XV

Eran las cinco de la tarde, y el sol tocaba ya las cumbres de la distante serranía. Hacía dos horas que Mary se había marchado. ¡Dos horas, durante las cuales permaneció Georgiana sentada, inmóvil, afligida por sus emociones y sus pensamientos!

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer? —murmuró saliendo de aquella enervada inactividad. Púsose a pasear por el cuarto, recorriendo con la vista las importantes mejoras efectuadas por Mary en la distribución y el arreglo de los muebles y adornos. ¡A qué prueba estuvo sometida, mientras le ayudaba a su hermana a transportar el baúl, las maletas, las cajas y demás bultos que contenían todos sus efectos, observándola luego y escuchándola, en tanto lo desempaquetaban todo y la bondadosa maestra procedía a colgar unas cosas, a cambiar de sitio otras, y quitar y poner, hasta dejar el interior de la cabaña totalmente transformado! Los retratos, cuadros, banderolas y otras mil chucherías, a las que tenía cariño y que en Green Valley, por falta de sitio, permanecían guardadas, contribuían allí al embellecimento de la estancia, prestándole alegría y color.

Georgiana miraba y remiraba, en su ansiedad, como si aquellos inanimados objetos que le pertenecían pudieran hablar para comunicarle algún sabio consejo. Pero si le hablaban, era para recordarle pasados placeres, gratos momentos lejanos, las comodidades del hogar paterno…, todo ello fuera de oportunidad actualmente.

La lumbre que ella y Mary habían encendido brillaba con intenso fulgor en la chimenea, emitiendo su confortable calefacción y también se le antojaba inoportuna, inadecuada, falsa, mentirosa…

—Heme aquí. No me he marchado. Él volverá pronto… ¡Y soy su esposa! —gimió en el colmo de la desesperación.

Entonces se le ocurrió que tendría que quedarse. Su única esperanza de escapar se había malogrado. Claro está que no carecía de ánimo para fugarse, yéndose a cualquier parte, lo más lejos posible de aquel odioso homestead. Mas, en primer lugar, tenía miedo de la selva, de noche. (¿Qué ganaría con exponerse a las torturas del hambre y del frío?). Y, además, se veía obligada a permanecer a causa de Mary, por lo menos hasta que ésta se hubiera casado con aquel tozudo de Enoch.

—Tengo que quedarme —admitió acompañando la resolución con un gesto de angustia—. Si me voy ahora, dirán que he abandonado a mi marido al día siguiente del matrimonio. ¡Cielo Santo! Eso sería la desgracia de Mary. Estoy amarrada. Ahora me toca pagar por mi… tunantería.

Aparentemente, su decisión de quedarse no mejoraba el estado de cosas. En realidad, toda decisión era superflua, puesto que no le quedaba alternativa alguna. Lo que más inquietaba a Georgiana por el momento era la absoluta necesidad de dejar su orgullo a salvo. Pura vanidad, es cierto, y ella lo sabía.

—¿Qué voy a decirle…, cuando regrese y me encuentre todavía aquí? —se preguntó—. He de urdir algún plan.

La simulación había sido uno de sus preferidos pasatiempos infantiles, y, ya mayor, se había convertido en su característica predominante. De súbito tuvo una inspiración. ¿Por qué no ensayar la honradez? En menos de veinticuatro horas le había cogido más miedo a Cal que a nada en el mundo. Se devanaba los sesos en busca de medios para engañarle…, para demostrarle que no le temía…, y para salvar su propio orgullo. Al darse cuenta de lo que estaba pensando, se avergonzó.

—¡No! —murmuró—. Seré franca. Le tengo un miedo mortal, y no trataré de ocultárselo… ¡Me ha golpeado! Yo podría perdonarle una bofetada; pero me golpeó como un hombre a otro. Le odio, y si lo hace otra vez, ¡lo mato!

En este preciso instante en que la joven se abandonaba al temor y al apasionamiento, una voz interior parecía decirle, acusadora: «Mereciste ese golpe, por brutal que haya sido». Pero un inmediato repudio silenció al acusador. Hallábase ella aún muy lejos de la humildad. Sin embargo, le remordía la conciencia, y al pensar en la lealtad de Mary se le inundó el corazón de amor y gratitud. Su egoísmo sufrió un momentáneo eclipse.

La inconsciente desfachatez con que había procedido hasta entonces le había acarreado toda suerte de males, y ya era hora de que dejara de ser embustera y falsa.

—Seré franca —repitió decidida—, y me atendré a las consecuencias.

Inmediatamente pasó a la cocina y concentró su atención en la importante tarea de preparar la cena. El corto día invernal tocaba a su fin, y el crepúsculo vespertino envolvía la «mesa». Encendió la lámpara. Luego pensó en su gracioso delantal. Corrió a la otra pieza, buscó la prenda (eligiendo la más bonita, entre varias que poseía), púsosela y se miró al espejo, para ver qué tal le sentaba. De vuelta en la cocina, avivó el fuego de la chimenea y se ocupó en los preparativos de la comida. Con las manos atareadas y preocupada su mente, olvidó sus temores, hasta que oyó pasos en el porche y un golpecito de llamada en la puerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Soy yo; Cal —fue la respuesta, dada con voz fatigada.

—Entre.

Entró el muchacho, con aire cansado, todo sucio, cubierto de polvo y de restos de maleza, cojeando algo al andar. De su ropa se desprendía un fuerte olor selvático, especialmente a pino.

—Me encontré con Mary allá abajo, en la escuela —dijo—. Tú no le has dicho nada, ¿verdad?

—No —repuso ella con la mayor sencillez.

—¿Por qué?

—¿No se ha enterado usted del disgusto que tuvo con Enoch por causa mía?

—¡Ajú! Enoch es un viejo puerco-espín. ¿Hicieron ya las paces?

—Sí. Y yo… no me animé a hablar.

—Admito que hubiera sido duro… ¿Y es ésa la razón de que aún estés aquí?

—En gran parte… Pero… no tengo ningún deseo de que me sigan tratando como ayer.

Él la examinó con mirada triste y reflexiva. Parecía que las horas de aquel día le habían cambiado tanto como a ella. Sin una palabra más, llenó de agua la palangana, colocóla sobre un banco y procedió a lavarse. Georgiana le observaba con el rabillo del ojo, mientras trajinaba de un lado para otro. Cuando, por último, se presentó Cal a plena luz, ella le miró a la cara, con interés. La ablución le había limpiado las manchas del trabajo, pero acentuando las señales de fatiga y pena. Mostraba a las claras el sufrimiento moral que estaba padeciendo. En un día había envejecido años. Ya no era el muchacho de antes.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que estaba ella trabajando.

—Ya está hecho casi todo —repuso Georgiana; y ahora, que notaba el examen a que la sometía, evitaba mirarle.

Poco después fue servida la cena. Sentáronse frente a frente, en completo mutismo, excepto por las escasísimas palabras indispensables en la mesa. Cal comía mecánicamente, sin su apetito habitual. Tenía la frente contraída como si meditara sin cesar.

Una vez terminada tan extraña comida, Cal dijo que él se ocuparía del resto del trabajo. Georgiana se alegró de verse libre de tal faena. Había pasado un mal rato. Dejó a Cal sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en una mano y muy pensativo. Pasó a su cuarto, se encerró bien, y cayó víctima de los remordimientos.

—¡Oh, lo siento…, lo siento por él, no importa lo que me haya hecho! —exclamó—. Sabe que la cosa no tiene arreglo. Se da cuenta de lo que voy a hacer… y entonces quedará deshonrado… ¡Deshonrado por mí! ¡Oh, si yo lo hubiera pensado antes!…

El siguiente día estableció en la mente de Georgiana una perspectiva bien clara del estado de la situación, tal cual existía entonces, y cual, probablemente, seguiría existiendo bastante tiempo en lo por venir.

No comprendía la actitud de Cal. Éste hablaba muy poco, y parecía deseoso de alejarse de su vista. Ensimismado, sombrío, preocupadísimo, apenas le hacía compañía más que los breves ratos en que absolutamente no podía evitarlo. Y acabó por llegar a la conclusión de que semejante conducta se debía a la certidumbre de que ella se iría, y que, si todavía no lo había hecho, era por causas que no se le escapaban. Le extrañaba sobremanera que no demostrara remordimiento alguno por el crimen cometido. Si se hubiera arrepentido, habría formado mejor concepto de él. No parecía haber justificación para el miedo de Georgiana de que le acometiera otro acceso de furia como el que tuvo cuando la raptó. Pero, indudablemente, si había evidenciado tan terrible temperamento, era porque tal era su naturaleza, y en cualquier otra oportunidad podría repetirse lo pasado. No obstante, la consolaba la seguridad de pasar totalmente sola la mayor parte del tiempo.

A su juicio, el papel que le correspondía desempeñar era bien sencillo. Mientras permaneciera bajo el techo de Cal Thurman, y compartiera con él su mesa, tenía que trabajar para ganarlo. Aun en el caso de que su orgullo le consintiera aceptar algo de él, debía de trabajar por conveniencia propia. Si se estaba inactiva, sentada en un rincón, rumiando su desdicha, acabaría por caer enferma. Y recordaba que, desde hacía varias semanas, había ido imperceptiblemente desmejorando. Sabía lo que significaba el malestar que a veces experimentaba en todo su cuerpo. Su sangre se empobrecía. Ese malestar había desaparecido durante algún tiempo, pero ahora la molestaba de nuevo. Georgiana trató de olvidarlo. Se resistía a ser dominada por la enfermedad. Un mes de inactividad y encierro en su pequeño cuarto la había arrastrado casi hasta el pobre estado de salud en que se hallaba cuando vino a Green Valley. Ya no podía contar con su hermana. Había quedado entregada a sus propios recursos, y si carecía de suficientes fuerzas y valor para sobrevivir en el Oeste, se marcharía a su tierra, al Este. Si tenía que morir, quería que fuera en su casa, en el hogar de sus padres. Mas esta catástrofe que acababa de venirle encima había atizado el fuego latente en su espíritu. No se rendiría sin pelear de firme. Entonces, lo que había sido testarudo amor propio, irreflexiva vanidad, trocóse en otra clase de orgullo.

—Me creen inútil para todo, menos para divertirme con los muchachos —murmuró sombríamente—. Todo el mundo piensa mal de mí, excepto Mary. El mismo Cal, apuesto a que ahora no me tiene por buena. ¡Y todo, porque he tonteado un poco con estos rústicos pazguatos!… Está bien: la pequeña Georgiana los va a embromar ahora en otro sentido.

En consecuencia, trazóse minuciosamente planes para la ejecución de las necesarias faenas domésticas y para las múltiples mejoras que era posible llevar a cabo en el arreglo y confort de la vivienda. En seguida puso manos a la obra. Al llegar la noche, estaba rendida de cansancio.

El siguiente día, a eso de las doce, tuvo visita: su suegro, el viejo Henry Thurman.

—¡Hola, hola! ¿Qué hacéis vosotros por aquí? —le preguntó el anciano con semblante regocijado.

—Cal está construyendo una cerca en el campo de su tío, y yo estoy de trabajo hasta los ojos —repuso Georgiana.

Henry zancajeaba de un lado para otro, inspeccionándolo todo, haciendo infinitas preguntas, y cuando acabó con la cocina, ejecutó idéntica faena en la otra pieza.

—Bueno, hay mucha gente aquí en el Tonto que charla por charlar —dijo por fin, en tono enigmático—. Hija, te aseguro que Cal es un hombre dichoso.

—Gracias —contestó la joven, satisfecha por el cumplido. Era una victoria bastante falsa; sin embargo, no dejó de halagarle.

—Georgie, ¿qué deseas como regalo de boda? —le interrogó el bondadoso anciano haciendo una amplia mueca—. Para eso he venido, principalmente. Pero a nadie le he dicho una palabra.

—Es usted muy amable; pero, en verdad, no deseo nada —respondió ella.

—Bueno, bueno. Vamos a cuentas. De fijo que algo querrás. Un matrimonio joven, que empieza la vida de casados en un homestead, necesita muchas cosas. Anda, hija mía, piensa un poco.

De repente se acordó Georgiana de sus planes de trabajo y mejoras en la cabaña.

—Si le digo lo que me gustaría tener, ¿me guardará el secreto… por algún tiempo? —inquirió.

—Te doy mi palabra, Georgie.

—Me agradaría una máquina de coser y telas en abundancia.

—¿De ésas para vestidos, no?, —quiso puntualizar con sonrisa de entendido en asuntos femeniles.

—No, por cierto. Para hacer cortinas, sábanas, fundas de almohadas, manteles, toallas… ¡Oh, un montón de cosas!

—¡Vaya, vaya!! ¡Qué me lleve el diablo! —profirió Henry Thurman, gratamente sorprendido—. Hija, estoy orgulloso de ti. Escribe en un papel la lista de cuanto necesites. La mandaré a Ryson, de donde la transmitirán por teléfono a Globe, para que lo envíen todo por el coche-correo. Después te lo traeré aquí sin demora y cerraré el pico para que nadie se entere.

Entre mucho trabajar y no escaso dormir, fuéronle pasando rápidamente los días a Georgiana, y aunque todos le parecían iguales, había algo intangible que iba creciendo con ellos. En cuanto a Cal, si mostraba alguna diferencia, era en la mirada de admiración y azoramiento que le lanzaba cuando creía no ser visto. Tras esa mirada se le marcaba en el semblante una expresión de aguda pena, la cual ocultaba marchándose fuera de la casa precipitadamente o volviéndose, para disimular.

Georgiana se había impuesto una tarea casi superior a sus fuerzas. Pero, una vez decidida a realizarla, se mantuvo firme y resuelta. Hasta partía leña y acarreaba agua, cuando la ausencia de Cal la obligaba a ello.

La joven se había jurado a sí misma no dejarse agobiar por esas faenas tan nuevas para ella. Sufría dolores, magulladuras, cortes, quemaduras, y, por espacio de varios días, se retiraba a la cama completamente molida. Luego, cuando supuso que debía haber llegado al límite de su resistencia física, comenzó a notar con sorpresa que le renacían el entusiasmo y el vigor. El apetito se le despertó en tal grado, que le resultaba divertido y alarmante. El penetrante y helado aire invernal no la afectaba ya lo más mínimo. En la parte sur de la ladera, donde estaba situada la cabaña, la nieve se derretía apenas caída, y así, una de las más temibles características del invierno no la obligaba a permanecer encerrada.

Durante ese tiempo, Cal había ido aumentando lo que tenía en su homestead. Del rancho de su tío Gard trajo gallinas, cerdos, dos vacas y un ternero, así como también varias cargas de sorgo y otros forrajes con qué alimentarlos. De ese modo, el corral, el gallinero y la porqueriza recibieron ocupantes que, con su presencia y el consiguiente bullicio, proclamaban que habían comenzado en serio las actividades del novel ranchero. La llegada de esos nuevos huéspedes no añadió trabajo para Georgiana, por cuando era Cal quien se ocupaba de ellos. No obstante, en cierto modo, acrecentaron la responsabilidad de la flamante dueña de casa. Y, naturalmente, tanto ésta como su marido, vieron que les era imposible, por muy distanciados que quisieran mantenerse el uno del otro, no participar en la convivencia que las circunstancias imponían. Al fin y al cabo, aquel homestead era de Cal a despecho de sí misma, y Georgiana, que se había impuesto el deber de colaborar, por el momento, con él, no podía desinteresarse de nada. De noche, cuando volvía el mozo de su trabajo, ambos hablaban de los sencillos acontecimientos del día y de las necesidades y proyectos para lo futuro. Cal jamás hacía ni la más leve alusión a su amor, y la muchacha, gradualmente, iba perdiendo el miedo. Nunca estaban juntos, excepto a las horas de comer.

Georgiana se sorprendió a sí misma, cierto día, observando una tempestad que se cernía sobre el Promontorio.

De súbito, cayó en la cuenta de que se había abandonado a extraños sueños. Abstraída momentáneamente de todo, experimentaba un vago placer. Más adelante, descubrió que esos instantes de abstracción se repetían con frecuencia, convirtiéndose en un hábito. El descubrimiento la dejó maravillada y suspensa. Haciendo un detenido examen de conciencia, arribó a la conclusión de que se le habían despertado facultades que ignoraba poseer. Su olfato percibía con agrado el fragante aroma del enebro, el selvático perfume de la floresta de pinos y el helado aliento de las brisas norteñas. La dilatada y zigzagueante Ceja, con su dorada faja de riscos, sus nevados picachos y sus negras manchas de bosques, seducían a su atención, hasta dejarla absorta. Las puestas de sol, con sus masas de nubes multicolores, la sacaban de la cabaña, transida de entusiasmo. La bruma color lila de los cañones, el purpúreo dosel de las serranías, eran espectáculos que la encantaban, y se sentía tan desilusionada cuando no se presentaban, como conmovida cuando le era dado admirarlos en toda su fugaz belleza.

Más aún la perturbó la certidumbre de que se había aficionado grandemente al ternero y a las gallinas. Los cerdos no le causaban repugnancia. Y a un minúsculo ratoncillo que había tomado posesión de la leñera, colocada junto a la chimenea, consiguió domesticarlo tanto, que jugaba con él en los ratos desocupados.

Ante hechos semejantes, Georgiana no sabía qué pensar.

—Me estoy volviendo tonta. Debe de ser la soledad —suspiró, sin darle mayor importancia al asunto.

Una noche llegó Cal con aspecto muy preocupado.

—Enoch envió aviso para que no faltemos mañana a Green Valley —dijo—. Él y Mary van a casarse.

—¡Oh!… ¿Hace ya un mes desde que…?

—En efecto —repuso Cal con sequedad—. ¡Mañana hará un mes! A mí me parece que ha pasado un millón de años desde entonces… ¿No quieres asistir a la boda de tu hermana?

—¡Qué remedio me queda! —replicó Georgiana, atribulada—. Mary se ofendería… Y, además, iré con gusto. ¿Usted no?

—Francamente, yo, por mi parte, preferiría no ir. Pero si tú puedes afrontar tranquilamente la situación, también podré yo. Estarán todos los Thurman, y una multitud de otra gente. Todos aprovecharán la oportunidad para felicitarnos.

—¡Ah! Es cierto. Se me había olvidado. Será bien embarazoso… ¿eh?

—¡Ajú! En mi opinión va a ser terrible. Lo dejo en tus manos. De no ir yo, se molestará mucho Enoch. Pero maldito lo que me importa.

—No estará bien que faltemos. Enoch le quiere muchísimo, Cal. Lo echará mucho de menos. Y, por otro lado, no podemos ofrecer ninguna excusa razonable. Sólo de pensar que voy a encontrarme con tanta gente, me entra un miedo atroz.

—Nos suponen felices en nuestro nuevo estado —exclamó el muchacho riendo penosamente.

Aquella risa la incomodó tanto, que Georgiana replicó, sin poder contenerse:

—El tono con que lo dice implica que, a juicio de usted, su actual infelicidad es inmerecida.

—¡Ajú! Bueno, en fin de cuentas, ¿vamos o no vamos?

—¡Oh, tendremos que ir!

—Magnífico. Pero hazme el favor de no olvidar que te he dejado en absoluta libertad de escoger. Y bueno será que desde ahora mismo echemos nuestros cálculos… Tendremos que cabalgar de firme, tanto a la ida como a la vuelta, para regresar de noche, ya bien tarde. La cosa no va a ser ningún juego.

—Mas ¿por qué tan de prisa? —inquirió la joven extrañada.

—Noto que estás perdiendo tu antigua perspicacia. Si nos quedamos a pasar la noche, madre nos dará un cuarto… para los dos. Lo cual es harto natural, puesto que se nos supone marido y mujer. Y no podemos quedarnos. Eso es todo.

—No se me había ocurrido —admitió Georgiana con apresuramiento, sonrojándose vivamente—. Desde luego… tenemos que volver acá cuanto antes.

—Eso quiere decir que tendrás que ponerte el traje de montar —continuó él—. Va a hacer frío por el camino, pero abrigándote bien, y con las botas, me parece que la temperatura no te afectará gran cosa.

—Pero, Cal, no puedo asistir al casamiento de mi hermana con traje de montar… Sería el colmo del ridículo —protestó Georgiana.

—¿Qué vas a ponerte, entonces?, —quiso saber él.

Tras un momento de reflexión vino la respuesta, dada en tono vacilante:

—Mi vestido blanco…, ése que tanto le desagrada… Pero lo he alargado bastante.

—¡Ajú! Ya no me interesa cómo te vistas; pero si llevas la ropa discretamente larga, será una satisfacción para mi familia.

La muchacha guardó silencio, consciente de que se le aceleraba el pulso y sintiéndose picada. ¿Conque ésas teníamos? ¿Ya no le interesaba su aspecto personal? Pensó que era una manifestación peligrosa, dirigida a una mujer. ¡Era obvio que su amor, privado de incentivos, había muerto! ¡Vaya con la constancia de los hombres! Por un instante, resurgió la antigua Georgiana, ávida de conquistas. Ella podía hacer que la amara tan ardientemente como antes… y aún más… si se lo propusiera, pues le sobraban recursos y malicia. Mas el rostro de Cal, fatigado y triste, sus atribulados ojos, proclamando que trataba de olvidarse de sí mismo en beneficio de los demás, desarmaron el irreflexivo impulso de la arriscada chica. Sin embargo, un poco de amargura le enconó el corazón. Ella no había hecho nada para provocar el desprecio de él.

—Yo llevaré tu maleta sobre la silla de mi caballo —añadió Cal—. Ahora, ¿quieres que te dé un consejo para tu propio bien?

Ella le miró dubitativa. Él parecía hablar muy en serio, aunque sin deseo de molestar. Aquel suceso —el matrimonio de Mary— traía a colación un asunto acerca del cual tanto Cal como Georgiana eludían cuidadosamente la menor referencia. La sinceridad del muchacho era evidente. Acaso tuviera en el pensamiento algo que contribuyera a hacer menos penoso el trance que se avecinaba.

—Sí —contestó Georgiana.

—Recuerdo la noche en que simulaste estar herida, en el auto…, ya sabes, cuando te llevé a Green Valley. Engañaste a todo el mundo. Te portaste como una verdadera actriz, según dijo Tuck después… Bueno, haz mañana algo por el estilo: representa otra comedia. Proponte pasar un buen rato y finge estar muy a gusto, contenta y feliz, aunque la realidad sea todo lo contrario. Puedes hasta engañarte a ti misma. Porque no habrá uno solo de los presentes, entre mis numerosos parientes y amigos, que no te facilite la tarea.

—Gracias por la indicación. Lo pensaré —respondió Georgiana, desviando de él los ojos.

Al día siguiente pudieron evitarse la molestia de hacer solos el camino hasta Green Valley. Todos los miembros de la familia de Gard Thurman se presentaron en la cabaña de Cal, alegremente en route para la boda, y como los dos estaban listos para la marcha, se unieron sin demora al bullicioso grupo. Las amables y efusivas congratulaciones que recibió Georgiana de esta rama de los Thurman fueron en su totalidad pronunciadas a caballo.

La temperatura era extraordinariamente suave para aquella época del invierno; el aire, más bien que frío, sutil y estimulador, hacía muy agradable el ejercicio ecuestre; el suelo estaba seco; por la vasta bóveda celeste, intensamente azul, flotaba alguna que otra blanca nube, y el sol emitía un calor que, aunque escaso, confortaba.

Georgiana comenzaba muy favorablemente aquel día, durante el cual se proponía mostrarse tan dichosa como exigían las circunstancias. La señora Gard Thurman, matrona entrada ya en años, en cuya cara eran bien visibles las huellas dejadas por la dura vida de pionera, pero, no obstante, de temperamento dulce y maternal, dio la nota justa en su saludo a la joven.

—Bueno, pequeña —le dijo en tono bondadoso— me alegro infinito de ver que te estás reponiendo rápidamente. Tienes un aspecto espléndido. Da gloria mirar las rosas que brillan hoy en tus mejillas.

Georgiana no fue insensible al elogio, que le causó cálido placer. Muchas semanas hacía que ni siquiera pensaba en su salud. ¿Sería cierto que había mejorado tanto? Una oleada de satisfacción le inundó el pecho. La vida era hermosa, a pesar de todo. ¿Podría ser posible que de la derrota y de la fatiga del cotidiano laborar surgieran el triunfo y la paz? Esto se le ofrecía como una idea nueva. Hasta este instante, sólo se había preocupado de su tremenda vanidad, de su indomable orgullo. Indudablemente, por vanidad, por orgullo, se había aferrado tenazmente al desempeño de bastas y enfadosas ocupaciones, las cuales, sin embargo, consideradas ahora desde otro punto de vista, venían a traducirse en una espléndida recompensa. Por el momento, dio de lado a esas cavilaciones, proponiéndose volver a ellas más adelante.

Los hombres cabalgaban juntos, al frente, charlando y fumando, volviéndose a medias sobre la silla, de cuando en cuando, según la graciosa costumbre de aquellos hábiles jinetes. Georgiana iba detrás, con las mujeres.

Unos ratos al paso, y otros ratos al trote, la cabalgata recorría, cuesta abajo, los senderos de la montaña, pasando de los pinares a los bosques de cedros y enebros, para entrar más tarde en la región de los matorrales. Tardaron cerca de tres horas en alcanzar el punto de destino. Georgiana disfrutaba en grande con la excursión, y sólo se cansó al final. Su temor de encontrarse con otros viajeros no se vio confirmado. Al llegar a Green Valley, la chica tuvo que reírse de todo corazón al divisar al desgalichado Tuck Merry zancajeando a lo largo del camino, más alto y flaco que nunca, saliendo con cara de pascuas al encuentro de los visitantes y evidenciando, al ver a Ollie Thurman, tan gran placer como inequívoco sentimiento de pertenencia.

—Tuck, éste es mal día para mostrarse excesivamente dulce con las damas —observó Henry con maliciosa risita.

Fue él quien levantó a Georgiana del caballo, y no omitió el hacerlo con paternal cuidado. El porche rebosaba de gente, en su mayoría vaqueros de elevada talla, rostro cuidadosamente afeitado y trajeados de azul. Georgiana no conocía a casi ninguno de ellos, y distinguiendo a Mary entre el numeroso concurso, se precipitó en sus brazos.

—¡Georgie! —exclamó la hermana, después de los primeros abrazos, apartándola un poco de sí para contemplala a su sabor, con mirada satisfecha—. Estás muy cambiada. Tienes mucho mejor semblante. Has engrosado. Nunca te he visto tan… bonita… ¡Oh, te estás poniendo bien del todo!

Georgiana la abrazó de nuevo, diciendo:

—Querida, me causa una alegría inmensa el verte y oírte. No me he ocupado gran cosa de la salud. He trabajado como una campesina cualquiera… Y, mira, tú también estás tan linda que quitas el sentido. Esto del casorio parece que a las mujeres nos guilla, pero nos sienta que es un primor.

Mary rió complacida. En realidad, presentaba una apariencia muy agradable, pues parecía más joven, y su cara estaba libre de toda vislumbre de preocupación. Georgiana lo notó y se alegró con toda el alma.

—Georgie, ¿cuándo dejarás de usar esa jerga?… Ven; tienes que hablar con esta gente; pero, chiquilla, modera la lengua.

—Hermanita, déjame hablar como me dé la gana. Déjame expresarme y delirar y decir cuantas tonterías se me ocurran —imploró la muchacha—. Por lo menos, contigo. No he charlado a gusto desde que estuviste a verme. Pero no te inquietes. Estoy aquí para conducirme como la mujercita de Cal Thurman. ¡En exhibición! Y, créeme, hoy echaré el resto.

Hacía más de un mes que Georgiana no se ponía un traje de fiesta, y era tal su ansiedad para convencerse de que realmente había mejorado tanto, que a media tarde se endosó el vestido blanco. Esta trascendental operación la realizó en la intimidad del cuarto de Mary. El efecto fue mágico. En lo íntimo del corazón había tenido el inconfesado temor de estar perdiendo la salud, y con ella, la juventud y la belleza. Pero lo cierto era que jamás había estado mejor ni más linda.

Mary prodigaba las sonrisas, las alabanzas y los besos, intercalando las manifestaciones de agrado por el manifiesto progreso físico de su hermana. Ésta no era ya delgada y frágil. El traje aquél así lo revelaba. Sin embargo, la revelación era sólo a medias, pues bien se veía antes de que mudara de ropa.

—Cuando te vean esta noche, olvidarán tu aspecto anterior —declaró Mary con satisfacción, aunque sin explicar a quiénes se refería especialmente.

—Cal detestaba este vestido cuando era tan corto —aseveró Georgiana—. Le dije que lo había alargado, pero apenas se enteró.

—¡Por Dios! ¿No te has vestido de fiesta desde que te casaste?

—Ni una sola vez.

—Bueno, esta noche te desquitarás.

—Creo que estoy linda de veras —repuso la chica con aplomo y complacencia—. Pero tendré que esconder las manos. ¡Míralas!

Y extendió los pequeños y maltratados miembros para que la maestra los examinara. Georgiana siempre había cifrado gran orgullo en sus manos y se las cuidaba con particular esmero. Pero durante aquel último mes, cuidado y orgullo habían desaparecido.

—¡Esposa de un homesteader! Bien se ve. ¡No puede negarse! —exclamó tristemente Georgiana.

—Las has tratado con excesiva crueldad, pero pronto se te pondrán bien —dijo Mary—. Y ahora, Georgie, ayúdame a vestir.

Las hermanas pasaron ese día el mejor rato que recordaban. Georgiana no necesitó recurrir a disimulo alguno. Se mostraba natural, efusiva, y el ambiente, los elogios, la admiración la excitaban como si hubiera bebido un vino fuerte. Cuanto le ocurriera durante el mes transcurrido desde su casamiento, eran sólo jalones que señalaban su desarrollo hacia un evidente adelanto en todos sentidos. Mas no se detuvo a pensar. La felicidad de Mary era contagiosa.

El párroco Meeker despachó la ceremonia en pocos minutos, convirtiendo rápidamente a Mary Stockwell en esposa de Enoch Thurman. En el Tonto no gustaban los noviazgos largos ni las formalidades desmesuradas.

Pero las congratulaciones a los nuevos esposos fueron ya cosa distinta. Georgiana creyó que los vaqueros iban a hacer pedazos a Mary y a su marido. Era una oportunidad excelente para demostrar entusiasmo y alegría, y no la desaprovecharon. Aquella bulliciosa media hora preparó el camino para la comida, la cual fue un verdadero banquete. Todo el elemento femenino de la numerosa familia Thurman se hallaba presente. Georgiana tomó asiento junto a Mary, teniendo a Cal a su izquierda. Hasta aquel instante le había olvidado por completo. Fueran los que fuesen sus sentimientos, el mozo se mostraba con semblante virilmente afable, que le sentaba muy bien, a juicio de la joven.

Después de comer, vino el contacto personal con cada uno de los asistentes a la fiesta…, la prueba tan temida por Georgiana. Mas ¡qué equivocada había estado! ¿Sería que la única causa de temor real existía sólo en su imaginación? Porque el caso fue que únicamente Mary recibió mayores demostraciones de aprecio y simpatía, de parte de parientes y amigos. En forma bastante extraña, Georgiana recordó la educación recibida en sus primeros años. El ultramodernismo no tenía nada que hacer aquí. Todo era sencillo, natural, espontáneo, sincero. Predominaba la más franca llaneza. No era aquello una reunión social, con sus convencionalismos y formalidades. Era, lisa y simplemente, el casamiento del jefe del clan. Y Georgiana pudo convencerse de algo en que ni siquiera había soñado: que la tomaban en cuenta (y mucho) como a uno de los Thurman. Todos ellos procedían de Texas, gente ruda, pero noble y leal, a despecho de su propensión a la lucha y su amor por las contiendas de todo género. Si ella había sido caprichosa, testaruda, necia, frívola, y hasta depravada, todo quedaba olvidado, como si nunca hubiera existido. Le había concedido su mano a un Thurman —al benjamín de la tribu—, y eso era suficiente. La vida era una cosa fuerte, hermosa, espléndida, entre aquellos sanos y robustos campesinos. La juventud era la preparación. El matrimonio, el comienzo de la brega por el bienestar y la felicidad. Antes de haber pasado una hora, Georgiana estaba extrañamente pensativa, y el arrepentimiento comenzaba a brotar en su corazón.

La gran sala de la casa quedó libre de los muebles, principales, y el viejo Henry empuñó el violín.

Poco después cantaba, acompañado por su propia música:

Este viejo violinista,

que aún conserva buena vista.

No se cansa de tocar.

Rasca y rasca, toca y toca,

y la gente baila, loca,

sin poderlo remediar.

La danza era de las que permitían el constante cambio de pareja, y participaban en ella todos los jóvenes, así como muchos que ya habían dejado de serlo. A Georgiana le pareció que cuantos viejos y muchachos andaban por el local, tenían empeño en bailar con ella y con Mary. ¡Santo Dios! ¡Cómo la sacudieron y ajetrearon e hicieron saltar! El vetusto edificio temblaba hasta sus cimientos. Jamás en su vida giró ella tanto, ni se zarandeó tanto, ni fue tan solicitada y disputada. Había comenzado fresca, incitada por el ambiente de regocijo y diversión. Terminó rendida, aunque contagiada de la intensidad vital de aquellos seres tan primitivos y tan varonilmente ingenuos.

Dio la casualidad de que Cal no se tropezara con ella hasta concluida aquella tanda de baile. Entonces él la previno:

—Descansa y refréscate, porque la caminata es larga y tendremos que irnos pronto.

Georgiana dejó la festiva compañía y se acogió al cuarto de Mary para cambiar de ropa. Iba contenta… ¡pero por una razón bien rara! Las palabras de Cal habían roto su hechizo. Durante la fiesta se había olvidado de él, de sí misma y de la odiosa realidad. La perturbaba el súbito descubrimiento de que la abrupta indicación de que tenía que alejarse de aquel feliz círculo le causaba molestia. Ahora, la extraordinaria muchacha se daba cuenta de que, en cierto modo, le dolía partir porque estaba pasando un rato delicioso. El hecho, en apariencia inexplicable, merecía ser estudiado con detenimiento.

Ella y Cal se escurrieron a hurtadillas, por la parte de atrás de la casa, ni más ni menos que si fueran ellos los novios. La luna llena brillaba en todo su esplendor en el pálido cielo. Las colinas se erguían negras y solitarias. El viento, helado y cortante, soplaba con fuerza desde las alturas.

Georgiana estaba tan envuelta, que con el aditamento de las botas, los zahones, la zamarra, la bufanda, la capucha y los guantes no podía montar sin auxilio ajeno, y tuvo que ser levantada en vilo. Una vez en la silla, se halló a sus anchas y no pudo reprimir un suspiro de satisfacción.

—Vamos a ir de prisa hasta que lleguemos a la cuesta final —dijo Cal en cuanto estuvo a caballo—. Sígueme de cerca y grita si te ocurre algo.

En seguida partió al trote largo. El otro caballo no necesitó que lo hostigaran. Pronto empezó Cal a galopar. Georgiana recorría el blancuzco y tortuoso camino, iluminado por la luna, con el frígido aire azotándole el rostro. A pesar de la temperatura, y de la rapidez de la marcha, el viento no la molestaba, pero su penetrante frialdad la obligaba a llevar la boca bien cerrada, respirando sólo por la nariz. La espesa selva iba quedando poco a poco atrás. De vez en cuando echaba Cal una ojeada a sus espaldas, para asegurarse de que todo iba bien.

Trotando y galopando alternativamente, alcanzaron en corto tiempo el claro donde estaba el campo de Boyd Thurman. A la sombra de los pinos que la rodeaban, se veía la pequeña cabaña de troncos, cuya vista produjo en Georgiana una violenta sacudida. Allí se había casado. ¿Hacía sólo un mes? ¡A ella se le antojaba que hacía siglos!

Cal no perdía el tiempo en los trechos de camino bueno. Pronto estuvieron en los pinares, y la luz quedó casi apagada. El soplo del viento norteño mugía sobre la fronda igual que la corriente de un río impetuoso. Georgiana tuvo que cabalgar lo mejor que sabía, pues los caballos estaban tan impacientes como su dueño por llegar a casa. En cuanto a ella, hubiera preferido gustosa que durase lo más posible aquella magnífica expedición nocturna que la llenaba de placer.

¡Adelante, adelante…! En breve marchaban por el mejor trozo de la ruta, donde el terreno estaba despejado de piedras. El caballo de Cal apretó el paso y Georgiana no quiso quedar rezagada. Oscilantes ramas, cargadas de pinocha, les salían al encuentro desde la sombra. Georgiana recibió de una de ellas tan fuerte latigazo, que no le quedaron ganas de aguardar por otro. Aguzó la vista y extremó el cuidado en eludir los choques. El rítmico golpear de los cascos resonaban a través de la selva. Negros macizos de pinos, calvijares bañados por la luz de la luna, amplias curvas del blanquecino camino, cruzadas por listas de sombras, fueron siendo dejados atrás, hasta que al fin puso Cal su caballo al paso, al comienzo de la senda que trepaba cuesta arriba por las altas lomas.

Georgiana estaba en sus glorias. Hallaba agradable el frío aire nocturno. Sentía tal excitación, que no notaba la menor fatiga. Pero ahora que podía dejar que el caballo escogiera el camino que quisiera, se le ocurrió que tenía oportunidad para pensar concertadamente. La fascinaba la forzada naturaleza de los pensamientos a que tenía que entregarse. La noche era hermosa; la excursión, magnífica, y la salvaje y solitaria selva, pródiga en atractivos. ¿Por qué tenía que pensar, y en qué?

Le vino a la mente la idea de que su martirio había llegado a su término con el casamiento de Mary. Ya podía abandonar el domicilio de Cal Thurman y campar por sus respetos. En lo sucesivo, nada de lo que ella hiciera comprometería el futuro de su hermana. Enoch no podría imponer condiciones de ninguna clase; estaba casado, y, según la joven, para un simple pionero (por más honrado y espléndido que fuera) el haber logrado por mujer a Mary Stockwell era una buena suerte, de todo punto extraordinaria.

La cavilosa muchacha encaraba en ese momento el problema capital. Ninguna excusa le exigía seguir al lado del marido impuesto contra su voluntad. ¡Qué fácil decirlo! Pero… Un cúmulo de consideraciones, cual enemigos emboscados, le salieron al paso. Y la primera de todas fue una extraña, pertinaz, incomprensible vacilación. «¡Espera! —le murmuraba al oído—. ¡No hay prisa! Déjalo para más adelante». Las otras siguieron las huellas de aquella traidora que le exigía ser débil: «¿Cuándo se marcharía? ¿Adónde? ¿Cómo? ¿De qué fuente obtendría los recursos indispensables? ¿A quién acudiría en demanda de protección y refugio? ¿Érale posible confesarle a nadie su cuita? ¿Qué le sucedería después?». Y, por último (lo más repulsivo y humillante de todo): «¿Por qué… por qué había de irse?».

De ese modo, Georgiana estudiaba el asunto en una fase inesperada. ¡Oh!, eso no alteraría su decisión lo más mínimo. Tenía que irse. Era cosa resuelta y fatal. Pero el conflicto aumentaba en dificultades. Sólo el pensar en el futuro la asustaba.

Había que enfrentarse con la realidad, única productora de resultados positivos. Las vaguedades e imprudencias novelescas acabarían en fracaso. Por espacio de un mes había trabajado más, y más penosamente, que en todos los años de su vida anterior. ¡Trabajado como una rústica vulgar, cuando su delicado organismo desfallecía bajo el esfuerzo, próximo a rendirse y caer! Por ese trabajo, y a despecho del sufrimiento que le ocasionaba, disfrutaba actualmente de mucha mejor salud y de cierto bienestar interior, indefinible, que apenas podía comprender.

Alzó la cabeza y miró hacia delante. Cal iba ensimismado en su propia pesadumbre. La joven le tuvo lástima. Los caballos continuaban la subida, impertérritos. La blanca luna bogaba en el espacio, pura, impasible, vigilante, como el ojo del destino. El viento aumentaba en frialdad a medida que la altura crecía. Luego, de pronto, se presentó en la lejanía la imponente mole de la Ceja, majestuosa, inmensa, bajo el plateado fulgor de los rayos lunares.

Llegados a la cabaña, Cal vaciló en el preciso instante en que iba a ayudarla a desmontar. La miró con fijeza. La ancha ala del sombrero le ocultaba a él el rostro.

—Me gustaría saber —dijo— si te pesa el haber ido.

—No, Cal. Antes bien, me alegro mucho —fue la rápida contestación.

—¿Por qué?

—Por dos razones. Ahora, que la he visto con mis propios ojos, celebro infinito el haber sido testigo de la felicidad de Mary… No quisiera haber dejado de ir por nada del mundo, y menos, por ningún temor, real o imaginario.

—¡Ajú!, —hizo él como si comprendiera perfectamente.

—La otra razón es que estaba equivocada —continuó ella—. Fuera lo que fuese lo que yo… temía, existía sólo en mi fantasía. Y lo olvidé. Pasé un rato delicioso. Tanto más cuanto que todos estuvieron muy amables y bondadosos conmigo.

—¡Oh, magnífico! —exclamó Cal—. Yo, por mi parte, sufrí lo indecible. —Despojóse del sombrero para que el viento le refrescara la calenturienta frente, 1 añadió, con la cara pálida y sombría Fue peor de lo que esperaba. Mi familia… todos… hombres y mujeres… y los muchachos… hasta Tim Matthews… acercándoseme, para hablarme elogiosamente de ti… presentándome sus excusas por lo que hubieran podido decir antes en tu contra… Tú no habías sido más que una niña privada del calor de su madre… Ahora todo marchaba bien y yo merecía una esposa tan encantadora… Y me colmaban de felicitaciones por mi buena fortuna, alegrándose de mi dicha… ¡Dios mío!

—Tuvo que ser un infierno —admitió la chica, con simpatía—. Lamento que por mi causa haya tenido que soportarlo.

—Bueno, no sentiría el haber ido —replicó Cal en seguida—, si todo hubiera concluido ya y no me quedara nada más que oír. Pero lo que me mata es la idea de la vez próxima, cuando…

La voz se le quebró hoscamente. Georgiana entendió muy bien que quería decir «cuando ella revelara el secreto de su matrimonio y le abandonara, haciéndole víctima del escarnio y el ridículo más espantosos».

—Cal —balbuceó la joven, sin poder contenerse—, estoy dispuesta a quedarme por algún tiempo si mi partida significara tanto para usted. Me quedaré más de lo que tenía pensado, por no perjudicarles ni a usted ni a Mary…, si usted no espera demasiado de mí.

—¡Georgie, vida mía! —profirió casi sollozando—. Te suplico que te quedes… con las condiciones que desees imponerme. No te exigiré nada…, absolutamente nada. ¡Lo juro!

—Muy bien —repuso Georgiana deslizándose del caballo. ¡Qué entumecida y atontada se sintió de súbito! Quería echar a correr, pero apenas podía andar—. Buenas noches.

—Será mejor que entres en la cocina para calentarte un poco —le aconsejó el mozo.

Pero ella, sin atenderle, cruzó el porche, con paso vacilante, y se metió en su cuarto. No sentía frío. La oscuridad que reinaba en el interior de la pieza le resultó agradable. ¡Cualquier cosa era preferible a aquella despiadada luna, tan brillante, tan omnividente! No encendió la lámpara. Después de quitarse los guantes, la capucha, la bufanda y las chaquetas, se inclinó para desatarse las botas con manos temblorosas. Pronto estuvo en el lecho, encogida bajo las mantas, sollozante y febril.

¿Qué era lo que había hecho? ¡De nuevo cobarde, embustera y falsa! «Por no perjudicar a Cal ni a Mary» había consentido en permanecer allí otra temporada… ¡Mentira!… Acaso esa consideración hubiera influido en su ánimo un poco…, muy poco…, pues el verdadero motivo era bien diferente: ¡se quedaba, principalmente, en provecho propio! ¡Qué vergüenza! ¿Había hecho semejante promesa impulsada por la generosidad? ¡Quiá! Se había agarrado a lo primero que tuvo a mano para lograr una justificación a su estancia allí, mientras maduraba la mejor ejecución de su intento. Mas… ¿no se estaría calumniando a sí misma? Había obrado sin reflexionar. Tal era la escueta verdad. Se dejó llevar del primer impulso, sin cálculo, sin prevención alguna. Cal se le había presentado aquella noche bajo un nuevo y extraño aspecto. ¿Le conocería su gente mejor que ella?

Pero en medio de ese conflicto de ideas y emociones, experimentó una gran sensación de alivio. En resumen: no tenía que huir en seguida. Disponía de todo el tiempo que quisiera. No necesitaba lanzarse a las terribles eventualidades de un futuro incierto, ni mañana ni en fecha inaplazable.