VIII

Septiembre cedió el puesto a octubre, y todas las tierras altas del Tonto acrecentaron su coloración otoñal.

Abajo, en las lomas, los oros y rojos brillantes estaban limitados a manchas aisladas, incrustadas, como gemas, en el fondo verde oscuro de la maleza. Acá y allá, algunos bosquecillos de nogales conservaban aún bastante follaje para hacer contraste; y en las barrancas que serpeaban entre los cerros, donde corría agua, grupos de sicómoros lucían todavía sus hojas, las cuales se matizaban con los más diversos y bellos colores, a medida que avanzaba el otoño, con sus frecuentes escarchas. En las asoleadas laderas que miraban hacia el Sur, existían lunares de zumaque, que iban gradualmente tiñéndose de rojo vivo, y entre los roquedales se mostraban las enredaderas, veteadas de carmesí y bronce. Mas, en las colinas de poca elevación, el tono dominante era el oscuro verdegris de los enebros, cedros, encinas y «manzanitas», entremezclados.

Hacia la Ceja, sin embargo, las dilatadas cuestas ostentaban una espléndida mescolanza de hermosos colores, tan brillantes y variados, que daba gloria mirarlos. Los amarillos riscos y la zigzagueante faja de rocas multicolores que caracterizaban la extensa e irregular mole de la Gran Mesa quedaban avasallados y deslucidos por la vívida coloración de las plantas que entre ellos introducían sus raíces. Los espesos pinares, de muchas leguas de extensión, que cubrían las faldas de la Ceja, eran invariablemente de un verde intenso hasta que alcanzaban el pie de la gigantesca montaña. Allí terminaban, exceptuados los hondos cañones y las negras barrancas que perforaban la inmensa peña. Los macizos de arces que crecían en los bordes de los cañones, seducían al espectador que los contemplara. Formaban un verdadero tumulto de color. El magenta, cereza y escarlata sanguíneo rivalizaban con el púrpura más exquisito por el predominio de la belleza. Algunos arces aislados, en todo el esplendor de su follaje, parecían más bien antorchas encendidas que árboles cubiertos de coloreadas hojas. Más allá, por las grandes laderas, donde las hendiduras de los cañones ennegrecían bajo los pinos y abetos, comenzaba el dorado fulgor de los álamos temblones. A la caída de la tarde, cuando la luz del sol poniente los bañaba con sus tenues rayos, semejaban ser de oro puro. Por sobre ellos descollaban los quebrados contrafuertes de la Ceja, coronados por orlas de pinares.

Una noche, en la casa del rancho de Green Valley, cuando ya se había hecho el recuento del ganado y estaba cercana la fecha para la ejecución de los grandes rodeos, Henry Thurman congregó a todos sus vaqueros.

—Muchachos —les dijo—: tenemos que cortar el sorgo. Será labor de pocos días. Gard nos enviará mañana toda su gente. Así, pues, formen un equipo pile vaya al homestead de Boyd, y que se dé prisa, para terminar cuanto antes.

—Está bien —contestó Wess—. Calculo que tardaremos tres días. Y, dígame, tío Henry, después del rodeo, ¿quién llevará el ganado a Winslow?

—Para eso será mejor que se pongan de acuerdo con Enoch. Todos no podrán ir. Cal quiere, de todos modos, hacer su homestead en Rock Spring, y unos cuantos tendremos que ocuparnos en cortar y transportar troncos.

—Oye, tú, chico, ¿a qué viene tanta prisa? —preguntó Wess dirigiéndose a su primo, que también estaba presente.

—Yo no tenía ninguna, en realidad —respondió Cal—; pero me he enterado de que Hatfield le ha echado el ojo a la «mesa» de Rock Spring y si no ando listo me quedaré sin ella.

—¡Ajá! Conque así está la cosa, ¿eh? ¿Quién te lo dijo?

—Padre Io supo directamente de tío Gard.

El viejo pionero asintió con un movimiento de cabeza e informó a los presentes de que Hatfield conocía de tiempo atrás el interés de Cal por Rock Spring, y que, a juicio suyo, no convenía permitir que los del Bar XX introdujeran una cuña en las tierras altas donde pastaba el ganado de los Thurman. Luego, en la acalorada discusión que se suscitó, salió a relucir el hecho de que había abundantes pruebas de que les estaban faltando reses. El cuatrerismo en gran escala era cosa del pasado; pero la pérdida de terneros sin marcar iba tomando tales proporciones, que no era ya posible atribuirla a meros errores, naturales entre ganaderos de aquella comarca tan extensa y salvaje. Alguien apartaba deliberadamente a los terneros, separándolos de las vacas antes de tiempo, y se los llevaba para ponerles su marca.

—Serge Thurman marcó varios terneros el mes pasado —manifestó el anciano ranchero—, y lo hizo de modo que nadie, sino él, lo conociera. Pues bien, le faltan dos, y los anda buscando.

—¡Hum! ¿Y de qué le servirá si averigua que los del Bar XX les han puesto su hierro? No se puede probar que nadie sepa distinguir nuestro ganado, sin marca, del de ellos —arguyó Wess.

—Bueno, admito que no —confesó Henry.

—De seguro, esto va a traer mayor resentimiento entre Enoch y Bloom. Y opino que ya andamos bastante mal, ahora mismo, con esa gentuza.

—Sea como fuere, muchachos, les aconsejo que cierren la boca y abran bien los ojos. Yo, mañana, dejaré el aserradero y traeré conmigo a Tuck Merry para que nos ayude en la corta del sorgo. Y, entre paréntesis, estoy dispuesto a apostar, con cualquiera de ustedes, a que él corta y acarrea más que ninguno.

—¡Ese zanquilargo me va a ganar a mí cortando sorgo! ¡Estaríamos frescos! —exclamó Wess con profundo desdén al escuchar la proposición. Wess tenía fama de ser el mejor cosechador de sorgo en todo el contorno, y se enorgullecía de su reconocida habilidad en esa clase de trabajo.

—Wess, ni tú ni los demás conocéis como yo a mi ayudante —dijo Henry con una risita socarrona—. Ya les he dicho que les aventaja, pero con mucho, en las faenas del aserradero. Es el mejor auxiliar que he tenido.

Wess se enfadó. Se ponía en tela de juicio su supremacía, comparándolo con un novato venido de fuera. Naturalmente, los otros mozos empeoraron la situación apoyando a Henry y ofreciendo secundarle en su apuesta. Cal coronó el incidente, pues aseguró que estaba decidido a jugar un caballo contra otro de Wess, a que éste era derrotado por Tuck.

—Eh, tú, ¿no estás arriesgando tus caballos con demasiada libertad? —le increpó Wess sarcásticamente—. Hace poco apostaste tu mejor potro a que zurrarías a Tim en el término de un año. Y mira, Cal, el tiempo vuela. Después, le has dado el pinto a la señorita Georgie…, lo cual no es difícil de calcular que había sido porque también estás jugando ahí, para perder, de fijo. Y ahora tienes agallas para comprometer la última bestia buena —que te queda. No me gusta abusar de los infelices, Cal: pero, en vista de tu escasa inteligencia y de tu extraordinario atrevimiento, acepto.

Cal miró a su primo con manifiesto disfavor, respondiéndole, con altanería:

—Oye, Wess, ya que eres tan listo, ¿qué apuestas a que gano en los tres casos?

—¿Qué apuestas tú? —replicó Wess descargando enérgicamente su ancha mano sobre una rodilla.

Cal comenzó con gran pachorra a enumerar: los dos últimos caballos que le quedaban, el Winchester, el lazo, las espuelas de plata (que Wess siempre había codiciado), e iba a añadir a la lista cincuenta dólares, cuando le interrumpió su padre, diciendo:

—Cal, voy creyendo que debe de haber algo de verdad en la insinuación de Wess respecto a que estás loco de remate. Déjate de más apuestas. Para tu homestead de Rock Spring vas a necesitar esos caballos y todo lo demás que posees.

A la mañana siguiente, cuando comenzaron a despuntar por el Este los primeros albores del amanecer, salió de la casa Enoch Thurman, gritando con voz estentórea, que penetró en los oídos de los más reacios durmientes:

—¡Ya es de día…! ¡Arriba!

Enoch era el jefe del clan de los Thurman, y su llamamiento era la señal para que todos saltaran de la cama. Poco después humeaba el copioso desayuno en la larga mesa de la cocina, y cuando salió el sol, ya estaban los vaqueros ensillando sus cabalgaduras y acondicionando los diversos objetos que se requerían para la expedición. En seguida, sin perder un momento, partieron para el plantío de sorgo.

Ocupaba éste un pedazo de tierra llana, situado a tres millas de Green Valley, en dirección a la Ceja, y el terreno donde estaba ofrecía un fuerte contraste con el fértil suelo del rancho principal. Boyd Thurman, había hecho allí su homestead, y ochenta de los ciento sesenta acres estaban bajo cultivo. No tenía sembrado más que sorgo; planta parecida al maíz, aunque no crece tan alto. Las hierbas y flores silvestres se veían por todas partes, tan espesas como la gramínea cultivada. El campo había sido muy poco cuidado desde que se efectuó la plantación del sorgo, el cual había quedado poco menos que abandonado a su suerte. Una tosca cerca de postes y barras, y en algunos lugares alambre de púas, rodeaba al sembrado para defenderlo del ganado y de los ciervos. Docenas de árboles secos (muchos de ellos pinos gigantescos) permanecían aún en pie, espectrales residuos de lo que antaño fuera tupido bosque.

El lecho de un arroyo pasaba por el límite oeste del campo, como asimismo el polvoriento camino que conducía hasta el edificio de la escuela (situada bastante más arriba, en medio de la floresta) y hacia las cabañas y ranchos de los otros Thurman, emplazados en las alturas, cerca de la Ceja. Dicho arroyo era de corriente muy superficial, y en esa época del año estaba seco, excepto algunos charcos en sitios pedregosos. En el extremo inferior del desmonte había un par de chozas y un granero, los tres en mal estado por la acción de la intemperie. Después de haber obtenido la posesión definitiva de su homestead, Boyd Thurman se había ido a vivir a casa de sus padres. Y el inmenso campo de sorgo era propiedad de todos los Thurman. Juntos los habían sembrado y juntos lo cosecharían, repartiéndose el producto.

Mientras los muchachos procedentes de Green Valley estaban desensillando y descargando lo que había traído para improvisar un campamento bajo los árboles que rodeaban a las chozas, apareció el otro campamento de la familia Thurman, nueve en total, con más de ese número de acémilas. Reunidos unos y otros, continuaron los preparativos, hechos con la destreza de gente práctica en tales labores. Todos silbaban, cantaban, fumaban cigarrillos, y no cesaban de chirigotear y darse bromas. A las nueve, se agrupaban en torno del corpulento pino que señalaba el lindero del campo de Boyd y, cuáles de pie, cuáles sentados, se dedicaban a afilar sus cuchillos en las pequeñas piedras de asperón de que iban provistos. En conjunto, formaban una cuadrilla de diecisiete hombres, no incluido Henry Thurman. Éste, a despecho de sus años, podía hacer tanto como cualquiera de los mozos, cuando así le placía.

—Bueno, compañeros —dijo por fin Enoch probando el corte de su herramienta en la yema de uno de sus gruesos pulgares—: cada cortador se hará cargo de una hilera y recogerá todo lo que pueda.

—Enoch, tengo una apuesta pendiente y estoy pronto para empezar —gruñó Wess.

—¡Ajá! ¿Y qué has apostado y contra quién? —inquirió Enoch con interés.

Wess dio su versión del asunto en tono a la vez ofendido y jactancioso. Cal, a su turno, añadió leña al fuego alardeando de su ciega confianza en Tuck Merry. Y el viejo Henry colmó la medida del enojo de Wess preguntando:

—Vamos a ver: ¿quién es el valiente que apuesta contra mí? Tengo la más absoluta confianza en mi operario del aserradero.

Se produjo en el acto una viva discusión, muy acalorada por parte de Wess, y se cruzaron varias apuestas, algunas de ellas verdaderamente descabelladas. Finalmente, agotados, al parecer, los recursos disponibles, se recurrió a Enoch, para explicarle las condiciones de la curiosa competencia.

—¡Bueno!! ¡Que me ahorquen! —profirió el improvisado juez—. La cosa no es pareja. Wess ha estado cortando sorgo desde que era más pequeño que un renacuajo, y entiendo que nuestro zancudo camarada Tuck no ha visto esta clase de plantas hasta venir al Tonto.

—Así es —admitió Merry—. Haré cuanto pueda para ganar, en obsequio de los que me apoyan, pero no dejen de fijarse en que yo nada apuesto.

—¡Eh, Tuck, no hay que andarse con chiquitas! —intervino entonces Cal haciéndole un significado guiño a su amigo—. Me prepongo ganar hoy otra apuesta, además de la hecha en favor suyo. ¡Arriba, pues!

—¡Oh, si ése es el caso, no seré yo quien se eche atrás! —respondió el boxeador correspondiendo al disimulado guiño de Cal—. Wess, pongo diez a que lo venzo en el corte de esta verdura, y otros diez a que puedo acarrear mayor cantidad de ella.

—¿«Diez» qué? —demandó Wess en tono belicoso.

—Diez grupos… diez mangos, en moneda legítima de los Estados Unidos de América… diez ruedas de carro —contestó Tuck haciendo sonar en el bolsillo varias piezas de plata.

—Wess, cabeza de adoquín, Tuck quiere decir «diez dólares» —explicó Cal.

—¡Ah, magnífico! Le apuesto el doble —replicó Wess dándose importancia.

—No, amigo; no puede ser: diez es el límite máximo a que puedo llegar, y es un regalo que le hago —dijo Tuck.

—Así es, de seguro —terció Enoch—. Bueno, escuchen ahora todos ustedes. Esta mañana, yo trabajaré en compañía de Tuck. Es justo que se le enseñe lo que tiene que hacer. Luego, después del descanso de mediodía, tendrá lugar la competencia, que ha de consistir en cortar dos hileras de sorgo: una, yendo de acá para allá, hasta el final del campo, y la otra, viniendo de regreso. Yo actuaré de árbitro. ¿Te parece bien, Wess?

—Sí; desde luego —contestó el interpelado.

—Bueno; entonces, vamos a trabajar —dijo Enoch, poniéndose en pie—. Tuck, venga conmigo y haga lo que me vea hacer.

Avanzaron todos hacia el límite oeste del campo y, haciéndose cada cual cargo de una fila de plantas, doblegaron los altos cuerpos para entregarse con ardor a la faena de la cosecha.

El método de acción era muy simple. Las cañas de sorgo crecían espaciadas, cosa de un pie unas de otras. Eran delgadas, pero duras. El cuchillo tenía que estar bien afilado, y la mano que lo manejaba necesitaba ser vigorosa. Una vez cortadas las cañas, las iban recogiendo en el brazo izquierdo, o depositándolas en el suelo, según la manera de obrar de cada cortador. El campo medía aproximadamente una milla de largo, y las hileras de sorgo se extendían de extremo a extremo.

En seguida, la línea de avance se hizo irregular. Wess tomó la delantera, sin aparente esfuerzo, y se erguía y bajaba alternativamente como si estuviera recogiendo manzanas. Avanzaba con rapidez, y los demás le seguían, según sus respectivas disposiciones para el trabajo. Enoch no perdía tiempo, ni se quedaba muy atrás, aunque tenía que ocuparse en instruir a Tuck. Algunos de los mozos se mantenían a igual nivel entre sí, mientras que otros se rezagaban gradualmente. Cal y Tim figuraban entre los más rezagados, porque el primero nunca había mostrado especial habilidad como cosechador de sorgo, y Tim, que siempre había sido vaquero, detestaba las faenas agrícolas. Sin embargo, Cal iba considerablemente adelantado a Tim.

Poco a poco dieron término al viaje de ida. No obstante los incesantes chistes y la forma juguetona y bromista en que todos trabajaban, la tarea era ruda y varonil. Wess alcanzó el término de su fila antes que ninguno; tomó en el acto la vuelta, y empleó una hora y cuarto en efectuar el recorrido total. Cuando acabó, tenía la camisa tan mojada de sudor como si la hubiera sumergido en agua. Las manos se le habían puesto terriblemente mugrientas. La cara, ennegrecida por el polvo, ostentaba las huellas que en ella habían dejado los copiosos chorros de la abundante transpiración. Sin perder un segundo, la emprendió con otra hilera de plantas antes de que sus compañeros hubieran alcanzado el punto de partida. En cuanto llegaban los demás, comenzaban de nuevo, como había hecho Wess.

Al mediodía brillaba el sol, fuerte y cálido. La brisa se llevaba las nubes de polvo que se levantaban en el seco campo. Centenares de cuervos, atraídos por el grano, revoloteaban por todas partes, graznando en confusa y ensordecedora algarabía. Los cosechadores, fatigados por el continuo esfuerzo, cesaron de cantar y bromear, retardándose en el regreso.

Serge Thurman había dejado de cortar después del primer viaje, y para el tiempo en que volvieron al campamento sus camaradas, ya les tenía la comida casi lista. Uno por uno se fueron presentando, después de Wess, para beber copiosamente y lavarse las sucias manos, echándose luego a descansar a la sombra. Pronto se reanimaron, como si la fatiga pasada no tuviera importancia.

Cal había aventajado a Tim en más de una cincuentena de varas, y quiso aprovechar esa circunstancia en beneficio de su oculto designio, burlándose del torpe vaquero por su escasa destreza como segador. Bastaba la más inocente observación de Cal para sacar de sus casillas a Tim, especialmente desde que este último se había dado cuenta de que la señorita Georgiana Stockwell no sólo no le miraba ya con ojos favorables sino que prefería aparentemente a su rival.

—Oye, yo soy vaquero —replicóle Tim, furioso—. Andaba ya a caballo cuando todavía no existían por aquí cercas de ninguna clase y mucho menos campos cultivados. No sirvo para agricultor y maldito lo que me importa.

—¡Huy! Así será; pero aún no he visto las medallas que has ganado como vaquero —respondió Cal.

—Conque no las has visto, ¿eh? —preguntó Tim, frunciendo el ceño—. Tengo la impresión de que te vas volviendo demasiado fresco.

—Y pensándolo bien, tampoco creo que hayas ganado muchos premios como jinete… ni como enlazador… ni como conquistador de muchachas lindas… y ni siquiera como peleador —añadió Cal zumbonamente.

Todos los presentes soltaron una ruidosa carcajada, excepto Tim, quien se mostraba tan sorprendido como enojado.

—Cal, si tuvieras más sentido común, juzgarías mejor respecto a eso último —replicó con marcada intención. Sin embargo, parecía dudoso acerca de la nueva modalidad con que se le presentaba Cal, e indeciso de cómo tomarlo.

—Tim, nunca me ha impresionado gran cosa tu manera de pelear —continuó Cal, locuaz y fisgador—. No pegas fuerte. Tu juego de piernas es lamentable. No eres capaz de encajar el castigo.

—Pero, con todo, te he zurrado cuatro veces… cuatro naces, mi vanidoso Romeo… y lo he hecho sin mayor esfuerzo —gritó Tim poniéndose terriblemente rojo.

—¡Bah! Eso crees tú… que me has zurrado…; pero es pura fantasía, Tim —observó Cal—. Aguarda hasta después de comer.

Tim no salía de su asombro, y, volviéndose hacia sus camaradas, refunfuñó:

—Oigan, compañeros, ¿qué demonios se trae éste? ¿A qué me viene con lo del juego de edemas y todo lo demás?

—¡Oh, no te aflijas! Es que te está tanteando —replicó uno de los del grupo.

—Habla como si quisiera jarana —observó otro.

—Cal anda mal de la cabeza desde que regaló el pinto. ¡Loco de remate! —aseguró un tercero.

Pero Cal les dejó decir sin hacerles caso. Llegado el momento de la comida, le tributó a ésta los debidos honores, sintiéndose muy animado por lo que esperaba que iba a ocurrir en breve. Sus secretas esperanzas estaban en camino de pronta realización. Y le confirmó en su creencia el ver a Tuck Merry con la cara sonriente, aunque tratando de disimular su júbilo.

—Bueno —dijo Enoch después de consumir la última tajada contenida en su plato de hojalata—, ¿cuál de los dos espectáculos se va a efectuar primero?

—¿Dos? —preguntó el padre—. ¿Hay algún otro en perspectiva, además de la competencia entre Wess y Tuck?

—¿No oyó usted que Cal le decía a Tim: «Aguarda hasta después de comer»?

—Sí que lo oí. ¿Y qué quiso decir con eso?

—Bueno, Cal tiene que cascar a Tim antes de que termine este año o perderá su mejor caballo —observó Enoch.

—Hijo, haces apuestas muy tontas —manifestó Henry dirigiéndose al muchacho.

—Papá, ésta no es tan tonta como usted cree —contestó Cal con franca alegría.

—Cal Thurman —exclamó entonces Tim ásperamente—, yo considero ya ese caballo como si fuera de mi propiedad.

—Muchachos, os pasáis la vida apostando, como si fuerais un grupo de indios perezosos; y eso no está bien —les amonestó Henry—. Me parece que va siendo hora de dejamos de conversación y de meterle mano al trabajo.

—No perderemos tiempo con lo de Wess y Merry —dijo Enoch—. Ahora mismo empezaremos, y cuando hayamos acabado la faena del día, Tim y Cal podrán aporrearse a su gusto.

Así, pues, tornaron a la labor, como antes, sólo que Enoch puso a los dos competidores a la cabeza de todos los demás. Y podía notarse que cada vez que se erguía alguno de los segadores, miraba por un instante, con gran interés, a ambos rivales, que trabajaban furiosamente. Wess tomó pronto ventaja, distanciándose gradualmente de Tuck. Tanto el uno como el otro hacían volar el polvo y ponían en fuga a las bandadas de voraces cuervos. Los animosos gritos de los trabajadores resonaban a porfía en el aire cálido y tranquilo. Los burros rebuznaban ronca y estentóreamente, como si también ellos estuvieran muy interesados en la curiosa lucha. El perro de Wess acompañaba a su amo, ladrando sin parar, como si quisiera darle ánimo con sus ladridos. La mayoría de las voces de aliento eran dadas en favor de Merry.

—¡Ve junto a él, chico! —gritaba uno.

—Ahora adelanta con mucho brío, Tuck; pero pronto aflojará —vociferaba otro.

—Búrlate de su novia —le recomendaba el de más allá.

—Eso siempre le pone furioso y no sabe lo que está haciendo.

—Ya vas entrando en calor y te desquitarás a la vuelta —observaba otro—. Sigue así, Tuck, que vas mejorando poco a poco.

A la verdad, esto último parecía ser cierto. El larguirucho novato comenzaba a acortar la distancia que lo separaba de su experto contrincante. Wess se había esforzado demasiado desde el principio, y ahora tenía que moderarse algo para tomar algún respiro. Pero, con todo, llegó al final del campo con la delantera suficiente para ir de regreso bastantes varas ya, cuando Merry alcanzó el punto de retorno. Aquí abandonó Enoch el trabajo para seguir de cerca a los rivales. El resto del equipo, sin embargo, no tardó mucho en emprender la vuelta, segando a más y mejor. Wess mantuvo su supremacía, y acabó tan delante de Tuck que no cupo la menor duda respecto a su considerable superioridad. Los otros fueron llegando a su debido tiempo, y empezaron una animada discusión sobre ganancias y pérdidas.

—El caso no está decidido aún —declaró Enoch—. Wess gana en cuanto a cortar. Vamos a ver ahora quién carga más sorgo.

Por consiguiente, Wess se encaminó a una de sus hileras y comenzó a recoger tallos segados. Cuando tenía hecha una buena gavilla la depositaba en el suelo y procedía a formar otra, reuniéndolas luego todas hasta juntar una cantidad enorme. Entonces las abarcó con los brazos, levantándolas en vilo y quedando totalmente oculto bajo la carga. Mientras sostenía ésta, Enoch midió el contorno, valiéndose para ello de una cuerda. Terminada la medición, descargó Wess en tierra el enorme mazo, poniéndolo con las cañas para arriba y dejándolo como un fascal de trigo.

—Bueno, Tuck, ahora le toca a usted —dijo Enoch—. Y acá, internos, creo que puede ganarle.

Animado con estas palabras, empezó Merry la tarea, imitando lo hecho por Wess, aunque con menor pulcritud. Estimado por el espacio recorrido en la junta, apiló más que el otro.

—Te embromaste, Wess observó Henry.

—Si carga todo eso, me doy por vencido —replicó el mozo—; pero no podrá.

Cal marchaba junto a Tuck, animándole. El larguirucho novicio fue reuniendo las gavillas preparadas, y pronto se hizo evidente que se hubiera ahorrado mucho trabajo si las gavillas fueran menos en número y más grandes. Porque cuando tuvo ya entre los brazos un gran montón, se le dificultaba el acrecentar el conjunto. Se veía precisado a tantear con el pie, descargar lo recogido sobre la nueva gavilla y abarcarlo luego todo. Llegó a convertirse en un ambulante rimero de sorgo, cuya vista divertía inmensamente a los circunstantes. La embadurnada cara de Wess comenzó a dar muestras de asombro.

—¡Pues sí que me gana, el muy pillastre! —exclamó, por último, admirado de veras.

Pero Tuck Merry seguía amontonando sobre su cuerpo gavillas y más gavillas, hasta reunir la formidable cantidad de ellas que había preparado. Concluida la operación, se le oyó decir con voz ahogada por la carga:

—Todavía… puedo… con más.

—No es necesario —le contestó Henry—. Con eso le basta y le sobra.

—Bueno, vamos a ver —añadió Enoch echando la cuerda sobre la pila de sorgo y agachándose para recoger del suelo uno de los extremos de aquélla. Tomada cuidadosamente la medida, exclamó, haciendo una mueca:

—¡Canastos! ¡Ha vencido a Wess por un pie de ventaja!

—¡Oh, no tanto! —protestó el vencido—. Me declaro derrotado, pero no en tan mala forma.

—Aquí está la cuerda, Wess. Mide tú mismo —repuso Enoch.

Nop. Acepto tu fallo. Suelte, Merry…, y vengan esos cinco.

Tuck dejó caer la crujiente hacina de sorgo, o, más bien, emergió de debajo de ella, todo cubierto de polvo y con la facha más ridícula del mundo. Wess le salió a] encuentro para estrecharle la tendida diestra con franca efusión y sincero respeto.

—Esta vez gana usted. Quedamos parejos —le dijo—. Ahora vamos a medirnos los brazos. Tengo curiosidad por averiguar cómo ha podido hacer lo que nadie ha hecho antes.

Los dos talludos segadores se colocaron frente a frente, con el brazo derecho extendido, uno al lado del otro, y todos pudieron notar que el de Merry era seis pulgadas más largo que el de Wess.

—Bien, eso explica la cosa —concluyó Enoch—. Todas las apuestas quedan anuladas, muchachos. Está bien claro que ha habido empate… Y ahora, volvamos al trabajo.

Cuando terminaron de segar, ese día, quedaba cortado un tercio del gran campo de sorgo, resultado que Henry Thurman veía con sencilla complacencia.

—¡Por cierto, que el trabajo del día ha sido espléndido! —exclamó—. Todos lo habéis hecho muy bien, excepto Tim, que aborrece el trabajo, y Cal, que nunca será un buen cosechador de sorgo.

—Bueno, supongo que los dos han estado economizando las fuerzas —explicó Enoch—. No hay duda de que han andado muy despaciosos.

—Hombre, se me había olvidado eso —manifestó Henry—. Me gustará ver la nueva zurra que le administrará Tim a Cal. Dime, Tim, ¿lo vas a hacer antes o después de la cena?

—Puesto que usted se empeña, le diré que prefiero hacer ese poco ejercicio antes de lavarme para cenar —contestó Tim.

Así, pues, el encuentro iba a verificarse en el momento en que Serge andaba atareado con sus cacerolas, junto a la hoguera del campamento, y los otros se agrupaban en torno, adoptando posturas de descanso.

Cal estaba más que dispuesto. Su perspicaz vista había columbrado a Georgiana y a su hermana Mary, que venían por el camino, de regreso de la escuela, donde Georgiana había pasado el día. En aquel instante ambas jóvenes se acercaban a la portada, que estaba bajo linos nogales no muy distantes del campamento. Nadie, salvo Cal, parecía haberlas observado.

¡Ajú! —exclamó Cal poniéndose en pie con visible alegría, que se reflejaba por completo en el cadavérico semblante de Tuck Merry—. Me había olvidado totalmente… Ven para acá, Tim, pernituerto domador de potros cerriles. Tengo hambre y quiero despachar pronto para no estropearme el apetito.

Los espectadores celebraron las palabras de Cal con manifestaciones de sorpresa y alborozo. Pero Tim participaba únicamente de la primera. Lentamente levantóse de su sitio, revelando su roja faz, de la cual se había limpiado el polvo, un dudoso menosprecio. Le echó a su contrincante una furtiva mirada. No estaba muy seguro de que existiera perfecta justificación para menospreciar a su adversario.

—Ven y recibe tu merecido —siguió diciendo Cal en tono zumbón—. Sal para acá afuera. No quiero tumbarte sobre la cena que nos está preparando Serge. Tim, te has dado el gusto de vencerme cuatro veces, y ahora debes mostrarte bastante hombre para tomar tu medicina con igual espíritu deportivo con que yo tomé la mía.

—Me estás fastidiando atrozmente, Cal Thurman —gruñó Tim—. Eres demasiado presumido. Te voy a dar la quinta zurra… para quitarte de una vez todas las ganas de repetir la fiesta.

Y salió para un lugar cubierto de hierba, algo apartado del grupo que reposaba junto al árbol, y a plena vista de quien viniera por el camino. Eso era lo que Cal deseaba. No tenía éste la menor duda respecto al resultado del encuentro. Su maestro, Merry, le había asegurado que Tim no resistiría más de tres minutos de combate.

De repente extendió Cal las manos, cubiertas con el par de guantes que se había puesto para trabajar, y empezó una veloz danza en tomo de Tim con la presteza de piernas que constituía parte de la penosa educación pugilística recibida de Tuck. Tim, peleador tosco y agresivo, pero ignorante del arte de boxear, se agachaba próximo a Cal, tratando de asestarle golpes, pero sin encontrar brecha alguna en la cerrada guardia del otro. Cal aceleró sus pasos de danza y comenzó a fintar con ambos puños, notando al instante que su contrario se desmoralizaba completamente por efecto de semejante táctica.

—Muchachos, no se pierdan esto —grité Cal con voz aguda dirigiéndose a los circunstantes—. Todos ustedes saben lo que le molesta a Tim que le aporreen su fea narizota. Fíjense ahora.

Manifiestamente, los observadores estaban intensamente absortos y ansiosamente expectantes. Danzando sin parar, Cal disparaba de cuando en cuando la izquierda para atolondrar a Tim y obligarle a esquivar y acometer, en espera del instante favorable para acciones más eficaces. De pronto, con la diestra, rápido como un relámpago, le colocó a Tim, en plena nariz, un golpe duro y neto. ¡No cupo la menor duda sobre el efecto!

—Tim, ése es el «hurgonazo de la nariz» —gritó Cal gozosamente, mientras, eludiendo la ciega y pesada acometida del adversario, seguía practicando el veloz juego de piernas. Y después, con mayor rapidez que antes, golpeó con la izquierda sobre el mismo punto sensible. Esta vez comenzó a salir sangre.

—¡Yo sí que te voy a hurgar a ti! —bramó Tim, ronco de dolor y gesticulando tan furiosa como inútilmente, pues su furia sólo le sirvió para encontrarse con otro puñetazo formidable—. ¡Oh…! —chillé Tim.

—¡Grazna, mostrenco! —le replicó Cal tomando ya la cosa en serio y accionando con mayor ardor, a la vista de la sangre y con el pensamiento puesto en obtener una justa venganza. Tim le había lastimado antes muchas veces y había hecho alarde de ello. Ahora le tocaba a él desquitarse, y, además, allí estaba Georgiana Stockwell, subida en la parte superior del alto portón.

Pero Tim permaneció silencioso en lo sucesivo. Estaba muy serio y terriblemente furibundo. Todos los gritos procedían ahora de los espectadores.

Después, súbitamente, Cal mudó de procedimiento: en lugar de danzar alrededor de Tim, saltaba sobre éste, para retroceder en seguida. Tim no daba un solo paso atrás. Atacaba como un toro, aunque siempre con desventaja, porque sus enloquecidos puñetazos se perdían vanamente en el vacío. En uno de los avances, Cal dominó los trémulos puños del otro, y le martilleó la cara, no muy duro, pero sí una, dos y tres veces. Inmediatamente se notó que Tim perdía impulso, y Cal le asestó un violento derechazo al abdomen, que retumbó con fuerte sonido. Tim abrió la boca para expeler la respiración.

—¡Ése es el «zambombazo a la barriga»! —comentó Cal—. Cuidado ahora…, ¡ahí te va el «matraqueo a los dientes»!

Tim, con el semblante terriblemente desencajado, los ojos saltones, la boca abierta, la mandíbula inferior caída, parecía haberse quedado inmovilizado, desvalido, silencioso, excepto por un singular estertor que producía, al tratar de respirar. Precisamente igual que Tuck Merry había hecho con Bloom, hizo Cal con Tim. ¡Qué ridículamente fácil! Tim había expelido el resuello y no podía recobrarlo. Entonces Cal terminó el asunto mediante un fuerte derechazo a la quijada. Tim cayó desmadejado al suelo, y allí se quedó.

En medio del silencio que se produjo, Cal se aproximé al caído, y, apenas jadeante por el esfuerzo realizado, con templó un momento a su adversario, diciéndole:

—Arriba, Tim…, no quiero enfriarme.

Pero el pobre Tim a duras penas empezaba a conseguir que entrara un poco de aire en sus pulmones. No podía levantarse. Ni siquiera podía alzar la aturdida cabeza.

Los otros muchachos, vueltos repentinamente de su asombro, prorrumpieron en una algazara atroz, para expresar su desbordante júbilo. Aullaban, se revolcaban sobre la hierba, chillaban estrepitosamente, y durante varios minutos, Cal no pudo entender ni una palabra de lo que le decían.

—Bueno, o yo no sé lo que me pesco o Cal ha puesto a Tim fuera de combate —exclamó Enoch, maravillado por completo.

Todos estaban realmente sorprendidos, y algunos se mostraban escépticos respecto a la extraña danza de Cal en torno de Tim. Más de uno —entre ellos, el viejo Henry— apenas podían dar crédito a lo que habían visto.

Pero el más extrañado era Tim Matthews, quien, cuando se repuso lo bastante para poder hablar, balbució:

—¡Huy…! ¿Qué… me ha… pasado?

Cada cual le respondió una cosa diferente. Uno le decía que, sin duda, lo había pateado un mulo; otro, que lo había atropellado un elefante; y sucesivamente, todos se burlaban, acompañando sus burlas e hirientes epítetos con sonoras carcajadas.

—¿Qué diablos… tenía… dentro de los guantes? —le preguntó Tim roncamente a Enoch, que acudió para ayudarle a levantarse.

—Nada más que los puños —contestó Cal, quitándose los guantes y arrojándoselos a Tim para que los examinara.

El apabullado vaquero los palpó con expresión patética y manifiesta incredulidad.

—¡Oh, no!; debía de tener piedras —insistió con voz quejumbrosa.

—No, Tim; te aseguro que no tenía nada —dijo Enoch bondadosamente, mientras que con el pañuelo que le servía de corbata le limpiaba la sangre que le manchaba el rostro—. Te ha vencido pronto y bien, y eso es todo.

Cal hincó una rodilla en tierra, junto al caído, y le tendió la mano, preguntándole:

—¿Quieres que la choquemos y olvidemos la cosa?

Tim se sentó, mirando con sorpresa a su vencedor. No podía creer a sus ojos, pero tenía que convencerse de la realidad de lo acontecido. Era un momento muy cruel para él. Lentamente, extendió la temblorosa diestra, contestando:

—Cal, de seguro… me has ganado… y confieso que recibí mi merecido… Pero ¿cómo pudiste hacerlo? La coz de un caballo duele bastante, pero ¡oh…!, cuando me pegaste en el vientre fue una cosa horrible.