III
El río ejercía un misterioso influjo sobre la adormecida sensibilidad de Keven. Durante la noche, permanecía muchas horas desvelado y oyendo el sordo rumor dé la corriente. En la oscuridad de la habitación, sus pensamientos parecían aclararse. Sentía el vehemente e imperioso deseo de volver a las agrestes regiones que el Rogue atravesaba, con sus peligros, su emoción y sus aventuras. Y aquel deseo era el primero que conmovía su alma desde muchos años atrás. Nunca, en mucho tiempo, había suspirado por nada que no fuera la muerte. El paisaje amado se desarrollaba, en la oscuridad, ante sus ojos: la Meseta del Rifle, el Estero del Whisky y el de la Mula, las Barras, la Catarata Grande... Soledad: maravillosa y amada soledad, bálsamo y lenitivo infalible de todos aquellos que, de una manera u otra, están atormentados por las penas o los dolores.
Pero existían dificultades. El sheriff f había detenido a Garry Lord a última hora, acusándole de haber pescado fuera de la estación. Las leyes del río eran muy rigurosas. Keven tenía que buscar bastante dinero para conseguir la libertad de su amigo, en primer lugar, y para completar el equipo de la barca después. Su padre se ocupaba en buscar este dinero, y él, en consecuencia, se veía forzado a permanecer en casa en tanto que las cosas no estuviesen definitivamente resueltas. Esta especie de ociosidad dio motivo al inevitable encuentro con viejos y antiguos conocidos del pueblo.
Las muchachas que habían sido sus amigas en los años de juventud eran ya unas mujeres hechas y derechas, que le miraban con curiosidad, como si jamás le hubiesen conocido. Aquello, sin embargo, era para él un alivio. No le importaba lo más mínimo tal diferencia. Mucho más le conmovió, por ejemplo, la calurosa y cordial acogida de Minton, el negociante en aparejos y útiles de pesca, gran aficionado, también, con el que había hecho en tiempos más de una excursión por el río. Encontró en él una sinceridad y una lealtad a las que no estaba acostumbrado.
—¡Al demonio con todas esas preocupaciones, muchacho! —había exclamado Minton cuando Kev trató de justificarse de las habladurías esparcidas por el pueblo en relación con su persona—. Nadie puede creer esas patrañas, ten la absoluta seguridad. Al menos, yo no las creí jamás... Olvídate del uniforme y de la guerra, que bastantes quebraderos de cabeza nos ha dado a todos Eso acabó, afortunadamente, y no hay que pensar en ello ni en su rastro de infortunios y sinsabores. Vida nueva. Vente cuando quieras por la tienda y te enseñaré cosas que no conoces. Aparejos completamente nuevos y diferentes... Ahora, el negocio de la pesca es cosa muy importante, que deja gran cantidad de dinero...
Claro está que casi todo está acaparado por esos puercos de la Costa; y como no nos decidamos a meterlos en cintura, van a acabar con el salmón y hasta con el río...
También encontró a Clarke y a Dungan, otros antiguos compañeros de pesca, y al viejo Jim Turner, y al negro Sam Johnson. Todos ellos se alegraron, al parecer, de volverle a encontrar, y tuvieron la discreción y la elegancia de no hablarle para nada de su accidente y de los cambios físicos que había experimentado. Parecían sinceros. Y ya era bastante, después de todo, que le asociaran, en sus recuerdos, a un pasado feliz y venturoso.
En cierta ocasión, al revolver una esquina, se encontró de pronto con una muchacha alta, rubia, de rostro agradable y que le resultó completamente familiar. Se hizo, no obstante, el desentendido, intentando pasar de largo. La muchacha, sin embargo, le gritó:
—¡Eh, Kev!... No es posible que quieras pasar sin saludarme. ¿Es que ya no me conoces?
—Claro que sí... Es decir, no sé... —replicó él lleno de confusiones, pero apresurándose a estrechar la mano que se le tendía.
—¡Parece mentira! —volvió a decir ella con tono de reproche—. ¡Y eso que fuimos novios cuando íbamos a la escuela!
—¿De veras? Eres muy amable al recordarme eso —contestó Kev, sinceramente conmovido—. Tu cara me es muy conocida, pero no consigo..., no puedo caer, de momento, en quién eres..; Sufrí una gran herida en la cabeza, y perdí la memoria.
—¡Oh, estos soldados veleidosos!... Soy Emmelina Trapier —le dijo ella, en tono de reproche.
Instantáneamente, la memoria de Keven hizo la asociación de aquel nombre con la bonita cara que tenía allí delante.
—¡Ahora sí que te conozco! —contestó, apretando con calor su mano—. Y te agradezco mucho que me hayas hablado, Em, porque habrías podido pensar otra cosa de mí, cuando la realidad es que tengo la cabeza como una olla de grillos.
—¿No has visto todavía a Bill?... Claro que no, pues de lo contrario me habrías reconocido. Ya sabíamos que estabas de regreso en el pueblo, y Bill está rabiando por verte.
—¿A qué Bill te refieres?—¡Cómo! ¿Tampoco te acuerdas de Bill, tu gran amigo?
—¡Oh!... Ya sé; pero no, creo que no he visto a Bill todavía —contestó Kev sin mucha seguridad.
—Le verás de un momento a otro, porque te está buscando. Pero, vamos, Kev, acompáñame hasta casa.
—Con mucho gusto; pero no creo que te favorezca mucho el que te vean conmigo.
—No te importe eso. Nosotros no somos como otras personas de El Paso, quisquillosas y llenas de prevenciones. Mi madre se alegrará mucho de verte...
¿No sabes que a mi pobre hermano Hal lo mataron en Francia?
—¿Hal?... No, no sabía nada. Sé muy pocas cosas del pueblo todavía. Y lo siento muchísimo, Emmelina, puedes creerlo... ¡Esta guerra ha sido terrible para todos!
Siguieron calle abajo, en dirección a la casa de la muchacha.
—¿De modo que a ti te hirieron gravemente? —volvió a preguntar ella, en tono solícito.
—Sí; habría sido mejor que me hubiese quedado para siempre.
—No digas tonterías, Kev; no debes pensar de ese modo. Todavía tienes algo que hacer en el pueblo, según creo...
—Eres muy amable, Emmelina, y te lo agradezco con el alma. Me doy cuenta de que aun existen personas nobles, de corazón limpio, capaces de comprender un poco las tragedias ajenas. Pero, créeme, mi pasado en este pueblo murió definitivamente. No puedo hacerme ilusiones, me consta.
—Entonces... ¿has visto ya a Rosamunda? —le preguntó en tono mucho menos festivo y jovial.
—No he podido hablar con ella. Fui a visitarla el domingo y no estaba en casa. Volví anoche... La doncella tomó mi nombre y volvió a decirme otra vez que estaba ausente... Claro que no era verdad, porque la vi a través de la ventana.
—No debes preocuparte mucho por eso, Kev.
—Me hizo tan poca impresión, que yo mismo quedé sorprendido, puedes creerlo. Solamente pretendía verla un instante... Mira, Em, tú misma puedes hacerme un favor, cuando la veas. Puedes decirle que yo, de todo corazón, la relevo de su promesa... Bueno, todo esto es ridículo, ya lo sé. Me he quedado atrás y no pinto nada; sin embargo, no soy un asno y quiero guardar las formas.
—No creas que veo mucho a Rosamunda, Kev. Ahora vive en una esfera distinta y tenemos poco trato... Bueno; por lo que a mí respecta, quiero también que lo sepas: estoy en relaciones con Bill.
—¡Magnífico! —exclamó Kev, regocijado ante el ligero sonrojo de la muchacha— . Os felicito a los dos y os deseo toda clase de venturas, Em. Hay en la vida dos clases de personas: las que destruyen y las que edifican. Tú perteneces a este último grupo.
—Gracias, Kev —contestó ella, deteniéndose ante la puerta—. ¿No quieres entrar a saludar a mamá? Va a llorar mucho cuando te vea, pero no importa. Se alegrará al ver que estás vivo y de regreso en casa.
—Sí, entraré a verla con gusto. Y si llora, creo que me hará bien el ver sus lágrimas... Pero, aguarda un momento, Em. Quiero preguntarte una cosa. ¿Fue realmente Atwell el que propaló por el pueblo la leyenda esa de las cinco hermanas Carstone? Cinco hermanas que. . Bien, ¿tú has oído algo de eso?
—Sí, Kev; oí esa sucia historia..., pero no la creí jamás —le respondió calurosamente, con el rostro arrebatado—. Y fue Atwell el que difundió la leyenda.
Bill me la contó, pues se la había oído relatar.
—Emmelina, yo te juro por lo más sagrado que eso es una infame mentira —replicó Kev, en son de disculpa—.
No puedo negar que en el Ejército aprende uno cosas sucias e innobles...
Pero no tengo nada que ver con ese lío de las hermanas Carstone. Y si alguien cree lo contrario, me tiene sin cuidado. Ahora bien: quería que tú supieses la verdad.
—Mira, Kev: conmigo no necesitas justificarte —volvió a decir ella, con los ojos empañados de lágrimas—. Y ahora vamos adentro.
Aquella visita a casa de Emmelina fue para Keven una prueba dura, la cual no se sentía capaz de repetir. Le dejó anonadado y con una amarga sensación de impotencia y fracaso al no poder mitigar a su antojo las penas y dolores 'de los demás.
Regresando una vez más a la calle principal del pueblo, se dedicó a vagar sin rumbo, mientras su cerebro estrujaba las más encontradas ideas, sin acertar con el hallazgo de una sola que fuera edificante y esperanzadora. Pensaba en irse otra vez de casa, en irse del pueblo, en ' renunciar definitivamente a todo aquello que por estar compuesto con retazos de un pasado real resultase ineficaz para la edificación de una vida nueva. Y mientras iba sumido en estas reflexiones, sus ojos percibieron la presencia de Rosamunda Brandeth. Iba en su coche y a gran velocidad. Sin sombrero, con los brazos al aire, ella misma manejaba, con soltura al parecer, el volante. Keven se quedó momentáneamente inmóvil. El reconocimiento de la que pasaba en el coche le hizo vacilar, con una íntima e inexplicable angustia interior. Ella también le había visto. Le había reconocido...
Lo adivinó por el súbito brillo de sus ojos. Pero la muchacha no quiso darse por enterada y continuó, imperturbablemente, su carrera. A su lado vio a un joven, destocado también, que en aquel momento debía decirle algo divertido, ya que ella prorrumpió en una alegre y gozosa risa cristalina.
«Perfectamente; todo está terminado, y me alegro»—murmuró Kev para sí mismo. Pero el encuentro no había tenido nada de agradable. El amor estaba muerto. Había que mostrarse tolerante hacia todo aquel que hubiese sufrido cambios a consecuencia de la guerra. Cambios para mejorar o para empeorar.
Aunque ¿podía la guerra hacer cambiar a una persona, mejorándola? Las almas —creía no precisan de los infortunios de la guerra para ser puestas a prueba.
Rosamunda, como él mismo, estaba cambiada; pero le habría gustado que, al cambiar, se hubiese sentido capaz de mostrar hacia sus desgracias una transigente y cristiana compasión, sin dar oídos a murmuraciones, a rencores o a egoísmos.
Keven se dirigió luego a la tienda de Minton, y procuró olvidarse pronto del incidente. En pasadas épocas, Keven acostumbraba pasar muchas horas en la tienda de su amigo, mirando y remirando los aparejos, las cañas y los anzuelos.
Volvía a sumergirse en el dorado espectáculo de su luminoso pasado, en el que se enseñoreaba, como centro y nervio de todo, el río y su aventura.
Apuesto algo a que vas a quedarte aquí un buen rato viendo todas estas cosas —le dijo Minton riendo, conocedor de su afición y su curiosidad—. En estos cuatro años se han inventado cosas nuevas para la pesca: cañas más ligeras, cebos más pequeños, anzuelos de tres agujas... Escucha, Kev: ¡si vieras la cantidad de salmones que cogí el año pasado!...
—Me encanta estar otra vez aquí, entre estos tesoros —replicó Keven—. Me acuerdo de cómo me gustaba gastar mis perras, las que tenía y las que no tenía, en cachivaches de esta clase... Pero todo pasó. Me parece, me parece.., que no volveré a echar el anzuelo en mi vida.
—¡Bah, bah!...Óyeme. El que tuvo una vez la afición, la conserva para siempre. El río te llamará de nuevo. Naciste en él. Y yo también. ¿Es que te figuras que vas a poder resistir? De ningún modo. Y no me digas que estás débil, enfermo o imposibilitado para pescar... Además, es lo que necesitas. El Rogue acabará de curarte, Kev, tenlo por cierto. Olvídate de todo lo demás.
—Tú siempre fuiste un gran pescador, Mint —exclamó Kev en tono admirativo.
—Claro... Y por tu parte, pedazo de tonto, estoy viendo que andas con remilgos... Pues bien: no necesito tu dinero.
No tengo ninguno, Minton —replicó Keven—. El poco que tenía lo empleé en liberar a Garry Lord. Ahora, mi padre está tratando de comprarnos una buena red, porque quiero intentar el negocio de esa clase de pesca, —en sociedad con mi viejo amigo.
—¡Qué par de demonios!... No es una mala idea, Kev. Entre los dos podéis ir bastante lejos, porque' Garry —es el mejor pescador de salmones de todo el río.
¡Con tal de que lo mantengas lejos del vino!
—Yo mismo, Mint, necesito que me tengan alejado de los barriles —rió Keven.
—¡Cómo! ¿Tú también te dedicas a empinar el codo?
—Me temo que sí, Mint.
—En ese caso, prueba a dejarlo, muchacho. No hay nada peor que un pescador borracho... Esa costumbre de los hombres del río de salir por la mañana y volver al mediodía con la barriga llena de ron... ¡Puá! ¡Nunca pude tragar eso!
—Me aficioné a la bebida porque me aliviaba los dolores físicos... Y ahora no sé qué es peor.
—Vuelve a pescar de nuevo, Keven Bell —le dijo Minton con acento de seriedad—; es lo mejor que puedes hacer. Se vive bien con eso, y mucho más tratándose de ti... Los oficios y empleos están difíciles en el valle sobre todo para los licenciados inútiles o defectuosos... El negocio del pescado durante unos años, y luego, con los ahorros, un buen huerto de frutales..., de manzanos... —¡Ah, las manzanas del Oregón! Hay una fortuna en eso, Kev, y no te engaño. Yo ando detrás de un huerto ahora.
—¿Las manzanas?... Sí, me parece, en efecto, buen asunto, Mint. Me gustaría poder ahorrar algún dinero... Me das alientos, Mint, y te lo agradezco mucho.
—El pescador es siempre hombre optimista por naturaleza, ya lo sabes.
Siempre confía, siempre tiene esperanza... Cada curva del río, cada remanso, puede traerle la fortuna. Y la vida debe ser así. Además... ¡la alegría de pescar! La diversión, la emoción, el azar de la pesca... ¿Quién es capaz de sentirse cansado o hastiado de la inimitable música del río? ¡Especialmente del Rogue! ¡El mejor río del mundo, Kev!
—Lamento, ahora, con esas cosas que me dices, no tener para comprarte una caña...
—¡Cómo! ¿No te dije antes que no necesitaba tu dinero? —replicó vivamente Minton—. Compra lo que quieras, y ya me pagarás cuando estés en fondos Y si no me pagas nunca, no me importará... Yo también te debo algo a ti...
Keven se sintió incapaz de rechazar la tentadora ocasión, y, sin pensarlo mucho, se' puso a elegir un equipo completo para la pesca a caña. Después de escoger varias cosas, exclamó:
» —Ya está bien.
Pero Minton le animó a seguir eligiendo para él lo que le viniese en gana.
—No andes con miramientos, y escoge lo que te guste o te haga falta. Y si más tarde vuelves a necesitar alguna cosa, vuelve por ella... ¡Ah, quiero prevenirte! El año pasado, los salmones subieron con un peso extraordinario. A última hora, claro está. Fue divertidísimo. Yo pesqué alguno de doce libras corridas, ya puedes figurarte...
—¡Doce libras!... Y me has vendido una caña que apenas podría con alguno de seis onzas... —respondió Kev, volviendo a devolverlo todo para cambiar la caña que ya tenía elegida por otra de mayor consistencia.
—Esto está mejor... —convino Minton—. Y ahora, escucha un consejo de hombre experimentado. De esta conversación puede salir algo importante para tu futuro.
Fíjate bien en esto: procura localizar un buen banco en la parte baja del río. Haz una declaración minera del terreno lindante con esa parte, y no te preocupes de más... Yo te digo que, cualquier día, aquello valdrá dinero, saques o no saques oro de allí.
—¡Oro! —exclamó Kev, interesado—. ¿Qué es lo que quieres dar a entender?
—¿Es que te has olvidado ya, muchacho, de que el Roque da muchos millones a los buscadores y los mineros? —repuso Minton seriamente—. Hay oro en la parte baja del río. Oro en las arenas de las barras y en el cuarzo de las orillas. Habla, si puedes, con alguno de esos exploradores, y él te informará. Con Whitehall, por ejemplo... Ese ha hecho una declaración en el Estero de Whisky. Si vas a dedicarte al Rogue, te conviene cultivar su amistad. No te importé hacerte amigos entre los mestizos; son buena gente.
—Te agradezco mucho esos consejos, Mint; me has hecho sentirme un hombre nuevo.
—Ahora, una última advertencia, Kev-le dijo todavía el comerciante balando el tono de voz—. Hay un negrero en la parte baja del río, y cada año sube menos salmón... Intenta averiguar por qué. Ese socio tuyo, Garry Lord, es una verdadera águila para estas cosas. No hay ninguno como él en todo el río, aunque tenga el terrible vicio de estar a todas horas borracho... Bien; para no cansarte: Brandeth no se da cuenta de que en la parte alta también tenemos que vivir. Desde Galice hasta Prospect todo el mundo se queja, pero nadie es capaz de poner las cosas en su sitio... Y si no se restringe, al menos, el uso de las redes en la desembocadura, nos quedaremos sin salmones. Unos cuantos haciéndose ricos a expensas de los restantes habitantes del Oregón... ¡Una infamia!
—Me doy cuenta de todo eso, Minton, y estoy conforme contigo —reconoció Keven—. Todo es nuevo para mí, como comprenderás, y no es extraño, después de las cosas que la guerra nos ha traído... Modas... Todo anda igual... Y, dime: ¿cómo anda contigo de cuentas Gus Atwell?
—Ahora va bien —replicó Minton—. Siempre fue un tramposo, pero ahora tiene mucho dinero. Va por ahí con un Rolls-Royce. Sin embargo, me veo y me deseo para cobrarle las facturas. Como es lógico, está contra los de la parte alta.
Durante la época de la preparación de conservas, va y viene en su coche; pero casi siempre anda por allí.
—Me habló Garry de eso —replicó Kev, moviendo la cabeza—; habría que ajustarle las cuentas a ese Atwell...
—Pues, no me importa decírtelo, Kev... Pero te «vistió de limpio» cuando vino licenciado, dándoselas de «inválido» de la guerra.
—Habló de mí, ¿eh?
—Sí; me puso una tarde la cabeza loca con esa historia de las hermanas. ¡Una historia sucia! Yo estoy acostumbrado a oír extralimitaciones de los soldados, pero aquello era ya el colmo...
—El colmo, incluso para soldados —admitió Keven—. ¿No es eso?
—Desde luego. Menos mal que no todo el mundo dio crédito a la patraña.
—Vaya; ya es algo —aseguró Kev, visiblemente disgustado.
—Cuando me contó esa historia, aquí mismo, recuerdo que estaba presente Bill Hal, que le reprochó la habladuría en tono duro... Y yo también lo mandé a paseo... Desde entonces no me habla... Pero, de todos modos, creo que eso te va a perjudicar con las mujeres, Kev.
—Supongo que Atwell se pasearía por aquí con su uniforme, tratando de atolondrar a las chicas.
—Así fue. Daba ya asco de verlo presumir...
—Bueno; a mí me sería fácil levantar un cuento que le desprestigiase, pero no todos somos de la misma madera.
El resentimiento hacia Atwell se apoderó del ánimo de Kev, que ya no se sintió despejado y tranquilo, ni siquiera con la preparación de sus proyectos de pesca en unión de Garry Lord. El plan consistía en ultimar los preparativos en la noche del próximo sábado para emprender la excursión el domingo a primera hora.
Si Keven hubiese resistido la tentación de tomar una copa, es casi seguro que habría salido de la ciudad sin dar mayor importancia a los ya conocidos infundios esparcidos por Gus Atwell. Por respeto a su padre, se había privado, hasta el momento, de «echar una cana al aire», dejando la botella quieta. Pero el sábado, cuando se despidió del viejo para pasar la noche en la choza de su camarada, con el objeto de poder salir en las primeras horas del siguiente día, la tentación pudo más que su buena voluntad. Sin embargo, no estaba borracho cuando aquella misma noche se encontró con Atwell en el vestíbulo del hotel principal de la ciudad. La bebida no conseguía trastornar, ni con mucho, el juicio de Kev; pero despertaba una especie de demonio en sus entrañas.
—¡Hola, Mayor!... —le dijo—. Te he estado buscando durante mucho tiempo; tenía ganas de verte.
El aludido, un hombre alto y de buen aspecto, vestido con elegancia no exenta de una ligera afectación, exclamó, en tono glacial:
—Lamento no poder decir lo mismo con respecto a ti. Y al hablar así, volvió a Kev, olímpicamente, la espalda.
Una especie de tigre salvaje se despertó en el interior del muchacho. Con la rapidez del rayo, su mano agarró al que trataba de alejarse, y no de una manera muy suave.
—Tú, canalla embustero, me vas a oír ahora unas palabras... ¡He dicho canalla y lo repito, una y mil veces, porque eso eres! Fuiste tú el que estuvo mezclado en el escándalo de las hermanas Carstone, y no yo. Has mentido como un puerco...
¿Por qué no has contado en El Paso que los soldados te quemaron públicamente, en efigie? ¿Y por qué no les has dicho a todos que tu compañía no fue a Francia, porque eres un asqueroso cobarde?...
El rostro de Atwell estaba lívido.
—Escucha, soldado... —dijo—. Todo el mundo sabe que tu cabeza no anda buena después de aquella herida, y por eso tus palabras pueden disculparse.
Pero ándate con cuidado...
Keven le dio un puñetazo y Atwell se tambaleó y tuvo que agarrarse a la baranda de la escalera. Empezó a sangrar por la boca y la nariz.
—¡Lo que he dicho lo sostengo! —gritó Kev en una actitud de desafío—. ¡Inválido de pega!... ¡Cobarde, más que cobarde, eso es lo que eres! Pero todos los soldados de tu compañía lo saben; se puede preguntar a cualquiera de ellos... Y con respecto a esa infamia de las hermanas Carstone, escucha bien lo que te digo: si vuelves a acusarme de esa canallada... ¡te mataré como a un perro Repentinamente, Kev agarró un vaso que estaba sobre una mesa y lo arrojó con violencia contra la cabeza de Atwell. El vaso se hizo añicos y el agredido se desplomó, inerte, sobre el suelo.
Nadie hizo el menor movimiento para detener a Kev, y éste salió tranquilamente a la calle, sin volver la vista atrás.