X
Con mezcla de cólera y vergüenza marchó Mary apresuradamente en busca de Georgiana. Tenía intención de no andarse con melindres. No veía claro qué clase de acontecimiento desagradable se estaba preparando, pero temía que su hermana provocara algún serio disgusto. Había encontrado a Cal demasiado sereno, demasiado calmoso, demasiado complaciente, para considerarlo seguro; y el significado de las palabras de Enoch tampoco se le había escapado. Georgiana era, al fin y al cabo, una extraña en aquel ambiente, y las cosas empezaban a ponerse serias en su contra.
Había parejas de enamorados ambulando por acá y allá, al abrigo de los pinos, y se escuchaba el murmullo de las conversaciones sostenidas en la oscuridad. Mary tuvo alguna dificultad en hallar el automóvil de Enoch, y fue la bien conocida voz de Georgiana la que le sirvió de guía.
—¡Vamos! ¡Estése quieto!, ¿quiere? No vaya a estropearme el vestido más de lo que está —decía la muchacha.
La respuesta de Hatfield sonó ronca y regocijada:
—Oye, chica, tu vestido tiene bien poco que estropear.
Mary corrió hacia el coche. En la penumbra alcanzó a distinguir la blanca forma de Georgiana. Le pareció que Hatfield la tenía entre los brazos. En aquel instante se inclinaba para besarla. Georgiana trataba de zafarse, pero sus esfuerzos distaban mucho de ser desesperados.
—Georgiana, baja en seguida y vamos para dentro —ordenó Mary, con una voz que jamás había empleado antes.
Hatfield soltó a la chica y descendió del coche sin demora. Ésta quedóse sentada un momento, en silencio. Luego preguntó, de mal talante:
—¿Soy acaso una chiquilla para que se me mande así?
—Tu conducta es vergonzosa —contestóle Mary secamente—. Si no tienes ningún respeto por ti misma, exijo que tengas alguno por mí.
—¡Mary! —protestó Georgiana.
Luego, sin añadir una sola palabra, saltó afuera y partió a escape, camino de la escuela. Mary iba a seguirla, pero Hatfield le cerró el paso, diciendo:
—Señorita Stockwell, reconozco que la culpa es mía. Georgie no quería venir.
—Las explicaciones son innecesarias, señor Hatfield —replicó Mary—. No le culpo a usted lo más mínimo. Pero si quiere atender un consejo, le diré que se está buscando un compromiso grave.
—Gracias. Harto conozco a lo que me expongo. Pero sé de sobra lo que me corresponde. A su hermana debo de gustarle algo, de otro modo, no haría… lo que hace. Y siendo así, poco me importa si tengo que habérmelas con todo el equipo de los Thurman.
—De acuerdo —admitió Mary—. Pero lo peor del caso es que… usted no le interesa nada a mi hermana. Yo… sinceramente… preferiría lo contrario, porque así no tendría que avergonzarme de ella.
—Mire, señorita Stockwell —repuso él, con seriedad—, creo que es usted persona formal y digna de confianza. Confieso que estoy enamorado de Georgie y que ello podría hacer de mí un hombre decente. Ninguna mujer besa y… y… habla como ella, a menos que un hombre le interese mucho. Indudablemente, es una chiquilla alocada, que gusta de traer a los muchachos al retortero; mas, no podría llegar… tan lejos, a no ser que uno le importe.
—Georgie, sí —replicó Mary—. Claro está que no lo sé de fijo, pero ésa es mi opinión. Mi hermana parece estar desprovista de vergüenza, de conciencia… por no decir más. Se divierte con usted, igual que con los otros.
Hatfield se estremeció como si le hubieran pegado una bofetada. Se inclinó hacia Mary para mirarla fijamente.
—¿Usted… su propia hermana… dice eso? —preguntó con voz entrecortada.
—Sí. Y lo digo porque lo creo. Aunque no es mi propósito mostrarme hostil con usted ni injusta con ella. Pero la situación es intolerable. Tiene usted que admitirlo.
—Así os, así es. Acaso más intolerable de lo que usted piensa —murmuró él.
—No tengo más que decir, Hatfield —añadió Mary disponiéndose a retirarse.
—Ha dicho bastante. Me ha hecho ver las cosas de otro color que el que yo imaginaba. Se lo agradezco, y lamento que sea hermana suya. Si quiere usted atender una insinuación mía, mándela de vuelta a donde le corresponde. El Tonto no soporta tunantas de esa clase.
Mary se inclinó, haciendo un gesto aprobatorio, y se encaminó rápidamente hacia la escuela.
Hatfield no parecía ser en el fondo un mal sujeto, y, probablemente, cualquier muchacha realmente buena obraría prodigios con él. A Mary le pareció como dotado de la misma cruda hombría característica de todos los vaqueros de la comarca. Sus últimas palabras, y en especial sus manifestaciones respecto a Georgiana, la inquietaban extraordinariamente. En realidad, la chica estaba por completo fuera de lugar entre aquella gente tan primitiva.
Enoch salió al encuentro de su novia, y su ruda diestra buscando la de ella, fue para Mary un confortable apoyo.
—Bueno, la hiciste venir —le dijo—. Estaba hecha una furia, cuando traté de hablarle… ¿Sabes lo que me dijo?
—Dios lo sabe —contestó Mary, apenada.
—Bueno, fue curioso. Yo me le acerqué, diciéndole: «Mire, Georgie, puesto que pronto seré una especie de segundo papá suyo, ¿no le parece mejor que hagamos las paces y seamos buenos amigos?».
—Enoch, ¿de veras?
—Tal como lo oyes. Y la endiablada gatita se revolvió contra mí, replicándome con más descaro que nunca: «¿Quiere hacerme el favor de irse al infierno?».
Enoch acompañó sus últimas palabras con una sonora carcajada y un fuerte palmetazo sobre un muslo; pero Mary no sentía el menor deseo de unirse a su jovialidad, pues estaba a punto de llorar.
Entraron juntos en el salón, donde hallaron la fiesta en pleno desarrollo. Los niños dormían todos, en los rincones reservados para ellos. Los viejos miraban y charlaban. Henry Thurman se entregaba con ardor a su tarea de arrancarle al violín los más vivos compases. Y la juventud entera «bailaba en serio», según frase de Enoch. Mar.
Sólo pudo notar que el local estaba más concurrido, que el ritmo de los bailadores era más rápido y que se acentuaba la animación y el deleite con que la concurrencia participaba de la sencilla diversión. Dedujo que, para los presentes, era realmente un asunto «serio» aquel interminable balancearse a los acordes de la música, y que, de hecho, la función era aprovechada por los jóvenes de ambos sexos como la oportunidad más adecuada para cortejar.
Después de aquel número vino un intermedio, durante el cual las señoras sirvieron bocadillos, pasteles, etc. Henry Thurman hizo una advertencia:
—Señores: nuestro amigo trajo de Globe nada más que ocho heladoras, cuyo contenido se ha agotado ya.
—Y oiga, Henry, ¿sabe por qué? —gritó Tim Matthews con voz tartajosa—. Porque… Wess… Thurman…, se ha tragado… él solo… dieciséis porciones.
—¡Jo… jo… jo! —exclamó el aludido—. Yo no soy el único tragaldabas que se ha llenado la barriga de sorbetes.
—Bueno —dijo entonces Enoch—, otros se la han llenado con algo más fuerte.
Pero la mayoría hablaban entre sí moderadamente. De vez en cuando alguien vociferaba, y su voz resonaba áspera, destacándose del sordo murmullo de la conversación general. Estaban ocupados todos los asientos, y muchos de los concurrentes tenían que permanecer de pie. Mary aprovechó la ocasión para fijarse en cuantas personas había allí, y ver a cuáles conocía. Se sentía realmente sorprendida del placer que todos demostraban. Y ella misma, si no fuera por los vagos temores que la preocupaban algún tanto, podría considerarse singularmente dichosa. Mas la copa de su dicha contenía algunas gotas de amargura.
Todo el mundo, aparentemente, se conducía y hablaba con perfecta naturalidad, tanto, que Mary llegó a dudar de que hubiera peleas en perspectiva. Cal, sentado junto a su tío Gard, parecía no interesarse en absoluto por el elemento femenino. Hatfield estaba recostado contra el borde de una ventana, entre varias jóvenes, desconocidas para Mary, las cuales escuchaban al vaquero con profunda atención. Georgiana ocupaba un asiento situado debajo de una de las lámparas —hecho que Mary no juzgó accidental— y no le faltaban admiradores. Tuck Merry aparecía muy agradablemente entretenido, sin ningún rival próximo a la dama a quien favorecía. Si había peleado, no ostentaba señal alguna de ello. Tim Matthews tenía la cara extremadamente roja, y la lengua, muy suelta. Sin embargo, aún se mantenía de buen humor. Estaba con otros muchachos, cerca de la puerta, todos en pie, y cuando hacía ademán de querer dejarlos, alguno del grupo siempre le obligaba a quedarse. Enoch aseguraba que había una botella (y no llena precisamente de agua) entre ellos y que si Tim continuaba trasegando el contenido, estaría en breve maduro para expulsarlo de la sala. Muy pronto advirtió que los más de aquellos mozos atendían a no consentir que Tim hiciera algún disparate. Probablemente, él era la única persona que no se había dado cuenta de la asiduidad de Hatfield en cortejar a Georgiana.
En conjunto, era una sencilla escena de vida rústica, pero a Mary le agradaba enormemente. La sencillez y la virilidad había menguado en muchas manifestaciones de la vida norteamericana, mas allí se mantenían en todo su vigor. Casi todos aquellos mozos habían servido en el ejército durante la Gran Guerra, y varios de ellos estuvieron en Francia. ¡Qué espléndida hoja de servicios trajo Boyd Thurman a su regreso! No obstante, nadie lo hubiera presumido. Ni siquiera los azares de una gran contienda internacional eran capaces de cambiar a aquellos campesinos de Arizona. Su existencia había sido demasiado libre, demasiado montaraz, demasiado dura, para que ni la estricta instrucción militar en tiempos de guerra pudiera influir gran cosa en ellos, haciéndoles mudar de modo de ser.
Mary recordaba bien lo que Serge Thurman le había dicho en respuesta a la pregunta de qué había sacado de la guerra: «Bueno, a mi entender, todo lo que saqué fue la gripe y un porrazo en la cabeza…».
Henry Thurman puso término al intermedio mediante algunos chirridos de su violín.
—¡Vamos, muchachos! —gritó—. Reúnanse con sus compañeras. Yo soy un violinista maniático y me propongo ver a algunos de nuestros zanquilargos vaqueros agotados de tanto bailar.
Un regocijado clamor general acogió este discurso del viejo Henry. Evidentemente, era un reto lanzado por las mujeres y aceptado por los hombres. Comenzó la música y los bailadores se entregaron a la danza con renovado ardor.
Mary bailó primero con Enoch, y luego, con Tuck Merry. Éste era tan alto, tan suelto de coyunturas, y bailaba tan desastrosamente fuera de compás, que la joven tuvo una tarea difícil en aguantar hasta la terminación del número. Tuck estaba disfrutando tremendamente, en absoluto abstraído de sus deméritos como danzarín. Mary gozaba viéndole gozar, y cuando cesó la música y Tuck le buscó un asiento, aprovechó la oportunidad para interrogarle.
—Enoch me ha dicho que ha andado usted peleando. Espero que no sea cierto, ¿verdad?
—Bueno, señorita Mary, yo no les llamaría «peleas» a lo que he hecho. Total, desollarme un poco los nudillos —contestó con una ligera mueca, extendiendo la enorme diestra para que la examinara. En efecto, tenía los nudillos despellejados.
—Entonces, es cierto… Tuck, creo que debo decírselo a Enoch —manifestó Mary, con acento bondadoso.
—Enoch es un excelente sujeto. Nos tenemos mutuamente muy buena voluntad. Pero le inquieta la idea de que va a tener que cascarme, a causa de las habladurías que circulan por ahí.
—Tuck, ¿quiere darme a entender que Enoch, deliberadamente, provocará una riña… nada más que porque haya oído que usted… ha dado algunos puñetazos? —preguntó Mary, incrédula.
—Poco más o menos, así es, señorita Mary —rió Tuck—. Estas gentes del Tonto son unos tipos curiosos. Pero los muchachos más decentes, más nobles y más honrados que he conocido. No es maravilla que fueran soldados magníficos. Mire, señorita Mary, un millón de mozos como éstos formarían un ejército insuperable, créame.
—Sí que lo creo; pero, Tuck, eso de pelear por… por mero… no sé qué… ¡vamos, que es perfectamente atroz! —protestó la joven.
—Escúcheme, maestra —repuso Tuck, muy serio—. A mi modo de ver, se equivoca. Esta costumbre de pelear así es lo mejor del mundo.
—¡Oigan con lo que sale! Tuck, en obsequio mío, ¿evitará el encontrarse con Enoch? Él es tan grande y fuerte… Podría hacerle daño.
Tuck le dirigió la mirada más rara, más amable y más festiva que puede imaginarse. Mary hasta tuvo la impresión de que hacía esfuerzos para contener la risa.
—Eso tengo que decírselo a Cal —respondió el boxeador con una amplia sonrisa—. Señorita Mary, le prometo quitarme del camino de Enoch todo lo que pueda. Porque sé que a usted le desagradaría que él me pegara. Pero no voy a salir huyendo…, y si por casualidad fuera yo quien le estropeara a él la hermosa fachada, no me lo reproche después.
—Tuck, yo digo de usted lo mismo que dijo Enoch refiriéndose a Cal.
—¿Y qué fue? —inquirió Tuck afablemente.
—Que no me fío de usted… en cierto modo. Quizá lo pueda «pescar», como dice Georgiana, si me confiesa cómo se desolló los nudillos.
—Pues allá voy. Es bien sencillo. Apenas hice acto de presencia en esta escena rural, cuando me rodearon tres admiradores de mi chica. El primero de ellos dije: «Le voy a dar una zurra…». El segundo añadió: «Señor Merry, tendrá usted que vérselas conmigo también…». Y el tercero, por no ser menos, manifestó: «Me parece que no veo claro. Por lo tanto, venga para acá».
—¡Bueno! —exclamó Mary—. ¡Me quedo igual que antes! Eso no es decirme lo que ocurrió.
—¡Oh, maestra! Lo que ocurrió… lo dejo a su imaginación. Si se esfuerza un poco, acertará. Sólo apuntaré el detalle de que los tres caballeros que se permitieron disputarme el derecho de bailar con la muchacha están aún por ahí, en la espesura del bosque… Y ahora, excúseme. El viejo Henry ha empezado a tocar uno de esos asaltos a veinte rounds que esta gente llama tag.
Enoch vino adonde estaba Mary, y le dijo:
—Te he andado buscando por todas partes. Creo que me corresponde esta danza.
—Es un tag, Enoch. Me dejarán hecha pedazos. ¿No sería mejor que te quedaras a mi lado, en vez de compartirme con cada quisque de los que hay aquí?
—Supongo que podré alejar a algunos de los muchachos.
Pero Enoch suponía mal, porque no contaba con el creciente ardor con que todos se entregaban a aquella clase de baile. Mary era solicitadísima. En seguida se la quitaron, y cada vez que lograba recuperarla, volvía a perderla antes de que tuviera tiempo de dar un paso. Finalmente, se retiró, enfadado. Mary pasó un rato desastroso. Aquello era un continuo trotar al compás de la música, y los vaqueros, excitados por el desafío de las muchachas (que se proponían rendirlos), se mostraban extraordinariamente alegres, persistentes e incansables en absoluto. La joven bailó hasta sentirse mareada y con los pies muertos. Sin embargo, el entusiasmo y la broma eran contagiosos.
—¡Oh… menos mal… que mañana no tengo que venir a pie a la escuela! —le dijo, casi sin resuello, al último de sus compañeros, cuando, por fin, cesó la música.
—Mañana estará todavía aquí, de seguro —respondió el mozo—. Este baile no terminará hasta la hora del desayuno. Todos sus discípulos se hallan presentes y la mayoría duermen a pierna suelta.
A partir de este instante, Mary se convirtió en espectadora. El baile siguió en todo su apogeo: el viejo Henry tocando sin parar y los danzantes haciendo alarde de frenética actividad e inagotable resistencia. No obstante, gradualmente fueron retirándose los casados, dejando el campo libre a la gente joven. Durante toda la noche había escuchado Mary, de cuando en cuando, el monótono sonsonete de la voz del anciano violinista, que canturreaba algo, que ella no alcanzaba a distinguir. Ahora, con mejor ocasión, presté oído, interesada y divertida.
Cínchenlas bien fuerte
y háganlas bailar,
que la noche es corta
y hay que aprovechar…
Tarará, tararé.
Tararé, tarará.
Cada pocos minutos lanzaba Henry sus improvisaciones. Indudablemente, la concurrencia las esperaba con interés y las recibía con aplauso.
Estoy viendo a Serge furioso
contra Lee y su compañera,
porque están haciendo el oso…
¡Y el otro se desespera!
Esto provocó grandes clamores de aprobación, que animaron a Henry a proseguir:
Edd parece estar en rabia
cuando baila con su Clair.
¡Y le da unos pisotones
que son de lo que hay que ver!
Edd Thurman era el gigante de la asamblea y bailaba como un rinoceronte. Una formidable explosión de risa estalló a sus expensas. Henry estuvo callado un largo rato, con la cabeza inclinada sobre el violín, como si meditara profundamente. De pronto, cantó de nuevo:
Muchachas, les digo con toda franqueza
que están los muchachos que no pueden más;
cansados los veo de pies a cabeza
y no han de ganarles a ustedes jamás.
Henry falseaba deliberadamente la realidad de las cosas en el contenido de su última improvisación. No había justificación para ello, a juicio de Mary. A medida que avanzaba la madrugada, aquellos talludos vaqueros parecían estar más frescos. Si acaso se notaba alguna muestra de cansancio, era más bien por parte de las mujeres.
Mere y Merth son dos mellizas
más lindas que dos estrellas,
y los mozos se disputan
el placer de hablar con ellas.
¡Animo los chicos guapos!
Que tengo interés en ver
quiénes son los dos galanes
que conquistan su querer.
Esto pareció agotar la vena poética del viejo violinista durante algún tiempo. Cuando, al cabo, alzó de nuevo la cabeza, fue para decir, con voz más fuerte:
Yo soy un viejo ducho
en tocar el violín,
y a quien le gusta mucho
un buen vaso de gin.
Luego, tras una pausa, calculada para producir efecto, vociferé:
Oigan, mozos, estos puntos
y vayan pronto a buscar
al que entierra a los difuntos,
que lo voy a precisar.
Para que entierre a tres guapos
que acaba Tuck de vencer,
haciéndoles tres guiñapos
que no se pueden mover.
Bueno ha sido todo esto,
según dicen por ahí,
pero cuando zurre al resto
será mejor para mí.
A aquella hora (cerca de las tres de la madrugada) la animación y el bullicio alcanzaban su grado máximo. Se bailaba casi continuamente. Henry Thurman acumulaba fuerzas y entusiasmo a medida que transcurrían las horas. Los muchachos se turnaban en la faena de golpear con las varillas sobre el astil del instrumento. Manifiestamente, este rítmico golpeteo era un importante aditamento de la música. Sin embargo, la risa y las manifestaciones de regocijo disminuían en proporción al acrecentado fervor de los danzantes. Aquello se había convertido en un verdadero concurso de resistencia entre el elemento masculino y femenino. Los vaqueros —que ese mismo día habían terminado las rudas faenas del rodeo de otoño, el trabajo más difícil y fatigoso de todo el año— rehusaban dejarse vencer por las animosas muchachas. Así, pues, la competencia empeñada llevaba camino de concluir sin vencedores ni vencidos, pero con el agotamiento físico de ambas partes contendientes.
Mary, recordando los enojosos temores que la habían inquietado al comienzo de la fiesta, le dijo a Enoch que, al parecer, había ella exagerado las posibilidades de que ocurriera algo desagradable.
—Bueno, todavía estamos a poco más de la mitad de la noche —repuso él enigmáticamente.
—¿Qué quieres decir?
—De fijo, no lo sé. Pero tengo barruntos de que va a pasar algo. Cuanto más tarde suceda, peor será… Y ahora que me haces pensar en estas cosas te diré que a ninguna de las personas formales nos agrada la forma en que baila tu hermana.
—¡Oh! —exclamó Mary, acongojada—. Bastante que lo lamento yo. Pero Georgiana ha estado conduciéndose muy… decorosamente… teniendo en cuenta cómo es ella.
—Así será; pero, a mi juicio, ha querido lucirse esta noche. Mírala.
Mary tardó en descubrir la esbelta y contorsionante figura de su hermana. En aquel momento, su pareja era Dick Thurman, el más joven de la familia, y uno de los mozalbetes a quien Georgiana había aleccionado en las nuevas y llamativas danzas del Este. ¡Qué tristemente fuera de lugar se notaba aquella clase de baile, allí, en la modesta y digna escuela rural! Mary se sintió fascinada y repelida por el espectáculo. Georgiana, realmente, llamaba la atención. Se movía de mil modos; se echaba para atrás, para adelante y para los costados; se retorcía, giraba y parecía hacer que su compañero se olvidara de todo, menos de ella.
—Bueno, no sería tan atrozmente malo, si Georgie estuviera vestida diferente —murmuró Enoch, como si quisiera paliar su molesta impresión.
Mary trató de que Georgiana se fijara en ella, pero fracasó en su empeño. La muchacha no parecía tener ojos más que para su pareja. No obstante, por fuerza tenía que saber que estaba causando sensación con su desahogada conducta.
—¡Bien, esto sí que es grande! —profirió Enoch—. Ha hecho que la imiten otros. Mary, está más claro que la luz del día. Georgie les ha enseñado esa danza a algunos de nuestros jóvenes más desaprensivos, y ahora nos la va a imponer. ¡Qué chiquilla! ¡Se necesita atrevimiento para hacer eso!
Cuando Mary comprobó la veracidad del aserto de Enoch, aumentó su confusión y su pena. Tres parejas de jovenzuelos estaban bailando en forma tan exagerada, que era evidente su propósito de provocar la risa y el enojo. Su intención era manifiesta, pero la ejecución resultaba ridícula. Georgiana, a pesar de su censurable audacia, se desenvolvía con garbo, con ritmo, con belleza, en sus picarescas evoluciones. Muchos dejaron de bailar, para observarla mejor, sorprendidos por el flamante y escandaloso estilo. Gradualmente, Georgiana y sus discípulos atrajeron por igual la atención de jóvenes y viejos. No cabía la menor duda respecto a la nada encubierta desaprobación de los padres y madres presentes, ni a la fascinación que se retrataba en los rostros de la gente moza.
El baile acabó, por fin, para infinito alivio de Mary. Entonces consultó con su novio si no sería prudente, sin llamar la atención, buscar a Georgiana y amonestarla para que no siguiera bailando así.
—¡Déjala saltar las barras del corral! —le respondió Enoch con más vigor que elegancia.
Su respuesta hizo guardar silencio a Mary y la tornó más pensativa. Acaso fuera bueno dejar a la testaruda Georgiana hacer su santísima voluntad. Mary sentía aumentar su cólera contra la caprichosa y desconsiderada hermana. Y además de eso, presumía que las últimas palabras de Enoch encerraban algún sentido oculto, que ella no acertaba a vislumbrar. ¿Sería que Enoch, conociendo bien a su gente, esperaba que reaccionara contra la perniciosa influencia de aquella descarada mujercita del Este? Miró a Cal, y el aspecto de su cara acrecentó la tristeza y el dolor que estaba experimentando. El muchacho mostraba claramente en su semblante las huellas del sufrimiento.
Hubo el acostumbrado breve intermedio, a mediados del cual se vio pasar fanfarronamente a Bid Hatfield por en medio del salón, encaminándose directamente a Georgiana, con el visible propósito de solicitar su compañía para la próxima danza.
—Bueno, no hay que extrañarse gran cosa de lo que hace Bid, pero me temo que anda hoy con un poco de mala suerte —manifestó Enoch.
—¿De mala suerte…? ¿Por qué? —balbuceó, Mary, alarmada por el relámpago que vio cruzar por los ojos de su compañero, cuyo rostro se había contraído con una expresión de extrema e insólita dureza.
—Mary —fue la respuesta—, tú sabes que nosotros, los Thurman, peleamos unos con otros… por cualquier fruslería… casi como por pasatiempo. Pero somos poco dados a pelear con los de afuera. Hatfield nos ha hecho un montón de impertinencias… refregándonoslas por la cara. Yo no pienso que Cal sea mejor que otro cualquiera, pero opino que Georgiana le ha jugado sucio. Lo mismo que Hatfield… Bueno, concretando: Georgie y Hatfield están haciendo cosas demasiado ofensivas, que los Thurmans tenemos costumbre de aguantar. Si tienen la desvergüenza de bailar juntos esa cosa de negros… va a ser ya el colmo y probablemente…
El alto y discordante punteado del violín de Henry interrumpió la conclusión de la frase de Enoch. Mary no necesitó oírla. Estaba consternada; sin embargo, el resentimiento de que al mismo tiempo se sentía invadida la hacía esperar con ansiedad el desarrollo de los acontecimientos. Esta vez, por alguna extraña razón, las parejas anduvieron remisas en la reanudación del baile. Una por una fueron empezando como desganadas e impelidas a danzar porque la música había empezado a sonar de nuevo. Pero se veía claro que hubieran preferido mantenerse como espectadoras. Esa morosidad dio ocasión a Georgiana y Hatfield para lanzarse con gran desahogo al disfrute del momento presente. Iniciaron la danza estrechamente abrazados y con un pronunciado contoneo, que Mary sabía muy bien que jamás se había visto en aquel recinto. Con mirada crítica y reprobatoria los estuvo observando. O bien Hatfield había sido más esmeradamente instruido en aquella forma de bailar, o, por disposición natural, lo hacía más hábilmente que los otros que antes la habían ensayado. Porque formaba una admirable pareja con Georgiana. Ambos se desenvolvían muy bien, haciendo lo que jamás debieran haber hecho. Hatfield tenía el aire arrogante y desafiador. Sin duda, se daba infinitamente mejor cuenta que su compañera de la profunda sensación que estaban produciendo. En cuanto a la muchacha, mostraba el rostro enrojecido y en los ojos le rebosaba una expresión maligna. Su juvenil audacia, el orgullo, la vanidad, y un equivocado sentimiento de conquista, la habían llevado a exponerse a un peligro que no comprendía, olvidada como estaba de la realidad de las cosas.
Mary miró a Enoch y experimentó cierto alivio, en su penosa situación, al advertir que su novio contemplaba sonriente a los atrevidos bailarines. El rudo mocetón era en el fondo tan bondadoso y amplio de criterio como fuerte y animoso. Luego pasó la vista por los viejos de la familia Thurman que tenía más próximos. No pudo discernir diferencia alguna en el continente de éstos.
Mas, de pronto, el fornido Gard, tío de Cal, se puso en pie y fue pasando entre los bailadores y la pared hasta el sitio ocupado por el viejo Henry.
Repentinamente cesó de sonar el violín, con tal brusquedad, que todo el mundo quedó sorprendido y como a la espera de algo extraordinario.
El anciano Gard trepó sobre un cajón, sobresaliendo su elevada estatura por encima de la expectante concurrencia. Sus cuadrados hombros parecían agresivamente anchos. Tenía el semblante musculoso y enérgico, atezado y tosco, con ojos de penetrante mirar, y cabellera encanecida.
—Parientes y amigos —comenzó a decir con su marcado acento local arrastrando los sonidos—, antes de que continúe este baile quiero hacer una observación en pocas palabras… En esta escuela hemos pasado más de un buen rato y hemos dado muchos bailes. Han sido casi las únicas diversiones en que hemos participado la gente del Tonto… Bueno, admito que estos bailes no han tenido mucho de que hacer gala, pero siempre han sido decentes y van a continuar siéndolo. Deseo manifestar, de modo concluyente, que ningún extraño puede venir acá para convertir nuestro sencillo esparcimiento en manifestaciones de indecencia… Eso es todo. Y lo digo como caballero, con la debida tolerancia por la insensatez de algunos jóvenes que no se dan cabal cuenta de su incorrección. Pero no serán meras palabras las que se usen en adelante.
Un completo silencio acogió el breve discurso de Gard Thurman, quien permaneció un momento más en su improvisada tribuna, ostentando su vigorosa figura, amenazadora, aunque benévola y amigable con la vista fija en los causantes del molesto incidente. Después bajó de su pedestal, y su hermano Henry reanudó valientemente su tarea, como si tratara de recuperar el tiempo perdido y hacer olvidar el embarazo de la situación.
Los concurrentes tornaron a sus rítmicos movimientos, pero Georgiana y su compañero dejaron de bailar. Mary los siguió con atenta mirada hasta el relativo aislamiento de un apartado rincón, donde se pusieron a conversar, de espaldas a los bailadores. A poco, Georgiana giró bruscamente sobre sus talones, y a toda prisa se encaminó hacia el lugar donde se guardaban los abrigos. Hatfield la seguía. Mary le vio extender las manos abiertas, en actitud de reconvención o de súplica. Georgiana, al parecer, no le hacía ningún caso. Obraba con manifiesta premura.
Mary abandonó su asiento y, mientras rodeaba el salón, perdió de vista a su hermana. Entre tanto, Enoch había desaparecido. Cuando llegó la maestra cerca de la puerta, encontró a Enoch hablando seriamente a Cal. Tan pronto vio a Mary, se calló. Cal estaba tan pálido como un cadáver. Había otras personas cerca, algunas de ellas mujeres, pero Mary ni siquiera reparó en quiénes eran.
Georgiana apareció en tal instante, seguida del persistente Hatfield, a quien la muchacha no se dignaba ni mirar mientras se encaminaba hacia la salida. Se había puesto su pesado abrigo y estaba cubriéndose la cabeza con un chal blanco. Fue directamente al encuentro del grupo situado frente a la puerta. Al verle la cara, se disipó en gran parte el enojo de Mary.
—Georgie, ¿adónde vas? —le preguntó apresuradamente.
Pero la interpelada no dio la menor señal de haberla oído ni de fijarse en el implorativo gesto con que fue acompañada la pregunta. En ese preciso momento cesó la música. Georgiana se dirigió hacia Cal, mirándole fijamente. Mary, aunque con la atención concentrada sobre su hermana, pudo notar la impresión de intensa curiosidad que se reflejaba en los rostros de varios de los del grupo.
—Cal, ¿quiere llevarme a casa? —preguntó la joven en voz baja, pero clara y firme—. Tim está borracho. Le tengo miedo a Hatfield. No hay nadie más aquí a quien pueda dirigirme…, excepto usted… ¿Me acompañará?
Entonces Mary sintió en su pecho tanta piedad como admiración por su hermanita. Ésta había experimentado un violento choque. Parecía agobiada por las circunstancias, casi a punto de desfallecer, y, sin embargo, sostenida por su valiente espíritu. Era animosa, sin duda. No se disculpaba ni defendía. Pero el orgullo, la provocación, la malignidad, habían huido de su rostro. Su fogosidad y audacia la habían abandonado.
Mary clavó la mirada, ansiosa, en Cal Thurman. ¿Cómo encararía aquella situación tan inesperada? En ese momento sintió Mary que Enoch le oprimía fuertemente una mano. También él se mostraba intensamente curioso, y Mary comprendió que Georgiana podía contarlo como un leal amigo, a despecho de todo.
—¡Qué oportunidad para el escarnecido y desdeñado mozo! Allí mismo se le ofrecía una excelente ocasión de vengarse. De todos los jóvenes presentes, que le habían visto vejado y humillado, ella había elegido al menos indicado para ayudarla en el momento de su vergüenza. Tal hubiera sido el veredicto de la muchedumbre. Pero ¿habíala guiado acertadamente su intuición en aquel extraordinario aprieto? El hecho era que cuando se produjo la catástrofe, Georgiana recurría a Cal. Mary deducía, por el sombrío fulgor de los ojos de la muchacha, por la fría resolución que leía en su semblante, que si Cal la rechazaba, devolviéndole desprecio por desprecio, se iría a casa sola, recorriendo paso a paso todo el largo y solitario camino, a través de la oscura selva. ¿Procedería Cal con mezquindad y encono, o se conduciría con generosidad y alteza? ¿Cedería a la natural propensión humana de herirla despiadadamente, como ella le había herido? Pero Mary adivinaba que si jamás iba Cal a conquistar el amor de Georgiana, sería entonces. Nadie era capaz de saber lo que en realidad llevaba en su mente aquella extraña muchacha. ¿Intentaría, acaso, ofrecerle atrevidamente la oportunidad de insultarla en público, y era eso lo que esperaba?
—¡Oh, desde luego, la acompañaré con mucho gusto! —respondió serenamente Cal con la vista fija en los ojos de ella y evidenciando tanto dominio sobre sí como el que tenía el reposado Enoch—. Precisamente vine con el propósito de llevarla a casa.
Luego, en el súbito cambio que se obró en la actitud de Georgiana, se tuvo la comprobación de que no había contado demasiado con la caballerosidad del muchacho. Pero, mujer al fin, en la hora de mayor apuro, lo había puesto a prueba. Bajó la cabeza, confundida. Quizá sólo la lealtad y nobleza de él eran capaces de hacerla avergonzar.
Cal, tomándola de un brazo, la condujo por entre los presentes, que les abrían paso, atravesó el umbral, y ambos desaparecieron en la oscuridad.
—¡Eh, Cal! —le gritó entonces Enoch—. No dejes de traer de vuelta el coche.