VII

Cuando Keven despertó, el día estaba ya bastante avanzado. Se deslizó fuera de las sábanas y se encontró con un cuerpo dolorido y embotado, cual si le hubiesen propinado una tremenda paliza. Trabajosamente, sacó de su pequeña maleta una camisa de franela y un jersey limpios; también echó mano a un par de calcetines, de los que se hallaba bien provisto, ciertamente, y a un par de botas de repuesto, secas y limpias. Tardó algún tiempo en asearse y vestirse, y se preguntó durante el rato que duró la operación, qué habría sido de Garry y de su cargamento de salmones. Aunque... ¿había sido aquello una realidad o tan sólo un sueño?

Cuando se encontró presentable, salió al exterior. Las ropas que había llevado la noche anterior estaban tendidas al sol, y atestiguaban, por su estado de suciedad, que la ruda tarea de la afortunada pesca no había sido un sueño, sino una realidad. A Garry no se le veía por ninguna parte. Tampoco estaba a la vista la barcaza, con su cargamento de salmones. No cabía duda de que su amigo estaba ausente y empeñado en la agradable misión de convertir la mercancía en billetes. En vista de ello, se dedicó a preparar la comida que había de servirles de desayuno y de almuerzo al mismo tiempo.

Cuando hubo encendido el fuego, se dirigió al río a buscar un cubo de agua.

El Rogue corría transparente y límpido, llevando su nivel normal. La pequeña crecida de la noche anterior había desaparecido; una crecida inesperada y fuera de tiempo, pero que había determinado la afortunada invasión de salmones, tan oportuna como lucrativa para ellos. ¡Ah, el voluble y misterioso Rogue seguía en la idea de que el río habría de llevarle, tarde o temprano, la fortuna; quizá la entera recuperación de sus fuerzas, y acaso.., la felicidad misma. Claro que todo ello no eran más que ilusiones; sin embargo, una voz interior, que parecía venir de su misma alma, se hacía suspiros en sus labios al musitar: «¡Ah, mi Rogue, mi viejo río, con qué calor y qué fe te amo!»

Consultando la altura del sol, pudo comprobar que había dormido durante las tres cuartas partes del día. En efecto, el rojo disco caminaba ya rondando su ocaso, por encima de las ligeras colinas del lado oeste. Keven se había levantado en un estado de atontamiento, como si le hubiesen golpeado con una maza; no obstante, el trajín y el movimiento le iban devolviendo la elasticidad y la lucidez.

Cuando ya tenía la comida casi a punto, apareció Garry de repente, como llovido del cielo. En su cara requemada y adusta había una plena sonrisa de triunfo, y sus ojillos maliciosos rebrillaron significativamente cuando saludó a su amigo con estas palabras:

—¡Dos toneladas y media, muchacho! —dijo—. Se lo vendí al representante de Brandeth... ¡y al peso! Tuvo que comprarlo así; no podía dejarse ir el primer cargamento de la estación... Mira aquí, muchacho —añadió—: aquí está la «pasta»...

Esto es tuyo: ¡cincuenta con cincuenta! Creo que ya tienes para comprarte una vaca, si quieres.

Con este extravagante discurso, Garry sacó del bolsillo un buen fajo de billetes verdes y lo alargó a su amigo. Después, sacó otro montón más reducido y agregó—: Y ahora quiero suplicarte que me guardes esto, de mi parte... ¡Que yo no lo vea! Si me da por celebrar el éxito de esta noche, puede correr peligro y...

en fin: ¡guárdalo para evitar la tentación!

—Claro que lo guardaré —aseguró Keven, embolsándose el dinero—. Y escucha, Garry: quiero ir a pagar a papá tan pronto como se pueda poner un giro en la oficina de Correos.

—Nada más justo; yo me había olvidado de eso y también tengo que entrar en parte —replicó Garry, sentándose al lado de su amigo—. Y ahora, si quieres escucharme, te contaré todo lo que ha pasado, pues no podría comer hasta que te deje enterado de todo. Esta mañana, la noticia de nuestra salida nocturna se propagó como el mismo fuego... Ese Stemm, un indio al fin y al cabo, vino y vio todo aquel montón de salmones... Luego se marchó y armó una polvareda. Los pescadores no querían creerlo y bajaron para comprobar por sí mismos lo ocurrido. Luego, vino Jarvis, el representante de la nueva factoría, y me hizo una buena proposición; sin embargo, yo no quise cerrar trato y le dije que ya vería, pues estaba esperando al agente de Brandeth... Tal como lo había supuesto, ocurrió: el de Brandeth vino al poco rato y me pidió precio. Yo le dije, creyendo irme por todo lo alto, que me tendría que pagar el doble del año pasado; pero, ¡figúrate!, aceptó en el acto y sin rechistar. Estoy ahora seguro de que me hubiera pagado el triple si se lo pido. En fin... Para terminar, llevé la barcaza a la factoría y alijé. Me pagaron en el acto.

—¿Se mantendrá ese precio durante toda la estación?

—Probablemente, sí. O puede que no... Lo de anoche fue un anticipo inesperado, Kev.

—Eso creo yo también.

—En realidad, es temprano... Aunque Stemm, que es un indio muy experimentado, dice que hace ya años empezaban siempre por esta época. Y ha predicho que la estación este año será temprana.., y de las buenas. De todos modos, nosotros ya hemos empezado. Y en la ciudad casi todos los corrillos hablan hoy de lo mismo.

—Ahora vamos a comer, —Garry —dijo Keven alegre mente—. No soy un buen cocinero, pero ya iré aprendiendo... De modo que hemos lanzado la primera piedra, ¿eh? Bien; yo no tengo mucha experiencia en la pesca por aquí, abajo, porque siempre me repugnó esto. ¡Echar redes en la boca del Rogue cuando el salmón empieza su traslado! Me ha parecido siempre una cosa sucia y cruel.

—Y lo es, Keven, no cabe duda. Pero la gente tiene que comer... y el coste de la vida va aumentando. Tenemos que dar gracias a Dios de que todavía haya salmones que pescar y de que su venta nos proporcione, a los pescadores, algo que comer.

—Yo miro el asunto desde un punto de vista deportivo, si se quiere. Pero creo que, de todos modos, la ley debiera proteger al salmón en la boca del río.

—Tienes mucha razón. Lo ideal sería vivir... y dejar vivir. Pero para Brandeth no hay ley que valga. Se ha hecho amo del río, y aniquila el salmón en la misma boca. Acabará con él si no se le cortan las alas. Cada temporada sube menos pescado a desovar, y llegará un momento en que no venga ninguno... Las truchas y las otras especies, ya es distinto, porque después de la cría vuelven al mar. De todos modos, si la gente de la parte alta no toma determinaciones enérgicas, acabará pasándolo mal.

—Lo hará, Garry —replicó Keven con entusiasmo.

—Yo, la verdad, tengo mis dudas... Creo que no se hará nada mientras haya dinero en juego. ¡Nada! Ahí tienes el caso de los bosques de California: están acabando con los «gigantes rojos». Igual que con nuestros cedros, únicos en el mundo. ¿Dónde están ya? Solamente queda una gran mancha que está en la parte norte, sobre la costa. Pues bien; esa mancha fue comprada por los japoneses antes de la guerra. Empezaron a cortar y siguen y seguirán cortando... Un invierno trabajé allí. ¡Los cedros blancos, Kev! Deberías verlos, muchacho, antes de que se agoten, si te gustan los árboles.

—Claro que me gustan; sobre todo los pinos y los abetos. ¿Qué puede existir que sea más hermoso que un abeto del Oregón? De ahí salen los mástiles y el arbolado de todos los navíos del mundo, sean de donde sean.

—Un abeto del Oregón es ciertamente un árbol hermoso; pero como pasamos diariamente a la vista de millones y millones de ellos, no les damos importancia.

Además, no hay que temer, por ahora, su desaparición. En cambio, los cedros blancos de aquí y los rojos de California... ¡ésos llevan el camino de los salmones!

Más tarde, cuando Keven le preguntó a Garry si pensaba echar la red aquella noche, el pescador se rascó la cabeza:

—Me parece —dijo —que no hay caso... El río ha vuelto a su nivel normal, y por otra parte, no he observado un solo salto, aunque estuve con el ojo bien abierto.

La «corrida» de anoche fue un anticipo prematuro. Creo que los salmones se han retirado.

—Yo también soy de esa opinión —replicó Keven—. Por otra parte, estoy seguro de que no podría resistir dos noches como la pasada. No hace mucho que salí del hospital, Garry, y no me siento todavía muy fuerte.

—Eso es lo que me preocupa, Kev. ¡Trabajaste mucho la noche pasada! Y me doy cuenta de que te has debilitado... Dejaremos a esa tropa de inocentes que recorran el río esta noche.., para nada.

Después de comer, Garry volvió a marcharse a la ciudad, mientras Keven reanudaba su paseo hasta las dunas, donde le gustaba sentarse y pasar las horas del atardecer junto al mar. El espectáculo era para él tan nuevo como excitante.

El mar le ayudaba a distraer la imaginación y le sugería interesantes comparaciones, en las que, siempre sobre aquel inmenso desierto de agua y espuma, triunfaba en sus afectos y preferencias la soledad de los bosques y el cordial y entrañable rumor de los «rápidos» y las cascadas...

Garry no volvió al campamento aquella noche, circunstancia que no cogió a Keven de sorpresa. Por la mañana se levantó cuando ya era bastante tarde, completamente descansado y en excelentes condiciones físicas; después de cocinar un rápido desayuno, se encaminó a la ciudad. En su camino tropezó con Stemm, y por él quedó enterado de que las «corridas» de la noche anterior habían sido infructuosas para los pescadores. Poco más allá, tuvo ocasión de pasar ante algunos grupos, y pudo comprobar el mal humor y la contrariedad que les había causado el fracaso. «Es peor que eso lo que hay que aguantar en el Ejército...», pensó. Y luego se enfadó consigo mismo por estar siempre sobre aquellos tristes pensamientos. «Lo que debía recordar siempre —volvió a decirse —era olvidado con frecuencia; en cambio, lo que quería olvidar definitivamente, se despertaba en sus recuerdos a cada instante...»

La Costa del Oro parecía ser un lugar tranquilo, limpio, con las calles anchas y un buen número de construcciones modernas, lo mismo de índole particular que comercial. No era, ciertamente, una ciudad «muerta», sobre todo en aquellos meses del año. Keven recorrió sin prisas la calle principal, y después de averiguar dónde estaba la oficina de Correos, se dirigió a ella y expidió dos giros postales para su padre. Con tal remesa quedaba la deuda casi cancelada del todo, y tal circunstancia le produjo una sensación de bienestar. Con el giro expidió también una nota en la que daba cuenta al viejo de su feliz llegada a Costa del Oro y le ponía en pormenores de la suerte que les había acompañado en la primera operación de pesca.

La empleada de Correos era una bonita muchacha. Sus ojos claros obsequiaron a Keven con disimuladas miradas de curiosidad y simpatía, cosa a la que él habría correspondido de buena gana de no haber tenido la chica el pelo cortado, hasta parecer un muchacho. Keven odiaba profundamente aquella moda, y terminada la imposición de los giros salió con ánimos de encontrar a Garry.

Sabía de antemano que la cosa no iba a resultar fácil, y así fue en efecto. No había, por lo pronto, muchos sitios en los que Garry pudiera estar a semejantes horas. Al fin, en la parte baja de la avenida principal, vio de pronto una muestra que rezaba: «Ojo de Buey». Era el nombre que los pescadores daban a cierta clase de salmones, así como a otras las conocían por distintos apelativos, a cual más típico o extravagante: «Lomo de Cuero», «Barrita de Plata», «Gordinflón», etc.

Keven, sin pensarlo dos veces, penetró en el interior del «Ojo de Buey».

Un pequeño puesto de tabacos ocupaba el vestíbulo, y desde allí, se entraba en el salón principal, lleno en aquellos instantes de hombres y de muchachos, empeñados casi todos, por grupos, en acaloradas discusiones. No costó gran trabajo a Keven darse cuenta de que casi todos eran pescadores, según se los había descrito Garry Lord. Cansado de la larga caminata, el recién llegado se sentó, con ánimo de cobrar alientos mientras estaba al tanto de los conciliábulos y comentarios de los reunidos. Nadie reparó en él, circunstancia que confirmó a Keven la idea de que el número de forasteros era allí considerable.

La preocupación de todos aquellos hombres era la misma, y sus conversaciones y disputas giraban alrededor de estos dos polos: la pesca y el juego. El muchacho dedujo de que no lejos de allí debía existir algún salón «privado»; y no era mucho suponer, por todos los indicios, que tal salón estuviese en el segundo piso del mismo edificio.

Pasado un rato, se sintió descansado y con nuevo vigor en el cuerpo. Se dispuso a salir de nuevo, pero junto al puesto de tabacos estaba un hombre que le interpeló de manera inesperada:

—¿Busca usted algo, compañero?

—Entré para ver si estaba aquí mi compañero —replicó Keven tranquilamente.

—¿De quién se trata?

—Se llama Garry Lord.

—¡Ah, ese Lord...! ¿Es usted, también, un pescador de la parte alta?

—Sí. Y por el tono que está empleando, me doy cuenta de que los de allá arriba no somos gratos por estas latitudes...

—Y está usted en lo cierto, amigo... Pero eso no reza aquí, en el «Ojo de Buey», donde todos los parroquianos son bien vistos.

—Me alegro de saberlo... ¿Es usted el dueño?

—No llego a tanto —replicó el desconocido.

—Entonces, ¿quién es?

—Pero, ¿no lo sabe?

—¡Claro que no! Nunca estuve en Costa del Oro antes de ahora.

—Bien; no tardará usted mucho en enterarse de quién es el que dirige todos los intereses de esta ciudad... incluyendo el «Ojo del Buey».

—Está bien; pero no soy hombre curioso. Todo eso es cosa que no me importa un comino. Y ahora, dígame; ¿sabe usted dónde podría encontrar a mi amigo Garry Lord?

—Sí, tal vez. Pruebe a buscarlo en la cárcel.

—¿Qué dice usted?

—Pues, creo que su amigo se emborrachó anoche y tuvo una bronca con un pescador...

—No me diga más; estoy convencido de que me dice la verdad, porque Garry, cuando se emborracha, pelea hasta con su sombra. ¿Quiere decirme dónde está la cárcel?

Después de ser encaminado en la dirección requerida, Kev en se dirigió a la prisión de la ciudad, mientras los más desagradables pensamientos bullían dentro de su cabeza. Garry era un excelente muchacho, pero aquel maldito vicio de la bebida era capaz de estropear las perspectivas más halagüeñas en relación con su compañía y sociedad. Al llegar a la prisión, Keven se encontró con un hombre de media edad, que hacía guardia en la puerta, llevando la tradicional estrella en el pecho.

—Vengo buscando a Garry Lord —explicó Keven, sin detenerse a dar muchas explicaciones.

—Por qué se le ha ocurrido venir? —le preguntó el hombre de la estrella en el pecho al tiempo que le miraba con ojos inquisitivos.

—Ya se lo he dicho —volvió a decir Keven—. Me han dicho que Garry Lord estaba en la cárcel.

—¿Quién se lo dijo?

—Un hombre que estaba en el «Ojo del Buey».

—Y usted, ¿quién es, si puede saberse?

—Mi nombre es Keven Bell. Soy el socio de Garry, y quisiera sacarle de aquí.

—¿Por qué me da usted su verdadero nombre?

—¿Por qué? —preguntó a su vez el muchacho, extrañado—. Pues, porque me llamo así...

El sheriff f parecía un hombre atento, aunque trataba de revestir su tono de cierta autoridad.

—¿Y no tiene ninguna razón para ocultar ese nombre?

—¡Desde luego que no! —replicó Keven con altanería.

—Venga a mi despacho —le dijo el otro, iniciando la retirada hacia el interior.

A través de un pequeño pasillo, el sheriff condujo a Keven hasta un limpio y pequeño recinto, en el que estaba instalada la oficina. De su carpeta sacó una hoja de papel amarillo y se la alargó al visitante. Era un despacho telegráfico, y al tomarlo, un presentimiento fatal hizo palidecer a Keven, que se apresuró a leer rápidamente el escrito. Era, efectivamente, un telegrama del Jefe de Policía de El Paso, en el que se ordenaba el arresto de un tal Keven Bell, por lesiones y resistencia a los agentes de la autoridad.

—De modo que era eso... —murmuró Keven, devolviendo al sheriff el telegrama—. Debía haberlo supuesto. Ahora, sheriff, ya le he ahorrado el trabajo de darme caza. ¡Aquí me tiene!

—Escuche, Bell —le dijo el hombre de la estrella su nombre me suena. Creo haber leído algo de usted en un periódico... Algo que le pasó en un campamento del Ejército...

—Sí; yo era el hombre.

—Tuvo un mal accidente, ¿no?... Le reventó un cañón, o algo así...

—En efecto, fue algo de ese estilo, «me hizo polvo»... Mire aquí —y Keven, dándose cuenta de que el sheriff no era un lobo feroz ni mucho menos, empezó a mostrarle las cicatrices de sus graves lesiones.

—¡Demonios! —exclamó el sheriff f al comprobar el destrozo que el muchacho tenía en el maxilar inferior—. ¿Le llevó toda esa parte de la cara?

—Estuve entre la vida y la muerte, señor... ¡Y me dejó el cerebro envuelto en brumas!

—¡Ya me lo figuro!... Y parece usted un buen muchacho, Bell. Yo tuve un chiquillo que se marchó a Francia... ¡para no volver!

—Lo siento en el alma sheriff... Cayeron muchos como él. ¡Ojalá hubiera yo caído en lugar de ese chiquillo suyo! Pero Dios elige a los mejores.

—No, no; hay que vivir, muchacho. Mientras hay vida hay esperanza.

—No para mí... —Y entonces Keven contó al sheriff f la leyenda indigna que Atwell había esparcido por el pueblo antes de su llegada, la reyerta sostenida en el Hotel, y su escapada a través del río, perseguido por los agentes de El Paso.

—Sí, sí; recuerdo también haber oído algo de esa familia Carstone... De modo que usted fue inocente, ¿no es así?

—Completamente.

—Y fue ese Atwell el que difundió la calumnia por el pueblo... ¿Por eso le pegó?

—Quiero ser completamente sincero con usted, sheriff. No, no le pegué por eso solamente. Yo había dejado una novia en el pueblo, y cuando volví, ese tipo me la había quitado... Me sentí celoso... Los nervios se apoderaron de mí, y ya no supe lo que hacía...

Con un gesto deliberado y lento, el sheriff f cogió el telegrama y empezó a romperlo en pedazos pequeñitos. Luego arrojó los pedazos al cesto.

—Bueno —dijo—; yo no conozco a ningún Keven —Bell... ¡Y en cambio conozco demasiado bien al tal Atwell! Precisamente ronda mucho por aquí.

—Entonces... ¿es que no va a detenerme? —preguntó Keven temblando de ansiedad.

—No, a causa de ese papel... Pero punto en boca con respecto a lo que hemos hablado.

—¡Oh, señor, mil gracias!... Yo... usted... —Keven, repentinamente, se sintió trastornado por la emoción. Él, que habría resistido con altanería la detención y las impertinencias de un interrogatorio en forma, se veía achicado y se sentía débil como un corderillo ante aquel exceso de generosidad.

—Me encontré con Garry la noche pasada —continuó el sheriff, sin hacer caso de la agitación interior de su colocutor—. Fue a primera hora... Garry y yo no somos malos amigos. Me dijo que tenía un nuevo compañero y me hizo grandes elogios suyos... Pero, unas horas después, se emborrachó y tuve que ir en su busca; había armado camorra con un hombre de Brandeth al cual golpeó. ¡Un austriaco! Arrastré a Garry de allí, pero en vez de encarcelarlo, lo acompañé hasta las afueras de la ciudad y le rogué que se fuese a dormir.

—El caso es que no ha ido al campamento en toda la noche...

—Garry no pierde el juicio por muy borracho que esté. Por el camino, corría el peligro de ser acometido por cualquier truhán, y con seguridad tomó sus precauciones. Es casi seguro que a estas horas su amigo esté en cualquier lugar del bosque, cómodamente instalado. No se preocupe por él, muchacho.

—¿Cuál es su nombre, sheriff? f? — preguntó Keven con humildad.

—Blackwood. Y también soy de la parte alta del río. De Ashland. Nacido a orillas del Rogue... Pero no es preciso que lo vaya pregonando por ahí —agregó el sheriff, con un guiño—. Quedamos amigos, y puede venir a verme cuando quiera, aunque no los sábados, porque es un día en que estoy muy ocupado.

Keven salió de la oficina alentado por un nuevo sentimiento de gratitud y de rectificación con respecto a las ideas amargas que desde su licenciamiento le habían obsesionado. Todo el mundo, al parecer, no estaba contra el triste y mutilado despojo que la guerra había hecho de él.

Todavía quedaban personas bien intencionadas, gentes cordiales y de corazón limpio, como aquel sheriff f de la mirada triste, capaces de comprender su gran tragedia moral y de incluirle dentro del círculo de sus estimaciones.

Aquello le amarraba en cierto modo a la sociedad y a la vida, causándole una especie de malestar. No pretendía humanizarse, y hubiese preferido permanecer aislado, proscrito, solo y entregado a sus propios recursos, en lucha contra el mundo entero.

En frente del hotel principal a cuya puerta se estacionaban varios autos y cuyos umbrales estaban repletos de un agitado enjambre de personas, que iban y venían en todas direcciones, un hombre delgado, con cara de pillo redomado, le interpeló de pronto:

—¿Es usted, acaso, el hombre que ayudó a Garry Lord en sus magníficas redadas de la otra noche?

—Sí, señor; yo soy.

—¿Y cuál es su nombre, si me hace el favor?

—Mi nombre no viene al caso... Puede ser cualquiera; por ejemplo, Jeff Davis, o Jesse James. Claro está que no es ninguno de éstos —replicó, siempre recordando lo que le había ocurrido con el sheriff. . —Ya veo que no le interesa decirme su nombre; pero no me importa. En realidad eso del nombre sirve de poco... ¿Es pariente de Garry Lord?

—Soy su socio y compañero.

—¿Y sabe usted que no está bien visto aquí? —Claro que lo sé; ni él ni ninguno de los pescadores de la parte alta.

—Justamente. Casi todos son pescadores independientes, que no hacen más que estropear el negocio por su conducta anárquica.

—¡Ah! De modo que es eso, ¿eh?... ¿Es que existe alguna unión de pescadores en Costa del Oro? —preguntó Keven con curiosidad.

—No; pero existe una especie de «círculo» interior al cual deberían unirse...

Me refiero a la venta del pescado a un comprador fijo y determinado.

—Pero es el caso que tanto Garry como yo preferimos estar libres para vender donde nos convenga mejor —replicó Keven con sequedad—. El que más pague se llevará nuestro pescado. Tengo entendido que hay ahora otra factoría, además de la de Brandeth, y...

—Hay dos más —le atajó el oficioso informador.

—Tanto mejor —respondió Keven—. Esto proporcionará mejores precios a los pescadores, a causa de la competencia.

—La cosa puede aparecer así a los ojos de un inexperto novato... Y hasta puede que al principio sea verdad y deje más dinero. Pero los que así piensan no tardarán en verse defraudados, en cuanto llegue la época de las grandes redadas...

—Esas palabras no me suenan muy cordialmente en los oídos —volvió a replicar Keven, con visible violencia de sí mismo—. Estamos en América, amigo, y parece haberlo olvidado.

—Escuche: su amigo Garry Lord nos dio el año pasado bastante qué hacer, y no estamos dispuestos a permitir que ocurran las cosas en el presente del mismo modo. Lo pasará mal si no nos vende por las buenas el pescado. Y ésa es la advertencia que pretendo hacerle.

—Muchas gracias por ella —dijo Keven—; pero no me asustan las fanfarronadas.

—No tardará mucho en convencerse de que no es fanfarronada.

—Pero, oiga, amigo... ¿Vivimos en un país libre o en una tierra de esclavos?

¿No es lógico que cada cual quiera defender el producto de su trabajo, para obtener el máximo rendimiento? —argumentó nuevamente Keven con la garganta reseca—. Me importa un comino que ustedes ganen o pierdan en su negocio particular.' ¡Yo voy al mío!

—Haga lo que quiera —dijo el otro con un evidente acento de amenaza. Su máscara de hombre persuasivo había caído definitivamente. Era ya como un fiscal seco y duro que pidiese para su acusado una fría sentencia—. Se arrepentirá algún día de no haberme escuchado...

—Pero, en resumidas cuentas: ¿a quién representa usted?

—Eso no le importa. Si usted quiere apartarse de Garry Lord y comprometerse con nosotros, entonces...

—Escuche, escuche... Usted me ha parecido desde el primer momento un bandido y está hablando como un redomado granuja... ¡Váyase al diablo!

Y sin mayores explicaciones, Keven volvió la espalda al entrometido.