XIV
No consiguió cerrar los ojos hasta pasadas muchas horas de un atormentado insomnio, y cuando al fin se quedó dormido, cerca de la madrugada, su sueño fue más bien una pesadilla, llena de fantasmas y de visiones alucinantes. Pero en Soledad los amaneceres son de una belleza sublime, con su variada gama de colores y sus armonías múltiples, a las que sirve de fondo el perenne cantar del río. Y aquello hace que los horrores de la noche se disipen pronto, aplastados por la riente claridad de la vida.
Keven, venciendo una vez más al negro demonio de sus noches sin sueño, se levantó dispuesto a hacer lo único que era posible, como réplica al ataque del mortal enemigo: moverse, respirar, oler, oír, comer..., todo aquello, en fin, que por depender únicamente de su ser físico, estaba en oposición a los retorcimientos y dolores que venían de la mente, de la especulación y del intelecto.
La terrible sed alcohólica se le presentaba aquella mañana con un imperativo verdaderamente insoportable. Tenía la boca seca, y la angustia se extendía al esófago, al estómago, a los intestinos. Todo su ser ardía, materialmente, pidiendo a gritos la refrescante y engañosa medicina. Beryl no pudo sospechar, ni con mucho su verdadero estado de ánimo cuando se presentó delante de él, vestida con traje de montar, y le dijo:
—¿Te gusto con este traje?
Keven tuvo para ella un cumplido, pero aunque reconoció íntimamente que la muchacha estaba linda, con su talle ceñido y su busto prieto, arrebolado el rostro y brillantes los ojos, se dio también cuenta de que no experimentaba ante ella esa «misteriosa llamada», que hace deseables a las mujeres, en un sentido vehemente y pasional, muy lejano de la emoción puramente estética. —Sam es un mulo bastante noble —dijo Beryl cuando Keven salió con ella a la explanada, junto al cobertizo, donde Aard terminaba de ensillar las caballerías que habrían de llevarles a Illahe—; pero se queda dormido en el camino. Cuando esto sucede, se queda parado de pronto. No tienes más que darle un pequeño tirón de las riendas, y reacciona en seguida.
Beryl montaba un caballo blanco, de bonita lámina, y al llegar al camino tomó la delantera y se colocó en cabeza, dispuesta a servir de guía. Se le antojó a Keven que la muchacha había sufrido algún cambio. Ahora iba en silencio y apenas volvía la vista atrás. Al internarse en el bosque había desaparecido la Beryl regocijada y festiva, para dejar paso a una viajera callada y circunspecta. Al caminar, la mano firme de Beryl iba acariciando con suavidad las agujas de los pinos, las hojas de los helechos, las rocas, los troncos nudosos de los árboles... No destruía nada, no arrancaba una sola brizna; se dedicaba a repartir caricias, mientras su cuerpo armonioso oscilaba suavemente con el balanceo del caballo.
En su interior, Keven le agradeció aquel silencio. Estaba pasando, en realidad, un mal rato. Sus ojos contemplaban sin entusiasmo el maravilloso paisaje.
Algunas millas más abajo, Keven hizo para sí un doble e interesante descubrimiento: primero, que se sentía terriblemente cansado, y segundo, que no le convenía lo más mínimo llegar a un sitio donde se expendiera alcohol.
Aquello último era un grave riesgo, una gran exposición. Tenía confianza en mantener su promesa, en seguir siendo un hombre..., pero era mejor evitar el peligro. Si sucumbía una vez más, estaba seguro de no volver a recuperarse en la vida. Estaba decidido a hacer lo imposible en obsequio a Beryl Aard; pero el organismo físico tenía sus imperativos, y en un momento podría, tal vez, traicionar sus mejores intenciones. En vista de ello, ideó rápidamente una pequeña treta para despistar a la muchacha. Al llegar a un pequeño claro, llamó a Beryl, con grandes voces, al tiempo que echaba pie a tierra y se dejaba caer sobre una gruesa piedra. Ella volvió grupas, alarmada, y apeándose también corrió a su lado, arrodillándose junto a él.
—¡Kev, Kev! —gritó—. ¿Qué te ocurre?
Sus ojos se encontraron con los de ella, que brillaban de temor en aquel instante.
—He pensado, Beryl, que será mejor que yo no siga.
—Pero... ¿por qué? ¿Qué te pasa? Ya sé que hace mucho que no montas a caballo... ¿Tienes algún dolor muscular? ¿Te sientes mal?
—Sí, eso es... —mintió—; me duele todo... La pierna, la cadera, los riñones...
Ella lo contempló fijamente durante unos instantes, luego dijo, con los rojos labios temblándole de temor: —¿No me estás engañando, Kev?
—¿Qué quieres decir? ¿Engañándote yo?
—Quiero decir si no habrás sentido algún mareo, algún desmayo, algo que sea peor que eso que dices... ¡No debes engañarme, Kev!
—Claro que no, Beryl: no estoy tan malo como te figuras... ¿Por qué habría de ocultártelo si fuera otra cosa? Es mi poco hábito de montar...
Súbitamente, ella acercó su oído al pecho de Kev y se empeñó en oír los latidos de su corazón. Kev pudo aspirar el penetrante perfume de su pelo, escuchar la respiración entrecortada de su pecho.
—¡Oh, si te ocurriera algo, Kev!...
—Puedes estar tranquila; yo descansaré aquí mientras tú regresas. Cuando vuelvas estaré perfectamente. ¿Te atreverías a ir sola?
—¡Claro que sí! Voy muchas veces a Illahe. Pero temo dejarte solo.
—Puedes irte tranquila.
—Bien; en ese caso, descansa; luego te recogeré... Y no pienso tardar mucho.
Keven le entregó la lista de sus necesidades, que ella repasó antes de volver a montar a caballo. Luego meneó la cabeza y dijo, con un tono de solicitud verdaderamente conmovedor:
—Escucha, Kev: aquí no has puesto ningún calzado. ¿Tienes algunas botas aparte de esa ruina que traías en la mochila?
—No, Beryl —contestó él sonriendo—; ya te dije que todo lo que poseo estaba allí. —En ese caso, necesitarás botas de monte, y zapatillas... ¿Qué número, Keven?
—El ocho.
—¿Y de sombrero?
—El siete... Como ves, tengo un pie grande y una cabeza chica; debiera ser al contrario.
Ella sonrió, sin hacer caso de la observación. Luego agregó:
—Es posible que no tengan alguna de las cosas que queremos; pero enviaremos a buscarlas a Portland. Lo mandan en paquete postal, aunque tarda dos semanas, y a veces más... También necesitas guantes. Bueno: yo compraré todo lo que crea necesario.
—Gracias, Beryl; eres muy amable —le dijo Keven, sinceramente reconocido—.
No me hagas la cuenta muy grande, en tal forma que luego no pueda pagar...
—Tú échate a dormir y no te preocupes de más —exclamó, montando de nuevo a caballo—. No tardaré.
Luego la vio cómo picaba espuelas y desaparecía en la espesura del bosque. Se sintió aliviado, aunque íntimamente resentido consigo mismo. «¡A esto he llegado, Dios mío!», murmuró. «¡Convertido en un embustero y un mendigo!» Su primer impulso fue adentrarse en el bosque y buscar un escondite; no porque temiese la aparición de persona alguna, sino para ocultarse de sí mismo. Terminó, sin embargo, por recostarse junto a una buena mata de arbusto, y allí se enfrascó de nuevo en el torbellino de sus pensamientos. La angustia de su garganta y de su estómago le subía en forma de basca, produciendo una especie de náusea desagradable, que terminaba siendo dolor agudo. Pero resistiría.
Conocía bien aquella mordedura terrible, que llegaba a su fase crítica, y luego, lentamente, disminuía su presión y su agobio. Era cuestión de esperar. Y enroscándose como un ovillo, con las manos puestas en la boca del estómago, se mantuvo quieto, muy quieto..., hasta que se quedó dormido.
Cuando abrió los ojos se sintió sacudido, mientras su visión se llenaba del verdor deslumbrante de los abetos.
—¡Kev, Kev..., despierta! —le llamaba Beryl, alegremente—. ¡Oh, qué dormido estabas!... Mira, mira todo eso: es para un tal Keven Bell.
—¡Cielos! —exclamó Keven—. ¿Has comprado la tienda entera?
—Casi todo lo que necesitaba.
El caballo de Beryl aparecía cargado de una innumerable cantidad de bultos y paquetes, que apenas le dejaban libre un pequeño trozo de montura.
—Es preciso volver a casa; yo voy a ir andando, para dar descanso al caballo.
Monta en seguida sobre Sam. El mulo, que estaba amarrado a poca distancia, fue traído junto a él por la mano diligente de Beryl; pero Keven rehusó, asimismo, la cabalgadura.
—Yo también iré andando, al menos un buen trecho.
Hacia el atardecer, hicieron su entrada en Soledad. Beryl condujo el caballo hasta la puerta de la cabaña, y allí, entre risas y bromas, empezó a desatar los paquetes, que fue depositando, ayudada por Keven, en el vestíbulo.
—Ya está, Kev —exclamó, cuando hubieron terminado la descarga de los bultos—; ahora, llévate eso a tu cuarto y desempaquétalo... Yo no quiero estar delante —agregó, con un mohín, mientras cogía las riendas de las dos cabalgaduras y se dirigía con ellas al cobertizo.
Media docena de viajes tuvo que hacer Keven, entre su habitación y el vestíbulo, para trasladar todos aquellos paquetes. ¿Qué sorpresa le reservaba todo aquello? Con verdadera curiosidad fue abriendo las cajas y desenvolviendo los papeles... Sobre la cama, que se llenó rápidamente, fue colocando los objetos, y cuando ya no era posible dejar más en ella los puso en el suelo... ¡Qué exageración! Al decir que había comprado toda la tienda, no estuvo muy lejos de la realidad. Los artículos que él había relacionado en su lista constituían una mínima parte. De haber sido Beryl la esposa o, simplemente, la cuidadora de un hombre enfermo, no habría provisto con mayor solicitud sus necesidades, allí, en la agreste y desamparada extensión de aquel paraje solitario. No faltaba un detalle, un objeto de uso personal, fuera necesario o, incluso, superfluo. Ni siquiera había olvidado esa serie de cosas que son amables para un hombre que ha de vivir su vida al aire libre, en plena Naturaleza: una linterna, n hacha, un gorro de piel, útiles de pescar, cabos y anzuelos. Luego, en el orden práctico, todo lo que una persona pudiese usar o necesitar en su propio hogar: una palangana, un espejo, jabón, toallas, útiles de afeitar, una navaja, una cartera... Y, aparte, una gran cantidad de ropa.
El arreglo de todo aquello le produjo una intima satisfacción. Se dijo:
«Cielos, ¿quién sería capaz de cuidarse de mí en una forma semejante?
Únicamente mi madre... No hay remedio: ¡la voy a querer! ¡Tengo que querer a esta muchacha!»
Keven se dedicó, luego, a la tarea de ponerse presentable. Se lavó, se afeitó y se puso ropa nueva. Eligió una de las camisas más llamativas, a cuadros negros y rojos. Las botas le estaban perfectamente, y aún le estarían mejor cuando sus pies curasen del todo de sus llagas y ampollas. Luego, se puso el cinturón de cuero, y vestido de aquella forma, salió para encontrar a Beryl, no sabiendo todavía si adoptar una actitud de alegría o de enfado por el dispendio. Pero, aunque lo intentó, no pudo hallarla. Se encontró, en cambio con Aard, que trabajaba en el huerto, y se ofreció para ayudarle en lo que sus fuerzas le permitieran.
Cuando, unas horas más tarde, Beryl les llamó para comer, Keven agradeció la invitación, pues ya se encontraba otra vez casi desfallecido. Después de la cena, pasaron al pequeño salón de Aard, y Beryl desapareció para volver, al poco rato, vestida con un precioso y sencillo traje blanco, que la cambiaba por completo a los ojos de Keven. Este se quedó contemplándola, durante unos instantes, con verdadera admiración. Ella se echó a reír, y luego se dirigió a su padre:
—Has visto lo elegante que está Kev, ¿eh, papá? —dijo, en tono festivo.
—Pues, tú..., ¡tú no estás mal tampoco! —replicó él, un tanto azorado.
Ingenuo y casi torpe, como era el cumplido, tuvo la virtud de hacer que las mejillas de Beryl se coloreasen ligeramente. Sus ojos también adquirieron un brillo particular.
—¿Lo dices por este vestido?... ¡Oh, deberías verme con otro mejor! —exclamó—. Pero eso no podrá ser hasta que papá nos lleve a Portland... ¿Cuándo nos llevarás, papá?
—Ya veremos; si las «trampas» se dan bien esta temporada... acaso podamos ir para la primavera —contestó Aard filosóficamente.
—Si todo depende de las... «Trampas» —aseguró Beryl —prefiero no ir.
—Perfectamente —volvió a decir el padre—; si lo prefieres así, puedes quedarte y cuidar de la casa... Keven y yo iremos, y estaremos más libres para divertirnos.
Beryl lanzó a su padre una mirada en la que se puso de manifiesto la belleza de aquellos ojos negros cuando estaban iluminados por un pequeño destello de enojo.
—Bueno, muchacho —prosiguió Aard, sin dar importancia a la cosa—; ¿has comprado en Illahe todo lo que necesitabas?
—No, yo no; fue Beryl, porque yo me sentí incapaz de montar. Ella se acercó y realizó la compra... ¡El cielo le valga, cuando tenga un marido..., a menos que sea un hombre rico!
Apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras, Keven se arrepintió de haberlo hecho. En el rostro de Beryl se había pintado la mueca de un terrible disgusto, al tiempo que sus mejillas palidecían intensamente. Trató de cruzar con ella una mirada, para hacerle comprender que no era más que una broma inocente lo que había dicho, pero los ojos de ella estaban ausentes, como perdidos en una lejanía infinita e impenetrable. Decididamente, tendría que medir sus palabras, pensar mucho las cosas, antes de hablar ante Beryl.
Aard hizo unas cuantas observaciones referentes a la estación venidera, y, de pronto, Beryl se levantó y salió de la estancia sin haber pronunciado una palabra más. Keven la vio salir, arrebatada, con el pretexto de arreglar algo en la cocina. Con aquel vestido blanco la muchacha parecía más ligera, más delgada, algo distinta de la ruda mujer que semejaba con sus vestidos caseros. Sin darse cuenta, empezó a examinarla con un verdadero sentido crítico. Era de estatura media, fuerte, bien formada, de busto macizo y cintura delgada. Sus brazos morenos, aunque torneados, mostraban el hábito del trabajo muscular. Caminaba erguida, majestuosa, dando a sus caderas un balanceo especial, propio de las indias. Sus piernas eran finas y delgadas de una piel morena y curtida, como toda ella, acusando de una manera evidente su vida al aire y al sol de las praderas. Su principal belleza estaba en la negrura sedosa de su pelo y en el brillo insondable de sus ojos... Un poco antes la había comparado, mentalmente, con Rosamunda Brandeth, pero ahora estaba seguro de una cosa: de que no había comparación posible entre las dos mujeres. Y, en caso de establecerla, todas las ventajas, indudablemente, estarían del lado de Beryl...