltos, ágiles, con cintas hechas de cordones sobre las negras cabelleras. Tenían rostros de limpio perfil, tan sombríos como máscaras. Unos mejicanos cubiertos por enormes sombreros se recostaban en las paredes del fondo.
Luego, la rápida mirada de Lucinda sorprendió a un robusto joven de anchas espaldas, que estaba en mangas de camisa y llevaba unos pantalones azules metidos en unas altas botas. ¡Logan! Lucinda experimentó al mismo tiempo emoción y temor. Podría haber reconocido en cualquier parte y en cualquier ocasión aquel rostro enérgico y tostado. Estaba el hombre con la cabeza descubierta y miraba ansiosamente a los pasajeros que se apeaban. Lucinda sintió una oleada de orgullo. El muchacho a quien había conocido se había trocado en un hombre duro, severo, aun en tan expectante momento. Pero aquel hombre era algo más que guapo. Parecía haber en él un algo de altivez.
Lucinda comprendió repentinamente que debía seguir al mozo que había tomado en las manos sus dos saquitos y se dispuso a salir del coche.
El mozo no fue lo suficientemente rápido en acudir en su ayuda para bajar los empinados escalones. Este acto fue realizado por un joven galante, el primer vaquero para Lucinda: un muchacho de cabellera roja, rostro agudo, en cuyos ojos parecía bailar un diablillo azul. El vaquero apretó con fuerza el brazo de la joven.
—Señorita, ¿la espera alguien? —preguntó en el mismo tono que si su vida dependiese de la respuesta.
Lucinda miró por encima de su cabeza, con la misma indiferencia que si el vaquero no estuviera allí. Pero lo encontró agradable. Dejando los sacos donde el mozo los había abandonado, Lucinda caminó por el andén hasta llegar diez pasos más lejos de donde se encontraba Logan. Logan no la reconoció. El chasco la divirtió tanto como la asustó. Volvería, con el fin de darle una nueva ocasión de reconocerla.
Caminó unos cuantos pasos más allá, y cuando se volvió estaba regocijada por la situación. Logan Huett había llamado a su prometida y no la reconoció cuando ella lo miró a corta distancia y con insistencia. Logan había abandonado el lugar que ocupaba, y ella pudo verle avanzar por el andén. Un momento más tarde la joven observó que era objeto de descarada inspección por parte de tres vaqueros, uno de los cuales era el de la cabellera roja.
Lucinda moderó sus pasos. Sería divertido acercarse a Logan en presencia de aquellos tres occidentales. Y esto constituyó para ella un irrefrenable impulso cuando oyó las observaciones de los hombres, que hicieron que su rostro y su cuello se cubriesen de rubor.
Logan se había detenido exactamente ante el muchacho de cabellos rojos. Su inexpresiva mirada recorrió a Lucinda de alto abajo, repitió nuevamente la operación... Era una mirada interrogativa y desconcertada.
Luego, Lucinda, acuciada por los vaqueros, dijo:
—Logan, ¿no me conoces?
—¡Ah...! No, usted no puede ser ella —exclamó torpemente Logan—.
—¡Lucinda! ¡Eres tú!
—Sí, Logan. Te vi y te reconocí desde el tren. Logan se aproximó a ella impulsivamente, ansioso y azorado, y la besó con seria vehemencia.
—¡Y pensar que no reconocí a mi antigua novia...!
—Sus grises ojos, que habían semejado dos trozos de hielo que brillasen bajo el sol, se suavizaron y matizaron por efecto de una cálida y alegre luz que satisfizo al anhelante corazón de Lucinda.
—¿Tanto he cambiado? —preguntó Lucinda, sintiéndose feliz; y aquel encendido tumulto, aquella agitación temerosa que oprimía su pecho se desvaneció.
—Yo diría que sí, que has cambiado mucho —respondió él—. Y, sin embargo, comienzo a reconocerte... Lucinda, verdaderamente, lo cierto es que no esperaba hallar —una mujer tan... tan hermosa y tan guapa.
—Es muy dudoso que eso pueda ser una lisonja, Logan —replicó ella al mismo tiempo que reía—. Pero espero que, de todos modos, te agradaré.
—Me parece que es cierto..., que me agradas muchísimo —afirmó él—.
Estoy asombrado, por decirlo así..., de verte convertida en una señora elegante y reposada.
—¿No lo habrías esperado de una maestra de escuela?
—Creo que no sabía lo que debía esperar. Pero, en cierto modo, tus conocimientos escolares nos resultarán muy útiles.
—Tendremos que conocernos y que comprendernos —dijo ella con timidez.
—Yo diría que es cierto... y que al mismo tiempo que lo hacemos deberemos casarnos. Todo ha de hacerse en un solo día.
—¿Todo hoy?
—Lucinda, tengo mucha prisa por marchar de aquí —replicó él ansiosamente—. He comprado lo que necesitaba, y dejaremos este pueblo...
tan pronto como hayamos terminado...
—Claro, naturalmente; nos casaremos en seguida. Pero marcharnos tan pronto... ¿No está muy lejos... tu... tu rancho? Espero que estará cerca de la ciudad.
—Muy lejos —respondió Logan—. Cuatro días de camino..., cinco, acaso, a causa de los bueyes y el ganado...
—¿Está... está... allá, en...? —preguntó ella con voz desmayada, tanto que con un vago gesto señalaba la extensión inquieta de la campaña.
—A sesenta millas, al Sur... Un camino muy hermoso durante la mayor parte del recorrido, cuando hayamos salido de la ciudad.
—¿Un bosque... como el que he cruzado en el tren?
—Sí, durante casi todo el viaje. Pero también hay lagos, terrenos cubiertos de salvia, desiertos... Es una región maravillosa: —Logan, como es natural, te habrás instalado... cerca de alguna ciudad —tartamudeó ella.
—Flag es la más próxima —respondió él pacientemente, en el mismo tono que si ella fuera sólo una chiquilla.
Lucinda se mordió los labios para reprimir una exclamación de desaliento. Sus manos, fuertes y hábiles, temblaron ligeramente mientras abría la carterita.
—Aquí están mis billetes. He traído un baúl y un cofre. He aquí mi equipaje de mano.
—¡Un baúl y un cofre! ¡Diablos! ¿Dónde los pondré? Llevaremos una carga tremenda —exclamó él; y tomando los billetes, detuvo a un trajinero al que dio instrucciones e indicó los dos saquitos que se hallaban en el andén; luego volvió junto a Lucinda.
—¡Querida! ¡Estás muy pálida! —dijo con ansiedad.
—¿Estás cansada por efecto del largo viaje?
—Creo que sí. Pero muy pronto estaré perfectamente... Llévame... a cualquier sitio.
—Vamos a hacerlo. Te llevaré a casa de Babbitt, donde podrás hallar todo lo que necesites, desde una aguja hasta un piano.
Quiero adquirir algunas cosas que no he tenido tiempo de comprar.
—Muy bien. Luego compraremos tu anillo de desposada. El clérigo me dijo que no lo olvidase.
Lucinda acomodó el paso al de Logan durante el recorrido hasta la ciudad. Pero no manifestó el mismo interés que en los primeros momentos por los occidentales y vaqueros en general, ni por el enorme almacén, cuya instalación recordaba un granero, a que él la condujo. Lucinda escogió un anillo liso y se lo dejó puesto en el dedo, como si tuviera miedo a quitárselo.
El rostro anhelante de Logan la conmovió. Por amor a él y en su beneficio la joven hizo un esfuerzo por rechazar las dolorosas y molestas sensaciones que la asaltaban.
Déjame una hora aquí... y vuelve luego a buscarme —dijo ella.
—¡Tanto tiempo! ¡Por amor de Dios! ¿Para qué?
—Tengo que adquirir algunos objetos femeninos. Muchos.
—Lucinda, mi dinero ha sido empleado casi todo —dijo él con voz quejumbrosa—. Se ha derretido... He separado la cantidad que debo pagar a Holbert por el ganado que he comprado en Mormon Lake.
—Yo tengo dinero suficiente, Logan. He ahorrado mis sueldos —contestó ella, sonriente. Pero no citó los quinientos dólares que su tío le había entregado corno regalo de boda. Lucinda tenía el presentimiento de que habría de necesitar aquel dinero.
—Bien, Lucinda, siempre fuiste una muchacha ahorradora... ¡Vamos a casarnos pronto...! Luego podrás volver aquí mientras yo cargo el carro.
Y pasó un brazo bajo el de ella y tiró suavemente. ¡Qué fuerte era Logan, y qué pasos más grandes daba! Lucinda ansiaba solicitar que le concediese un poco de tiempo para ajustarse a la sorprendente situación en que se hallaba; pero la obligó a salir de la tienda con rapidez y a caminar por la calle mientras hablaba con vehemencia.
—He aquí una lista de las cosas que he comprado para nuestro nuevo hogar... ¿No te suenan bien esas palabras? Estoy emocionado... Repásala. Es posible que recuerdes algo que se me haya olvidado. Habremos de acampar al aire libre en tanto que construimos una cabaña de leños. Viviremos en mi carro, que es muy grande y está cubierto... hasta que hayamos erigido nuestra casa... El carro es lo que se llama un barco de las praderas... Y habremos de darnos prisa, además, para terminar la construcción antes de que comience a caer la nieve... Va a ser muy divertido... y va a darnos mucho trabajo... el principio de nuestra labor de rancheros... ¡Oh, cuánto me alegro de que seas tan robusta...! Lucinda, soy muy afortunado. No debo olvidar decirte lo muy feliz que me haces. Trabajaré para ti. ¡Y llegará un día en que pueda ofrecerte todo lo que anhele tu corazón!
De modo que vamos a pasar nuestra luna de miel en un carro de las praderas! —exclamó ella mientras reía débilmente.
—¿Luna de miel...? ¡Así será! Nunca lo había pensado, pero lo ha hecho más de una esposa de colonizador antes que tú... Lucinda, si no recuerdo mal, sabías conducir caballos..., el tronco de tu papá...
—Logan, conducía también el calesín.
—Es loe mismo. Una vez me llevaste a mi casa desde la iglesia. Y yo te rodeé la cintura con un brazo. ¿Lo recuerdas?.
—Debo de recordarlo..., puesto que estoy aquí.
—Podrás observar cómo conduzco los bueyes y aprender el camino que lleva a Mormon Lake. Una vez que estemos allí, habré de montar un caballo y apresurarme a hacer el resto del recorrido con mi ganado. Tú conducirás entonces el carro.
—¡Cómo! ¿Conducir una yunta de bueyes? ¡Yo!
—Sí, Lucinda. Podrás hacerlo. No hay duda. Serás mi compañera. Y creo que nunca tuvo colonizador alguno una compañera mejor que la mía.
Tenemos la campiña más maravillosa de Arizona. ¡Espera hasta que la veas!
Llegará un día en que tengamos en ella más de treinta mil reses... ¡Ah, ésa es la casa del clérigo! He estado a punto de pasar más allá... Vamos, Lucinda. Si no te arrepientes en seguida, lo harás demasiado tarde.
—Logan..., nunca... me arrepentiré —murmuró ella roncamente.
Lucinda se dejó conducir a la presencia de unas personas amables que la atendieron cariñosamente; y antes de que pudiera percatarse de lo que sucedía, se había convertido en la esposa de Logan Huett. Luego, Logan, acompañado del barbudo herrero, Hardy, la llevó a que viera el carro que había adquirido. Lucinda se recobró un poco durante el camino. Habría sido inútil que intentase rebelarse, aun cuando hubiera deseado hacerlo. El grave alborozo de Logan evitó que se descorazonase. No podía negarse que su expresión y sus actos demostraban el orgullo que le producía la posesión de Lucinda.
A la vista del carro cubierto de lona, Lucinda emitió una risa nerviosa y ruidosa que Logan interpretó como regocijo y entusiasmo. El carro semejaba la lona de un circo que se hubiera caído sobre un gran cajón dotado de ruedas. Cuando Lucinda se acercó para mirar al interior del vehículo, una onda de sentimientos opuestos la invadió. El aspecto, el olor del atestado interior condujeron a Lucinda, brusca y conmovedoramente, al otro extremo de la cuestión. El carro semejaba inundado de una atmósfera de colonización, de aventura, de lucha contra el terreno y los elementos.
—¡Es sencillamente, maravilloso! —exclamó Lucinda, que daba paso a su otra vencedora personalidad—. Pero Logan, después que hayas cargado aquí el equipaje, ¿dónde dormiremos?
—¡Maldición! Llevaremos una carga excesiva, y mucho más si haces nuevas compras. Pero encontraré el medio de ponernos en. camino... ¡Te digo, esposa, que no hay nada que pueda arredrarme...! Haré sitio para ti en el interior, y yo dormiré en tierra.
—¡Ja, ja, ja! —rió ruidosamente el herrero—. Ése es el verdadero espíritu de los colonizadores.
—Logan, tengo la seguridad de que arreglarás las cosas de modo que haya comodidad, por lo menos para mí —dijo Lucinda al mismo tiempo que enrojecía—. Ahora voy a ir de nuevo a la tienda. ¿Querrás ir a buscarme allá?
Dame mucho tiempo, y prepárate para recoger muchas cosas más.
—Sería preferible que encargases que las trajesen aquí —contestó Logan en tanto que se rascaba la barbilla pensativamente.
—Señora Huett, ¿se cambiará de ropas antes de ponerse en camino? —preguntó la apuesta esposa del herrero—. Ese vestido no es apropiado para acampar en ese desierto. Lo estropearía usted.
—Puede usted tener la seguridad de que se cambiará de ropas —replicó entre una sonrisa Logan—. No lo olvidaré... Lucinda, saca tus vestidos antes de que cargue esos bultos.
—No he traído ningún vestido viejo —respondió Lucinda.
—Y ¿vas a guiar unos bueyes, a guisar sobre un fuego de leña, a dormir sobre la paja y a realizar otras muchas tareas propias de una colonizadora...? Bien, puesto que vas a hacer compras, no te olvides de adquirir pantalones, calcetines, botas..., una camisa de franela, un abrigo grueso... y un sombrero ancho que proteja ese lindo rostro contra los rigores del sol... Y unos guantes de abrigo, querida, y un pañuelo grande de seda para evitar que el polvo te ahogue...
—¡Oh! ¿Eso es todo? —preguntó concisamente Lucinda—. Puedes tener la seguridad de que lo obtendré.
Horas más tarde Lucinda se miraba ante el espejito de la señora Hardy y no podía dar crédito a la evidencia de lo que sus ojos le descubrían. Pero la expresión de la excelente esposa del herrero, que era de agrado y de contento aseguraron a Lucinda que, desde el punto de vista de aquella mujer, era una cosa digna de observarse.
—¿Cómo voy a presentarme delante de esos hombres? —preguntó desalentada Lucinda. Una reducida multitud se había congregado en torno al carro, tras el cual Logan parecía hallarse poniendo el ronzal a los caballos.
—Querida mía, todas las mujeres que están ahí fuera gastan pantalones y montan caballos a horcajadas —dijo la señora Hardy con manso humor—.
Reconozco que está usted más torpe que la mayoría de esas mujeres; pero se acostumbrará pronto.
—¿Torpe? —preguntó Lucinda dubitativamente. Luego, guardó de nuevo el vestido de viaje y se preguntó cuándo volvería a ponérselo. La mujer occidental adivinó sus pensamientos.
—Los colonizadores que viven en la campiña no vienen frecuentemente a las ciudades —declaró al mismo tiempo que sonreía—. Pero vienen, con más o menos frecuencia, y por eso les agradan más. Sea valiente y tome su medicina, como decimos los occidentales. Su esposo será un gran ranchero, en opinión de Hardy. No olvide usted que la mujer del colonizador realiza la mayor parte del trabajo y que jamás obtiene el reconocimiento de sus esfuerzos.
—Muchas gracias, señora Hardy —replicó Lucinda, que estaba agradecida por los consejos y la simpatía de aquella mujer—. Comienzo a entrever mi porvenir... Pero haré frente a lo que me espera... ¡Adiós!
Lucinda salió transportando su saco de mano e intentó andar naturalmente, aun cuando experimentaba unos ardientes deseos de correr.
—¡Yuupi! —gritó Logan.
Si se hubieran hallado a solas, aquel sorprendente tributo a sus atavíos habría placido a Lucinda. ¡Eran algo que arrancaba exclamaciones de entusiasmo o excitación a aquel extraño y serio marido! Pero el dirigir la atención de tanta gente hacia ella, y, lo que era peor, el hacerlo ante tantos diablillos alborotadores, desarrapados y rudos... eso era terriblemente azorador.
—¡Eh, señora! —dijo uno de los chicuelos—. Por lo que más quiera, ¡no se agache con esos pantalones!
Esta chuscada provocó un grito de alegría, de regocijo a Logan. Los otros hombres se volvieron de espaldas y se agitaron por efecto de unas sospechosas convulsiones. Lucinda, con el rostro enrojecido, continuó caminando.
—Jimmy, va a ser una vaquera novata e inexperta —dijo otro de los jovenzuelos.
Lucinda pudo llegar al carro sin haber perdido la dignidad, no siendo por el enrojecimiento del rostro, el cual supuso que habría sido ocultado por el sombrero. Colocó el saquito bajo el asiento y subió al cubo de la rueda.
Cuando hubo intentado dar un nuevo y aventurado paso, desde el cubo hasta el alto borde de la rueda, resbaló y estuvo a punto de caer. Aquellos pantalones azules eran demasiado estrechos para ella. Luego Logan le dio un tremendo empujón. Lucinda cayó sobre el alto asiento, torpe pero salva, entre los aplausos de los espectadores. Desde aquel punto de observación el espíritu de aventura y el sentido del humor de Lucinda fueron suficientes para disipar la confusión y el furor que la acometían. Y miró a su esposo, que tenía los ojos llenos de alegría, y a los sonrientes occidentales. Y después a los desharrapados chicuelos.
—Todos habéis sido inexpertos y novatos en un tiempo —dijo a los hombres al mismo tiempo que reía; y luego señaló a los mocosuelos—. He dado azotes a muchos chicos tan grandes como vosotros.
Logan trepó al otro lado para coger un palo corto que tenía una larga correa en un extremo.
—Hardy, ¿cómo solía usted conducir a estos bueyes? —preguntó en el mismo tono que si hubiera olvidado hasta el último instante algo de gran importancia.
—No tiene que hacer casi nada: aguijonearlos un poco, arrearlos, gritarles e indicarles que vayan hacia la derecha o la izquierda cuando sea necesario —contestó sonriendo el herrero—. Es la mar de fácil... Son un par de bueyes bien adiestrados.
—¡Adiós, señores! ¡Hasta la próxima primavera! —dijo Logan. Y restalló el látigo y gritó—: ¡Adelante!
Los dos bueyes agitaron las enormes cabezas y se pusieron en marcha.
El pesado carro avanzó fácilmente. Lucinda movió una mano para despedirse de la esposa del herrero y después de los muchachos. En los rostros pecosos de éstos se reflejaba el júbilo. Uno de ellos se puso las manos a modo de bocina ante la boca y dirigió unas últimas voces estridentes a Lucinda:
—¡Muy bien, señora! Puede usted ser nuestra maestra de escuela y azotarnos... si gasta esos pantalones.
Lucinda se volvió rápidamente hacia su esposo.
—¡Qué descaro tiene ese granujilla...! Logan, ¿qué tienen mis pantalones azules... para que los muchachos hablen de ese modo?
—¿Tener? Nada. Son estupendos. Los pantalones azules son tan corrientes aquí como las tortas de maíz. Pero jamás he visto unos pantalones tan... tan reveladores como los tuyos.
Los bueyes avanzaban lentamente y el carro cubierto de lona entró en una calle lateral. El espectáculo debía de ser muy frecuente en Flag, puesto que los transeúntes no miraban dos veces lo que a su lado discurría.
Lucinda se alegró de poder escapar a la curiosidad y la situación, que le parecía ridícula. ¿Qué habría dicho aquel terceto de vaqueros? Logan cruzó las vías del ferrocarril pasó sobre un ruidoso puente de madera, siguió junto a las casas de campo y las cabañas y, al final, junto a la amarillenta y negra serrería.
—¡Querida, ya estamos fuera de la ciudad! —exclamó Logan repentinamente; y colocó una de sus fuertes manos sobre las de ella. Luego señaló con la punta del látigo en dirección al Sur, más allá del bosque, hacia la oscura y confusa extensión que se dibujaba en la lejanía—. Ya estamos camino de nuestro rancho..., de nuestro hogar en el Desfiladero del Sicómoro.
—Sí, Logan, lo había supuesto... Soy muy feliz —contestó ella dulcemente sorprendida y conmovida por el tono cariñoso de él, que revelaba la intensidad de sus sentimientos.
—He vivido solamente para esto. Para esto he trabajado..., para esto he ahorrado dinero. Allá abajo se esconde mi desfiladero... Allí está el mejor terreno para ganado... Allí está la hierba y el agua... Y todo ello cercado... Y aquí está mi equipo. Todo está pagado. Y, finalmente, aquí, está también la mujercita más hermosa y buena que jamás haya venido para contribuir con su esfuerzo a la prosperidad del Oeste.
Lucinda se inclinó hacia atrás arrobada. Se había engañado al juzgar la actitud de Logan respecto a ella y su sacrificio, así como respecto a su pasión por los terrenos ganaderos. Pero podría olvidarlo y perdonarlo, respetarlo e identificarse él, puesto que ya sabía de modo cierto que la quería.
La carretera se retorcía a través de la desnuda tierra cercana al bosque; era seca, pero no polvorienta, y la ligera inclinación que tenía hacía que los bueyes no tuvieran que realizar grandes esfuerzos para arrastrar el carro.
Una dulce fragancia cargaba la brisa, que era ligeramente cálida. Aquella fragancia, que en principio era agradable, se hizo vigorizante, estimulante;
Lucinda preguntó a su esposo cuál era su origen, y Logan respondió que estaba compuesta de una mezcla de los aromas de la salvia, los cedros y los pinos. A Lucinda le gustó, y fue todo lo que le agradó de aquel recorrido de seis millas que hubieron de hacer hasta llegar al bosque. Allí, las cabañas y los terrenos de pastos, con sus toscas cercas de maderas desnudas, parecieron concluir. El entrar en el bosque fue como entrar en un túnel de pardas columnas y dosel verde. Era tranquilo, sombroso y estaba iluminado por unos haces oblicuos de luz que le hacían extrañamente amedrentador.
Lucinda se vio asaltada por un sentimiento que no pudo definir, como si tuviera la impresión de hallarse en un lugar familiar y conocido, aun cuando jamás hubiera entrado en bosque alguno.
Antes de la llegada del ocaso, Logan dirigió el vehículo hasta un terreno despejado.
—Acamparemos en aquel extremo —dijo—. Tenemos hierba, agua y leña.
Bien, Lucinda, jamás estaremos escasos de combustible.
Se detuvieron bajo los grandes pinos que sobresalían del muro de arbolado que constituía la selva. Unos árboles que Logan dijo que habían sido derribados por el viento se hallaban en tierra, algunos amarillos y astillados, otros más viejos y grises, casi muertos. Logan salió a tierra, y cuando Lucinda intentó hacer lo mismo, la levantó y ayudó a descender al mismo tiempo que la abrazaba estrechamente.
—Ahora, esposa inexperta en cuestiones de ranchería, mujer de pantalones estrechos, y de no sé qué más, puedes comenzar —dijo alegremente. Pero no le concretó qué era lo que había de comenzar, y Lucinda se detuvo ante él irresolutamente en tanto que el hombre desuncía los bueyes, los ponía en libertad y comenzaba a descargar cajas y bultos del carro. Y levantó el baúl de ella con tanta facilidad, que Lucinda se maravilló y recordó que su padre habría tenido que pedir ayuda para conseguir moverlo.
—Lo pondremos bajo el carro —dijo él—. No te aflijas. Lo cubriremos. Pero las lluvias ya han pasado, Lucinda. Lo que tendremos a continuación será nieve... ¡Uf!
—¡Cómo sopla el viento y cómo cae la nieve aquí!
—Logan, me molesta el viento, y no me gusta la nieve.
—No es extraño. Ya vencerás esos sentimientos en Arizona... Ahora, Lucinda, observa lo que hago y aprende a hacerlo.
Y extendió una gruesa lona sobre la hierba. Luego sacó de una caja sacos de lona de diversos tamaños, los que puso en tierra, unos junto a otros. Vació un saco de arpillera, que estaba lleno de ruidosos objetos que resultaron ser pequeñas marmitas de varios tamaños provistas de tapas, cafeteras, cacerolas, sartenes y platos, tazas de almuerzo y otros utensilios domésticos. Después separó varios cubos que encajaban unos dentro de otros y los llevó al arroyo, de donde los sacó llenos de agua. Todos sus movimientos eran rápidos, diestros, vigorosos, hábiles. Era maravilloso verlo manejar el hacha. Astillas, pedazos de madera y tarugos volaron a su alrededor como por arte de magia. Muy pronto encendió un fuego crepitante y explicó que debía quemarse hasta convertirse en un lecho de encendidos carbones. A continuación, lo mismo que un prestidigitador, dispuso de una palangana, jabón y una toalla, y se lavó las manos cuidadosamente.
—Lo más importante de todo... —dijo sonriendo burlón—. Mira cómo hago galletas.
Lucinda observó las operaciones con profundo interés. Allí estaba su esposo, usurpando los dominios de una ama de casa. Pero ella sentíase fascinada. Logan era diestro, hábil; resultaba verdaderamente maravilloso para una mujer inexperta en tales labores. El ver a aquel hombre de espalda musculosa ante un cuenco lleno de agua y harina; el ver como sus manos, morenas y fuertes, mezclaban la masa hábilmente, fue una revelación para Lucinda. Y Logan se mostró igualmente eficiente en la preparación del resto de la comida. Lucinda se sentó con las piernas cruzadas, a pesar de la estrechez de los pantalones, y disfrutó cordialmente de aquella su primera comida en Arizona. Estaba hambrienta, porque Logan se había olvidado de llevarla a comer. Tocino y huevos, galletas y café, con melocotones en conserva para postre, y, finalmente, la gran caja de dulces que Logan había adquirido y que sacó no supo Lucinda de dónde, como regalo especial del día; todo ciertamente, satisfizo algo más que el hambre de la joven.
—Logan, me asombras... Eres un cocinero estupendo —dijo—. Es hermoso poder pensar que «yo» no tendré que cocinar y que cocer.
—¡Ja, ja! ¡No, tendrás que hacerlo! —exclamó él alegremente—. Pero me satisface que veas que puedo hacerlo, que lo sé hacer... Ahora, vamos a retirar los chismes. Yo fregaré los utensilios, y tú los secarás.
Cuando tales tareas quedaron terminadas, Logan se internó en el bosque armado de un hacha y regresó cargado de una inmensa cantidad de ramas fragantes y verdes, que arrojó junto al carro. Luego, desenrolló una lona para extraer de su interior unas mantas.
—Apenas hay en el carro el sitio suficiente para que puedas dormir tú; de modo que tampoco habrá sitio para mí —dijo—. Voy a prepararme un lecho en tierra. Si vinieran zorrillas o coyotes, escorpiones, tarántulas o ara— ñas, primero las veré yo. ¡Ja, ja! No. Realmente, no son cosas de las que haya motivos para reírse. No quiero correr el riesgo de que seas mordida, especialmente por alguna mofeta hidrófoba. Eres demasiado preciosa para mí. Jamás podría encontrar otra mujer como tú.
Nada dijo Lucinda. Lo mismo las palabras que los actos de Logan eran sencillos, naturales. Y, no obstante, con todo ello revelaba lo hermoso de sus sentimientos. Ella era la desposada, y aquella era su noche de bodas. La oscuridad surgía rápidamente del bosque. Lucinda oyó el suspiro del viento entre los árboles, un sonido que semejaba impregnado de melancolía. ¡¡Qué soledad! La joven se estremeció ligeramente. Las observaciones de Logan eran justas, precisas. Y buscó su pesado abrigo. Luego, Logan arrojó una brazada de verde ramaje al interior del carro, la cubrió de mantas y subió a la puerta del vehículo.
Lucinda le oyó que hurgaba allí durante cierto tiempo. Al cabo de unos instantes saltó a tierra.
—¡Eso es! Ahora, lo que habrás de hacer es poner el abrigo como almohada, quitarte las botas, meterte entre las mantas... y estarás muy cómoda... Bueno, el día ha terminado. ¡Nuestro primer día...!
Lucinda caminó bajo los pinos, a lo largo del arroyo; pero no se alejó mucho. Entre los árboles caídos, entre los macizos de salvia podría ocultarse uno de los animales que inquietaban a Logan. La joven miró hacia atrás para ver si Logan había arrojado nueva leña al fuego. Logan se hallaba junto a la hoguera. Su figura alta, fuerte, oscura, armonizaba perfectamente con el escenario que lo rodeaba. Parecía haber en éste un algo crudo y áspero, y, sin embargo, atrayente. Las llamas iluminaban el delicado encaje que formaban las ramas de los pinos. Las chispas ascendían en dirección al cielo. El gran carro negro se erguía de modo fantasmal. La negrura siempre deprimía a Lucinda, pero el blancor la atemorizaba. Logan continuaba en pie en el mismo lugar y con las manos extendidas... Era un tipo espléndido, pensó ella. Lucinda podría poner el amor, que por el joven había sentido en el hombre ya hecho, puesto que Logan había adquirido una madurez superior a la que por su edad podía esperarse. Cuando se hallaba en reposo, en su rostro se dibujaban unas líneas austeras, severas. Había sufrido dolores, penalidades, si no amarguras. Los temores de Lucinda respecto a Logan se disiparon como las columnas de humo que se perdían entre la oscuridad. Sentía vagos temores con relación a aquel Oeste, y sabía que tales temores se multiplicarían y aumentarían; mas comprendió en aquel instante que jamás volvería a experimentar temor alguno a causa de Logan Huett. Costase lo que le costase, Lucinda respondería alegremente a la llamada, a la petición de Logan de una compañera; y ella intentaría serlo, tan valiosa como le fuese posible conseguirlo.
Lucinda regresó junto al fuego y se calentó las manos acercándolas a las llamas. ¡Cuán rápidamente la había enfriado el viento!
—Nunca supe lo agradable que puede ser un fuego —dijo riendo.
—¡Ja! Has dicho muchísimo... —Y luego la condujo a un asiento, formado por un tronco cercano. Se quitó la pipa de la boca, la golpeó para quitarle las cenizas, y prosiguió—: Lucinda, soy hombre de pocas palabras —el resplandor de la hoguera bailaba en su rostro, moreno y fuerte, y en la gris claridad de sus ojos—. Sí, no hay duda de que hablaré hasta hacerte rodar la cabeza, de ganados y pastos, de osos y de pumas, de indios y todo lo que sea salvaje...
Pero me refería a... a las cosas más profundas..., a las íntimas..., a las que están aquí... —y se golpeó el ancho pecho—. Las tengo aquí, pero son muy difíciles de decir... De todos modos, las palabras no podrían servir para expresar el modo como te agradezco que hayas abandonado a tu familia, a tus amistades, tus comodidades de la civilización para venir a estos bravíos terrenos de Arizona... para ser mi esposa..., ¡mi compañera! Es casi demasiado bueno para que pueda ser cierto... Y te quiero más por ello...
Reconozco que fui egoísta al hacerte venir en busca mía... Pero espero que me perdonarás cuando veas mi rancho..., nuestro rancho..., el trabajo que ha de hacerse... antes de la llegada del invierno que se aproxima con rapidez... Eres solamente una chiquilla, Lucinda... ¡Dieciocho años! Y me avergüenzo al pensar lo que habrás tenido que luchar... antes de aceptar...
Pero nada temas, querida, te enseñaré tus deberes domésticos, lo haré con la misma rapidez con que te he convertido en mi esposa. Todo llegará en su momento, Lucinda, cuando comprendas que me conoces tal y como soy ahora, cuando me quieras y desees venir a mí... Eso es todo, chiquilla, Ahora, despidámonos con un beso, y vete a tu lecho de nuestro barco de las praderas.
Lucinda cumplió lo que se le pedía tranquila y consolada; no había supuesto que pudiera estarlo tanto sino hasta después de una larga prueba.
Y miró hacia el exterior para ver a Logan entre la luz vacilante de las llanuras. Luego se metió entre las cálidas mantas de lana. Qué maravilloso era hallarse allí! ¡Cuán extraño! No habría cambiado aquel lecho, con el techo de lona en el que danzaban unas sombras fantásticas, por el palacio de una princesa. Pero el viento se lamentaba entre los pinos..., se lamentaba de la terrible soledad, de la inmensidad, de la rudeza del Oeste.