XX

Por mucho que quiso madrugar Keven, a la mañana siguiente, cuando se levantó, pudo comprobar en seguida que Beryl le había tomado la delantera.

Desde su mismo cuarto oyó el timbre de su voz, que instaba a su padre y a la sirvienta india para que se pusiesen en planta. Keven arregló sus cosas más imprescindibles, hizo un pequeño bulto con su traje mejor... y luego se rascó la cabeza pensativamente.

—¡Demonios! —exclamó, en un elocuente soliloquio.

—No tengo camisa blanca..., ni un sombrero decente..., ni corbata negra...

Aquí en Soledad, no me he preocupado por estas cosas, que no me han hecho falta; pero ahora, para ir en el tren y llegar a una población civilizada, llevando al lado una hermosa muchacha...

Todo aquello era lamentable, pero no tenía solución.

Tal vez pudiera remediar alguna de aquellas faltas en Agness o en Illahe.

Al salir de su cuarto, Beryl le saludó, con alegría, desde la puerta del suyo.

—¡Perezoso! ¿Te quedas dormido el día de tu boda?

La muchacha estaba radiante. Keven no estaba preparado para la irónica pregunta de su novia y se limitó a contestar:

—Si hubiese podido adivinar que estabas así, con esa apariencia,..., me hubiera levantado mucho antes.

—¿Con qué apariencia?

—Deliciosa... Estás más bonita que nunca, Beryl.

—Escucha, amor: dejemos eso para más tarde; aún tengo que terminar el equipaje.

—¿Se lo has dicho ya a tu padre, Beryl?

—Eso no es cosa mía; te toca a ti decírselo... —contestó, con una risita.

—¿Dónde está.., ahora?

—Va a salir de un momento a otro de su habitación... Será mejor que me vaya, para que tengas más libertad y al decir esto, Beryl se aproximó, le dio un beso fugaz y escapé con dirección a la cocina. Él la quiso detener:

—¡Oye, espera...! Creo que esto es cosa de los dos y... —pero Aard salía en aquel momento de su cuarto, a tiempo de oír las últimas palabras de Keven y ver la precipitada huida de su hija.

—¡Eh, muchachos!... ¿Qué jaleo es éste? ¿Qué preparáis tan temprano?

Keven decidió «coger al toro por los cuernos», que era tanto como ir directamente al fondo de la cuestión, ahorrando tiempo y palabras.

—Beryl y yo nos vamos a casar, Aard —exclamó, enrojeciendo.

Una vez pronunciadas aquellas palabras, un gran susto se pintó en el rostro de Keven. La figura alta, inquisitiva y autoritaria del trampero, le miraba con gesto que se le antojó sospechoso. ¿Qué iría a pasar? ¿Cómo reaccionaría su amigo, que era, después de todo, el padre de la muchacha elegida? Pasaron unos segundos, que fueron para Keven de verdadera angustia, pero al cabo la voz de Aard se dejó oír:

—¡Gracias a Dios!—. ¡Ya era hora!... Lleváis una temporada insoportable, riñendo, suspirando y adelgazando...

—Sí, Aard; la verdad es que yo..., Beryl..., bueno, acaso sea esto demasiado rápido; pero lo convinimos anoche —explicó Keven, temblando y con palabras entrecortadas—. No te he dicho nada antes porque no habíamos pensado en ello, pero..., ¡ya está dicho!

—De modo, Kev, que tú crees estar enamorado de mi pequeña..., ¿no es así?

—Desde hace tiempo lo estoy, Aard... He luchado contra este amor porque no creía ser el hombre que ella merece... Pero no he podido resistir. ¡Yo quiero a Beryl con toda mi alma, Aard!

—Bien, hijo mío; calculo que todo eso tendrá arreglo si Beryl te quiere también a ti —contestó el cazador con una sonrisa—. Beryl es como su madre: una mujer completa, que puede hacer la felicidad de un hombre. Y ahora te diré que ella te quiere a ti desde hace muchos años, cuando no eras más que un chico y venías por aquí a pescar. Ahora, como tú te has enamorado de ella, creo sinceramente que se sentirá feliz... ¡Yo también lo soy, Kev!

—Tú eres muy bueno, Aard, excesivamente bueno y generoso... —musitó Keven, emocionado—. Dios quiera que os pueda pagar, a Beryl y a ti, esta fe que ambos depositáis en mí.

—Cierra esa boca, Keven —le dijo el cazador—; cada uno pone lo suyo y esto no es cosa nuestra solamente, sino tuya también... Y ahora vamos a desayunar; estoy viendo que Beryl aparecerá, de un momento a otro, con sus prisas de siempre.

Al entrar en el comedor, efectivamente, Beryl llegó también de la cocina, ligeramente agitada y con las mejillas encendidas.

—¡Oh papaíto!... ¿Está todo conforme? —preguntó, bajando los ojos como un preso que espera su sentencia. Aard tardó en contestar, y sobre su rostro se pintó un gesto grave, de honda preocupación. Beryl, al notarlo, palideció también intensamente.

—Estoy muy disgustado, hija mía —dijo—. ¡Muy disgustado!

—¡Cómo! —exclamó Beryl, a punto de llorar—. ¿Con-migo?

—Contigo... ¿Tú quieres, de verdad, a este muchacho?

Pero..., ¡papá, por Dios, eso lo ve cualquiera! ¿Cómo puedes preguntarme tal cosa?

—¿Lo ve cualquiera?... Pues, cualquiera habría dicho lo contrario, al veros pelear constantemente. Mejor dicho, al verte, a ti, maltratándole sin compasión.

Keven es un excelente muchacho; ¿cómo voy a estar seguro de que no vas a ser una especie de tirano con él?

—¿Un tirano?

—Sí; eso he dicho... Y como tengo que dar mi consentimiento a esta boda, no lo haré sin ponerte una condición —prosiguió Aard—: que dejes de pescar y abandones el río, del que nos ocuparemos él y yo.

—¡Ah! ¿Conque es eso? —gritó Beryl, recobrando el color de sus mejillas—. Ya entiendo... Queréis apartarme de la pesca porque os da vergüenza que una muchacha os gane a los dos pescando truchas, ¿eh?... ¡Nunca, nunca!... Eso es querer ganar con malas artes, y no lo consentiré —exclamó Beryl; y se arrojó, radiante, en los brazos de su padre.

El momento fue de verdadera emoción para Keven, que se juró íntimamente no traicionar jamás, por nada del mundo, la sincera confianza de aquellos magníficos amigos.

—Bien, vamos a desayunar —dijo Aard, pasando un brazo por la cintura de su hija y acompañándola hasta su asiento en la mesa. Luego se dirigió a Keven—. Y ahora, hijo mío, ponedme al tanto de vuestros proyectos.

Y Keven le hizo una relación somera de lo que habían planeado la noche anterior.

—Bueno, todo eso puede ser mejorado —dijo Aard—. Es muy posible que esa excursión hasta Agness sea una pérdida de tiempo. El pastor no aparece por allí más que dos veces al mes. Será una casualidad si lo encontráis, y los nativos de aquella región son gente que tiene la lengua larga... Yo creo que, después de todo, no os importará que la boda se demore un día más o menos. No tenéis prisa.

—Sí, sí; la tenemos —contestó Keven rápidamente—. Al menos, yo la tengo.

—Yo también —convino Beryl—; ya comprenderás, papá, que es mejor echarle la zarpa a Keven antes de que se nos arrepienta.

Aard se echó a reír.

—Perfectamente —dijo—; tengo una idea. Supongamos que os fuerais a West Fork. Hay un camino muy bueno, que va a través de las montañas. Yo iría con vosotros, para que vuestro viaje no parezca un rapto... Luego, podéis coger allí el tren que va hacia el Sur y llegar en él hasta El Paso o Portland.

—Tenemos que ir a Portland primero —aseguró Keven.

—Yo he ido a Roseburg, varias veces, por ese camino —intervino Beryl, dirigiéndose a su novio—, y me parece una buena idea. El viaje es algo largo, pero el camino es muy bueno, como dice papá. ¿Qué distancia hay desde aquí? —preguntó luego, dirigiéndose a su padre.

—Calculo unas treinta y cinco millas. Si salimos ahora y cabalgamos bien, podremos estar allí a la puesta del sol.

—De acuerdo —respondió Keven—; iremos por ahí.

—Pero hay un inconveniente —objetó Beryl, ruborizándose ligeramente—: no nos podremos casar en West Fork... No es más que una estación. No hay pastor.

Para Keven aquello era algo más que un inconveniente; era un insuperable obstáculo.

—Creo, Beryl —dijo —que no vamos a poder casarnos hoy.

—Eso me temo, Kev —le respondió la muchacha.

—Está bien, no hay que preocuparse —intervino Aard—; no tiene importancia si os casáis hoy o mañana. Vamos a ver; dejadme a mí la dirección de este negocio.

Nos vamos a poner en camino hacia West Fork. Cogeréis el tren y llegaréis a Portland mañana, a eso de las cinco. Os casáis entonces, y asunto terminado.

—Sí... —musitó Beryl—; puede hacerse eso...

—Pero, se me ocurre una cosa, Aard —objetó Keven, no convencido del todo—; no es propio que yo vaya con Beryl en el tren, en esa forma... Suponte que nos encontramos algún conocido de El Paso que me conozca. A Gus Atwell, por ejemplo..., o a Rosamunda Brandeth... No podré presentar a Beryl como mi legítima esposa...

—Claro que sí —declaró Aard—; si te ves en un aprieto creo que puedes hacerlo.

Beryl miraba alternativamente a su novio y a su padre. Éste prosiguió:

—La gente no va a pedirte el certificado de matrimonio, creo yo...

—Sí, pero si nos tropezamos a esa Rosamunda Brandeth...

—Escucha, escucha un instante —exclamó Beryl, mirándole fijamente—: ¿qué nos importa a nosotros esa... Rosamunda Brandeth?

—Nada; nada absolutamente —confesó Keven.

—Si papá cree que no es incorrecto, yo iré contigo —añadió.

—Así lo creo, desde luego —exclamó Aard con frialdad—. No tenéis que ir, además, en coche cama. Tomáis billetes de primera clase; se puede dar también una cabezada...

—Eso será mejor —dijo Keven, mostrándose al fin conforme con el proyecto.

—Bien; entonces, voy a preparar los caballos. Terminad pronto los preparativos, y nada de perder tiempo.

Keven apenas había terminado su desayuno, cuando Beryl clavó en él sus ojos profundos y escrutadores.

—Dime, Kev: has dicho antes una cosa que no se me quita de la imaginación —exclamó.

—¿Yo?

—Sí; y quiero que me contestes con franqueza... ¿Llegaste a tener relaciones formales con esa... Rosamunda Brandeth?

—¡Oh no, querida, claro que no! —respondió el muchacho, embarazado por la inesperada pregunta.

—¿Es que te daría vergüenza que te viera ella... conmigo?

—¡Por Dios! —exclamó el muchacho—. Todo lo contrario: ¡reventaría de orgullo!

Ante aquella rotunda manifestación, el rostro de Beryl se aclaré. Keven temió que ella siguiera aferrada a aquel tema, y en su interior se arrepentía de no haberse mostrado sincero con ella, confesándole, sin remilgos, toda la verdad.

Pero el momento no era propicio a tal confesión, y además ella pareció dar por terminada la cuestión, diciendo:

—Ahora, antes de que se me olvide, voy a traerte el dinero... Sin dinero no podríamos hacer nada. Además, tengo que preparar unos bocadillos para el camino. Pero todo será cuestión de un momento.

—Dime, Beryl: ¿tendremos tiempo de cambiarnos de ropa y ponernos presentables? Para la boda, quiero decir...

—No me importa nada la ropa; de cualquier manera estaremos bien, si al fin nos echan las bendiciones —dijo; y escapé sin otra dilación hacia su dormitorio.

Después de nueve millas de camino, poco más o menos, los viajeros hicieron un alto para comer. Aard estaba festivo, y no cesaba de gastar bromas a Beryl, radiante de hermosura y de contento. Por su parte, Keven daba gracias a Dios por aquella inmensa felicidad que le embargaba.

El camino, poco después, empezó a descender... Durante bastante tiempo tuvieron que bordear, en espiral, un ancho e imponente cañón, sembrado de hojas secas. Y hacia la puesta del sol, con arreglo a los cálculos y predicciones de Aard, los viajeros estaban a la vista de West Fork.

Un almacén, una pequeña estación, una vía férrea tendida entre dos altas montañas: esto era todo lo que constituía el lugar hacia el cual habían cabalgado con tanto afán, cual si fuera una meta venturosa.

—¡Qué sitio más solitario y más tranquilo!... Hasta los rieles y los postes telegráficos parecían contribuir a la monotonía del paisaje con su similitud, su frecuencia y su interminable sucesión... Los ojos de Beryl brillaban, como pequeños soles. Aard regresó, con la información deseada, poniendo en conocimiento de los novios que el tren tardaría todavía bastante tiempo en pasar por allí, por lo cual tenían tiempo sobrado para comer y cambiarse de ropa. Los temores de Keven —aquellos temores de última hora —se desvanecían, de este modo; todo se presentaba a pedir de boca.

El tiempo pasó con extraordinaria rapidez, y antes de que Keven pudiera darse cuenta, terminada la larga espera, un largo pitido se dejó oír desde el fondo de la curva lejana...

—Ya está ahí vuestro tren —dijo Aard—;-he decidido dejaros los caballos aquí... Y no será necesario que yo venga a buscaros, ¿eh?; dentro de dos semanas, os espero en Soledad.

Beryl, que estaba colgada del brazo de Keven, se apartó para besar cariñosamente a su padre, al tiempo que la locomotora, jadeante y negra, asomaba, echando bocanadas de humo. Unos instantes después, el largo convoy se detenía en la pequeña estación.

—Bien, hijos míos —dijo Aard, dirigiéndose a Keven—; ésta es una hora que llega para todos los hombres, tarde o temprano... Que seas bueno para ella, es lo único que te pido...—. A continuación, besó otra vez a Beryl y le dijo—: Se me olvidaba, niña... Aquí tienes un regalito de boda, para los dos —al decir esto, alargó a su hija un sobre—; Soledad os estará esperando... ¡Volved pronto!

Un momento después, Keven se vio en la plataforma, saludando con el pañuelo al bueno de Aard, que se quedaba atrás, diciéndoles adiós con ambas manos, tendidas, cual si quisiera enviarles el último abrazo de despedida... Keven pensó que todo aquello era poco menos que un milagro, al verse inmediatamente sentado al lado de Beryl, que había ocupado un sitio junto a la ventanilla y trataba de ocultar los ojos, pegándolos al cristal, para que nadie percibiera que los tenía llenos de lágrimas...

La oscuridad del crepúsculo se hacía más intensa, a cada instante, y el vagón estaba ya sumido en una verdadera oscuridad; pero uno de los mozos del tren llegó en seguida dando luz a los espaciados mecheros, teniendo Keven que soltar la mano de Beryl, que llevaba entre las suyas, y enderezarse para adoptar una postura correcta. Con gran asombro suyo, se dio cuenta de que los demás viajeros del coche no reparaban en ellos ni les concedían la menor atención. Esto le llenó de contento, y trató de ganar el ánimo de Beryl, que estaba ligeramente trémula y agitada, con una amplia y alentadora sonrisa... Luego empezó a charlar de cosas intrascendentes, pensando que de aquel modo podría distraer la imaginación de la novia.

El tren seguía corriendo... Después de una hora de jadear, entre las altas montañas, el convoy salió de nuevo al llano; de vez en cuando, cruzaban por la ventanilla las luces amarillentas de las aldeas y de los poblados tendidos a ambos lados de la vía. En Roseburg, hizo una parada de varios minutos. Keven vio a Beryl espiar, con curiosidad, a los viajeros que iban y venían por el andén. A partir de allí, empezaba la larga noche, y los viajeros, sobre sus respectivos asientos, comenzaron a colocar almohadas y mantas, acomodándose lo mejor posible, mientras el mozo de tren apagaba los mecheros intermedios, dejando encendidos los de los extremos de cada vagón.

Keven no sentía el menor deseo de cerrar los ojos. Estaba demasiado excitado para ello, a pesar de que su cansancio era grande, después de la larga cabalgada. La presencia de Beryl, que se apretujaba contra su cuerpo, era una fuente de inextinguible emoción... Y, de pronto, ¡oh, maravilla de las maravillas!, ella se dispuso a dormir, abandonando entre las suyas sus manos y reclinando sobre su hombro la liviana carga de su cabecita...

Después de aquello, el tiempo pareció volar, desaparecer materialmente para la sensibilidad de Keven. Ya muy tarde, a medianoche quizá, el tren se detuvo bruscamente, con un chirriar de frenos y de hierros que despertó a Beryl.

La muchacha, asustada, preguntó a Keven en qué sitio estaban, y éste la tranquilizó besándola...

Luego, el convoy se puso nuevamente en marcha y empezó a correr a una enorme velocidad. Keven, pensó, ingenuamente, que de seguir el tren con aquella marcha, él y Beryl no tardarían mucho, ciertamente, en estar casados...

Perdió, sin saber cómo había ocurrido, la noción del espacio y del tiempo...

Y al despertar, ya de madrugada, se dio cuenta de que se habían invertido los papeles y de que era él quien estaba durmiendo sobre el hombro de Beryl.

La luz del día llegó, por fin, al tiempo que el convoy avanzaba junto a una corriente de agua que Beryl calificó de excelente lugar para la pesca de truchas.

Fueron a tomar el desayuno al coche comedor, lo cual constituyó para Beryl una experiencia totalmente nueva. Allí, las miradas de los viajeros se posaron sobre la muchacha, mientras que Keven se sentía totalmente ignorado.

La cosa no era para menos —pensaba él—, ya que con su traje de confección comprado en Illahe, su camisa de franela, y aquel trapo negro cubriéndole el ojo izquierdo, su apariencia no había de ser, ciertamente, como para que nadie se quedase embobado en su contemplación. Pero Beryl era distinto. Era demasiado linda, demasiado radiante para pasar inadvertida.

Al regreso del coche restaurante, un joven viajero logró interponerse entre él y Beryl, que iba en primer lugar. Se mostró excesivamente amable con ella, tratando de ayudarla en cada una de las plataformas y cediéndole el paso al entrar en el vagón. Keven, en el último momento, se dio cuenta de que el entrometido intentaba entablar conversación con la muchacha, pero no fue capaz de entender sus palabras, apagadas por el estruendo de la marcha. Al tomar otra vez acomodo en los respectivos asientos, Beryl dijo a Keven:

—¿Te fijaste en ese muchacho que venía detrás de mí?... ¡El muy idiota!

—¿Te dijo algo molesto?

—No; me dijo solamente: «¿No la he visto antes de ahora en otro sitio..., guapísima?»

—¡Ah!... ¿Y qué contestaste tú?

—Yo le dije: «Es posible; he visitado hace poco un manicomio.» —No lo extraño... Me he dado cuenta, Beryl, al salir de aquellos bosques:

¡todos los hombres del mundo correrían detrás de ti, si pudieran, Beryl!

—¿Detrás de mí? ¿Por qué razón? —preguntó la muchacha, con un ligero rubor sobre las mejillas.

—¡Porque eres lindísima, amor mío!... Estoy orgulloso de ti, cariño..., ¡y celoso! Creo que voy a tener más de diez peleas durante este viaje...

Con aquel tema, que íntimamente halagaba la femenina vanidad de Beryl, continuaron el viaje, viendo cómo se desarrollaba ante sus ojos el maravilloso paisaje del Oregón. Volaba el tren y volaban las horas... Y, de pronto, cuando menos lo esperaban... ¡Portland!

—¡Ya hemos llegado, cariño!

—¿Es posible?... ¡Oh, yo creí que aún faltaba mucho más!!...

A la salida de la estación, tomaron un taxi, al que dieron orden de conducirles a un hotel tranquilo y modesto. Cuando el conductor paró el vehículo delante del presuntuoso edificio, Keven vaciló:

—Pero..., le dije un hotel modesto... y tranquilo... —dijo al chófer.

—Este es el hotel más modesto de Portland, patrón.

Keven descendió y rogó a Beryl que le esperase un instante en el coche.

Entró en el hotel, depositó el equipaje, y pidió al encargado del mismo un par de direcciones que le interesaban, apuntándolas cuidadosamente en una hoja de papel. Luego, volvió al taxi y ordenó al chófer que les llevase al Palacio Municipal, del que obtuvieron, después de una corta visita, una licencia de matrimonio completamente en regla. Y antes de las seis de la tarde, sin el menor contratiempo, la muchacha lucía su anillo de oro correspondiente en el dedo anular de la mano izquierda...

A la mañana siguiente, el feliz matrimonio se lanzó desde bien temprano a la calle.

Beryl acompañó a Keven a casa del oculista, y se quedó en la sala de espera, en tanto que Keven era recibido por el doctor, que le reconoció casi en el 'acto, recordando la jornada en que ambos habían hecho conocimiento.

—Vamos a ocuparnos en seguida de ese ojo —le dijo—. ¿Qué tal le ha ido con el vendaje que le recomendé?

—Perfectamente, doctor —respondió Keven—; es lástima no haberlo llevado mucho antes.

En un instante, se vio sentado en una cámara oscura, frente a extraños aparatos, a través de los cuales el especialista examinaba con todo detenimiento su ojo enfermo, al tiempo que lanzaba sobre él la luz de una linterna eléctrica.

Después, tuvo que leer, a distintas distancias, letras de todos los tamaños, e interpretar garabatos más o menos enrevesados. Hubo luego una serie de probaturas, con cristales de gruesos distintos, que eran aplicados a su ojo enfermo por medio de una especie de montura metálica. Y llegó un momento, un feliz y maravilloso momento, en que su visión fue perfecta, nítida y diáfana, como nunca pensó volver a lograr con aquel ojo lastimado. Keven saltó de alegría, como si acabase de penetrar en un mundo nuevo, que le mostraba detalles y facetas que hasta aquel momento le habían estado veladas.

—¡Ahora veo magníficamente, doctor! —exclamó, sin poder contener su alegría.

—Es natural —le contestó el doctor—; y aún verá mejor cuando su ojo se acomode al uso constante del cristal... Bien; ya está todo listo. Le recetaré estas gafas, que tienen un cristal bifocal, pero mantienen el otro simple, por corresponder al ojo sano. Yo mismo se las prepararé, y podrá recogerlas dentro de unos días.

El oculista cobró a Keven dieciséis dólares por las gafas, pero rehusó cobrarle honorarios por la visita. El enfermo le dio las gracias, sinceramente reconocido, y salió en seguida para reunirse con Beryl.

—¡Vamos! —le dijo, cogiéndola del brazo—. Ahora al dentista a ver si tengo la misma suerte.

Encontraron al doctor Ames en el mismo edificio, y éste le saludó con extraordinaria cordialidad, diciéndole:

—¡Caramba, Keven Bell, qué sorpresa! ¿Qué tal saltan ahora esas famosas truchas del Rogue? —Al oír la pregunta, Beryl abrió los ojos, profundamente interesada.

—Pues, muy bien, doctor... Hemos cogido algunas de doce libras últimamente... Ésta es... mi esposa, doctor; mi esposa, Beryl.

—Encantado de conocerla, señora Bell —dijo el doctor, inclinándose galantemente—; no sabía que mi ocasional amigo Keven fuese casado. Aunque ya me doy cuenta de que no lo es desde hace mucho tiempo...

—No, claro está... Desde hace un día, apenas —contestó Beryl; y aquel tinte rosa que con tanta frecuencia asomaba a sus mejillas, volvió a hacer su aparición súbita.

—¡No me diga!... Eso es estupendo... Bueno, mis sinceras felicitaciones.

Ahora me doy cuenta de la razón por la cual Keven parece tan orgulloso y satisfecho... Hagan el favor de sentarse un momento, que les atiendo en seguida.

Keven había hecho acopio de valor para sentarse en el sillón del odontólogo, y ocupó ese desagradable sitio dispuesto a soportar lo que viniese.

Después de un rápido y somero reconocimiento, el dentista dijo:

—Su boca está infinitamente mejor que la última vez que la vi; han desaparecido las ulceraciones y la estomatitis ha bajado mucho. Podemos, afortunadamente, empezar a trabajar. Eso está bien. Empezaremos por tomar un molde de las encías, antes que el tejido esté irritado. Luego, tendré que hacerle un raspado del hueso y cauterizarle la herida... Eso le dolerá bastante.

—Adelante, doctor-contestó resueltamente Keven—; estoy dispuesto a todo.

—De acuerdo.

El doctor preparó en una pequeña vasija una mezcla de yeso y agua, y cuando estuvo espesa, a punto de crema, la vertió en un molde de metal, el cual introdujo seguidamente, invertido, en la boca de Keven, haciendo presión fuerte con los dedos al objeto de que el material recogiese la impresión de las encías inferiores. Aquello era soportable, al principio, pero a medida que el yeso seiba endureciendo, la sensación sobre la encía se tornaba más desagradable. El doctor le aconsejó que no hiciese movimiento alguno y que respirase exclusivamente por la nariz, con objeto de lograr la máxima perfección en el ne-gativo... Para arrancar el molde de su boca, unos minutos después, el dentista tuvo que hacer un considerable esfuerzo, y por fin pudo removerlo, partido en dos pedazos, cuando ya empezaba Keven a sentir una sensación de angustia.

—¡Cielos! —exclamó—. ¡Creí que me ahogaba!

—Esto no es nada... le dijo el doctor sonriendo—. Ya verá lo que es bueno cuando le raspe el hueso...

Diciendo esto, el dentista desapareció en su laboratorio, y al poco rato regresó llevando el molde de aquel maxilar, al que faltaba una buena sección, cosa que le daba una apariencia irregular. Con cera blanda y especial, se dedicó a rellenar el espacio vacío y defectuoso, alineándolo en altura y proporciones con el resto del molde logrado. A continuación, ordenó a Keven que volviese a morder el molde, para grabar sobre la cera del relleno los dientes de la parte superior. Y hecho esto, con la nueva impresión en su poder, exclamó:

—Esto marcha como sobre ruedas... Ahora, vamos a lo peor; pero será cosa corta.

A pesar del anestésico de cocaína, Keven creyó morir a consecuencia de aquella operación. El dentista temió que existiera una verdadera necrosis del hueso, y tuvo que hacer un raspado profundo. La sangre brotó a borbotones, y el dolor, que Keven soportó con verdadero estoicismo, fue terrible. Duró la maniobra más tiempo del calculado, pues el dentista no se dio por satisfecho hasta que todo quedó a su gusto y en orden. Después del raspado, vino la cauterización, por medio del fuego. Por último, curó y desinfectó las heridas.

—Ya es suficiente por hoy —dijo—; espero que con otra sesión tendremos bastante. Les espero mañana. Beryl se asustó un poco al verle salir, pálido y desgreñado.

—¡Oh, Kev! —exclamó—; ¿te han hecho mucho daño?

—¡Estoy muerto, Beryl! —respondió—. La explosión del cañón no fue nada comparado con esto —aseguró, tratando de sonreír.

—Ha tenido que sufrir un poco —aseguró el doctor, que le había acompañado—, y lo ha hecho con mucho valor... La operación es necesaria; pero cuando goce de sus resultados, se alegrará mil veces de ella.

Keven y Beryl regresaron seguidamente al hotel, y allí permanecieron varias horas, teniendo, el operado, que tomar unos calmantes para que se le amortiguara el dolor. Hacia el atardecer, ya más repuesto, salieron de compras.

Beryl se empeñó en que su marido se hiciese un traje completo en una de las mejores sastrerías, y a pesar de sus protestas y razonamientos en contra, tuvo éste, al fin, que tomarse medida, quedando el sastre en enviarle el encargo, al día siguiente, al mismo hotel. Luego, se invirtieron los papeles y fue Keven el que decidió comprar algún modelo a su mujer. En el mismo edificio había una sesión dedicada a confecciones femeninas, y la encargada, después de examinar con atención las medidas de la cliente ocasional, presentó diferentes creaciones, ninguna de las cuales fue del gusto de Beryl.

—Pero, querida —le instó Keven, a la vista de un precioso traje color de oro—, éste es un traje de noche, ciertamente, pero tienes que estar con él guapísima, de verdad... Causarás sensación en El Paso, estoy seguro.

—Lo que tú quieras, Kev —contestó ella—; pero yo no puedo ponerme un traje que no tiene cuello ni mangas...

—¿Y por qué no?

—Porque es indecente.

—¿Indecente?... No; en todo caso sería a mí a quien importara la cosa; y no me importa... Tú tienes los brazos y el cuello más bonitos que existen en el mundo; me moriría de orgullo, si te vieran con él... Por favor, Beryl: ¡pruébate ese traje! Aunque no sea más que para ver cómo estás con él.

—Pero, Kev..., ¡si no tiene tela bastante para tapar la mitad de mi cuerpo!

La encargada volvió con nuevos modelos. Beryl tomó, al fin, el traje color de oro que entusiasmaba a Kev, y rogó a la modista que se lo probase. La vendedora la invitó a pasar a un saloncito, y Keven quedó solo, apoyándose la mano contra la mejilla, dolorida aún a causa de la delicada intervención.

Pasó algún tiempo... Y, cuando ya comenzaba a impacientarse, una visión casi sobrenatural fue a sacarle de su ensimismamiento doloroso.

La visión era Beryl, su propia esposa... ¿Era posible aquel cambio, aquella transformación? Con ojos de asombro y de entusiasmo, la veía ir y venir, radiante y hermosa como un sol, al tiempo que le anonadaba con las más irresistibles sonrisas.

—Verdad que está preciosa, señor? —preguntó la vendedora, realmente, entusiasmada—. Este color de oro le va divinamente...

—Me he probado este traje, Kev —intervino Beryl, sonriente y complacida—, por complacerte; nada más. Pero no me quedaré con él.

—¡Pareces una reina! —exclamó él.

—Pe verdad te gusto? —inquirió con coquetería Beryl.

—¡Como el mismo cielo! —respondió su marido, al no hallar una comparación más adecuada.

—¿Y crees de verdad que debería comprarme este traje, puesto que te gusta tanto? —volvió a decir—. Cuesta ochenta y siete dólares... Con las zapatillas, las medias y todo lo demás, llegaría la cuenta a los cien...

A Keven le tenía sin cuidado lo que pudiese costar el traje. Aquélla era su maravillosa, su guapísima esposa, para la que toda gala sería siempre pequeña e indigna. Con un gesto displicente le dio a entender la poca importancia que concedía al coste del vestido.

—Está bien; lo pensaré y volveremos mañana —dijo Beryl a la vendedora—.

Ahora, es demasiado tarde para andar con nuevas pruebas.