IV
Cal permaneció en su sitio, empuñando el volante, dándose cuenta de que comenzaba a producirse lo que había estado temiendo desde que partió del rancho. Lanzó algunos juramentos entre dientes, y por un instante maldijo a los curiosos que se habían alineado en el porche. Este sentimiento de hostilidad, sin embargo, pasó como un relámpago. No importaba lo que ocurriese, la señorita Georgiana May Stockwell estaba con él. Y esto era un bálsamo para cuanto mal pudiera sobrevenirle.
—Ha atascado el motor —observó ella alegremente.
—¿Atascado? Bueno, eso es nuevo para mí —respondió él. Luego, en voz más baja, agregó—: Le dijo su hermana que Wess y su pandilla querían hacerme pasar un mal rato, ¿no es cierto?
—Sí. Y ésa fue una de las razones que me hicieron avergonzar de mi conducta.
—Tengo sospechas de que han andado con el motor, cuando dejé el auto en el garaje —bisbiseó Cal—. De fijo, ahora empieza la cosa. Y es poco razonable pedirle que se mantenga a mi lado. Pero le ruego que lo haga. La broma empieza mal para mí, pero ¿se pondrá de mi parte y no me hará quedar en ridículo?
—¡Con alma y vida! —repuso la chica, también en voz baja, y brillándole los ojos de entusiasmo—. No me separaré de usted aunque tengamos que ir andando. No se preocupe por mí. Esto es magnífico. Manténgase sereno, y acabaremos tomándoles el pelo a todos ellos.
La mirada que ella le echó, al contemplarlo, con su semblante joven, avispado, retador; las palabras cuchicheadas rápidamente, y que establecían un completo acuerdo entre los dos, compensaron con creces a Cal por la humillación sufrida y disiparon el temor de que se había sentido invadido. El mozo se sintió súbitamente animado por una fuerza nueva, incontrastable, que tomaba su origen en algo que brotaba de la emoción que poco a poco se iba apoderando de él.
—Reconozco que debo confesar que valgo bien poco como mecánico. Apenas si sé la diferencia que existe entre un motor de automóvil y un poste de telégrafo —dijo el muchacho.
La regocijada risa con que recibió ella su confesión fue interrumpida por la voz de Wess, preguntándole burlonamente a su primo:
—Oye, Cal, ¿quieres que traiga una pareja de caballos para darte remolque?
A lo cual se permitió añadir Arizona, haciendo una mueca muy significativa:
—Cal, ¿qué es eso? ¿Marcha o no marcha tu famosa cafetera?
Tim Matthews descendió del porche con arrogante continente, diciéndole:
—Creo que se te ha agotado la gasolina —y la serenidad de su semblante ocultaba a maravilla la mentira de su observación.
Wess, aproximándose al coche, manifestó entonces:
—Primo, supongo que querrás que la señorita Stockwell esté en casa para la hora de cenar.
—Claro que sí. Allí estaremos, sin duda alguna —replicó Cal.
—Hum… Con este vehículo no lo vas a lograr. Mira: en el coche grande tenemos sitio para ella y su equipaje.
—¿Y yo? —inquirió Cal con sarcasmo.
—Oh, para ti no hay lugar. ¡Imposible! —repuso Wess extendiendo sus manazas en ademán confirmativo de su aseveración—. Ya, tal como está, lo tenemos cargado con exceso… Quizá si Tim, o Panhandle, o Arizona quisieran quedarse en el pueblo y te cedieran su puesto…
—Yo tengo que volver esta noche sin falta —dijo Tim.
—Chico, de sobra sabes que yo, por mi parte, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa en tu servicio, pero vine a Ryson exclusivamente a comprar medicina para mi caballo, y he de regresar en seguida —dijo Arizona.
En todas las respuestas había la misma falsa apariencia de inocente e ingenua sinceridad. Cal vio que Georgiana los estudiaba con interés, como fascinada. La muchacha se hacía perfectamente cargo de la situación, y se mordía los labios para no dar suelta a la expresión de su regocijo. En esto, Cal notó, con alegría, que Tuck Merry (de quien se había momentáneamente olvidado por completo) sacaba del coche su desgarbado corpachón, mientras decía:
—Compadre, déjeme echarle un vistazo al mecanismo, para averiguar qué le pasa. En mis buenos tiempos manejé un cacharro bastante complicado, de la Compañía de Leche Condensada Smith.
Su peculiar acento y extraño modo de hablar les chocaron bastante a Wess y sus camaradas, quienes no sabían qué pensar de aquel largo y flaco personaje, cuya actitud les impuso silencio. Se le quedaron mirando con mal disimulada sorpresa. Tuck, con mucha lentitud, pasó a la parte delantera del automóvil y levantó la tapa del motor, metiendo luego su largo cuello en las profundidades mecánicas del artefacto, donde sumergió la cabeza. Silbando despreocupadamente, miró y remiró. Luego irguióse, para examinar y tocar diversas partes de la máquina. Los circunstantes no le tomaban en serio; pero Cal presumió que Tuck tenía in mente algo más que la posibilidad de componer algún desperfecto. El flaco andaba con unas piezas y otras; apretaba aquí, aflojaba allá, ponía esto, quitaba aquello, con aires de persona muy entendida en lo que estaba haciendo.
—¡Jo, jo, jo! —estalló de pronto el ganadero Bloom, riéndose groseramente, apoyado en un poste del porche—. ¡Aquí tenemos un espectáculo bastante divertido!
Merry no le hizo caso, ni a él ni a los demás, que corearon sus risotadas, y siguió muy serio con sus manipulaciones.
—Cal, tu papá me ha dado licencia para un día nada más, y no puedo exponerme a perder el empleo —indicó Pan Handle.
—No sé lo que va a salir de aquí, pero me estoy oliendo que algo va a pasar —le murmuró Cal a su compañera.
—¡Oh! Ese sujeto es muy divertido —respondió la muchacha—. Señor Cal, a mi juicio está tratando de burlarse de esos pazguatos.
Finalmente, Merry se puso derecho, colocó teatralmente la diestra sobre la cubierta del motor y adoptó la postura de un orador que se dispone a dirigirse a la multitud.
—Compadre —dijo con el mayor aplomo y con voz clara y suave—: este ingenioso mecanismo ha sido maliciosamente manipulado por persona o personas que ignoraban cómo funcionaba la combinación. El carburador ha sido desconectado del ventriculador, y el alambre del trole no está en su sitio. El sistema de ignición ha sido obturado en el diafragma. Por consiguiente, el líquido vital no puede coincidir con el odómetro, y la bujía ignícera queda por lo tanto, reducida a cero. Aparte eso, la máquina se halla en perfecto estado.
—¡Atiza! ¿No hay nada más que eso desarreglado? —preguntó Cal, casi reventando de gozo. Además, estaba sucediendo algo raro: una de sus manos descansaba sobre el asiento, y Georgiana, en la excitación del momento, se la había cogido y se la oprimía regocijadamente.
—Por ahora no veo nada más respondió Tuck —a no ser que faltan varias piezas; pero voy a arreglarlo todo, y el coche marchará en seguida perfectamente… perfectamente…
Las palabras de Merry parecieron sacar a Wess de la pasajera inhibición en que estaba.
—Oiga, forastero, ¿ha querido referirse a mí? —inquirió en tono de resentimiento.
—Me he dirigido al caballero que me ha ofrecido llevarme en su coche —replicó Tuck señalando con su enorme diestra en dirección a Cal.
—Bien está; ¿pero a qué viene esa salida de que alguien ha andado trasteando con el auto?
—Señor, lo que dije, dicho queda. Alguien ha andado con el motor.
—¡Ajú! Bueno, pues yo le advierto que es mejor para los forasteros que andan por estos contornos el —tener mucho cuidado con lo que dicen— declaró Wess con acento belicoso.
—¿Por qué así? ¿Acaso no estamos en un país libre?, —quiso saber Merry tranquilamente.
—Libre será; pero por estas tierras somos muy quisquillosos —gruñó Wess—. Y no aguantamos que se entrometa en nuestros asuntos ningún espantapájaros con patas como pértigas, igual que usted.
—¡Ah! ¡Vamos! Comprendo —contestó Merry, aún más tranquilamente, casi con humildad—. No quise ofender… sino expresar la verdad de ese modo.
—¿Quién demonios es usted, vamos a ver?, —averiguó Wess, curioso, y en la creencia de que había intimidado al pobre diablo.
—Me llamo Merry y busco trabajo.
¿Merry, eh? Bueno, el apellido le viene que ni de encargo, porque es usted el individuo más grotesco que he visto en mi vida. Servirá muy bien para recoger manzanas, pero este año no es buena la cosecha de esta fruta.
Con esto, Wess volvióse a su primo, a quien dijo con aire genial y tono persuasivo:
—Mira, niño, voy a hacerme cargo de la señorita Stockwell y llevarla a casa, para que llegue a tiempo para la cena.
Cal contempló a su pariente durante un buen rato. Sin duda, Wess tomaba la broma demasiado en serio.
—Wess, me desagradaría tener que decirte lo que estoy pensando —expresó por último Cal con cierta misteriosa actitud humorística.
—¡Oh! ¿De veras? ¡Vamos, hombre, dilo! —respondió el otro zumbonamente, aunque sin saber cómo interpretar el cambio operado en el aspecto y en la voz de Cal. Luego, sus perspicaces ojos notaron que Cal y Georgiana tenían juntas las manos (la de él oprimiendo la de ella), y, dando una sacudida, exclamó:
—Bien, considerando las circunstancias, se ve que no pierdes el tiempo; pero la señorita Stockwell tiene que ir a casa, y no me quedará más remedio que privarte de su compañía. Porque lo que es con esta carreta, jamás podrás llevarla tú.
Y se encaminó hacia el garaje.
Arizona y Panhandle se apresuraron a seguirle, pero Tim se retrasó lo suficiente para lanzar una dura mirada a Tuck Merry, y otra, llena de languidez, a la bella señorita Stockwell. Luego, también él zancajeó en seguimiento de sus compinches.
—Tuck, arregle la máquina cuanto antes —le dijo Cal a su amigo—. Vámonos de aquí en seguida.
El flaco se inclinó sobre el motor, usando con singular destreza sus formidables manos, mientras los mirones iban y venían por el porche. Algunos de ellos reían y cambiaban entre sí jocosos comentarios. Sin embargo, el incidente no parecía terminado. Cal sorprendió a Bloom y Hatfield con los ojos fijos en él y en la muchacha.
—Cogiditos de la mano, ¿eh?, —fisgó Bloom con su ronco vozarrón, haciendo que todos los presentes concentraran su atención en la pareja.
Fue Cal quien se ruborizó y apartó la mano que inconscientemente cubría la de ella. Aun en aquel instante, de súbita consternación y violento enojo, notó él que la muchacha demostraba suprema indiferencia hacia la grosera curiosidad de que se le hacía objeto. Merry se incorporó rápidamente, dejando el trabajo que ejecutaba. Bloom debió de ver o sentir desprecio en la total ausencia de embarazo o vergüenza evidenciada por la joven y picado, dijo con voz bien alta, dirigiéndose a Hatfield:
—Bueno; Bid: esa pollita de las piernas al aire es de bastante buen ver, pero no ha perdido usted mucho con no acompañarla. Es curioso cómo son estas hembras del Este…
—¡Silencio! —gritó Tuck Merry separándose del automóvil y yendo hacia el insolente.
Cal se sacudió, como agitado por una corriente eléctrica. Ciego de furia, trató de salir del coche. Pero la muchacha le contuvo.
—Por favor…, no… no… La culpa es mía —balbuceó suplicante—. No deseo que haya peleas por mi causa, apenas llego.
—Pero… la ha insultado —protestó Cal con energía.
—¡Déjelo! No haga caso… se lo ruego —añadió Georgiana, asiéndole fuertemente de un brazo—. ¡Oh…; piense cómo se avergonzaría de mí mi hermana!
Acaso Cal no hubiera cedido, pero como vio que Tuck tomaba el asunto a su cuidado, dejóse caer sobre el asiento, en espera de los acontecimientos. Georgiana todavía le retenía por el brazo.
—¿Qué mil diablos quiere usted? —demandó Bloom, colérico, avanzando hasta la escalera del porche para enfrentarse con Merry.
—Yo soy forastero —dijo Tuck subiendo los peldaños-Vengo del Este y no me ha hecho ninguna gracia la observación de usted. ¿Hablan aquí, en Arizona, de ese modo todos los hombres, respecto a las mujeres del Este?
—Hablan como les da la gana, especialmente cuando las mujeres llevan la cara pintada y las rodillas desnudas como esa muchacha —declaró Bloom.
—Pero, señor, allá, entre nosotros, un poco de color artificial en las mejillas y una falda corta no provocan insultos —aseveró Merry gravemente—. Es la moda. Yo tengo una hermanita que se viste así, y nadie lo encuentra mal.
—Bueno, pues usted y su hermanita, y todos los que sean como esa pájara que está en el auto, harán bien quedándose entre los de su calaña —replicó Bloom—. El Oeste no los aguanta. Y oiga, forastero, fíjese bien: la Hoya del Tonto es Oeste de extremo a extremo.
—Señor, estoy acostumbrado a tratar mucha gente, y con todo el debido respeto a vuestro código, tengo que confesar que ningún hombre de verdad, en parte alguna, habla como usted.
—¡Miren a este muerto de hambre, a este saco de huesos! —rugió Bloom, en el colmo de la cólera—. ¡Venir acá a soltarnos sus opiniones con semejante desahogo! ¿Tiene usted la menor idea de a quién está hablando?
—Créame, señor —repuso Merry, cuya tranquila voz contrastaba fuertemente con el estridor de la del otro—. Usted no es realmente del Oeste. Es un infeliz besugo, un mentecato, un gordinflón que grita demasiado… un bravucón, un camorrista… pura fanfarria. Apostaría a que tiene el hígado blanco y que ahora mismo está por dentro muerto de miedo.
Bloom pareció perder el juicio. La sorpresa y la cólera le cegaron. La cara se le tornó lívida y tartamudeaba como un loco. Le había ocurrido algo increíble. Creía tener delante de sí a una monstruosidad. Con movimiento lento, pesado, echó hacia atrás el brazo, como para golpear.
Entonces la diestra de Merry actuó con tal rapidez, que la vista de Cal no pudo seguirla. Pero vio el resultado. El puño de Tuck se detuvo sobre la nariz de Bloom… No fue un puñetazo muy fuerte, pero evidentemente, estuvo muy bien colocado. La cabeza del ganadero se movió bruscamente hacia atrás, y de la nariz brotó un chorro de sangre. El golpeado lanzó un ronco grito de dolor, mientras que el espasmódico movimiento de los músculos faciales atestiguaban que la sensación experimentada era agudísima. Luego, al recobrar el equilibrio sobre los pies, recibió otra trompada. Esta vez la mano izquierda de Merry tocó a Bloom en pleno cuerpo, haciéndole resonar como un tambor. Bloom dio una boqueada terrible. Abrió la boca desmesuradamente y toda la cara se le contrajo en una intrincada red de profundas arrugas. Llevóse las manos a la parte dolorida y comenzó a inclinarse hacia el suelo. Había quedado sin resuello. Y mientras se tambaleaba, completó el otro su obra, lanzándole a tierra como un fardo, por efecto de un tremendo derechazo. Bloom cayó hecho un montón de carne sobre el piso del porche, completamente desmadejado y privado de conocimiento.
—¿Dónde está ese amigote suyo que parece escapado de una película de cine? —les preguntó entonces Merry a los espectadores.
—¡Déjeme en paz! ¡No se meta conmigo o sacaré el revólver! —declaró Hatfield en tono amenazador, y replegándose hacia el interior de la tienda.
—¡Qué ha de sacar usted, lindo monigote del Tonto! Fanfarronadas nada más es lo que usted saca —replicó Tuck persiguiéndole.
Uno de los presentes le cerró el paso a Merry, diciendo:
—Amigo, deje las cosas como están. Ya ha hecho bastante. A lo mejor, Bid le pega un tiro. Y en vista de que está usted desarmado, es más discreto que se aguante. No se empeñe en buscar camorra en el Tonto, pues, sin buscarlas, encontrará suficientes.
Así prevenido, Tuck desistió de la persecución, volviendo al coche. Entre tanto, los espectadores habían rodeado al postrado Bloom, y Wess, con sus camaradas, habían llegado con el coche grande. Cal permanecía en su asiento, totalmente tranquilo en apariencia, aunque en su fuero interno le agitaba un tumulto de violentas sensaciones. La muchacha seguía colgada de él, y así se estuvo, aun cuando Wess se le aproximó a hablarles.
—Muchachos, ¿qué ha ocurrido? —demandó el recién llegado dirigiéndose a su primo.
—Wess, no ha sucedido nada del otro mundo, pero me hubiera gustado que lo hubieses visto… Bloom hizo una observación insultante respecto a las mujeres del Este, y Merry le apabulló a trompadas. Eso ha sido todo.
—¡Bueno! ¡Que me ahorquen por los pies! —exclamó el mocetón, iluminándosele el semblante—. ¡Ese mamarracho!… ¿Pero es capaz de golpear a nadie? Parece increíble… ¿No le pegaría con un martillo o con alguna llave inglesa?
—¡0h, le pegó de firme, te lo aseguro! Y sin herramienta alguna —rió Cal mirando a la muchacha. Ésta le soltó el brazo que le tenía cogido. Estaba pálida, excepto por las inconfundibles trazas del colorete. Cal advirtió el rojo de las mejillas y el carmín de los labios con cierta sensación de desagrado. Pero también la fría y graciosa audacia de su serena sonrisa y el intenso fulgor de su mirada. Se sentía turbado al mirarla. ¿Qué era lo que le sucedía?
Justamente en ese instante se abrió el círculo de curiosos que rodeaban a Bloom y se vio a varios de ellos ayudándole a levantarse. No podía tenerse en pie por sí solo y presentaba un aspecto por demás ridículo.
—Oigan…, amigos…, ¿qué me ha pasado? —balbuceó trabajosamente.
—Bueno, Bloom, suponemos que le han dado una buena tunda —contestó uno.
—¡Huy!… ¡Demonio!… Estoy medio muerto… ¿Con qué me pegó?
Merry, que oyó la patética pregunta, irguió en toda su extensión su larga y flaca figura para contestarle en tono zumbón:
—¡Pero si no fue casi nada, babuino barrigón!… Apenas un par de sopapos…
Bloom hizo por desasirse de sus auxiliadores, pero sin mayor eficacia, pues a todas luces se sentía débil. Su cara era digna de estudio.
—¡Ya te cogeré! —gritó roncamente, mientras se lo llevaban para adentro.
Bien curiosamente, entonces Wess Thurman se acercó a Merry, y le siguieron Arizona y Panhandle en actitud ostensiblemente amistosa. Pero Wess estaba particularmente intrigado con aquel espécimen del género homo. Contemplaba a Tuck de arriba abajo, con suma atención, maravillado. Manifiestamente, no podía convencerse de ciertas posibilidades.
—Diga, ¿con qué le pegó? —preguntó por fin.
Merry no le hizo caso y continuó trabajando en el motor, hasta que, de repente, comenzó éste a funcionar.
—Bien —continuó Wess—. No importa cómo fue la cosa; pero desde luego queda usted hecho amigo de todo el equipo de las cuatro T. ¿Sabe? ¡Chóquela! —Y le tendió la diestra, que el otro cogió en la suya, dándole un solo apretón.
—¡Uau! —chilló Wess zafándose de la formidable presa Hombre, yo trataba de mostrarme amable; pero no quería meter la mano en una máquina de desgranar maíz… Y miraba a Merry dubitativamente, mientras con la izquierda se frotaba los estropeados dedos. Por último, sacudiendo la cabeza en forma ambigua, se dirigió a su pariente, diciendo:
—Mira, Cal; será más conveniente que la señorita vaya a casa conmigo.
—Oh, gracias, señor Thurman; es usted muy bondadoso —intervino Georgiana afablemente—; pero iré con el señor Cal.
—Bueno…, tal vez tenga que hacer el camino a pie —replicó Wess, con un poco de sequedad.
—Me encantaría eso. Adoro el caminar por el campo.
Wess no supo qué contestar, y abandonó la empresa con bastante mal humor, echándole con ojos aviesos una mirada harto significativa al desvencijado «Ford». Alicaído por el fracaso, volvióse adonde había dejado su automóvil. Arizona, sin embargo, quiso soltar un trueno, y así, inclinándose sobre la portezuela del lado de Georgiana, dijo con la mayor seriedad del mundo:
—Señorita, le aseguro que ésta es la peor estación del año para andar a pie por estos contornos.
—¿De veras? ¡Qué raro! El tiempo me parece delicioso —repuso ella sonriendo seductoramente. (Cal tuvo la impresión de que su compañera no podía evitar el ser pródiga de sus sonrisas, y pensó que no siempre las distribuía con perfecta sinceridad).
—Bien, señorita, el tiempo no tiene nada que ver con los paseos a pie, aquí en el Tonto —prosiguió Arizona—. Lo que yo digo es lo siguiente: no hay duda de que el «Ford» de Cal palpita todavía; pero está agonizando, y bien pronto lanzará las últimas boqueadas. Para entonces ya habrá oscurecido; o acaso suceda antes. A partir de ese momento, tendrán ustedes que echar a andar a patita limpia. Y mire, señorita, ¿ha oído hablar de las mofetas con hidrofobia?
—No, ciertamente. ¿Qué son?
—Zorrillos atacados de rabia —respondió Arizona con aire de espanto—. Se vuelven locos furiosos. No le temen a nada ni a nadie. Le saltan a usted encima, y si se mueve o grita, la muerden; y si se está quieta y callada, la muerden lo mismo, y le comunican la hidrofobia. Entonces se vuelve usted loca como ellos y corre de un sitio para otro, tratando de morder a la gente. He conocido a dos personas que fueron mordidas en la nariz, mientras dormían a mi lado. Tuve que estrangular a las malditas bestias para que soltaran la presa. ¡Y esos dos infelices murieron de un modo horrible!
—Señor Cal, ¿está su amigo burlándose de mí? —preguntó Georgiana un tanto alarmada por el tremendo relato de Arizona.
—Me parece que sí, aunque es cierto que no faltan por acá zorrillos con hidrofobia. Pero ya nos guardaremos de ellos —contestó el muchacho riendo.
—¿Lo ve, señorita? —dijo Arizona, en tono triunfal—. De cuando en cuando este Cal se conduce como un ser humano. Siga mi consejo. Déjese de andar horas y más horas a pie por caminos solitarios y pedregosos… en medio de los bosques…, a oscuras…, y venga con nosotros. Yo me comprometo a conducirla hasta Green Valley en completa seguridad.
—Gracias. Prefiero correr el riesgo de ir con el señor Cal —repuso Georgiana jocosamente.
—¡Oh!… —suspiró Arizona con desaliento—. Cal, debía darte vergüenza…, ¡obligar a esta hermosa señorita, con su traje tan elegante, a que vaya zancajeando en medio del polvo y por entre los matorrales del bosque!…
—Arizona, se requiere largo tiempo para que una cosa nueva te penetre en el cráneo —respondió Cal—. La señorita Georgiana Stockwell quiere ir a casa conmigo.
—¡Ajú! Bueno; está bien. Yo sólo le decía a lo que se expone.
—Confía en que se lo diré yo, Arizona —replicó Cal cordialmente—. Suba, Tuck. Al parecer, no hay más peleas a la vista momentáneamente. ¡Ja, ja, ja!
Merry ocupó el asiento de atrás y cerró de golpe la portezuela. Cal, sin tenerlas todas consigo, hizo arrancar el coche, temiendo a medias que éste se negara a moverse. Pero, para delicia suya, el «Ford» se puso en marcha con • tal prontitud y soltura como si el marchar sin tropiezos fuera su especialidad.
—Mira, Cal —gritó Arizona—: iremos siguiéndote, para recoger los pedazos.
Cal pasó junto a Wess, Pan Handle y Tim, y por delante del garaje, donde estaban asomados los mecánicos, denunciando con su actitud la parte que habían tomado en la confabulación, y siguió camino adelante, hasta salir del pueblo, penetrando en seguida en campo abierto. El cuidado de la conducción del vehículo y el haber salido ya de Ryson alivió a Cal de la tensión nerviosa en que había permanecido hasta entonces y le dejó a merced de nuevas y extrañas sensaciones. Mucho de lo que había temido había pasado, pero en forma diferente, y hasta perdido su odiosidad. Todo el resto parecía misterioso y seductor. Algo había acontecido. Se sentía animado, gozoso, y, sin embargo, tímido. Deseaba mirar a la muchacha, pero le faltaba decisión para hacerlo. El bien conocido camino, tortuoso, polvoriento, bordeado de maleza, había perdido totalmente su antiguo aspecto, su larga monotonía y su gris y verde pesadez. Ahora conducía a la aventura y al romance. Incitaba sus ansias juveniles. Le resultaba desmedidamente corto. ¡Sólo dieciocho millas hasta Creen Valley! ¡Cuánto le hubiera gustado que la distancia fuera diez veces mayor! Sobre el valle flotaba un dulce hechizo, no del todo proveniente de los rosados velos suspendidos en la atmósfera y de los áureos destellos del sol. El soñoliento aire, que comenzaba a refrescar, tenía para Cal un olor y sabor gratísimos. Mas, a despecho de todo eso, a despecho de la agradable conclusión del día, después del molesto comienzo, a despecho de la innegable satisfacción del momento presente, le quedaba aún, en el fondo del alma, un vago y singular temor, como una sombra detrás de la radiante luz que le bañaba la mente. La sentía junto con todo el resto.
Georgiana permaneció inmóvil y silenciosa durante la primera milla del viaje. Cal, mirándola de reojo, notó que iba muy quieta y pensativa. Advirtió también cuándo comenzó a interesarse en el paisaje y en él. Varias veces la sorprendió observándole, y cada vez le agitó ese signo de interés.
De pronto, la joven se volvió, para dirigirle la palabra a Merry (de quien evidentemente se había olvidado hasta aquel instante).
—Señor Merry, gracias por… haber defendido a las mujeres del Este —dijo en tono vacilante—. Aquel zote se portó de un modo horrible, y mereció bien cuanto le dijo y le hizo. Nunca vi a nadie pegar como le pegó usted. Le aseguro que se llevó su merecido.
—No vale la pena hablar de eso —contestó Tuck con galantería—. Yo siempre me pongo de parte de las damas. Y, además, tengo una hermanita exactamente como usted, aunque no tan linda.
—Gracias. Veo que es usted tan adulador como amigo de dar porrazos —observó ella alegremente—. Señor Cal, ¿qué opina sobre el particular?
—Hágame el favor de no llamarme señor —respondió Cal—. ¿Qué opino de Tuck? Que es admirable. Estuvo magnífico cuando se encaró con Bloom, y después de cantarle las verdades, le rompió las narices, le martilleó la barriga y lo puso patas arriba de un soberbio puñetazo. ¡Espléndido de veras! ¡Si Enoch lo hubiera visto!…
—¿Quién es Enoch? —preguntó la muchacha.
—Mi hermano mayor. Un muchacho excelente. Él y Bloom se detestan a más no poder. Y todos nosotros estamos de parte de Enoch. Los Thurman nos apoyamos siempre unos a otros, con razón o sin ella. Pero en este caso, la razón es nuestra. Bloom es un mal sujeto, y ese charro vaquero suyo, Bid Hatfield…
Cal se detuvo en sus impulsivas manifestaciones. El recuerdo de Hatfield le era particularmente penoso en aquel instante de incomprensible dulzura. Y la señorita Georgiana, a su vez, pareció advertir el profundo efecto que a su acompañante le producía el acordarse del odiado antagonista. Su mutismo, y la ligera sombra de melancolía que la invadió, atormentaron el corazón de Cal con una sensación completamente nueva para él: la llama de los celos.
—¿Le gustó a usted la presencia de Hatfield?
—¡Oh, ya lo creo! Me pareció un simpático actor de cine —repuso ella candorosamente—. Me cautivó al primer golpe de vista. No puedo negarlo.
El hermoso sueño de Cal sufrió un terrible eclipse. Si antes no hubiera tenido suficiente motivo para odiar a Hatfield, lo tenía ahora. Por añadidura, la manera de hablar que a veces empleaba la señorita Stockwell empezaba a molestarle e inquietarle. Se había dejado impresionar por el vago encanto de su presencia y por la dulzura de su voz. La chica era deliciosa. Pero la realidad de su modo de ser comenzaba a perturbarle.
—Bueno, las mujeres del Este no se diferencian de las del Oeste, en lo que respecta a Bid Hatfield —manifestó Cal, impelido por un arranque de cáustica sinceridad—. No hay duda de que las muchachas del Tonto también se dejan cautivar por él, como usted ha dicho.
—Vamos, que ese gallardo tipo es una especie de «vampiro» masculino —replicó Georgiana, riendo, entre seria y burlona.
Cal se tragó la respuesta que de buena gana hubiera dado. Su furioso antagonismo contra Hatfield tomaba en aquel momento la forma de despecho contra la joven, de rabia contra sí mismo, y desilusión por lo que un breve rato antes se le antojara una situación en extremo placentera. Tratando de distraerse de su melancólico estado de ánimo, aceleró la marcha cada vez más, con el resultado de hacer que el «Ford» desarrollara una velocidad pasmosa, casi inconcebible en semejante máquina.
—¡Arriba, buen mozo! —gritó la muchacha extasiada de júbilo—. No va a asustarme, por mucho que corra. Yo me trago la rapidez como si fuera agua.
Cal respondió a eso con un imprudente abandono, hasta que Merry, adelantando el cuerpo, le tocó en el hombro, diciéndole con voz un tanto enérgica:
—Compadre, vaya más despacio o nos hará papilla. Y no olvide que ahí atrás viene el coche grande, con su primo y demás colegas.
Traído así a su juicio, Cal moderó la marcha, conduciendo en lo sucesivo con mayor cuidado. Se esforzaba por desentenderse de la turbadora proximidad de Georgiana, pero se vio burlado en sus esfuerzos, porque quiso el azar que una fuerte sacudida del coche arrojara a la joven contra él, y allí se quedó en estrecho contacto, sin dar el menor indicio de tener especial deseo de apartarse. Cal, no obstante, se juró no permitirle que notara cuanto le aturdía y emocionaba. Una vez miró para atrás, cuando iban por un largo tramo recto del camino. El coche grande de los Thurman, con Wess y los muchachos, los venía siguiendo a distancia. Cal advirtió, con el consiguiente disgusto, que marchaban despacio, de intento, esperando detrás de él que se produjera el inevitable desastre (fuera éste el que hubiera de ser). Ahora le dolería que ocurriera algún incidente, a diferencia de un rato antes, que no le hubiera importado lo que pasara. Se sentía herido en sus sentimientos, y dióse a pensar que no le convenía tomar demasiado interés en una muchacha como la que tenía al lado. Ella era del Este. Él, del Oeste. Georgiana nunca lo querría, aun en el supuesto de que pudiera proceder seriamente —cosa que él dudaba—. Nunca llegarían a entenderse.
—Cal, esta limousine parece que no va a romperse nunca —dijo la joven de repente. Evidentemente, no podía estarse quieta ni callada mucho tiempo. Cal la notaba inquieta, vehemente, vibrátil.
—Sí. ¿Esperaba que se hiciera pedazos?
—¡Es claro! Y que nosotros saliéramos de estampía por un lado, mientras el señor Merry rodaba por el otro.
—¿No les tiene miedo a los autos? —inquirió el mozo con marcada curiosidad.
—¿Miedo? ¡Vaya, hombre! ¿A santo de qué?
—A causa de los accidentes. Yo, por mi parte, los temo muchísimo. En cambio, me gustan enormemente los caballos, por más fogosos y ariscos que sean.
—¿De qué sirve el tener miedo? Si una va a romperse la crisma, se la rompe de todos modos… y vaya con Dios… ¡Cualquier día me preocupo yo de eso!
Aquella muchacha era de una especie totalmente nueva para Cal, y cuanto más hablaba con ella, tanto mayor era su confusión. Pero, indudablemente, junto con esa confusión crecía el encanto que irradiaba de la joven, envolviendo al muchacho, aun a su pesar.
—¡Oh, qué hermoso país! —exclamó Georgiana cuando Cal, después de pasar la última curva del camino, llevaba el automóvil por entre las colinas.
—Hermoso es poco decir, señorita Georgiana. Es divino. Aguarde un poco.
—Apéeme el tratamiento, hombre, ¡por el amor de Dios! —dijo ella con impaciencia.
—¿Qué? —preguntó Cal, confuso.
—Que suprima el señorita, ¿quiere? No soy ninguna vieja. Acabo de cumplir los diecisiete. Llámeme Georgiana.
—¡Ah… ya! Muy bien —respondió Cal; pero la impresión que recibió no fue agradable. Sin embargo, el elogio que ella había hecho de su amado país le satisfizo tanto que la miró con simpatía y gratitud. De fijo, no existía en todo el mundo país más bello que aquél. Y con esta idea vino unida otra, que atravesó su cerebro como un relámpago, desasosegándole y provocando otros pensamientos afines: ¿sería posible que aquella muchacha llegara a amar de veras aquellas deliciosas regiones de la Hoya del Tonto? ¿Se quedaría allí para siempre? ¿Constituiría allí su hogar? Cal experimentó una rara e inexplicable sacudida en el corazón.
El sol estaba próximo a descender tras la escarpada cadena de montañas que se erguían en el Oeste; la luz tenía un tinte rosa-dorado, por demás apacible y grato; se acercaba el momento más placentero de todo el día. Cal conducía despacio, cuesta arriba, por un largo tramo del camino que serpenteaba por la falda de un cerro. De cuando en cuando tenía oportunidad de echar un vistazo al paisaje. El espectáculo del cielo y el pintoresco panorama de las colinas eran en realidad espléndidos. A él se le antojaba que valles, colinas, el azul del cielo, el sonrosado dosel de nubes y los dorados fulgores del sol poniente se habían unido en maravilloso conjunto para desplegar ante la bella visitante toda la magnificencia de la gloria del Tonto.
Cal cedió a un impulso indomeñable. En la cumbre del cerro detuvo el coche y le pidió a Georgiana que mirara en torno. La viajera exhaló un pequeño grito, no de placer o maravilla, sino arrancado por una emoción nueva, nacida de la contemplación del agreste y variado paisaje montañoso. El valle, verde y quebrado, ondulaba hacia la serranía de Mazatzal, que azuleaba a lo lejos, con sus picachos dorados por el sol y maravillosamente envueltos en una bruma purpúrea; inmensas laderas, de un verdor oscuro, ascendían durante leguas y leguas hasta la noble cúspide del Mogollón, donde fulguraban los postreros fuegos del sol, reflejándose contra el zigzagueante frente pétreo de la montaña, la cual, en forma de gigantesca meseta, corría en dirección al Oeste, interminable, hasta perderse de vista en la penumbrosa distancia.
Cerca del lugar donde estaban, las lomas presentaban contornos suaves y redondeados, revestidos de fresca vegetación o mostrando al descubierto la amarilla tierra. Cal le enseñó a su compañera la «manzanita», con sus lisas ramas de corteza roja, sus hojas de un verde brillante, como si estuvieran recubiertas de cera, y sus bayas amarillentas. Mostróle también el mescal, planta cáctea, verde-gris, con pencas erizadas de púas y largos vástagos florales, soberbiamente enhiestos. Hacia el Este se extendían las colinas, más y más altas cada vez, ostentando todos los tonos del verde, pobladas de cedros, enebros y, por último, pinos, remontando el terreno hasta una eminencia plana, con taludes negruzcos, designada con el nombre de El Promontorio y que se destacaba de la cordillera principal para coger los últimos destellos rosa y oro del crepúsculo vespertino. Por el lado del Sur, el país se dilataba en una serie de innumerables serrijones sombríos y profundas cañadas, que constituían la Hoya del Tonto, la cual, en aquel fascinador instante, estaba bañada por completo en una luz fantástica, purpúrea y lila, extrañamente bella, exquisita e intangible como la sombra proyectada por una roca.
—Usted le tiene mucho cariño a todo esto…, ¿no es cierto? —preguntó Georgiana, cuando terminó Cal su entusiasta enumeración de cuanto tenía a la vista.
—Sí —contestó él aspirando con delicia el aire fresco saturado del aroma de los pinos y cedros.
—Oh, es bonito sin duda —añadió la muchacha recobrando su incómoda postura en el asiento del coche—; pero demasiado salvaje y áspero para mí. Una vez fui a Nueva York, y, oiga, amigo, crea lo que le dice Georgie; ése sí que es sitio que me encanta.
—¡Ajú! No lo dudo —replicó Cal, un tanto secamente, en su desilusión. Y luego, como si buscara alivio para su pena, se volvió hacia Merry, quien había demostrado intenso interés en cuanto Cal había ponderado, y le dijo:
—Tuck, ¿le agrada?
—Compadre, aquí me hago yo mi casa —fue la efusiva respuesta—. He recorrido el mundo entero; pero el Tonto le gana, con mucho, a todo cuanto he visto antes. Me propongo vivir aquí cien años y enterrar a cuatro esposas.
Cal y Georgiana rieron a coro la salida de Merry. Luego, el ronco sonido de la bocina de un automóvil hizo que Cal se apresurara a reanudar la marcha. Wess se iba acercando. Cal siguió cuesta abajo por aquel cerro; luego subió por otro, hacia la parte Este, densamente cubierta de bosques.
—Estoy casi… helada —dijo al poco rato la muchacha.
—¡Caramba, eso es lamentable! Y yo me olvidé de traer una manta. ¿No tiene algún abrigo?
—Sí, tengo uno bastante grueso, y una chaqueta de punto de lana, pero están en el equipaje, y no los puedo sacar ahora.
Estaba temblando. Con la puesta del sol y la altitud cada vez mayor, el aire se había hecho muy frío y penetrante.
Por primera vez, Cal pasó la vista, deliberadamente, sobre su acompañante, examinándola de pies a cabeza. En verdad, el ligero y endeble traje que llevaba, bajo de cuello y alarmantemente corto, no era adecuado para andar por el Tonto al anochecer. Debía haberse puesto ropa de lana. Cal se fijó en las desnudas rodillas, bien formadas, graciosas, sonrosadas, y en las medias de seda negra, arrolladas hacia abajo. Si hasta entonces le habían chocado muchas cosas, aquello le chocó más aún. Rápidamente apartó la mirada, clavándola en el camino que tenía delante, y le acometió una sensación de aturdimiento, repugnancia, y algo más, que no acertaba a definir.
—Si sufre con el frío…, ¿por qué no se viste de otro modo? —le preguntó en tono que quiso hacer indiferente, pero que no lo era.
—¿No le gusta mi vestido? —inquirió ella, rápida.
—Debería yo disimularlo, pero, en realidad, no me gusta.
—¿Qué defecto le encuentra? Es nuevo… y a la última moda. Todos los muchachos decían que era despampanante.
—¿Los muchachos?… —replicó Cal—. ¿Qué clase de muchachos?
—¡Hombre! ¡Mis amigos! —profirió en un tono tan agresivo, que puso al otro en guardia. Y luego, como él se callara, insistió en preguntar:
—¿Qué defecto le encuentra? Supongo que usted es arbitro de la moda en su maravillosa región del Tonto…
—Yo no entiendo nada de modas… ni de trajes despampanantes —respondió Cal, herido por el sarcasmo—; pero tengo sentido común. Éste es un país montañoso Estamos a seis mil pies sobre el nivel del mar y hemos de subir más todavía. Usted se morirá helada con… esa cosa. Es demasiado delgada… y demasiado baja por arriba… y en extremo corta por abajo…
—¡Pero, hombre de Dios, si es lo que actualmente hace furor! —protestó Georgiana—. Todas las mujeres que saben vestir lo llevan así. Ustedes están aquí sepultados en vida. ¿Qué pueden saber de las modas femeninas?
—Nada, señorita Stockwell; absolutamente nada —contestó Cal con tiesura—. Lo admito con entera franqueza; pero con la misma franqueza le confieso que no veo por qué ninguna persona que esté en su cabal juicio haya de sufrir incomodidades por seguir eso que usted llama «la moda».
—¿Y cómo podía yo saber que venía a unas montañas dónde es invierno en tiempo de verano? Aunque le juro que, si lo hubiera sabido, llevaría puesto este mismo traje…, sólo que habría sacado el abrigo. Mire, señor Thurman, acaso le interese enterarse de que durante el invierno pasado todas las mujeres elegantes llevaban falda corta casi hasta las rodillas y medias caladas, o de seda fina, con zapatos de corte bajo. ¡Ande! ¿Se da usted cuenta, señor Montaraz?
—¡Ajú! Considero que es interesante —repuso Cal, con bastante acritud—. ¿De modo que en el Este las mujeres se visten de esa forma… en invierno?
—Sí; se lo garantizo.
—¿Cuándo hace mucho frío, nieva y hiela?, —persistió él, incrédulo.
—Sí, señor… con frío, fango, granizo, nieve, hielo y todo lo que usted quiera… ¡Con el termómetro a menos de cero! —aseveró Georgiana con acento triunfal.
—Bueno, pues están locas —sentenció Cal prestamente—. ¡Locas de remate, con la sesera vacía, señorita Nueva York!
—¡Es usted insoportable! —refunfuñó la chica—. Me extraña que mi hermana lo aprecie tanto… Le aseguro que ahora siento no haberme dejado acompañar por el señor Bid Hatfield.
Cal sintió que la sangre le enrojecía la cara. ¡Vaya con la fierecilla aquélla! Creyó que empezaba a odiarla.
—¡Ajú! Gracias. Es la segunda vez que me dice algo que he de tener muy presente —le advirtió—. Tiene que aprender todavía ciertas modalidades del Oeste, señorita Stockwell. Lamento haber sido lo suficientemente tonto para abrir la boca. No podemos comprendernos. Y respecto a lo que ha dicho de Bid Hatfield…, quiero que sepa sin demora que actualmente va usted a casa en compañía de un caballero (que no deja de serlo aunque lo califique usted de montaraz)…, y si se hubiera usted dejado acompañar por Hatfield, a estas horas ya se habría enterado de lo que opinaba él de sus medias rodadas hasta los tobillos.
Georgiana se puso pálida, y permaneció inmóvil, con la vista fija en el camino. Al cabo de unos minutos de total silencio, habló de nuevo, en tono bien distinto.
—¿Sus palabras son justas y desapasionadas o se las ha inspirado la cólera?, —quiso saber, con extraordinaria calma—. ¿No calumnia al señor Hatfield?
—Me he expresado con absoluta justicia y sin apasionamiento alguno. Yo soy incapaz de calumniar a nadie. Si quisiera, la informaría de cosas harto desagradables, pero me conformaré con decirle que Hatfield ofendió una vez a mi hermana… El día menos pensado tendré que matarlo.
Al oírlo, se sobresaltó ella, y se volvió bruscamente, con los labios separados. No obstante, no respondió nada. Reclinóse luego en el asiento, y, quieta y silenciosa, sumióse en ceñuda meditación. En ese momento, Cal creyó adivinar lo que pasaba por la mente de la joven, y le pareció que se debatía contra algo que él había provocado, ya fuera enojo, ya arrepentimiento; que, de súbito, se había enfrentado con una verdad desnuda, no advertida jamás antes, y la estaba analizando con todo el vigor de su espíritu práctico y decidido. La idea le dejó tan rápidamente como le había venido, pero, en cierto modo, no podía librarse por completo de su influencia. Quizás la muchacha no era tan despreocupada ni tan cínica como se empeñaba en aparentar.
—Debo pedirle perdón por… haber hablado con demasiada libertad acerca del modo de vestir de las señoras —murmuró Cal, contrito—. Pero nunca lo hubiese hecho si no se hubiera lamentado usted de que sufría los efectos del frío.
Cuál hubiera sido su respuesta, no lo supo Cal nunca, porque en el preciso instante en que ella se volvía hacia él, el volante se le escapó de las manos y el auto fue a parar violentamente a la cuneta.
Georgiana cayó contra su compañero, por efecto de la sacudida. No gritó. Oyóse el sonido de los vidrios al quebrarse en mil pedazos, y los numerosos bultos de equipaje rodaron en confuso montón.
—Compadre, hemos dado contra una ola demasiado fuerte —comentó alegremente Merry.
—Sí —añadió Georgiana—; pero la cosa no tiene nada de particular.