Capítulo 7
CONCLUSIÓN
Ha llegado la hora de que los Estados Unidos formulen y ejecuten una geoestrategia integrada, extensa y a largo plazo para toda Eurasia. Esta necesidad se deriva de la interacción de dos realidades fundamentales: los Estados Unidos son actualmente la única superpotencia global y Eurasia es el principal campo de juego del planeta. De ahí que lo que suceda con la distribución de poder en el continente euroasiático tendrá una importancia decisiva para la primacía global y para el legado histórico estadounidenses.
La primacía global estadounidense es única en su alcance y en su carácter. Es una nueva clase de hegemonía que refleja muchos de los rasgos del sistema democrático estadounidense: es pluralista, permeable y flexible. La principal manifestación geopolítica de esa hegemonía, que se alcanzó en menos de un siglo, es el papel sin precedentes de los Estados Unidos en la masa territorial euroasiática, hasta ahora el punto de origen de todos los anteriores contendientes por el poder global. Los Estados Unidos son en la actualidad el árbitro de Eurasia y no existe ninguna cuestión importante en Eurasia que pueda solucionarse sin la participación estadounidense o de manera contraria a los intereses de ese país.
La manera en que los Estados Unidos manipulen y hagan reconciliarse a los principales jugadores geoestratégicos del tablero euroasiático y la manera en que gestionen la relación con los pivotes geopolíticos clave de Eurasia serán fundamentales para lograr una primacía global estadounidense durable y estable. En Europa, los jugadores clave seguirán siendo Francia y Alemania y la principal meta de los Estados Unidos debería ser la de consolidar y ampliar la existente cabeza de puente democrática en la periferia occidental de Eurasia. En el Lejano Oriente de Eurasia, China tiene posibilidades de volverse cada vez más importante y los Estados Unidos no tendrán un punto de apoyo geopolítico en el continente asiático si no llegan a un consenso geoestratégico con China. En el centro de Eurasia, el espacio que está entre la Europa en expansión y la China que crece en importancia a nivel regional seguirá siendo un agujero negro geopolítico, al menos hasta que Rusia resuelva la lucha que mantiene internamente sobre su autodefinición postimperial, mientras que la región situada al sur de Rusia —los Balcanes euroasiáticos— amenazan con convertirse en un caldero de conflictos étnicos y rivalidades entre las grandes potencias.
En ese contexto, durante algún tiempo aún —más de una generación— hay pocas posibilidades de que el estatus de principal potencia del mundo de los Estados Unidos se vea amenazado por un único aspirante. Ningún Estado-nación puede medirse con los Estados Unidos en las cuatro dimensiones clave de poder (militar, económico, tecnológico y cultural) que acumulativamente dan lugar a una influencia global decisiva. Sin una abdicación estadounidense deliberada o no intencionada, la única alternativa real al liderazgo global estadounidense en el futuro previsible es la de la anarquía internacional. En ese sentido, es correcto afirmar que los Estados Unidos se han convertido, en palabras del presidente Clinton, en la «nación indispensable» del mundo.
Es importante destacar a este respecto tanto ese carácter indispensable como la realidad de una potencial anarquía global. Las consecuencias perjudiciales de la explosión de la población, las migraciones motivadas por la pobreza, la urbanización radical, las hostilidades étnicas y religiosas y la proliferación de armamento de destrucción masiva pasarían a ser incontrolables si el marco existente y subyacente basado en los Estados naciones —pese a su rudimentaria estabilidad política— pasara a fragmentarse. Sin una participación estadounidense sostenida y directa, antes de mucho tiempo las fuerzas de desorden global podrían dominar la escena mundial. Y la posibilidad de tal fragmentación es inherente a las tensiones geopolíticas, no sólo a las de la Eurasia actual sino a las del mundo en general.
Es posible que los riesgos para la estabilidad global resultantes aumenten aún más debido a las perspectivas de una degradación más generalizada de la condición humana. Sobre todo en los países más pobres del mundo, la explosión demográfica y la urbanización simultánea de las poblaciones está creando rápidamente aglomeraciones en las que se amontonan no sólo los menos aventajados sino, especialmente, cientos de millones de jóvenes desempleados cada vez más impacientes, cuyo nivel de frustración crece en términos exponenciales. Las comunicaciones modernas intensifican su ruptura con las autoridades tradicionales y los hacen cada vez más conscientes —con lo que crece su resentimiento— de la desigualdad global, y por lo tanto más proclives a las movilizaciones extremistas. Por un lado, el creciente fenómeno de las migraciones globales, que ya alcanza las decenas de millones de personas, puede actuar como una válvula de escape temporal, pero por otra parte sirve también de vehículo para la transmisión transcontinental de conflictos étnico-sociales.
La administración global que los Estados Unidos han heredado es, por lo tanto, susceptible de ser zarandeada por turbulencias, tensiones y al menos por una violencia esporádica. El nuevo y complejo orden internacional, moldeado por la hegemonía estadounidense y en el cual «la amenaza de guerra no forma parte del juego» podría quedar limitado a aquellas partes del mundo en las que el poder estadounidense ha sido reforzado por sistemas sociopolíticos democráticos y por elaborados marcos multilaterales —que, no obstante, también están dominados por los Estados Unidos.
Una estrategia estadounidense para Eurasia tendrá que competir, pues, con las fuerzas generadoras de turbulencias. En Europa hay signos de que el impulso a la integración y la ampliación está decayendo y que, antes de que pase mucho tiempo, los tradicionales nacionalismos europeos podrían despertar. El desempleo a gran escala subsiste, incluso en los Estados europeos más exitosos, lo que da lugar a reacciones xenófobas que podrían causar un repentino redireccionamiento de la política francesa o alemana hacia un significativo extremismo político y hacia un chauvinismo orientado hacia dentro. Efectivamente, quizás esté naciendo una genuina situación prerrevolucionaria. El calendario histórico de Europa, esbozado en el capítulo 3, podrá cumplirse sólo si las aspiraciones europeas de alcanzar la unidad son estimuladas —e incluso aguijoneadas— por los Estados Unidos.
Las incertidumbres con respecto al futuro de Rusia son aún mayores y las perspectivas de una evolución positiva mucho más tenues. Es indispensable, por lo tanto, que los Estados Unidos configuren un contexto geopolítico compatible con la asimilación de Rusia en un marco más amplio de cooperación europea y que también impulsen la independencia y autonomía de los nuevos vecinos soberanos de Rusia. Sin embargo, la viabilidad de, por ejemplo, Ucrania o Uzbekistán (por no hablar del étnicamente dividido Kazajistán) seguirá siendo incierta, especialmente si la atención estadounidense se desvía debido a las nuevas crisis internas en Europa, a la creciente distancia entre Turquía y Europa o a la intensificación de las hostilidades en las relaciones entre los Estados Unidos e Irán.
El potencial para una futura gran reconciliación con China también podría quedar abortado por una futura crisis sobre Taiwán; o porque la dinámica interna de la política china podría dar lugar al surgimiento de un régimen agresivo y hostil; o simplemente porque las relaciones entre los Estados Unidos y China podrían empeorar. En ese caso China podría llegar a convertirse en una fuerza muy desestabilizadora en el mundo e impondría enormes tensiones a la relación entre los Estados Unidos y Japón, generando quizás también una perjudicial desorientación geopolítica en el propio Japón. En ese escenario, la estabilidad del sudeste asiático podría ciertamente peligrar, y uno no puede más que especular sobre el impacto que la confluencia de esos acontecimientos ejercería en la postura y en la cohesión de la India, un país crucial para la estabilidad de Asia del Sur.
Estas observaciones sirven para recordar que ni los nuevos problemas globales que van más allá del ámbito del Estado-nación ni las preocupaciones geopolíticas más tradicionales podrán resolverse —y ni siquiera contenerse— si la estructura geopolítica subyacente del poder global empieza a derrumbarse. Dadas las señales de advertencia en el horizonte de Europa y de Asia, para alcanzar el éxito la política estadounidense deberá centrarse en Eurasia como un todo y guiarse por un diseño geoestratégico.
UNA GEOESTRATEGIA PARA EURASIA
El punto de partida de esa política que se necesita es el franco reconocimiento de las tres condiciones sin precedentes que definen en la actualidad el estado geopolítico de los asuntos mundiales: por primera vez en la historia, a) sólo un Estado es una verdadera potencia global, b) un Estado no euroasiático es el Estado preeminente a nivel global y c) el principal campo de juego del planeta, Eurasia, está dominado por una potencia no euroasiática.
Sin embargo, una estrategia global e integrada para Eurasia debe basarse también en el reconocimiento de los límites del poder efectivo estadounidense y en la inevitabilidad de que sea desgastado por el tiempo. Como se señaló antes, el propio tamaño y diversidad de Eurasia, así como el poder potencial de algunos de sus Estados, limitan la profundidad de la influencia estadounidense y el grado de control sobre el curso de los acontecimientos. Esta situación aumenta la importancia de la visión geoestratégica y de un despliegue deliberadamente selectivo de los recursos de los Estados Unidos sobre el gran tablero euroasiático. Y, puesto que el poder sin precedentes de los Estados Unidos está destinado a disminuir con el tiempo, lo prioritario es gestionar el ascenso de otras potencias regionales de maneras que no resulten amenazadoras para la primacía global estadounidense.
Como en el ajedrez, los planificadores globales estadounidenses deben pensar varios movimientos por anticipado, anticipando los posibles contraataques. Una estrategia sostenida debe, por lo tanto, distinguir entre la perspectiva a corto plazo (los próximos cinco años, aproximadamente), el medio plazo (hasta dentro de veinte años, aproximadamente) y el largo plazo (más de veinte años). Además, estas fases deben ser consideradas no como compartimentos estancos sino como partes de un continuum. La primera fase debe conducir, de manera gradual y consistente, a la segunda —debe estar, en efecto, deliberadamente apuntada hacia ella— y la segunda, por lo tanto, debe conducir posteriormente a la tercera.
A corto plazo, a los Estados Unidos les interesa consolidar y perpetuar el pluralismo político prevaleciente en el mapa de Eurasia. Ello otorga una gran importancia a las maniobras y manipulaciones destinadas a impedir el surgimiento de una coalición hostil que en el futuro podría intentar desafiar la primacía estadounidense, por no mencionar las posibilidades remotas de que un Estado individual lo intente. A medio plazo, lo anterior debería conducir gradualmente a un mayor énfasis en el surgimiento de socios cada vez más importantes pero compatibles a nivel estratégico que, impulsados por el liderazgo estadounidense, podrían ayudar a configurar un sistema de seguridad transeurasiático más cooperativo. Finalmente, en un plazo mucho más largo, lo anterior podría progresar hacia la constitución de un núcleo global de responsabilidad política genuinamente compartida.
La tarea más inmediata es asegurarse de que ningún Estado o combinación de Estados obtenga la capacidad de expulsar a los Estados Unidos de Eurasia o de limitar significativamente su decisivo papel de árbitro. Sin embargo, la consolidación del pluralismo geopolítico transcontinental no debería considerarse como un fin en sí mismo sino sólo como un medio de alcanzar la meta a medio plazo de configurar unas genuinas asociaciones estratégicas en las regiones clave de Eurasia. Es poco probable que los democráticos Estados Unidos deseen comprometerse indefinidamente a ejercer la difícil, absorbente y costosa tarea de gestionar Eurasia mediante constantes manipulaciones y maniobras —respaldadas por recursos militares estadounidenses— para impedir que cualquier otra potencia ejerza el dominio de la región. Por lo tanto, la primera fase debe conducir lógica y deliberadamente a la segunda fase, en la que una benevolente hegemonía estadounidense siga haciendo desistir a otros de sus intenciones de plantear un desafío. Para ello, los Estados Unidos no sólo deben conseguir que los costes del desafío resulten demasiado altos, sino que también deben evitar amenazar los intereses vitales de los potenciales aspirantes a la primacía regional en Eurasia.
Para ello se requiere, en concreto, como meta a medio plazo, impulsar unas genuinas asociaciones, especialmente con una Europa más unida y más definida a nivel político y con una China preeminente a nivel regional, así como (esperemos) con una Rusia postimperial y orientada hacia Europa y, en el extremo sur de Eurasia, con una India democrática y que desempeñe un papel estabilizador en la región. Pero del éxito o del fracaso del intento de forjar unas relaciones estratégicas más amplias con Europa y con China, respectivamente, dependerá el contexto en el que se definirá —negativa o positivamente— el papel de Rusia.
De esto se sigue que una Europa más extensa y una OTAN ampliada convienen a los intereses a corto plazo y a más largo plazo de la política exterior de los Estados Unidos. Una Europa más extensa hará aumentar el ámbito de la influencia estadounidense y, a través de la admisión de nuevos miembros centroeuropeos, también aumentará, en los Consejos Europeos, el número de Estados más orientados hacia los Estados Unidos, sin que ello cree al mismo tiempo una Europa tan integrada a nivel político que pueda plantear problemas a los Estados Unidos en cuestiones geopolíticas a las que éstos atribuyen gran importancia, particularmente en el Oriente Medio. Una Europa políticamente definida es también esencial para lograr la progresiva asimilación de Rusia en un sistema de cooperación global.
Hay que admitir que los Estados Unidos no pueden crear por sí mismos una Europa más unida —ello depende de los europeos, especialmente de los franceses y alemanes— pero los Estados Unidos sí pueden obstruir el surgimiento de una Europa más unida. Y ello resultaría calamitoso para la estabilidad de Eurasia y, por lo tanto, también para los propios intereses estadounidenses. No cabe duda de que si Europa no se vuelve más unida es susceptible de desunirse más. Por consiguiente, como se ha afirmado antes, es vital que los Estados Unidos cooperen estrechamente con Francia y Alemania para obtener una Europa políticamente viable, una Europa que permanezca unida a los Estados Unidos y una Europa que extienda el alcance del sistema internacional democrático cooperativo. No se trata de elegir entre Francia y Alemania. Sin cualquiera de esos dos países no habrá Europa y sin Europa no habrá un sistema transeuroasiático.
En términos prácticos, lo anterior requerirá avanzar gradualmente hacia un liderazgo compartido en la OTAN, mostrarse más tolerantes hacia el interés francés de que Europa tenga un papel propio no sólo en África sino también en el Oriente Medio y continuar apoyando la expansión hacia el este de la UE, aunque ello haga de la UE un jugador global política y económicamente más activo[34]. Un acuerdo de libre comercio transatlántico, ya propuesto por cierto número de prominentes líderes atlánticos, podría mitigar también el riesgo de que se produzca una creciente rivalidad económica entre una UE más unida y los Estados Unidos. En cualquier caso, el eventual éxito de la UE en su tarea de enterrar a los viejos antagonismos nacionales europeos junto a sus efectos perjudiciales, compensaría con creces cierta disminución del papel decisivo de los Estados Unidos como actual árbitro de Eurasia.
La ampliación de la OTAN y de la UE podría servir para revigorizar el propio sentimiento menguante de una vocación europeísta, consolidando al mismo tiempo, para beneficio de Estados Unidos y de Europa, las ganancias democráticas obtenidas gracias al fin exitoso de la guerra fría. En este esfuerzo está en juego nada menos que la relación a largo plazo con la propia Europa. Una nueva Europa todavía está en proceso de configuración, y si esa nueva Europa ha de seguir formando parte, desde el punto de vista geopolítico, del espacio «euroatlántico», la expansión de la OTAN es fundamental. Por la misma razón, un fracaso en la ampliación de la OTAN, ahora que hay un compromiso en ese sentido, terminaría con la idea de una Europa en expansión y desmoralizaría a los centroeuropeos. Incluso podría volver a encender las aspiraciones geopolíticas rusas sobre Europa Central, que en la actualidad duermen o que casi han desaparecido.
Sin lugar a dudas, el fracaso del esfuerzo liderado por los Estados Unidos para ampliar la OTAN podría volver a despertar unas ambiciones rusas aún mayores. Sin embargo, no es todavía evidente —y la historia registra justamente lo contrario— que las élites políticas rusas compartan los deseos de Europa de disfrutar de una poderosa y duradera presencia militar y política estadounidense. Por lo tanto, por más que impulsar una relación de creciente cooperación con Rusia sea evidentemente deseable, es importante que los Estados Unidos expresen con claridad sus prioridades globales. Si hay que elegir entre un sistema euroatlántico más extenso y una mejor relación con Rusia, lo primero debe situarse en una posición incomparablemente más alta en la escala de prioridades de los Estados Unidos.
Por esa razón, el arreglo al que se pueda llegar con Rusia sobre la cuestión de la ampliación de la OTAN no debería llevar a la transformación de Rusia en un miembro de facto y con capacidad decisional de la alianza, lo que diluiría el especial carácter euroatlántico de la OTAN relegando, al mismo tiempo, a los nuevos miembros a un estatus secundario. Ello permitiría a Rusia no sólo reemprender el esfuerzo de reconstruir su esfera de influencia en Europa Central sino también utilizar su presencia en la OTAN, valiéndose de cualquier desacuerdo entre los Estados Unidos y Europa para intentar reducir el papel de los Estados Unidos en los asuntos europeos.
También es fundamental que, a medida que los países de Europa Central entren en la OTAN, las nuevas garantías de seguridad que se le den a Rusia sobre la región sean verdaderamente recíprocas y por lo tanto mutuamente tranquilizadoras. Las restricciones al despliegue de tropas y de armas nucleares de la OTAN en el territorio de los nuevos miembros pueden ser un importante elemento en los intentos de calmar las legítimas inquietudes rusas, pero estas restricciones deberían combinarse con garantías simétricas rusas sobre la desmilitarización de la región de Kaliningrado, que constituye una amenaza potencial desde el punto de vista estratégico, y sobre la imposición de límites a los despliegues de tropas cerca de las fronteras de los futuros nuevos miembros de la OTAN y de la UE. Mientras que todos los vecinos occidentales de Rusia que se han independizado recientemente están deseosos de mantener una relación estable y cooperativa con Rusia, el hecho es que siguen temiéndole por razones históricas comprensibles. De ahí que el surgimiento de un arreglo equitativo entre la OTAN/UE y Rusia sería bien acogido por todos los europeos, que lo considerarían una señal de que Rusia está tomando por fin la esperada decisión postimperial en favor de Europa.
Esa opción podría preparar el terreno para emprender un mayor esfuerzo para mejorar el estatus y la autoestima de Rusia. La participación formal en el G-7, así como la mejora de la calidad de la maquinaria política de la OSCE (dentro de la cual podría crearse un comité especial de seguridad integrado por Rusia y por varios países europeos clave), crearían oportunidades para que Rusia asumiera un compromiso constructivo con respecto a la configuración de las dimensiones política y de seguridad de Europa. El proceso de dar contenido a una opción rusa en favor de Europa podría avanzar significativamente si se vinculara a la actual asistencia financiera a Rusia y al desarrollo de los proyectos mucho más ambiciosos que se proponen ligar a Rusia más estrechamente a Europa mediante nuevas redes de autopistas y de vías férreas.
El papel que Rusia desempeñe en Eurasia a largo plazo dependerá en gran medida en la decisión histórica que Rusia tiene que tomar, quizás ya en el transcurso de esta década, al respecto de su propia autodefinición. Aunque Europa y China aumenten sus respectivos radios de influencia a nivel regional, Rusia seguirá estando a cargo de la mayor parcela individual del mundo. Esta se extiende a través de diez husos horarios y su territorio es dos veces mayor que el de los Estados Unidos o que el de China, dejando atrás en ese sentido incluso a una Europa ampliada. Por lo tanto, la falta de territorio no es el problema central de Rusia. La cuestión es que la gran Rusia debe afrontar abiertamente —y sacar las necesarias conclusiones— el hecho de que tanto Europa como China ya son más poderosas que ella desde el punto de vista económico y que China amenaza también con dejarla atrás en la carrera de la modernización social.
En estas circunstancias, debería ser más evidente para la élite política rusa que la primera prioridad de Rusia es la de modernizarse, y no la de comprometerse en el fútil esfuerzo de recuperar su anterior estatus de potencia global. Dado el enorme tamaño y la diversidad del país, un sistema político descentralizado basado en el libre mercado haría más factible liberar el potencial creativo del pueblo ruso, así como los vastos recursos naturales del país. A su vez, una Rusia más descentralizada sería menos proclive a la movilización imperial. Una laxa confederación rusa —compuesta por una Rusia europea, una República Siberiana y una República del Lejano Oriente— podría cultivar con mayor facilidad unas relaciones económicas más estrechas con Europa, con los nuevos Estados de Asia Central y con el Oriente, lo que aceleraría el desarrollo de la propia Rusia. Cada una de las tres entidades confederadas sería también más capaz de explotar el potencial creativo local, sofocado durante siglos por la pesada mano de la burocracia de Moscú.
Habrá más posibilidades de que Rusia se pronuncie claramente en favor de la opción europea y en contra de la opción imperial si los Estados Unidos actúan según el segundo imperativo presente en su estrategia hacia Rusia: a saber, el reforzamiento del prevaleciente pluralismo geopolítico en el espacio postsoviético. Este reforzamiento servirá para evitar cualquier tentación imperial. Una Rusia postimperial y orientada hacia Europa debería considerar que los esfuerzos estadounidenses en esa dirección ayudan a consolidar la estabilidad regional y a reducir la posibilidad de que estallen conflictos a lo largo de sus nuevas y potencialmente inestables fronteras del sur. Pero la política de consolidar el pluralismo geopolítico no debería condicionarse a la existencia de unas buenas relaciones con Rusia. Esa política es más bien un importante seguro para el caso de que no se consiga desarrollar una buena relación, ya que crearía impedimentos para la reemergencia de una política imperial rusa verdaderamente amenazadora.
De ello se sigue que el apoyo político y económico a los cruciales Estados recientemente independizados debe ser una parte integral de una gran estrategia para Eurasia. La consolidación de una Ucrania soberana, que mientras tanto se redefina como un Estado centroeuropeo e inicie un proceso de mayor integración con Europa Central, es un elemento de importancia fundamental de esa política, como lo es también el impulso hacia una relación más estrecha con Estados estratégicamente pivotes como Azerbaiyán y Uzbekistán, así como el esfuerzo más general de conseguir que Asia Central (pese a los impedimentos de Rusia) se abra a la economía global.
La inversión internacional a gran escala en la región cada vez más accesible del Caspio-Asia Central no sólo ayudaría a consolidar la independencia de sus nuevos países sino que, a largo plazo, también resultaría beneficiosa para una Rusia postimperial y democrática. La explotación de los recursos energéticos y minerales de la región generaría prosperidad, impulsando un mayor sentido de estabilidad y de seguridad en la zona y quizás también reduciendo los riesgos de que estallaran conflictos de estilo balcánico. Los beneficios de un desarrollo regional acelerado basado en la inversión exterior alcanzarían también a las provincias rusas adyacentes, que tienden al subdesarrollo económico. Además, una vez que las nuevas élites gobernantes de la región se den cuenta de que Rusia acepta la integración de ésta en la economía global, se volverán menos temerosas de las consecuencias políticas de unas relaciones económicas más estrechas con Rusia. Así, con el tiempo, una Rusia no imperial podría ser aceptada como el socio económico preeminente de la región, aunque ya no más como el dirigente imperial.
Para promover la estabilidad y la independencia del sur del Cáucaso y de Asia Central, los Estados Unidos deben cuidarse de no enajenar a Turquía y deberían explorar la posibilidad de una mejoría en las relaciones con Irán. Una Turquía que se sienta excluida de la Europa en la que ha intentado participar se convertirá en una Turquía más islámica, más proclive a vetar la ampliación de la OTAN por resentimiento y menos proclive a cooperar con Occidente en la búsqueda de la estabilidad y de la integración de una Asia Central secular en la economía mundial.
Por consiguiente, los Estados Unidos deberían usar su influencia en Europa para presionar a favor de la futura admisión de Turquía en la UE y deberían esforzarse en tratar a Turquía como a un Estado europeo, siempre que la política interna turca no dé un giro importante en la dirección islamista. Las consultas regulares con Ankara sobre el futuro de la cuenca del mar Caspio y sobre Asia Central generarían en Turquía la sensación de pertenecer a una asociación estratégica con los Estados Unidos. Los Estados Unidos deberían apoyar también con firmeza las aspiraciones turcas de construir un oleoducto desde Bakú en Azerbaiyán hasta Ceyhan en la costa mediterránea turca, que se convertiría en una importante salida para los recursos energéticos de la cuenca del mar Caspio.
Además, a los Estados Unidos no les conviene perpetuar las hostilidades con Irán. Una eventual reconciliación debería basarse en el reconocimiento de intereses estratégicos mutuos en la estabilización del que actualmente es un medio regional muy volátil para Irán. Es cierto que esa reconciliación la deben buscar ambas partes y no debe ser un favor concedido por una a la otra. Un Irán fuerte, que aunque esté religiosamente motivado no sea fanáticamente antioccidental, es conveniente para los intereses de los Estados Unidos, e incluso la élite política iraní terminará reconociendo esa realidad. Mientras tanto, los intereses estadounidenses a largo plazo en Eurasia se verán mejor servidos si se abandonan las existentes objeciones estadounidenses a que Turquía e Irán emprendan una cooperación económica más estrecha, especialmente en la construcción de nuevos oleoductos, y también para construir otras vías de comunicación entre Irán, Azerbaiyán y Turkmenistán. La participación estadounidense a largo plazo en el financiamiento de esos proyectos convendría también, de hecho, a los intereses de los Estados Unidos[35].
El papel potencial de la India también debe ser subrayado, aunque actualmente la India sea un jugador relativamente pasivo en el escenario euroasiático. La India está siendo geopolíticamente contenida por la coalición de China y Paquistán, en tanto que una Rusia débil no puede ofrecerle el apoyo político que en un tiempo le proporcionaba la Unión Soviética. Sin embargo, la supervivencia de su democracia es importante en la medida en que refuta con más eficacia que volúmenes enteros de debate académico la idea de que los derechos humanos y la democracia son una manifestación occidental puramente local. La India demuestra que los antidemocráticos «valores asiáticos» propagados por distintos portavoces, desde Singapur hasta China, son simplemente antidemocráticos, pero no necesariamente característicos de Asia. Por la misma razón, el fracaso de la India sería un golpe para las perspectivas de democratización y eliminaría de la escena a una potencia que contribuye a un mayor equilibrio del escenario asiático, especialmente desde el ascenso de China a la preeminencia geopolítica. De esto se sigue que la progresiva participación de la India en las discusiones referentes a la estabilidad de la región, especialmente sobre el futuro de Asia Central, sería oportuna, así como también lo sería promocionar unas conexiones bilaterales más directas entre las comunidades de defensa estadounidense e india.
El pluralismo geopolítico en Eurasia en general no será ni posible ni estable sin una profundización de la relación estratégica entre los Estados Unidos y China. De ello se sigue que la política de comprometer a China en un diálogo estratégico serio, y finalmente quizás en un esfuerzo a tres bandas que también incluya a Japón, es el necesario primer paso para fomentar el interés chino por llegar a un acuerdo con los Estados Unidos que refleje los distintos intereses geopolíticos (especialmente en Asia del Noreste y en Asia Central) que los dos países, de hecho, tienen en común. También corresponde a los Estados Unidos eliminar toda incertidumbre con respecto al propio compromiso estadounidense con la política de una sola China, para que la cuestión de Taiwán no se envenene y empeore, especialmente tras la absorción de Hong Kong por parte de China. Por la misma razón, a China le conviene que esa absorción sea una demostración exitosa del principio de que incluso una Gran China puede tolerar y salvaguardar una creciente diversidad en su situación política interna.
Pese a que —como se argumentó antes en los capítulos 4 y 6— es poco probable que un intento chino-ruso-iraní de formar una coalición contra los Estados Unidos cuaje, más allá de unas ocasionales demostraciones tácticas, para los Estados Unidos es importante tratar con China sin empujar a Pekín en esa dirección. China sería el elemento central de esa alianza «antihegemónica». Sería el componente más fuerte, el más dinámico y por lo tanto el líder. Esa coalición sólo podría surgir en torno a una China descontenta, frustrada y hostil. Ni Rusia ni Irán disponen de los recursos suficientes como para convertirse en el imán central de una coalición semejante.
Resulta por lo tanto imperativo instrumentar un diálogo estratégico entre los Estados Unidos y China sobre las zonas que ambos países desean mantener libres del dominio de otros aspirantes a la hegemonía. Pero, para que pueda progresar, el diálogo debe ser sostenido y serio. Durante esos intercambios de opiniones se podría argumentar de manera más convincente sobre muchas cuestiones controvertidas relativas a Taiwán e incluso a los derechos humanos. No hay duda de que puede argumentarse de manera bastante creíble que la cuestión de la liberalización interna de China no es un asunto puramente chino, dado que sólo una China democrática y próspera tiene alguna posibilidad de atraer pacíficamente a Taiwán. Cualquier intento de llevar a cabo una reunificación por la fuerza no sólo amenazaría la supervivencia de la relación de China con los Estados Unidos sino que tendría, inevitablemente, consecuencias adversas para la capacidad de China de atraer capital extranjero y de desarrollarse de manera sostenida. Las propias aspiraciones de China a la preeminencia regional y al estatus global resultarían afectadas.
Aunque China está surgiendo como una potencia dominante a nivel regional, es difícil que se convierta en una potencia global en un futuro cercano (por razones desarrolladas en el capítulo 6) y los temores paranoicos con respecto a una potencia global china están alimentando sentimientos megalomaníacos en China que quizás también se estén convirtiendo en la fuente de una profecía autoejecutoria que podría dar lugar a un aumento de la hostilidad entre los Estados Unidos y China. Por consiguiente, China no debería ser ni contenida ni aplacada. Debería ser tratada con respeto en su calidad de mayor Estado en desarrollo del mundo y —al menos hasta ahora— bastante exitoso. Es factible que también su papel geopolítico crezca, no sólo en el Lejano Oriente sino también en Eurasia en general. De ahí que sería apropiado incluir a China en la cumbre anual de los principales países del mundo, el G-7, sobre todo porque la inclusión de Rusia ha ampliado la temática de las cumbres —antes centradas en cuestiones económicas— a cuestiones políticas.
En la medida en que China se integre más en el sistema mundial y pierda con ello capacidad y voluntad de explotar su primacía regional de una manera políticamente obtusa, irá surgiendo posiblemente una esfera de deferencia china de fado en zonas de interés histórico para China que formará parte de la emergente estructura euroasiática de arreglos políticos. La participación o no de una Corea unida en esa esfera de deferencia depende mucho del grado que alcance la reconciliación entre Japón y Corea (que los Estados Unidos deberían promover más activamente) pero, en cualquier caso, es poco probable que se produzca una reunificación de Corea sin el consentimiento de China.
Es inevitable que, en algún momento, una Gran China presione para que se resuelva la cuestión de Taiwán, pero la participación de China en una red cada vez más vinculante de lazos económicos y políticos puede también impactar positivamente en la naturaleza de la política interna china. Si la absorción de Hong Kong no acaba por ser represiva, la fórmula de Deng para Taiwán de «un país, dos sistemas» podrá redefinirse como «un país, varios sistemas». Ello podría hacer que la reunificación resultara más aceptable para las partes implicadas, lo que refuerza más el argumento de que la reagrupación de China no es factible sin una evolución política de la propia China.
En cualquier caso, por razones tanto históricas como geopolíticas, China debería considerar que los Estados Unidos son su aliado natural. A diferencia de Japón o de Rusia, los Estados Unidos nunca han tenido ambiciones territoriales con respecto a China y, a diferencia de Gran Bretaña, nunca han humillado a China. Además, sin un consenso estratégico viable con los Estados Unidos, no es fácil que China consiga atraer la inversión exterior masiva que le es tan necesaria para su crecimiento económico y, por lo tanto, también para alcanzar la preeminencia regional. Por la misma razón, sin un acuerdo estratégico entre los Estados Unidos y China que suponga un ancla oriental para la presencia estadounidense en Eurasia, los Estados Unidos carecerán de geoestrategia para Asia continental; y sin una geoestrategia para Asia continental, los Estados Unidos carecerán de una geoestrategia para Eurasia. Por lo tanto, para los Estados Unidos el poder regional de una China cooptada hacia un marco más extenso de cooperación internacional puede ser un logro geoestratégico de importancia vital —tan importante como Europa y más que Japón— para asegurar la estabilidad de Eurasia.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en Europa, en la parte oriental del continente no surgirá pronto una cabeza de puente democrática. Ello otorga más importancia a los intentos estadounidenses de cultivar una relación estratégica cada vez más profunda con China basada en el reconocimiento, sin ambigüedades, de que un Japón democrático y económicamente exitoso es el principal socio de los Estados Unidos en el Pacífico y un aliado global clave. Aunque Japón no tiene posibilidades de convertirse en una potencia regionalmente dominante en Asia, dada la fuerte aversión que suscita en la región, sí puede convertirse en una potencia internacional de primer orden. Tokio puede desarrollar un papel influyente a nivel global cooperando estrechamente con los Estados Unidos en la que podría llamarse la nueva agenda de intereses globales, absteniéndose al mismo tiempo de intentar convertirse en una potencia regional, intento que resultaría fútil y potencialmente contraproducente. Los Estados Unidos demostrarían tener habilidad política si consiguieran, por lo tanto, empujar a Japón hacia esa dirección. Un acuerdo de libre comercio entre los Estados Unidos y Japón que creara un espacio económico común fortificaría ese vínculo y promovería esa meta, por lo que su utilidad debería ser examinada conjuntamente por ambas partes.
A través de una relación política más estrecha con Japón, los Estados Unidos podrán adaptarse con mayores garantías a las aspiraciones regionales de China, oponiéndose al mismo tiempo a las manifestaciones más arbitrarias de éstas. Sólo sobre esta base podrá conseguirse llegar a un complejo arreglo a tres bandas que tenga en cuenta el poder global de los Estados Unidos, la preeminencia regional de China y el liderazgo internacional de Japón. Sin embargo, ese amplio arreglo geoestratégico podría ser socavado por la insensata expansión de la cooperación militar entre los Estados Unidos y Japón. El papel central de Japón no debería ser el del portaaviones insumergible de los Estados Unidos en el Lejano Oriente, ni el de principal socio militar asiático de los Estados Unidos, ni el de potencia regional asiática. Los intentos mal orientados de promover cualquiera de los anteriores papeles llevarían a la salida de los Estados Unidos del continente asiático, contaminarían las perspectivas de alcanzar un consenso estratégico con China y frustrarían, por lo tanto, las posibilidades de que los Estados Unidos consolidaran un pluralismo geopolítico estable en toda Eurasia.
UN SISTEMA DE SEGURIDAD TRANSEUROASIÁTICO
La estabilidad de un pluralismo geopolítico de Eurasia que impida la aparición de una única potencia dominante se vería reforzada con el eventual surgimiento, quizás en los primeros años del próximo siglo, de un Sistema de Seguridad Transasiático (SSTA). En este acuerdo de seguridad transcontinental deberían participar una OTAN ampliada —vinculada a Rusia mediante un acuerdo de cooperación—, China y también Japón (que seguiría vinculado a los Estados Unidos mediante el tratado bilateral de seguridad). Pero para llegar a eso, la OTAN debe, en primer lugar, ampliarse, llevando al mismo a Rusia a participar en un marco regional de cooperación en materia de seguridad más amplio. Además, estadounidenses y japoneses deben consultarse y colaborar estrechamente para poner en práctica un diálogo triangular en materia política y de seguridad en el Lejano Oriente en el que participe China. Las conversaciones sobre seguridad a tres bandas entre los Estados Unidos, Japón y China podrían ampliarse posteriormente a otros participantes asiáticos y más adelante conducir a un diálogo entre estos tres países y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. A su vez, ese diálogo prepararía el terreno para que se celebraran diversas conferencias internacionales en todos los Estados europeos y asiáticos, con lo que comenzaría el proceso de institucionalización de un sistema de seguridad transcontinental.
Con el tiempo empezaría a tomar forma una estructura más formal que desembocaría en el surgimiento de un Sistema de Seguridad Transeurasiático que, por primera vez, se extendería por todo el continente. La configuración de ese sistema —la tarea de definir su contenido y la de institucionalizarlo— podría ser la mayor iniciativa arquitectónica de la próxima década, una vez que las políticas indicadas antes hubieran creado las precondiciones necesarias. Ese amplio marco de seguridad transcontinental podría también incluir una comisión de seguridad permanente, compuesta de las principales entidades euroasiáticas, lo que incrementaría la capacidad del SSTE de promover una cooperación efectiva en cuestiones de importancia extrema para la estabilidad global. Los Estados Unidos, Europa, China, Japón, una Rusia confederada y la India, así como quizás también algunos otros países, podrían convertirse juntos en el núcleo de ese sistema transcontinental más estructurado. La constitución del SSTE podría aliviar gradualmente a los Estados Unidos de algunas de sus cargas, por más que perpetuara su papel decisivo como estabilizador y árbitro de Eurasia.
MÁS ALLÁ DE LA ÚLTIMA SUPERPOTENCIA GLOBAL
A largo plazo, las políticas globales tenderán a ser cada vez más incompatibles con la concentración de poder hegemónico en manos de un único Estado. De ahí que los Estados Unidos no sólo son la primera y la única verdadera superpotencia global sino que, probablemente, serán también la última.
Esto es así no sólo porque los Estados-nación están volviéndose poco a poco cada vez más permeables, sino también porque el conocimiento como poder es cada vez más difuso, más compartido y menos limitado por las fronteras nacionales. Es probable que también el poder económico se vuelva más disperso. En los próximos años, ninguna única potencia tiene posibilidades de llegar al nivel de alrededor del 30% del PIB mundial que los Estados Unidos mantuvieron a lo largo de gran parte de este siglo, por no mencionar el 50% que llegaron a alcanzar en 1945. Algunas estimaciones sugieren que para el fin de esta década los Estados Unidos serán aún responsables de alrededor del 20% del PIB mundial, que quizás se reduciría al 10-15% hacia 2020, a medida que otras potencias —Europa, China, Japón— aumenten su participación relativa hasta alcanzar más o menos el nivel estadounidense. Pero es improbable que vuelva a darse la preponderancia económica global de una única entidad, del tipo de la que los Estados Unidos alcanzaron en el transcurso de este siglo, y ello tiene unas obvias implicaciones de largo alcance en los terrenos militar y político.
Además, el propio carácter multinacional y excepcional de la sociedad estadounidense ha facilitado a los Estados Unidos la tarea de universalizar su hegemonía sin presentarla como una hegemonía estrictamente nacional. Así, por ejemplo, un intento por parte de China de alcanzar la primacía global sería percibido inevitablemente por los demás como un intento de imponer la hegemonía nacional china. Para expresarlo sencillamente, cualquiera puede convertirse en estadounidense, pero sólo un chino puede ser chino, lo que supone un obstáculo adicional importante para los intentos de establecer una hegemonía global esencialmente nacional.
Por consiguiente, una vez que el liderazgo estadounidense empiece a declinar, es improbable que algún Estado individual pueda ostentar la actual preeminencia global estadounidense. Así, pues, la pregunta clave que habrá que plantearse es la siguiente: «¿Qué legado durable de su primacía dejarán los Estados Unidos al mundo?».
La respuesta depende, en parte, del tiempo que esa primacía dure y de cuán enérgicamente los Estados Unidos establezcan un marco de asociaciones de poder fundamentales que con el tiempo pueda institucionalizarse más formalmente. De hecho, la ventana de oportunidad histórica para la explotación constructiva por parte de los Estados Unidos de su poder global podría resultar ser relativamente breve, por razones tanto internas como externas. Nunca antes una democracia genuinamente populista había alcanzado la supremacía internacional. La persecución del poder, y especialmente los costes económicos y el sacrificio humano que el ejercicio de ese poder requieren, a menudo resulta incompatible con los instintos democráticos. La democracia es contraria a la movilización imperial.
Desde luego, puede que la gran incertidumbre con respecto al futuro sea la de si los Estados Unidos podrían convertirse en la primera superpotencia que no pudiera o que no estuviera dispuesta a ejercer su poder. ¿Podrían convertirse en una potencia global impotente? Las encuestas de opinión indican que sólo una pequeña minoría (13%) de estadounidenses está de acuerdo con la proposición de que «como la única superpotencia restante, los Estados Unidos deberían seguir siendo el principal líder mundial en la resolución de los problemas internacionales». Una abrumadora mayoría (74%) prefiere que los Estados Unidos «participen, en la medida que les corresponda, en la resolución de los problemas internacionales junto a otros países»[36].
Además, a medida que los Estados Unidos se vayan convirtiendo en una sociedad cada vez más multicultural, puede que la tarea de forjar un consenso en temas de política exterior resulte más difícil, excepto en caso de una amenaza externa directa verdaderamente generalizada y mayoritariamente considerada como tal. Tal consenso existió, en términos generales, durante la Segunda Guerra Mundial e incluso durante la guerra fría. Estaba basado, sin embargo, no sólo en valores democráticos profundamente compartidos que la opinión pública percibía como amenazados, sino también en una afinidad cultural y étnica con las víctimas, predominantemente europeas, de los totalitarismos hostiles.
A falta de una amenaza exterior comparable, la sociedad estadounidense tendrá muchas más dificultades para llegar a un acuerdo sobre aquellas políticas exteriores que no puedan relacionarse directamente con creencias fundamentales y afinidades étnico-culturales muy extendidas y que exijan, sin embargo, un compromiso imperial durable y a veces costoso. Es probable que puedan resultar políticamente más atractivas unas concepciones extremadamente divergentes sobre la implicaciones de la histórica victoria estadounidense en la guerra fría: por un lado, la idea de que el fin de la guerra fría justifica una significativa reducción del compromiso global estadounidense, sin importar las consecuencias que ello tenga para la posición estadounidense en el mundo; y por otro, la percepción de que ha llegado el momento de establecer un multilateralismo internacional genuino, al que los Estados Unidos deberían, incluso, ceder algo de su soberanía. Ambos extremos cuentan con las lealtades de sectores fieles del electorado.
En términos más generales, el cambio cultural en los Estados Unidos puede resultar también incompatible con el ejercicio sostenido de un poder imperial genuino en el exterior. Este ejercicio requiere un alto grado de motivación doctrinal, compromiso intelectual y gratificación patriótica. Sin embargo, la cultura dominante del país se ha concentrado cada vez más en las distracciones de masas y está muy dominado por temas hedonistas a nivel personal y escapistas a nivel social. El efecto acumulativo de ello ha sido el aumento cada vez mayor de la dificultad para movilizar el necesario consenso político en favor de un liderazgo sostenido, y a veces también costoso, de los Estados Unidos en el exterior. Los medios de comunicación de masas han desempeñado un papel particularmente importante en ese sentido, creando un fuerte rechazo contra todo uso selectivo de la fuerza que suponga bajas, incluso a niveles mínimos.
Además, tanto los Estados Unidos como Europa Occidental han experimentado dificultades para enfrentarse a las consecuencias culturales del hedonismo social y del crucial declive de la centralidad de los valores sociales basados en la religión. (Los paralelismos con el declive de los sistemas imperiales resumidos en el capítulo 1 son notables en ese sentido). La resultante crisis cultural se ha sumado al aumento del uso de las drogas y, especialmente en los Estados Unidos, está vinculada con la cuestión racial. Por último, la tasa de crecimiento económico no podrá seguir manteniéndose a la altura de las crecientes expectativas materiales, con el estímulo que da a estas últimas una cultura que otorga un gran valor al consumo. No es exagerado afirmar que en los sectores más cultivados de la sociedad occidental es cada vez más palpable la presencia de un sentimiento de ansiedad histórica, incluso de pesimismo.
Hace casi un siglo, un notable historiador, Hans Kohn, observando la experiencia trágica de las dos guerras mundiales y las consecuencias debilitadoras del desafío totalitarista, expresó su preocupación de que Occidente quedase «cansado y exhausto». En particular, afirmaba que:
el hombre del siglo XX se ha vuelto menos seguro de sí mismo que su antecesor del siglo XIX. Ha experimentado en carne propia los oscuros poderes de la historia. Cosas que parecían pertenecer al pasado han vuelto a aparecer: fanatismo religioso, líderes infalibles, esclavitud y masacres, el desarraigo de poblaciones enteras, crueldad y barbarie[37].
La falta de confianza se ha intensificado debido a la desilusión generalizada con las consecuencias del fin de la guerra fría. En lugar de un «nuevo orden mundial» basado en el consenso y en la armonía, las «cosas que parecían pertenecer al pasado» se han convertido, de repente, en el futuro. Si bien puede que los conflictos étnico-nacionales ya no planteen el riesgo de una guerra central, sí constituyen una amenaza para la paz en partes significativas del planeta. Así, pues, por el momento no parece que la guerra vaya a convertirse en algo obsoleto. Dado que las naciones más favorecidas se ven limitadas por su alta capacidad tecnológica de autodestrucción, así como por su propio interés, puede que la guerra se haya convertido en un lujo que sólo los pueblos pobres de este mundo pueden permitirse. En el futuro previsible, los empobrecidos dos tercios de la humanidad podrían no sentirse obligados a actuar según las restricciones impuestas por los privilegiados.
También es notorio que en los conflictos y actos de terrorismo internacionales, hasta ahora, sorprendentemente, no se ha hecho uso de armas de destrucción masiva. Es imposible predecir hasta cuándo esa autocontención durará, pero la cada vez mayor disponibilidad —no sólo para los Estados sino también para los grupos organizados— de los medios necesarios para causar bajas masivas —mediante el uso de armas nucleares o bacteriológicas— incrementa también, inevitablemente, las probabilidades de que se usen.
En pocas palabras, los Estados Unidos, como principal potencia del mundo, se enfrentan a una estrecha ventana de oportunidad histórica. El actual momento de relativa paz global podría durar poco. Esta posibilidad demuestra la necesidad urgente de que la actuación de los Estados Unidos en el mundo se centre en el intento de aumentar la estabilidad geopolítica internacional y en el de hacer revivir un sentimiento de optimismo histórico en Occidente. Este optimismo requiere una capacidad demostrada de hacer frente, al mismo tiempo, a amenazas sociales internas y a amenazas geopolíticas externas.
Sin embargo, el reavivamiento del optimismo occidental y la universalización de los valores occidentales no dependen exclusivamente de los Estados Unidos y de Europa. Japón y la India demuestran que el concepto de derechos humanos y la centralidad del experimento democrático pueden ser también válidos en los escenarios asiáticos, tanto en países altamente desarrollados como en aquellos que aún se están desarrollando. El continuado éxito democrático de Japón y de la India es, por lo tanto, de una enorme importancia para mantener la confianza con respecto a la futura configuración política del planeta. Efectivamente, la experiencia de estos países, así como la de Corea del Sur y la de Taiwán, sugiere que el continuado crecimiento económico de China, acompañado de presiones desde el exterior que persigan un cambio a través de una mayor participación internacional, podría quizás llevar también a la democratización progresiva del sistema chino.
La de enfrentarse a esos retos es una carga, así como una responsabilidad única, que los Estados Unidos deben asumir. Dada la realidad de la democracia estadounidense, una respuesta efectiva exigirá hacer comprender a la opinión pública la continuada importancia del poder estadounidense en la configuración de un marco más extenso de cooperación geopolítica estable, un marco que evite la anarquía global y que consiga aplazar el surgimiento de una nueva potencia desafiante. Esas dos metas —evitar la anarquía global e impedir el surgimiento de una potencia rival— son inseparables de la definición a largo plazo de los objetivos del compromiso global estadounidense, a saber, los de forjar un marco durable de cooperación geopolítica global.
Desgraciadamente, los intentos que se han hecho hasta la fecha de explicitar un nuevo objetivo fundamental y de alcance mundial para los Estados Unidos tras el fin de la guerra fría han sido unidimensionales. No han conseguido vincular la necesidad de mejorar la condición humana con el imperativo de preservar la centralidad del poder estadounidense en los asuntos mundiales. Es posible identificar varios ejemplos de intentos recientes. Durante los primeros dos años de la administración Clinton, la defensa de un «multilateralismo activo» no tuvo suficientemente en cuenta las realidades básicas del poder contemporáneo. Más tarde, el énfasis alternativo que se puso en la idea de que los Estados Unidos debían centrarse en la «ampliación democrática» global no tuvo en cuenta adecuadamente la continuada importancia que tiene para los Estados Unidos el poder mantener la estabilidad global y también la posibilidad de promover algunas relaciones de poder oportunas (aunque, lamentablemente, no «democráticas»), como, por ejemplo, con China.
En lo que respecta a la prioridad fundamental de los Estados Unidos, los llamamientos más concretos en ese sentido han sido aún menos satisfactorios, como los que se concentraron en la eliminación de la injusticia prevaleciente en la distribución global de los ingresos globales, en el establecimiento de una «asociación estratégica madura» con Rusia o en la limitación de la proliferación de armamento. Otras alternativas —la de que los Estados Unidos deberían concentrarse en salvaguardar el medio ambiente, o la más concreta de que deberían combatir las guerras locales— también han tendido a ignorar las realidades fundamentales del poder global. El resultado ha sido que ninguna de las formulaciones anteriores se ha referido a la necesidad de crear una mínima estabilidad geopolítica global como la base esencial tanto para mantener la hegemonía estadounidense y para evitar con eficacia la anarquía internacional.
En pocas palabras, la meta política de los Estados Unidos debe ser necesariamente doble: la de perpetuar la propia posición dominante de los Estados Unidos durante al menos una generación —y preferiblemente durante más tiempo aún— y la de crear un marco geopolítico capaz de absorber los choques y las presiones inherentes al cambio sociopolítico, avanzando al mismo tiempo en la constitución de un núcleo geopolítico de responsabilidad compartida encargado de la gestión pacífica del planeta. Una cooperación cada vez más extendida durante una etapa prolongada con algunos socios euroasiáticos clave, estimulados por los Estados Unidos y sometidos a su arbitraje, también puede contribuir a crear las precondiciones para la renovación de las cada vez más anticuadas estructuras de la ONU existentes. Podrá así procederse a efectuar una nueva distribución de responsabilidades y privilegios para la que se tengan en cuenta los cambios que se han producido en la distribución del poder global, que difiere de una manera tan drástica de la de 1945.
Estos esfuerzos tendrán la ventaja histórica añadida de beneficiarse de la nueva red de vínculos globales que está creciendo en términos exponenciales fuera del sistema de Estados-naciones más tradicional. Esa red —tejida por empresas multinacionales, ONG (organizaciones no gubernamentales, muchas de ellas de carácter transnacional) y comunidades científicas y reforzada por Internet— ya está creando un sistema global informal que es inherentemente compatible con la cooperación global más institucionalizada e inclusiva.
Así, pues, en el curso de las próximas décadas podría surgir una estructura efectiva de cooperación global basada en las realidades geopolíticas que pasaría gradualmente a ostentar el cetro del actual «príncipe regente», que por el momento está cargando con el peso de la responsabilidad de asegurar la estabilidad y la paz mundiales. El éxito geoestratégico de esa causa representaría un legado adecuado de los Estados Unidos en su papel de primera, única y verdadera superpotencia global.