Capítulo 4
EL AGUJERO NEGRO
La desintegración, a fines de 1991, del que en términos territoriales era el mayor Estado del mundo, creó un «agujero negro» en el mismo centro de Eurasia. Fue como si el heartland de los geopolíticos hubiera desaparecido de pronto del mapa global.
Esa nueva y sorprendente situación geopolítica constituye un gran reto para los Estados Unidos. Es evidente que la tarea inmediata consiste en reducir las probabilidades de anarquía política o de regresión a una dictadura hostil en un Estado deshecho pero que sigue estando en posesión de un poderoso arsenal nuclear. La tarea a largo plazo está aún por hacer y consiste en cómo impulsar la transformación democrática y la recuperación económica de Rusia impidiendo, al mismo tiempo, el resurgimiento de un imperio euroasiático que pueda obstruir la meta geoestratégica estadounidense de configurar un sistema euroatlántico más extenso y al que Rusia pueda estar vinculada de manera estable y segura.
LA NUEVA SITUACIÓN GEOPOLÍTICA DE RUSIA
El colapso de la Unión Soviética fue la etapa final de la progresiva fragmentación del vasto bloque comunista sino-soviético, que durante un breve período de tiempo alcanzó, y en algunos terrenos incluso superó, la extensión del reino de Gengis Kan. Pero el más moderno bloque transcontinental euroasiático duró muy poco. Muy pronto, la defección de la Yugoslavia de Tito y la insubordinación de la China de Mao demostraron la vulnerabilidad del campo comunista a las aspiraciones nacionalistas, que resultaron ser más fuertes que los vínculos ideológicos. El bloque sino-soviético duró apenas diez años; la Unión Soviética unos setenta.
Sin embargo, incluso más significativa desde el punto de vista geopolítico fue la destrucción del centenario gran Imperio Ruso dominado por Moscú. La desintegración de ese Imperio fue acelerada por el fracaso general socioeconómico y político del sistema soviético, aunque gran parte de su malestar fue ocultado casi hasta el fin por su secretismo y su autoaislamiento sistemáticos. De ahí que el mundo asistiera perplejo a la aparentemente repentina autodestrucción de la Unión Soviética. En el transcurso de dos breves semanas de diciembre de 1991, los jefes de las repúblicas rusa, ucraniana y bielorrusa declararon primero —de manera desafiante— la disolución de la Unión Soviética y luego su reemplazo formal por una entidad más difusa —llamada Comunidad de Estados Independientes (CIS)— que incluía a todas las repúblicas soviéticas excepto las bálticas; entonces se produjo la renuncia reticente de la presidencia soviética y la bandera de la URSS descendió por última vez de la torre del Kremlin. Finalmente, la Federación Rusa —que actualmente es un Estado-nación predominantemente ruso de 150 millones de habitantes— surgió como el sucesor de fado de la antigua Unión Soviética, al tiempo que las demás repúblicas —en las que viven otros 150 millones de personas— reafirmaron en diversos grados su soberanía independiente.
El colapso de la Unión Soviética produjo una confusión geopolítica de dimensiones monumentales. En el transcurso de apenas quince días, el pueblo ruso —que, en términos generales, era menos consciente que el mundo exterior de la proximidad de la desintegración de la Unión Soviética— descubrió de pronto que había dejado de ser el amo de un imperio transcontinental y que las fronteras de Rusia habían retrocedido en el Cáucaso hasta su posición de principios del siglo XIX, en Asia Central a la de mediados del siglo XIX y —lo que resultaba mucho peor y más doloroso— en el oeste a la de alrededor de 1600, poco después del reinado de Iván el Terrible. La pérdida del Cáucaso reavivó viejos temores estratégicos sobre el resurgimiento de la influencia turca; la pérdida de Asia Central produjo un sentimiento de carencia con respecto a los enormes recursos energéticos y minerales de la región, así como cierta ansiedad sobre la potencial amenaza islámica; y la independencia de Ucrania desafió la propia esencia de las pretensiones de Rusia, que se consideraba abanderada, por designación divina, de la identidad paneslava común.
El espacio en el que durante varios siglos estuvo instalado el imperio de los zares y durante tres cuartos de siglo una Unión Soviética dominada por Rusia pasó a ser ocupado por una docena de Estados que, en su mayoría (excepto Rusia), estaban muy poco preparados para asumir una soberanía genuina y cuyo tamaño iba desde el de la relativamente extensa Ucrania, con sus 52 millones de habitantes, hasta Armenia, con 3.5 millones. La viabilidad de estos Estados era incierta, en tanto que la voluntad de Moscú de acomodarse de manera permanente a la nueva realidad era igualmente impredecible. El choque histórico que sufrieron los rusos fue aún mayor por el hecho de que unos 20 millones de rusohablantes pasaron a ser habitantes de Estados extranjeros, políticamente dominados por unas élites cada vez más nacionalistas y decididas a afirmar sus propias identidades tras décadas de rusificación más o menos coercitiva.
El colapso del Imperio Ruso creó un vacío de poder en el propio centro de Eurasia. La debilidad y la confusión no era sólo la de los Estados recientemente independizados, sino que, en la propia Rusia, el levantamiento produjo una crisis sistémica generalizada, acentuada por el intento simultáneo de acabar con el viejo modelo socioeconómico soviético. El trauma nacional empeoró con la intervención militar rusa en Tayikistán, impulsada por los temores de que se produjera una toma de poder musulmana de ese Estado recientemente independizado, y aumentó mucho con la trágica, brutal y altamente costosa —en términos políticos y económicos— intervención en Chechenia. Lo más doloroso de todo fue que el estatus internacional de Rusia quedó significativamente degradado, con lo que una de las dos superpotencias del mundo pasó a ser considerada por muchos como poco más que un poder regional tercermundista, aunque todavía en posesión de un importante (pero cada vez más anticuado) arsenal nuclear.
El vacío geopolítico aumentó debido a la escala de la crisis social de Rusia. El gobierno comunista de tres cuartos de siglo había infligido un daño físico sin precedentes al pueblo ruso. Un porcentaje muy alto de sus individuos más dotados y emprendedores fueron asesinados o perecieron en el gulag en cifras que se cuentan por millones. Además, durante este siglo el país también sufrió los estragos de la Primera Guerra Mundial, las matanzas de una prolongada guerra civil y las atrocidades y privaciones de la Segunda Guerra Mundial. El régimen comunista gobernante impuso una sofocante ortodoxia doctrinaria, al tiempo que aisló al país del resto del mundo. Sus políticas económicas fueron totalmente indiferentes a las preocupaciones ecológicas, por lo que tanto el medio ambiente como la salud del pueblo sufrieron mucho. De acuerdo con las estadísticas rusas oficiales, a mediados de los noventa sólo un 40% de los recién nacidos llegaban sanos al mundo, mientras que alrededor de una quinta parte de los escolares de primer curso sufrían de alguna forma de retraso mental. La longevidad masculina había descendido a 57.3 años, y la cifra de muertes superaba a la de nacimientos. La salud social de Rusia era, de hecho, la típica de un país tercermundista medio.
Los horrores y tribulaciones que sufrió el pueblo ruso en el transcurso de este siglo son inenarrables. Prácticamente ninguna familia rusa ha tenido la oportunidad de vivir una existencia civilizada normal. Considérense las implicaciones sociales de la siguiente secuencia de acontecimientos:
- la guerra ruso-japonesa de 1905, que terminó con una humillante derrota rusa;
- la primera revolución «proletaria» de 1905, que produjo una violencia urbana a gran escala;
- la Primera Guerra Mundial de 1914-1917, con sus millones de heridos y su impresionante desarticulación económica;
- la guerra civil de 1918-1921, que otra vez consumió varios millones de vidas y que devastó el territorio;
- la guerra ruso-polaca de 1919-1920, que terminó en derrota para Rusia;
- el establecimiento del gulag a principios de los años veinte, que diezmó a la élite prerrevolucionaria y produjo su abandono a gran escala de Rusia;
- la industrialización y la colectivización de principios y mediados de los años treinta, que produjeron hambrunas masivas y millones de muertes en Ucrania y en Kazajistán;
- las grandes purgas y el terror de mediados y fines de los años treinta, con millones de personas encarceladas en campos de trabajo, más de un millón de fusilados y varios millones de muertos por malos tratos;
- la Segunda Guerra Mundial de 1941-1945, que produjo millones de víctimas militares y civiles y una gran devastación económica;
- la reimposición del terror estalinista a fines de 1940, que incluyó otra vez arrestos a gran escala y ejecuciones frecuentes;
- la carrera de armamentos de cuarenta años con los Estados Unidos, que duró desde fines de los años cuarenta hasta finales de los ochenta, con sus efectos de empobrecimiento social;
- los esfuerzos económicamente agotadores para proyectar el poder soviético en el Caribe, en el Oriente Medio y en África durante la década de los setenta y de los ochenta;
- la debilitadora guerra de Afganistán de 1979 a 1989;
- la repentina desintegración de la Unión Soviética, seguida de desórdenes civiles, de una dolorosa crisis económica y de la sangrienta y humillante guerra contra Chechenia.
Además de la angustiosa inquietud, especialmente para la élite política rusa, causada por la crisis interna rusa y la pérdida de estatus internacional, también la situación geopolítica rusa resultó negativamente afectada. En el oeste, como consecuencia de la desintegración de la Unión Soviética, las fronteras rusas resultaron alteradas de una manera muy dolorosa, y la esfera de influencia política rusa se redujo significativamente (véase el mapa de la página 94). Los Estados bálticos habían sido controlados por Rusia desde el siglo XVIII, y la pérdida de los puertos de Riga y de Talin hizo que el acceso ruso al mar Báltico quedara más limitado y sujeto a las heladas invernales. Aunque Moscú logró mantener una posición políticamente dominante en Bielorrusia —independiente desde el punto de vista formal pero muy rusificada—, no era nada seguro que el contagio nacionalista no ganara el combate también allí. Y más allá de las fronteras de la ex Unión Soviética, el colapso del Pacto de Varsovia hizo que los ex Estados satélites de Europa Central, principalmente Polonia, estuvieran pronto gravitando en torno a la OTAN y a la Unión Europea.
Lo más problemático de todo fue la pérdida de Ucrania. La aparición de un Estado ucraniano independiente no sólo obligó a todos los rusos a replantearse la naturaleza de su propia identidad política y étnica sino que representó un revés geopolítico vital para el Estado ruso. El repudio de más de 300 años de historia imperial rusa significó la pérdida de una economía industrial y agrícola potencialmente rica y de 52 millones de personas lo suficientemente cercanas a los rusos desde el punto de vista étnico y religioso como para hacer de Rusia un verdadero Estado imperial, grande y seguro de sí mismo. La independencia de Ucrania privó también a Rusia de su posición dominante en el mar Negro, en el que Odesa había sido la principal puerta de acceso para Rusia al comercio con el Mediterráneo y con el mundo situado más allá de él.
La pérdida de Ucrania fue muy grave desde el punto de vista geopolítico, ya que limitó drásticamente las opciones geoestratégicas de Rusia. Incluso sin los Estados bálticos y sin Polonia, una Rusia con Ucrania bajo control todavía podía aspirar al liderazgo de un activo imperio euroasiático en el que Moscú dominara a los no eslavos en el sur y en el sureste de la ex Unión Soviética. Pero sin Ucrania y sin sus 52 millones de primos eslavos, cualquier intento de Moscú de reconstruir el imperio ruso dejaría, con toda seguridad, a Rusia enredada, en solitario, en interminables conflictos con los pueblos no eslavos, que tenían nuevas inquietudes nacionales y religiosas. La guerra con Chechenia fue quizás el primero de esos casos. Además, dado el declive de la tasa de nacimientos rusa y la tasa de nacimientos explosiva de los centroasiáticos, una nueva entidad euroasiática basada exclusivamente en el poder ruso, sin Ucrania, se volvería inevitablemente menos europea y más asiática con cada año que transcurriera.
La pérdida de Ucrania no sólo fue fundamental desde el punto de vista geopolítico sino que también fue geopolíticamente catalítica. Las actuaciones de Ucrania —la declaración de la independencia de Ucrania en diciembre de 1991, su insistencia, durante las importantes negociaciones en Bela Vezha, en que la Unión Soviética fuera reemplazada por una más laxa Comunidad de Estados Independientes, y especialmente la repentina imposición del mando ucraniano sobre las unidades del ejército soviético estacionadas en suelo ucraniano— impidieron que la CEI fuera apenas una URSS más confederal con un nuevo nombre. La autodeterminación política ucraniana dejó estupefacta a Moscú y constituyó un ejemplo que las demás repúblicas soviéticas siguieron, aunque en principio más tímidamente.
La pérdida de la posición dominante de Rusia en el mar Báltico se repitió en el mar Negro no sólo debido a la independencia de Ucrania sino también porque los Estados caucásicos recientemente independizados —Georgia, Armenia y Azerbaiyán— incrementaron las oportunidades de Turquía de restablecer su perdida influencia en la región. Antes de 1991, el mar Negro era el punto de partida para la proyección del poder naval ruso hacia el Mediterráneo. A mediados de los noventa, Rusia sólo mantenía una pequeña franja costera en el mar Negro y tenía un contencioso sin resolver con Ucrania sobre los derechos de estacionamiento en Crimea de los restos de la flota soviética de ese mar, al tiempo que observaba, con una evidente irritación, las maniobras conjuntas navales y de desembarque OTAN-Ucrania y el creciente papel de Turquía en la región del mar Negro. Rusia sospechaba también que Turquía había proporcionado una efectiva ayuda a la resistencia chechena.
Más hacia el sudeste, la agitación geopolítica produjo un cambio igualmente significativo en el estatus de la cuenca del mar Caspio y, en general, de Asia Central. Antes del colapso de la Unión Soviética, el mar Caspio era, en efecto, un lago ruso, con un pequeño sector al sur que caía dentro del perímetro iraní. Con la emergencia de un Azerbaiyán independiente y muy nacionalista —reforzado por la llegada de ansiosos inversores petrolíferos occidentales— y de unos igualmente independientes Kazajistán y Turkmenistán, Rusia pasó a ser tan sólo uno más de los cinco aspirantes a hacerse con las riquezas de la cuenca del mar Caspio. Ya no pudo confiar en que podría disponer para sí de esos recursos.
El surgimiento de los Estados independientes de Asia Central hizo retroceder a la frontera sudoriental rusa más de quinientos kilómetros hacia el norte en algunos puntos. Los nuevos Estados pasaron a controlar unos vastos depósitos minerales y energéticos, susceptibles de atraer intereses extranjeros. Era casi inevitable que no sólo las élites sino que, en poco tiempo, también los pueblos de esos Estados se volvieran más nacionalistas y quizás cada vez más islámicos en apariencia. En Kazajistán, un vasto país con enormes recursos naturales pero cuyos casi 20 millones de habitantes están divididos en proporciones casi iguales entre kazajos y eslavos, es posible que las fricciones lingüísticas y nacionales se intensifiquen. Uzbekistán —con su población de 25 millones de habitantes mucho más homogénea desde el punto de vista étnico y el énfasis que ponen sus líderes en las glorias históricas del país— se ha vuelto cada vez más activo en su reafirmación del nuevo estatus poscolonial de la región. Turkmenistán —que, gracias a la interposición de Kazajistán, no tiene ningún contacto territorial directo con Rusia—, ha desarrollado activamente nuevos vínculos con Irán para disminuir su anterior dependencia con respecto al sistema de comunicaciones ruso para acceder a los mercados globales.
Apoyados desde el exterior por Turquía, Irán, Paquistán y Arabia Saudí, los Estados de Asia Central no han estado dispuestos a negociar su nueva soberanía política, ni siquiera a cambio de una beneficiosa integración económica con Rusia, como muchos rusos esperaban. Como mínimo es inevitable cierta tensión y hostilidad en las relaciones de estos países con Rusia, en tanto que los dolorosos precedentes de Chechenia y Tayikistán hacen suponer que no puede excluirse del todo algo peor. Para los rusos, el espectro de un conflicto potencial con los Estados islámicos a lo largo de cualquier punto del flanco sur de Rusia (donde, contando a Turquía, Irán y Paquistán, hay más de 300 millones de personas) es necesariamente una fuente de gran preocupación.
Finalmente, mientras su imperio se disolvía, Rusia debió también hacer frente a una inquietante nueva situación geopolítica en el Lejano Oriente, pese a que allí no tuvo lugar ningún cambio territorial o político. Durante varios siglos China había sido más débil y más atrasada que Rusia, al menos en los terrenos político-militares. Ningún ruso preocupado por el futuro de su país y sorprendido por los grandes cambios de esta década puede ignorar el hecho de que China está en camino de convertirse en un Estado más avanzado, más dinámico y con más éxito que Rusia. El poder económico chino, vinculado a la energía dinámica de sus 1.200 millones de habitantes, está invirtiendo la ecuación histórica entre los dos países, y los espacios vacíos de Siberia casi están pidiendo la colonización china.
Esta asombrosa nueva realidad no podía menos que afectar la percepción rusa de seguridad en la región del Lejano Oriente, así como los intereses rusos en Asia Central. Antes de que pase mucho tiempo estos acontecimientos podrían incluso superar la importancia geopolítica que supone para Rusia la pérdida de Ucrania. Sus implicaciones estratégicas fueron bien expresadas por Vladimir Lukin, el primer embajador poscomunista ruso en los Estados Unidos y más tarde presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Duma:
En el pasado, Rusia se consideraba a la cabeza de Asia, aunque retrasada con respecto a Europa. Pero desde entonces Asia se ha desarrollado con mucha mayor rapidez. (…) consideramos que estamos no tanto entre una «Europa moderna» y una «Asia atrasada», sino más bien ocupando un extraño espacio medio entre dos «Europas»[12].
En pocas palabras, Rusia, forjadora de un gran imperio territorial y hasta hace poco tiempo líder de un bloque ideológico de Estados satélite que se extendía hasta el propio centro de Europa y hasta el mar de China Meridional, se había convertido en un problemático Estado-nación que carecía de accesos geográficamente sencillos hacia el mundo exterior y que era potencialmente susceptible de entrar en conflictos debilitadores con los vecinos de sus flancos occidental, sur y oriental. Sólo los inhabitables e inaccesibles espacios del norte, casi permanentemente helados, parecían seguros desde el punto de vista geopolítico.
FANTASMAGORÍA GEOESTRATÉGICA
Por lo tanto, era inevitable que la Rusia postimperial pasara por un período de confusión histórica y estratégica. El terrible colapso de la Unión Soviética y, especialmente, la sorprendente y poco esperada desintegración del gran Imperio Ruso han dado lugar en Rusia a un imponente proceso de autoexamen, a un amplio debate sobre el contenido de la definición histórica que en la actualidad Rusia debería adoptar para sí misma, a intensas discusiones públicas y privadas sobre cuestiones que en la mayor parte de las naciones ni siquiera se suscitan: ¿qué es Rusia?, ¿dónde está Rusia?, ¿qué significa ser ruso?
Estas preguntas no son sólo teóricas: cualquier respuesta que se les dé tiene un contenido significativo desde el punto de vista geopolítico. ¿Es Rusia un Estado-nación basado en una etnicidad puramente rusa o es, por definición, algo más (como Gran Bretaña es más que Inglaterra) y por lo tanto está destinada a ser un Estado imperial? ¿Cuáles son —histórica, estratégica y étnicamente— las fronteras apropiadas para Rusia? ¿Debería considerarse que la Ucrania independiente es una aberración temporal si se la evalúa en esos términos históricos, estratégicos y étnicos? (Muchos rusos tienden a entenderlo así). Para ser ruso, ¿tiene uno que ser étnicamente ruso (russki) o se puede ser ruso desde el punto de vista político pero no étnico (es decir, un rossyanin, equivalente a «británico» pero no a «inglés»)? Por ejemplo, Yeltsin y algunos rusos han sostenido (con trágicas consecuencias) que los chechenos podrían —y deberían— ser considerados rusos.
Un año antes de la desaparición de la Unión Soviética, un nacionalista ruso, uno de los pocos que vio aproximarse el fin, afirmó con desesperación:
Si ocurre ese terrible desastre, impensable para el pueblo ruso, y el Estado queda dividido, y el pueblo, robado y engañado por sus mil años de historia, de repente se queda solo, y sus nuevos «hermanos» se apropian de sus pertenencias, desaparecen en sus «botes salvavidas nacionales» y navegan lejos del buque nodriza (…) bien, no tenemos dónde ir…
La estatalidad rusa, que incluye la «idea de Rusia» desde el punto de vista político, económico, y espiritual, será reconstruida de nuevo. Recogerá lo mejor de su largo reino milenario y los setenta años de historia soviética que han pasado en un momento[13].
Pero ¿cómo? La dificultad de llegar a una respuesta que pueda resultar aceptable para el pueblo ruso y que, sin embargo, sea realista se ha combinado con la crisis histórica del propio Estado ruso. A lo largo de casi toda su historia, ese Estado fue simultáneamente un instrumento de expansión territorial y también de desarrollo económico. También fue un Estado que, de forma deliberada, no se concibió a sí mismo como un instrumento puramente nacional, en el sentido de la tradición europeo-occidental, sino que se definió como el ejecutor de una misión especial supranacional, definiendo la «idea rusa» de diversas maneras, ya sea en términos religiosos, geopolíticos o ideológicos. De pronto, cuando el Estado se encogió territorialmente y la dimensión étnica se volvió predominante, esa misión fue repudiada.
Además, a la crisis postsoviética del Estado ruso (de su «esencia», por decirlo de alguna manera) se sumó el hecho de que Rusia debió enfrentarse no sólo al desafío de haber sido privada de pronto de su vocación misionera imperial sino que fue presionada por los modernizadores domésticos (y por sus asesores occidentales) para que abandonara su papel económico tradicional de mentor, dueño y gestor del bienestar social, con el fin de cerrar el profundo abismo existente entre el retraso social de Rusia y las partes más avanzadas de Eurasia. Esto llevó nada menos que a una revolucionaria limitación del papel internacional e interno del Estado ruso que trastornó profundamente las pautas más arraigadas de la vida interna rusa y contribuyó a generar un sentimiento de desorientación geopolítica con efectos divisorios en la élite política rusa.
En ese confuso escenario, como era de esperar, la pregunta de «¿a dónde va Rusia y qué es Rusia?» dio lugar a un buen número de respuestas. La extensa situación geográfica euroasiática de Rusia ha predispuesto a la élite rusa a pensar en términos geopolíticos desde hace mucho tiempo. El primer ministro de Exteriores de la Rusia postimperial y poscomunista, Andrei Kozirev, confirmó esa manera de ver las cosas en uno de sus primeros intentos de definir la manera en que la nueva Rusia debería comportarse en la escena internacional. Apenas un mes después de la disolución de la Unión Soviética, sostuvo: «Al abandonar el mesianismo pusimos rumbo hacia el pragmatismo (…) entendimos pronto que la geopolítica (…) está reemplazando a la ideología»[14].
En términos generales, puede considerarse que, como reacción al colapso de la Unión Soviética, surgieron tres grandes opciones geoestratégicas, cuyos contenidos se solapaban parcialmente. Cada una de ellas estaba vinculada, en último término, a las inquietudes de Rusia con respecto a su estatus en relación con los Estados Unidos y cada una de ellas tenía además algunas variantes internas. Esas diversas opciones pueden clasificarse así:
1) prioridad a «la asociación estratégica madura» con Estados Unidos, expresión que, para algunos de sus partidarios, era en realidad una clave para referirse al condominio global;
2) énfasis en el «extranjero próximo» como el principal interés de Rusia; algunos defendían cierta forma de integración económica dominada por Moscú pero otros ponían sus esperanzas en una eventual restauración de una parte del control imperial para crear una potencia más capaz de equilibrar a Estados Unidos y Europa; y
3) una contraalianza que incluyera a algún tipo de coalición euroasiática antiEstados Unidos con el fin de reducir la preponderancia estadounidense en Eurasia.
Aunque la primera de estas opciones fue inicialmente la más popular entre el nuevo equipo de gobierno del presidente Yeltsin, la segunda se volvió políticamente prominente poco después, como parte de la crítica a las prioridades geopolíticas de Yeltsin; la tercera, por su parte, se hizo oír algo más tarde, hacia mediados de los años noventa, como reacción al sentimiento cada vez más extendido de que la geoestrategia de la Rusia postsoviética era poco clara y estaba fracasando. Finalmente, las tres demostraron ser históricamente inadecuadas y derivadas de concepciones más bien fantasmagóricas del poder actual, el potencial internacional y los intereses en el extranjero de Rusia.
Inmediatamente después del colapso de la Unión Soviética, la postura inicial de Yeltsin era el corolario de la vieja pero nunca del todo exitosa concepción «occidentalizadora» en el pensamiento político ruso: la de que Rusia pertenecía al mundo occidental, debía formar parte del mundo occidental y, en la medida de lo posible, debería imitar al mundo occidental en su propio desarrollo interno. Esta concepción fue adoptada por el propio Yeltsin y por su ministro de Exteriores, y Yeltsin fue muy explícito en su denuncia del legado imperial de Rusia. En un discurso en Kiev, el 19 de noviembre de 1990, pronunció unas palabras que los ucranianos o los chechenos podrían luego volver contra él, declarando con elocuencia:
Rusia no aspira a convertirse en el centro de ninguna especie de nuevo imperio (…) Rusia entiende mejor que otros lo pernicioso que puede resultar ser ese papel, puesto que lo desempeñó durante mucho tiempo. ¿Qué ganó con ello? ¿Los rusos fueron más libres por eso? ¿Más ricos? ¿Más felices? (…) la historia nos ha enseñado que un pueblo que domina a otros no puede ser afortunado.
La postura deliberadamente amigable adoptada por Occidente —especialmente por los Estados Unidos— hacia los nuevos líderes rusos fue un incentivo para los «occidentalizadores» postsoviéticos del establisbment de la política exterior rusa. Reforzó sus inclinaciones proestadounidenses y sedujo personalmente a sus miembros. Los nuevos líderes se sentían halagados de tratarse de tú a tú con los principales decisores políticos de la única superpotencia mundial y les fue fácil engañarse a sí mismos y pensar que también ellos eran los líderes de una superpotencia. Cuando los estadounidenses lanzaron el eslogan de «la asociación estratégica madura» entre Washington y Moscú, a los rusos les pareció que un nuevo condominio democrático ruso-estadounidense —en reemplazo de la vieja contienda— había sido consagrado.
Ese condominio tendría un alcance global. Gracias a él, Rusia sería no sólo la sucesora legal de la ex Unión Soviética sino el socio de fado de un arreglo global basado en una auténtica igualdad. Los líderes rusos nunca dejaron de insistir que ello significaba no sólo que el resto del mundo debía reconocer a Rusia como el igual de los Estados Unidos sino que ningún problema global podía ser abordado o resuelto sin la participación y/o permiso de Rusia. Aunque no se dijo abiertamente, en esta ilusión también estaba implícita la idea de que Europa Central seguiría siendo de alguna manera, incluso por elección propia, una región especialmente cercana a Rusia desde el punto de vista político. La disolución del Pacto de Varsovia y del Comecon no daría lugar a que sus ex miembros fueran atraídos a la órbita de la OTAN o hacia la de la UE.
Mientras tanto, la ayuda occidental permitiría al gobierno ruso llevar a cabo reformas internas, apartar al Estado de la vida económica y permitir la consolidación de las instituciones democráticas. La recuperación económica de Rusia, su estatus especial como socio igualitario de los Estados Unidos y su genuino atractivo, llevarían a los Estados recientemente independizados de la nueva CEI —agradecidos de que Rusia no los estuviera amenazando y cada vez más conscientes de los beneficios que le* reportaría algún tipo de unión con Rusia— a iniciar un proceso de integración económica y más tarde política con Rusia, realzando así también la influencia y el poder de Rusia.
El problema de esta manera de ver las cosas es que no era realista, ni desde el punto de vista internacional ni desde el interno. Si bien el concepto de «asociación estratégica madura» resultaba halagador, era también engañoso. Los Estados Unidos no tenían intenciones de compartir el poder global con Rusia y tampoco podrían haberlo hecho de haberlo querido. La nueva Rusia era, sencillamente, demasiado débil, estaba demasiado devastada por los tres cuartos de siglo de gobierno comunista y estaba socialmente demasiado atrasada como para poder ser un verdadero socio global. Desde el punto de vista de Washington, Alemania, Japón y China eran tan o más importantes e influyentes que Rusia. Además, con respecto a algunas de las principales cuestiones geoestratégicas que representaban intereses nacionales para Estados Unidos —Europa, el Oriente Medio y el Lejano Oriente— Estados Unidos y Rusia distaban de tener las mismas aspiraciones. Una vez que, de manera inevitable, las diferencias empezaron a salir a la superficie, la desproporción en poder político, capacidad financiera, innovación tecnológica y atractivo cultural hizo que la «asociación estratégica madura» sonara a hueco, y un número cada vez mayor de rusos pasaron a interpretarla como un intento deliberado de engañar a Rusia.
Quizás esa desilusión podría haberse evitado si antes —durante la luna de miel de Estados Unidos y Rusia— los Estados Unidos hubieran apoyado la idea de la expansión de la OTAN y al mismo tiempo le hubieran ofrecido a Rusia «un trato que no podía rechazar», es decir una relación cooperativa especial entre Rusia y la OTAN. Si los Estados Unidos hubieran apoyado con claridad y decisión la idea de ampliar la alianza, estipulando que Rusia debía ser incluida de alguna manera en el proceso, quizás la subsiguiente desilusión rusa con «la asociación madura», así como el progresivo debilitamiento de la posición política de los occidentalizadores en el Kremlin, se podría haber evitado.
Esto se podía haber hecho durante la segunda mitad de 1993, justo después de que en agosto Yeltsin respaldara públicamente el interés de Polonia de unirse a la alianza transatlántica, que calificó de coherente con «los intereses de Rusia». En lugar de ello, la administración Clinton, que en ese momento aún tenía una política de «Rusia primero», agonizó durante dos años más, mientras el Kremlin cambiaba de tono y se volvía cada vez más hostil hacia las intenciones emergentes pero indecisas de Washington de ampliar la OTAN. Cuando Washington decidió, en 1996, convertir a la ampliación de la OTAN en la meta central de la política estadounidense de establecer una comunidad de seguridad euroatlántica más extensa y más segura, los rusos se habían encerrado en una oposición rígida. Por lo tanto, el año 1993 debe considerarse como el de la pérdida de una oportunidad histórica.
Debe admitirse que no todas las preocupaciones rusas con respecto a la expansión de la OTAN carecían de legitimidad o estaban motivadas por la malevolencia. No cabe duda de que algunos de los que se oponían a la expansión, especialmente militares rusos, tenían una mentalidad propia de la guerra fría y consideraban que la expansión de la OTAN no era una parte integral del propio crecimiento de Europa sino más bien el avance hacia Rusia de una alianza liderada por Estados Unidos y todavía hostil. Parte de la élite de la política exterior rusa —en su mayoría formada por ex oficiales soviéticos— mantuvo el viejo punto de vista geoestratégico de que no había lugar en Eurasia para los Estados Unidos y de que la expansión de la OTAN estaba impulsada, en gran medida, por el deseo estadounidense de aumentar su esfera de influencia. Parte de su oposición también se derivaba de la esperanza de que una Europa Central no vinculada a la alianza volvería algún día a la esfera de influencia geopolítica de Moscú, una vez Rusia hubiera recuperado su salud.
Pero muchos demócratas rusos temían también que la expansión de la OTAN dejara a Rusia fuera de Europa, sometida al ostracismo político y considerada indigna de formar parte del marco institucional de la civilización europea. La inseguridad cultural se añadió a los temores políticos, con lo que la expansión de la OTAN pareció la culminación de la vieja política occidental de aislar a Rusia, de dejarla sola en el mundo y vulnerable a sus muchos enemigos. Además, los demócratas rusos no captaron, sencillamente, ni la profundidad del rencor de los centroeuropeos con respecto al medio siglo de dominación de Moscú, ni su deseo de formar parte de un sistema euroatlántico mayor.
Bien mirado, es probable que ni la desilusión ni el debilitamiento de los occidentalizadores rusos hubiera podido evitarse. Sobre todo la nueva élite rusa, bastante dividida de por sí y con su presidente y su Primer ministro incapaces de proporcionar un liderazgo geoestratégico coherente, no pudo definir claramente lo que la nueva Rusia quería en Europa, ni valorar de manera realista las verdaderas limitaciones de la debilidad rusa. Los demócratas políticamente activos no tuvieron el valor de afirmar que una Rusia democrática no era incompatible con la ampliación de la comunidad democrática transatlántica y que deseaba estar asociada a ella. El engaño de un estatus global compartido con Estados Unidos hizo difícil para la élite política de Moscú abandonar la idea de que Rusia mantuviera una posición geopolítica privilegiada, no sólo en la región de la propia ex Unión Soviética sino incluso en la de los ex Estados satélite centroeuropeos.
Estos acontecimientos fueron aprovechados por los nacionalistas, quienes en 1994 estaban empezando a recuperar sus voces, y por los militaristas, quienes para ese entonces se habían convertido en un apoyo interno crucialmente importante para Yeltsin. Su estridencia cada vez mayor y sus reacciones a veces amenazadoras ante las aspiraciones de los centroeuropeos no hicieron más que intensificar la determinación de los ex Estados satélite —que tenían muy presente su reciente liberación del dominio ruso— de acceder al refugio seguro de la OTAN.
El abismo entre Washington y Moscú creció más aún debido a la negativa del Kremlin a renegar de todas las conquistas de Stalin. A la opinión pública occidental, especialmente en los países escandinavos pero también en los Estados Unidos, le inquietaba especialmente la ambigüedad de la actitud rusa con respecto a las repúblicas bálticas. Aunque reconocían su independencia y no las presionaron para que se adhirieran la CEI, los líderes democráticos rusos recurrían incluso a amenazas para obtener tratos preferenciales para la gran comunidad de colonos rusos que había sido deliberadamente instalada en esos países durante los años estalinistas. El panorama era aún más negro debido a la clara falta de voluntad del Kremlin de denunciar el pacto secreto germanosoviético de 1939 que señaló el camino de la incorporación forzosa de esas repúblicas a la Unión Soviética. Incluso cinco años después del colapso soviético, los portavoces del Kremlin insistieron (en el comunicado oficial del 10 de septiembre de 1996) en que en 1940 los Estados bálticos habían «ingresado» voluntariamente en la Unión Soviética.
La élite rusa postsoviética también había esperado, aparentemente, que Occidente colaborara con la restauración del papel central ruso en el espacio postsoviético, o al menos que no la dificultara. Por eso tomaron a mal la disposición de Occidente a ayudar a los Estados postsoviéticos recientemente independizados a consolidar su existencia política propia. Aunque advirtieron que una «confrontación con los Estados Unidos (…) es una opción que debería evitarse», los analistas más experimentados de la política exterior estadounidense sostuvieron (no del todo incorrectamente) que los Estados Unidos buscaban «la reorganización de las relaciones interestatales en toda Eurasia (…) mediante la cual no habría un solo poder líder en el continente sino muchas potencias medias, relativamente estables y algunas moderadamente poderosas (…) pero necesariamente inferiores a los Estados Unidos en sus capacidades individuales o incluso colectivas»[15].
A este respecto Ucrania era crucial. La creciente disposición estadounidense, especialmente desde 1994, a conceder una alta prioridad a las relaciones entre Estados Unidos y Ucrania y para ayudar a Ucrania a conservar su nueva libertad nacional fue considerada por muchos en Moscú —incluso por los «occidentalizadores»— como una política dirigida contra los intereses vitales rusos de volver a llevar a Ucrania, en un futuro, al redil común. La futura «reintegración» de Ucrania sigue siendo un artículo de fe para muchos de los miembros de la élite política rusa[16]. El resultado de ello es que el cuestionamiento ruso, geopolítico e histórico, del estatus separado de Ucrania entró en colisión frontal con la postura estadounidense de que una Rusia imperial no puede ser democrática.
Además, la «asociación estratégica madura» entre dos «democracias» resultó ser ilusoria debido a razones puramente internas. Rusia estaba, sencillamente, demasiado atrasada y devastada por el gobierno comunista como para poder ser un socio democrático viable de los Estados Unidos. Esa realidad principal no pudo ser oscurecida por la altisonante retórica sobre la asociación. Además, la ruptura de la Rusia postsoviética con su pasado era sólo parcial. Casi todos sus líderes «democráticos» —incluso los que estaban genuinamente desilusionados con el pasado soviético— eran no sólo productos del sistema soviético sino ex altos cargos de la élite gobernante. No eran ex disidentes, como en Polonia o en la República Checa. Las principales instituciones del poder soviético —aunque debilitadas, desmoralizadas y corruptas— seguían estando allí. Un símbolo de esa realidad y de la persistente presencia del pasado comunista era el del centro de mesa histórico de Moscú: la continuada presencia del mausoleo de Lenin. Era como si la Alemania pos-nazi estuviera gobernada por la clase nazi de nivel medio de los Gauleiters, y que éstos declamaran eslóganes democráticos mientras que el mausoleo de Hitler siguiera estando aún en el centro de Berlín.
A la debilidad política de la nueva élite democrática se sumó la crisis a gran escala de la economía rusa. La necesidad de emprender grandes reformas —para apartar de la economía al Estado ruso— generó unas expectativas excesivas con respecto a la ayuda occidental, especialmente la estadounidense. Aunque esa ayuda —sobre todo la alemana y la estadounidense— fue cada vez más importante, incluso en la mejor de las circunstancias no era capaz de conducir a una rápida recuperación económica. La insatisfacción social resultante dio un mayor apoyo al coro cada vez más vociferante de los críticos desilusionados que sostenían que la asociación con los Estados Unidos era una simulación, y que resultaba beneficiosa para los Estados Unidos pero dañina para Rusia.
En resumen, en los años inmediatamente posteriores al colapso de la Unión Soviética no existieron las precondiciones objetivas ni subjetivas necesarias para que pudiera establecerse una asociación efectiva global. Sencillamente, los «occidentalizadores» democráticos querían mucho y podían dar muy poco a cambio. Deseaban una asociación igualitaria —o, más bien, un condominio— con los Estados Unidos, una mano relativamente libre dentro de la CEI, y que Europa Central siguiera siendo una tierra de nadie geopolítica. Pero su ambivalencia sobre la historia soviética, su falta de realismo sobre el poder global, la profundidad de la crisis económica y la ausencia de un apoyo social amplio les impidió crear la Rusia estable y verdaderamente democrática que el concepto de asociación igualitaria implicaba. Rusia tenía que pasar primero por un prolongado proceso de reforma política, un proceso igualmente largo de estabilización democrática, y un proceso aún más largo de modernización socioeconómica; luego debía transformar en profundidad su manera de entender las nuevas realidades geopolíticas —no sólo en Europa Central sino, especialmente, dentro del ex Imperio Ruso— y transformar su mentalidad imperial en una mentalidad nacional, antes de que una auténtica asociación con los Estados Unidos pudiera ser una opción viable desde el punto de vista geopolítico.
Bajo esas circunstancias, no resulta sorprendente que la prioridad en el «extranjero próximo» se convirtiera a la vez en el mayor objeto de críticas de la opción prooccidental y en una temprana alternativa para la política exterior. Estaba basada en el argumento de que el concepto de «asociación» ocultaba lo que debería ser más importante para Rusia: a saber, sus relaciones con las ex repúblicas soviéticas. La expresión «extranjero próximo» se convirtió en un código que usaban los defensores de una política que pondría el énfasis, ante todo, en la necesidad de reconstruir algún tipo de marco viable, con Moscú como el centro de toma de decisiones, en el espacio geopolítico que había ocupado antes la Unión Soviética. Esta premisa dio lugar a un amplio acuerdo acerca de que la política de concentrarse en Occidente, especialmente en los Estados Unidos, daba pocas ganancias y costaba demasiado, ya que permitía a Occidente explotar más fácilmente las oportunidades creadas por el colapso de la Unión Soviética.
Sin embargo, la defensa de la idea del «extranjero próximo» era un gran paraguas bajo el cual se agrupaban varias concepciones geopolíticas diferentes. Incluía no sólo a los funcionalistas y deterministas económicos (con algunos de los «occidentalizadores») que creían que la CEI podría evolucionar hasta convertirse en una versión liderada por Moscú de la UE, sino también a otros que veían en la integración económica sólo una de las distintas herramientas de restauración imperial que podían usarse, bien bajo el paraguas de la CEI o a través de los acuerdos especiales (formulados en 1996) entre Rusia y Bielorrusia o entre Rusia, Bielorrusia, Kazajistán y Kirguizistán; también incluía a los eslavófilos románticos que abogaban por una unión eslava de Rusia, Ucrania y Bielorrusia y, por último, a los que proponían que la noción —hasta cierto punto mística— de eurasianismo se convirtiera en la definición sustancial de la misión histórica perdurable de Rusia.
En su acepción más restringida, la prioridad en el «extranjero próximo» contenía el supuesto, perfectamente razonable, de que primero Rusia debía concentrarse en las relaciones con los Estados recientemente independizados, sobre todo teniendo en cuenta que todos seguían atados a ella por las realidades de la política deliberadamente emprendida por los soviéticos de promover la interdependencia económica entre sí. Esto era sensato tanto económica como geopolíticamente. El «espacio económico común» del cual los nuevos líderes rusos hablaban a menudo, era una realidad que no podía ser ignorada por los líderes de los Estados recientemente independizados. La cooperación, e incluso algún tipo de integración, era una necesidad económica. Por lo tanto, no sólo fue normal sino deseable la promoción de instituciones conjuntas en la CEI para terminar con los trastornos económicos y por la fragmentación producida por la desintegración política de la Unión Soviética.
Para algunos rusos, la promoción de la integración económica fue por lo tanto una reacción funcionalmente efectiva y políticamente responsable a lo que había ocurrido. La analogía con la UE se citaba a menudo como relevante para la situación postsoviética. La restauración del Imperio era una opción rechazada explícitamente por los abogados más moderados de la integración económica. Así, por ejemplo, en un influyente informe titulado «Una estrategia para Rusia», publicado ya en agosto de 1992 por el Consejo para la Política Exterior y de Defensa, un grupo de prominentes personalidades y funcionarios gubernamentales recomendó muy acertadamente la «integración postimperial ilustrada» como el programa apropiado para el «espacio económico común» postsoviético.
Sin embargo, el énfasis en el «extranjero próximo» no era sólo una doctrina políticamente benigna de cooperación económica regional. Su contenido geopolítico tenía resonancias imperiales. Incluso el informe relativamente moderado de 1992 hablaba de una Rusia recuperada, en condiciones de establecer una asociación estratégica con Occidente y en la que Rusia tendría el papel de «regular la situación en Europa Oriental, Asia Central y el Lejano Oriente». Otros defensores de esta prioridad eran más descarados, y se referían explícitamente al «papel exclusivo» de Rusia en el espacio postsoviético, acusando a Occidente de tener una política antirrusa debido a la ayuda que proporcionaba a Ucrania y a los otros Estados recientemente independizados.
Un ejemplo típico pero en absoluto extremo fue el argumento expuesto por Y. Ambartsumov, quien en 1993 presidía la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento y que antes había defendido la prioridad de la «asociación». Ambartsumov afirmó abiertamente que el ex espacio soviético era una esfera de influencia geopolítica exclusivamente rusa. En enero de 1994 se adhirió a esta posición el hasta entonces enérgico abogado de la prioridad prooccidental, el ministro de Exteriores Andrei Kozirev, quien afirmó que Rusia «debe preservar su presencia militar en regiones que han estado durante siglos en su esfera de interés». De hecho, el Izvestiia informó el 8 de abril de 1994 que Rusia había logrado retener no menos de 28 bases militares en el territorio de los Estados recientemente independizados, y una línea dibujada en un mapa que uniera las bases militares rusas en Kaliningrado, Moldavia, Crimea, Armenia, Tayikistán y las islas Kuriles correspondería aproximadamente a la de los límites exteriores de la ex Unión Soviética, como muestra el mapa de la página siguiente.
En septiembre de 1995 el presidente Yeltsin hizo público un documento oficial sobre la política rusa hacia la CEI que codificaba las metas rusas de la siguiente manera:
El objetivo principal de la política de Rusia hacia la CEI es crear una asociación de Estados económica y políticamente integrados capaz de reivindicar su propio lugar en la comunidad mundial (…) consolidar a Rusia como la fuerza principal en la formación de un nuevo sistema de relaciones políticas y económicas interestatales en el territorio del espacio postsoviético.
Nótese el énfasis puesto en la dimensión política del esfuerzo, en la referencia a una única entidad que reclama «su» lugar en el sistema mundial, y en el papel dominante de Rusia dentro de esa nueva entidad. Coherentemente con este énfasis, Moscú insistió en que los vínculos políticos y militares entre Rusia y la recientemente constituida CEI también deberían reforzarse: que debía crearse un mando militar común; que las fuerzas armadas de los Estados de la CEI debían unirse mediante un tratado formal; que las fronteras «externas» de la CEI debían estar sujetas a un control centralizado (es decir el de Moscú); que las fuerzas rusas debían desempeñar un papel decisivo en todas las acciones de mantenimiento de la paz dentro de la CEI; y que debía establecerse una política exterior común dentro de la CEI, cuyas principales instituciones se han establecido en Moscú (y no en Minsk, como se había acordado en principio en 1991), y cuyas cumbres son presididas por el presidente ruso.
Y eso no era todo. El documento de septiembre de 1995 también declaraba que:
La televisión y las emisiones de radio rusas en los países extranjeros cercanos deberían garantizarse, debería apoyarse la difusión de la prensa rusa en la región, y Rusia debería entrenar a los altos funcionarios nacionales para los Estados de la CEI.
Debería prestarse una especial atención a la restauración de la posición de Rusia como principal centro educativo en el territorio del espacio postsoviético, con el propósito de educar a la joven generación de los Estados de la CEI en un espíritu de relaciones amistosas con Rusia.
Reflejando esta actitud, a principios de 1996 la Duma rusa llegó a declarar no válida la disolución de la Unión Soviética. Además, durante la primavera del mismo año, Rusia firmó dos acuerdos que daban lugar a una mayor integración económica y política entre Rusia y los miembros más complacientes de la CEI. Uno de estos acuerdos, firmado con gran pompa y ceremonia, dio lugar en efecto a una unión entre Rusia y Bielorrusia dentro de una nueva «Comunidad de Repúblicas Soberanas» (la abreviatura rusa «SSR» recordaba intencionadamente a la de la Unión Soviética, «SSSR»), y el otro —firmado por Rusia, Kazajistán, Bielorrusia y Kirguizistán— postulaba la creación a largo plazo de una «Comunidad de Estados Integrados». Ambas iniciativas indicaban la impaciencia rusa ante los lentos progresos de la integración dentro de la CEI y su determinación de seguir promoviéndola.
La insistencia en el «extranjero próximo» para realzar los mecanismos centrales de la CEI combinó así algunos elementos de dependencia en un determinismo económico objetivo con una fuerte dosis de determinación imperial subjetiva. Pero nada de esto proporcionó una respuesta más filosófica ni tampoco geopolítica a la pregunta, que seguía mordiendo, de «¿Qué es Rusia, cuál es su verdadera misión, cuál es su extensión apropiada?».
Este vacío fue lo que la cada vez más atractiva doctrina del eurasianismo —también centrada en los «países extranjeros cercanos»— intentó llenar. El punto de partida para esta orientación —definida en una terminología más bien cultural e incluso mística— era la premisa de que, geopolítica y culturalmente, Rusia no es ni lo bastante europea ni lo bastante asiática y que, por lo tanto, tiene una identidad euroasiática propia que la distingue. Esa identidad es el legado del extraordinario control espacial de Rusia sobre la enorme masa territorial situada entre Europa Central y las costas del océano Pacífico, el legado de la estatalidad imperial que Moscú forjó a lo largo de cuatro siglos de expansión hacia el este. Esa expansión provocó la asimilación con Rusia de una vasta población no rusa y no europea, creándose así una singular personalidad política y cultural euroasiática.
El eurasianismo como doctrina no fue una creación postsoviética. Surgió por primera vez en el siglo XIX, pero alcanzó una mayor penetración en el XX, como una alternativa coherente al comunismo soviético y como reacción a la supuesta decadencia occidental. Los emigrados rusos fueron especialmente activos en la propagación de la doctrina como alternativa a la sovietización. Se dieron cuenta de que el despertar nacional de los no rusos dentro de la Unión Soviética requería una doctrina supranacional amplia, si se quería evitar que una eventual caída del comunismo condujera también a la desintegración del viejo gran Imperio Ruso.
Ya a mediados de los años veinte, este argumento fue expuesto convincentemente por el príncipe N. S. Trubetzkoy, uno de los principales exponentes del eurasianismo, quien escribió que:
el comunismo era, de hecho, una versión disfrazada del europeísmo, ya que destruía las bases espirituales y la singularidad nacional de la vida rusa y propagaba el marco de referencia materialista que gobierna en la actualidad tanto en Europa como en América…
Nuestra tarea es crear una cultura completamente nueva, nuestra propia cultura, que no se parecerá a la civilización europea (…) cuando Rusia deje de ser un reflejo distorsionado de la civilización europea (…) cuando vuelva a ser ella misma nuevamente: Rusia, Eurasia, la heredera consciente y la portadora del gran legado de Gengis Kan[17].
Esa manera de ver las cosas encontró una audiencia entusiasta en el confuso escenario postsoviético. Por un lado el comunismo se condenaba como una traición a la ortodoxia rusa y a la especial y mística «idea rusa»; por otro, el occidentalismo era repudiado porque los países occidentales, especialmente los Estados Unidos, eran percibidos como corruptos, culturalmente antirrusos y con tendencia a negar a Rusia la validez de sus pretensiones —que tenían raíces históricas y geográficas— de mantener un control exclusivo sobre la masa continental euroasiática.
El eurasianismo consiguió un lustre académico gracias a los muy citados escritos del historiador, geógrafo y etnógrafo Lev Gumilev, cuyas obras La Rusia medieval y la gran estepa, Los ritmos de Eurasia y La geografía de la etnia en los tiempos históricos contenían poderosos argumentos en favor de la proposición de que Eurasia es el escenario geográfico natural de la particular «etnia» del pueblo ruso, consecuencia de una simbiosis histórica entre los rusos y los habitantes no rusos de las grandes estepas que creó una singular identidad cultural y espiritual euroasiática. Gumilev advertía que una adaptación a las costumbres occidentales llevaría, ni más ni menos, a que el pueblo ruso perdiera sus propias «etnia y alma».
Estas maneras de ver las cosas fueron retomadas, aunque de una manera más primitiva, por una gran variedad de políticos nacionalistas, rusos. El ex vicepresidente de Yeltsin Alexander Rutskoi, por ejemplo, afirmó que «de la observación de la situación geopolítica de nuestro país, resulta evidente que Rusia representa el único puente entre Asia y Europa. Quien logre controlar este espacio controlará el mundo»[18]. El contrincante comunista de Yeltsin en 1996, Genadi Ziuganov, adoptó, pese a su vocación marxista-leninista, el énfasis místico del eurasianismo al referirse al especial papel espiritual y misionero del pueblo ruso en los vastos espacios de Eurasia, sosteniendo que este papel proporcionaba a Rusia tanto una vocación cultural única como una base geográfica especialmente ventajosa para ejercer el liderazgo global.
Una versión más sobria y pragmática del eurasianismo fue la propuesta por el líder de Kazajistán, Nursultán Nazarbayev. Enfrentado en su país con una división incluso casi demográfica entre los kazajos nativos y los colonos rusos, y en busca de una fórmula que diluyera, de alguna manera, las presiones de Moscú para la integración política, Nazarbayev propagó la noción de «unión euroasiática» como alternativa a la anónima y poco efectiva CEI. Aunque su versión carecía del contenido místico del pensamiento eurasianista más tradicional y ciertamente no postulaba un papel misionero especial para los rusos como líderes de Eurasia, se derivaba de la idea de que Eurasia —definida geográficamente en términos análogos a los de la Unión Soviética— constituía un todo orgánico que debía tener también una dimensión política.
En cierta medida, el intento de asignar al «extranjero próximo» la prioridad más alta en el pensamiento geopolítico ruso estaba justificado, en el sentido de que era absolutamente necesario, en términos económicos y de seguridad, obtener cierto grado de orden y de acuerdo entre la Rusia postimperial y los nuevos Estados independientes. Sin embargo, lo que dio un toque surrealista a gran parte de la discusión fue la idea persistente de que, de alguna manera, ya fuese voluntariamente (a causa de la economía) o como consecuencia de una eventual recuperación de Rusia de su poder perdido —por no hablar de la misión especial rusa euroasiática o eslava— la «integración» política del antiguo imperio era tanto deseable como posible.
A este respecto, la comparación con la UE, evocada con frecuencia, no tiene en cuenta una distinción fundamental: la UE, por más que permita una influencia especial de Alemania, no está dominada por una única potencia que supere por sí sola a todos los demás miembros combinados en PNB relativo, población o territorio. La UE tampoco es la sucesora de un imperio nacional, con unos miembros liberados que abrigan importantes sospechas de que la «integración» sea una palabra en clave para referirse a una renovada subordinación. Aun así, es posible imaginar fácilmente la reacción de los Estados europeos si Alemania hubiera declarado formalmente que su meta era consolidar y expandir su liderazgo en la UE en las líneas del pronunciamiento ruso de septiembre de 1995 antes citado.
La analogía con la UE sufre de otra deficiencia. Las economías europeo-occidentales, abiertas y relativamente desarrolladas, estaban preparadas para la integración democrática, y la mayor parte de los europeos occidentales percibían unos beneficios económicos y políticos tangibles en esa integración. Los países europeo-occidentales más pobres también podían beneficiarse de subsidios sustanciales. En cambio, los nuevos Estados independientes consideraban que Rusia era políticamente inestable, que seguía manteniendo ambiciones de dominación y que económicamente representaba un obstáculo para su participación en la economía global y para que pudieran acceder a las muy necesarias inversiones extranjeras.
La oposición a las concepciones de «integración» de Moscú era particularmente fuerte en Ucrania. Sus líderes reconocieron pronto que tal «integración», especialmente a la luz de las reservas rusas sobre la legitimidad de la independencia de Ucrania, llevaría eventualmente a la pérdida de la soberanía nacional. Además, el trato de mano dura que daba Rusia al nuevo Estado ucraniano —su falta de voluntad para reconocer a las fronteras ucranianas, el cuestionamiento de los derechos ucranianos sobre Crimea, su insistencia en mantener un control extraterritorial exclusivo sobre el puerto de Sebastopol— dio al recién despertado nacionalismo ucraniano un claro cariz antirruso. La autodefinición de la nación ucraniana, durante la crucial etapa formativa de la historia del nuevo Estado, se desvió así de su orientación tradicional antipolaca o antirrumana y en cambio se centró en la oposición a cualquier tipo de propuesta rusa sobre una CEI más integrada, sobre una comunidad eslava especial (junto a Rusia y Bielorrusia) y sobre una Unión Euroasiática, consideradas todas ellas como tácticas imperiales rusas.
La determinación de Ucrania de preservar su independencia recibió apoyo externo. Aunque inicialmente Occidente, especialmente los Estados Unidos, había tardado en reconocer la importancia geopolítica de un Estado ucraniano autónomo, hacia mediados de los noventa tanto los Estados Unidos como Alemania se habían convertido en importantes partidarios de la identidad independiente de Kiev. En julio de 1996, el secretario estadounidense de Defensa declaró: «La importancia de Ucrania como país independiente para la seguridad y la estabilidad de toda Europa es innegable», mientras que en septiembre el canciller alemán —a pesar de su fuerte apoyo al presidente Yeltsin— fue aún más lejos al declarar que «La firme posición que ocupa Ucrania en Europa no puede ser cuestionada por nadie (…) Nunca más se podrá discutir la independencia y la integridad territorial de Ucrania». Los decisores políticos estadounidense describieron también la relación entre Estados Unidos y Ucrania como una «asociación estratégica», usando deliberadamente la misma frase con la que se describió a la relación entre Estados Unidos y Rusia.
Como ya se ha indicado, la opción de una restauración imperial basada bien en la CEI, bien en el eurasianismo, no era viable sin la participación de Ucrania. Un imperio sin Ucrania haría de Rusia una entidad más «asiática» y más distante de Europa. Además, el eurasianismo tampoco les resultaba particularmente atractivo a los Estados centroasiáticos recientemente independizados, en su mayoría nada ansiosos de entablar una nueva unión con Moscú. Uzbekistán fue particularmente activo en su apoyo a las objeciones ucranianas con respecto a elevar a la CEI a la categoría de entidad supranacional y en su oposición a las iniciativas rusas que pretendían realzar a la CEI.
Otros Estados de la CEI, también inquietos sobre las intenciones de Moscú, tendieron a agruparse en torno a Ucrania y Uzbekistán para oponerse o evadir las presiones moscovitas sobre una integración política y militar más estrecha. Además, en todos los nuevos Estados, el sentido de conciencia nacional era cada vez más profundo. Esa conciencia estaba cada vez más centralizada en el repudio a la pasada sumisión a Moscú, tachada de colonialista, y en la erradicación de sus diversos legados. Así, incluso el étnicamente vulnerable Kazajistán se unió a los demás Estados centroasiáticos en el reemplazo del alfabeto cirílico por la escritura latina, según la adaptación que Turquía había hecho antes. A mediados de 1990, en efecto, había surgido un bloque informal, bajo el cauto liderazgo de Ucrania, que comprendía a Uzbekistán, Turkmenistán, Azerbaiyán y a veces también a Kazajistán, Georgia y Moldavia, que se oponía a los intentos rusos de usar la CEI como una herramienta de integración política.
La insistencia de Ucrania en limitar la integración y en que ésta Juera, ante todo, económica, tuvo el efecto de desposeer a la idea de «unión eslava» de todo significado práctico. Esta idea, que había sido propagada por algunos eslavófilos y a la que el apoyo de Alexander Solzhenitsin le había dado prominencia, perdió su significado geopolítico al ser repudiada por Ucrania. La unión eslava dejaba a Bielorrusia sola con Rusia, y también implicaba la posible división de Kazajistán, cuyas regiones del norte, de población rusa, eran candidatas a integrar tal unión. Es comprensible que esa opción no tranquilizara a los nuevos gobernantes de Kazajistán y que no hiciera más que intensificar el impulso antirruso de su nacionalismo. Para Bielorrusia, una unión eslava sin la participación de Ucrania significaba ni más ni menos la incorporación a Rusia, lo que encendió también los sentimientos más volátiles de resentimiento nacionalista.
Esos obstáculos externos a la política hacia el «extranjero próximo» se vieron muy reforzados por una importante restricción interna: la de la actitud del pueblo ruso. Pese a la retórica y a la agitación política entre la élite política en tomo a la misión especial de Rusia en el espacio del antiguo Imperio, el pueblo ruso —en parte por un claro cansancio pero también debido a un puro sentido común— demostró poco entusiasmo ante cualquier programa ambicioso de restauración imperial. Los rusos estaban a favor de tener unas fronteras abiertas, un comercio abierto, libertad de movimientos y de que la lengua rusa tuviera un estatus especial, pero la integración política, especialmente si suponía costes económicos o requería derramamientos de sangre, despertaba poco entusiasmo. La desintegración de la «unión» fue lamentada, se estaba a favor de su restauración; pero las reacciones del pueblo a la guerra en Chechenia indicaron que cualquier política que fuera más allá de la aplicación de influencia económica y/o presión política carecería de apoyo popular.
En pocas palabras, la inadecuación geopolítica última de la prioridad en el «extranjero próximo» se debió a que Rusia no era lo suficientemente fuerte desde el punto de vista político como para imponer su voluntad y no era lo suficientemente atractiva desde el punto de vista económico como para seducir a los nuevos Estados. Las presiones de Rusia sólo los impulsó a buscar más vínculos externos, primero y ante todo con Occidente, pero en algunos casos también con China y con los países islámicos clave al sur. Cuando Rusia amenazó con formar su propio bloque militar en respuesta a la expansión de la OTAN, surgió la pregunta de «¿con quién?». Y la respuesta era aún más dolorosa: como máximo, quizás con Bielorrusia y Tayikistán.
Los nuevos Estados tendían más bien a mostrarse cada vez más desconfiados, incluso en relación con formas perfectamente legítimas y necesarias de integración económica con Rusia, ya que temían sus potenciales consecuencias políticas. Al mismo tiempo, las ideas de la supuesta misión euroasiática de Rusia y de la mística eslava sirvieron sólo para aislar aún más a Rusia de Europa y, en general, de Occidente, lo que perpetuó así la crisis postsoviética y retrasó la necesaria modernización y occidentalización de la sociedad rusa en las líneas de lo que Kemal Ataturk hizo en Turquía tras el colapso del Imperio Otomano. La opción del «extranjero próximo» no fue para Rusia una solución geopolítica sino una ilusión geopolítica.
Excluidas la posibilidad de establecer un condominio con los Estados Unidos y la política del «extranjero próximo», ¿qué otras opciones estratégicas estaban abiertas para Rusia? El fracaso de la orientación hacia Occidente para llegar a la deseada coigualdad global con los Estados Unidos de una «Rusia democrática», un eslogan más que una realidad, desilusionó a los demócratas, mientras que el reticente reconocimiento de que la «reintegración» del viejo Imperio era, en el mejor de los casos, una posibilidad remota, hizo que algunos geopolíticos rusos cayeran en la tentación de acariciar la idea de establecer algún tipo de contraalianza contra la posición hegemónica estadounidense en Eurasia.
A principios de 1996 el presidente Yeltsin reemplazó a su ministro de Exteriores Kozirev, orientado hacia Occidente, por el más experimentado pero también más ortodoxo ex especialista en el comunismo internacional Evgeni Primakov, cuyos intereses a largo plazo han sido Irán y China. Algunos comentaristas rusos especularon sobre que la orientación de Primakov podría precipitar el esfuerzo de formar una nueva coalición «antihegemónica», formada en torno a las tres potencias más interesadas desde el punto de vista geopolítico en reducir la primacía estadounidense en Eurasia. Algunos de los viajes y comentarios iniciales de Primakov reforzaron esa impresión. Además, el actual comercio de armamento entre China e Irán, así como la disposición de Rusia a cooperar con los esfuerzos de Irán para mejorar su acceso a la energía nuclear, parecían proporcionar una perfecta oportunidad para abrir un diálogo político más estrecho y para una eventual alianza. El resultado, al menos en teoría, uniría a la principal potencia eslava del mundo con la potencia islámica más militante del mundo y con la potencia asiática más poderosa y poblada del mundo, creándose así una potente coalición.
El punto de partida necesario para proseguir esa opción de establecer una contraalianza era la renovación de la conexión bilateral entre China y Rusia, lo que permitiría capitalizar el resentimiento de las élites políticas de ambos Estados hacia el surgimiento de los Estados Unidos como única superpotencia global. A principios de 1996 Yeltsin viajó a Pekín y firmó una declaración que denunciaba explícitamente las tendencias «hegemónicas» globales, con lo que estaba dando a entender que los dos Estados se alinearían contra los Estados Unidos. En diciembre, el Primer ministro chino Li Peng devolvió la visita, y ambas partes no sólo reiteraron su oposición a un sistema internacional «dominado por una potencia» sino que apoyaron el reforzamiento de las alianzas existentes. Los comentaristas rusos acogieron favorablemente estos acontecimientos, considerándolos como un cambio positivo en la correlación de poder global y como una respuesta apropiada al patrocinio estadounidense de la expansión de la OTAN. Algunos incluso parecían regocijados de que la alianza chino-rusa diera a los Estados Unidos su merecido castigo.
Sin embargo, una coalición que alíe a Rusia tanto con China como con Irán sólo puede desarrollarse si los Estados Unidos son lo suficientemente cortos de vista como para mantener un antagonismo simultáneo con China e Irán. No hay duda de que esa eventualidad no puede excluirse, y la conducta estadounidense en 1995-1996 casi parecía coherente con la idea de que los Estados Unidos estaban buscando una relación de antagonismo tanto con Teherán como con Pekín. Pero ni Irán ni China estaban preparados para unir estratégicamente su suerte a la de una Rusia inestable y débil. Ambos se dieron cuenta de que semejante coalición, si iba más allá de alguna ocasional orquestación táctica, arriesgaría sus respectivas posibilidades de acceso al mundo más avanzado, a la exclusiva capacidad de inversión y a la necesaria tecnología punta de éste. Rusia tenía muy poco que ofrecer como para poder ser considerada como un socio verdaderamente valioso en una coalición antihegemónica.
De hecho, sin una ideología compartida y sólo unida por un sentimiento «antihegemónico», esta coalición habría sido esencialmente una alianza de una parte del Tercer Mundo contra las partes más avanzadas del primer mundo. Ninguno de sus miembros habría ganado mucho con ello, y China, especialmente, se habría arriesgado a perder sus enormes flujos de inversión. También para Rusia, «el fantasma de una alianza entre China y Rusia (…) incrementaría mucho las posibilidades de que Rusia volviera a sufrir restricciones de tecnología y capital occidental»[19]. El alineamiento acabaría condenando a todos sus participantes, ya fueran dos o tres, a un aislamiento prolongado y a un atraso compartido.
Además, China sería el socio principal de cualquier esfuerzo serio por parte de Rusia de dar forma a esa coalición «antihegemónica». Al ser China más poblada, más industriosa, más innovadora, más dinámica, y al albergar en potencia ciertas ambiciones territoriales con respecto a Rusia, sería inevitable que Rusia quedara relegada al estatus de socio menor, mientras que al mismo tiempo China carecería de los medios (y probablemente de los genuinos deseos) necesarios para ayudar a Rusia a superar su atraso. Así, Rusia se convertiría en un Estado tapón entre una Europa en expansión y una China expansionista.
Por último, algunos expertos rusos en política exterior siguieron manteniendo la esperanza de que un estancamiento en la integración europea, provocado quizás en parte por los desacuerdos internos occidentales sobre la futura configuración de la OTAN, podría llegar a crear al menos unas oportunidades tácticas para posibles escarceos germano-rusos o franco-rusos, en ambos casos en detrimento de la conexión transatlántica entre Europa y los Estados Unidos. Esta perspectiva no era nada nueva, ya que durante la guerra fría Moscú había intentado periódicamente jugar la carta alemana o la francesa. No obstante, algunos de los analistas geopolíticos moscovitas consideraban razonable el cálculo de que un estancamiento en los asuntos europeos crearía unas oportunidades tácticas que podrían ser explotadas contra los Estados Unidos.
Pero eso era lo máximo que podía hacerse: formular meras opciones tácticas. No es probable que Francia o Alemania abandonen sus conexiones con los Estados Unidos. No puede excluirse un coqueteo ocasional, centralizado en algún tema muy definido, especialmente por parte de los franceses, pero una inversión geopolítica de alianzas tendría que ir precedida de una gran conmoción de los asuntos europeos, por una ruptura de la unificación europea y de los vínculos transatlánticos. E incluso en ese caso, es improbable que los Estados europeos se mostraran dispuestos a proseguir con un alineamiento geopolítico verdaderamente extenso con una desorientada Rusia.
Por lo tanto, ninguna de las posibilidades de contra-alianza ofrece, en último análisis, una alternativa viable. La solución para los nuevos dilemas geopolíticos de Rusia no está en el establecimiento de una contraalianza, ni se realizará a través de la ilusión de mantener una asociación estratégica en condiciones de igualdad con los Estados Unidos, ni mediante el esfuerzo en crear alguna nueva estructura política y económicamente «integrada» en el espacio de la ex Unión Soviética. Al plantear estas posibilidades se evade la única opción que en realidad está abierta a Rusia.
EL DILEMA DE LA ALTERNATIVA ÚNICA
La única verdadera opción geoestratégica de Rusia —la opción que podría dar a Rusia un papel internacional realista y también maximizar las oportunidades de transformarse y modernizarse socialmente— está en Europa. Y no en cualquier Europa, sino en la Europa transatlántica de la UE y la OTAN en expansión. Tal Europa está en proceso de formación, como hemos visto en el capítulo 3, y es también posible que permanezca estrechamente vinculada a los Estados Unidos. Esa es la Europa a la que Rusia deberá vincularse para evitar un peligroso aislamiento geopolítico.
Para los Estados Unidos, Rusia es demasiado débil como para ser un socio pero demasiado fuerte para ser tan sólo un paciente. Y es muy posible que se convierta en un problema, a menos que los Estados Unidos promuevan un arreglo que ayude a convencer a los rusos de que la mejor alternativa para su país es establecer una conexión cada vez más orgánica con una Europa transatlántica. Aunque no hay posibilidades de que se establezca una alianza estratégicas entre Rusia y China o entre Rusia e Irán a largo plazo, es evidente la importancia que tiene para los Estados Unidos evitar políticas que puedan distraer a Rusia de tomar la necesaria decisión geopolítica. En la medida de lo posible, las relaciones estadounidenses con China e Irán deberían, por lo tanto, ser formuladas teniendo en mente su impacto en los cálculos geopolíticos rusos. Perpetuar ilusiones sobre grandes opciones geoestratégicas sólo puede retrasar la elección histórica que Rusia debe hacer para poner fin a su profundo malestar.
Sólo una Rusia dispuesta a aceptar las nuevas realidades de Europa, tanto económicas como geopolíticas, podrá beneficiarse internamente de la ampliación del alcance de la cooperación transcontinental europea en materia de comercio, comunicaciones, inversiones y educación. La participación de Rusia en el Consejo de Europa es, por lo tanto, un paso en una muy buena dirección. Es el anticipo de unos mayores vínculos institucionales entre la nueva Rusia y la Europa en proceso de expansión. También supone que, si Rusia sigue ese camino, no le quedará otra alternativa que la de emular, en el futuro, la conducta elegida por la Turquía postotomana, que decidió despojarse de sus ambiciones imperiales y embarcarse muy decididamente en el camino de la modernización, la europeización y la democratización.
Ninguna otra alternativa puede ofrecer a Rusia los beneficios que puede darle una Europa moderna, rica y democrática vinculada a los Estados Unidos. Europa y los Estados Unidos no representan una amenaza para una Rusia que se comporte como un Estado nacional no expansivo y democrático. No abrigan ambiciones territoriales con respecto a Rusia, algo que China podría hacer algún día, ni tampoco comparten una frontera insegura y potencialmente violenta, como es el caso de la frontera entre Rusia y las naciones musulmanas del sur, étnica y territorialmente poco clara. Por el contrario, tanto para Europa como para los Estados Unidos, una Rusia nacional y democrática es una entidad geopolíticamente deseable, una fuente de estabilidad en el volátil complejo euroasiático.
Por consiguiente, Rusia se enfrenta al dilema de que, para que la opción a favor de Europa y los Estados Unidos brinde beneficios tangibles, hace falta, en primer lugar, una clara abjuración del pasado imperial y, en segundo lugar, que no se haga ninguna tergiversación sobre los vínculos políticos y de seguridad en expansión entre Europa y los Estados Unidos. El primer requisito implica adaptarse al pluralismo geopolítico que prevalece actualmente en el espacio de la ex Unión Soviética. Ese requisito no excluye la cooperación económica, preferentemente según el modelo de la vieja Asociación Europea de Libre Comercio, pero no es compatible con que se pongan límites a la soberanía política de los nuevos Estados, por la sencilla razón de que ellos no los desean. Lo más importante en este sentido es la necesidad de que Rusia acepte, de manera clara y sin ambigüedades, la existencia individual de Ucrania, sus fronteras y su propia identidad nacional.
El segundo requisito puede ser aún más difícil de digerir. Una relación verdaderamente cooperativa con la comunidad transatlántica no puede basarse en la idea de que los Estados democráticos de Europa que desean formar parte de ella pueden verse excluidos por deseo ruso. La expansión de esa comunidad no debe hacerse con prisas, y no debería, por cierto, basarse en ningún sentimiento antirruso. Pero no puede ni debe frenarse por un designio político que reflejaría un concepto anticuado de las relaciones de seguridad europeas. Una Europa democrática y en expansión debe ser un proceso histórico abierto que no debe estar sujeto a limitaciones geográficas políticamente arbitrarias.
Para muchos rusos, el dilema de la alternativa única puede ser, en un principio y por algún tiempo más, demasiado difícil de resolver. Requerirá una enorme cantidad de voluntad política y quizás también la aparición de un líder excepcional, capaz de elegir y de articular la concepción de una Rusia democrática, nacional, verdaderamente moderna y europea. Puede que ello no ocurra en los próximos tiempos. Superar las crisis poscomunista y postimperial requerirá no sólo más tiempo que el que hizo falta para la transformación poscomunista de Europa Central, sino también que surja un liderazgo político clarividente y estable. No hay ningún Ataturk ruso al alcance de la vista. No obstante, en el futuro los rusos deberán reconocer que la redefinición nacional de Rusia no es un acto de capitulación sino un acto de liberación[20]. Tendrán que aceptar que lo que Yeltsin dijo en Kiev en 1990 sobre un futuro no imperial para Rusia era algo absolutamente acertado. Y una Rusia auténticamente no imperial seguirá siendo una gran potencia que destacará en Eurasia, que es, de lejos, la mayor unidad territorial del mundo.
En cualquier caso, la redefinición de «Qué es Rusia y dónde está Rusia» se hará probablemente sólo por etapas, y exigirá una postura occidental sabia y firme. Los Estados Unidos y Europa tendrán que colaborar. Deberían ofrecer a Rusia no sólo un tratado especial o una carta con la OTAN sino que también deberían empezar a explorar junto a Rusia la configuración de un futuro sistema transcontinental de seguridad y cooperación que vaya mucho más allá de la estructura laxa de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE). Y si Rusia consolida sus instituciones democráticas internas y hace progresos tangibles en el desarrollo económico basado en el libre mercado, una asociación cada vez más estrecha con la OTAN y con la UE no debería descartarse.
Al mismo tiempo, es igualmente importante que Occidente, especial mente los Estados Unidos, lleven a cabo políticas que perpetúen el dilema de la alternativa única de Rusia. La estabilización política y económica de los nuevos Estados postsoviéticos es un factor decisivo para la autodefinición histórica de Rusia. De ahí que el apoyo a los nuevos Estados postsoviéticos —para impulsar el pluralismo geopolítico en el espacio del ex Imperio soviético— debe ser un elemento esencial en la política diseñada para inducir a Rusia a ejercer sin ambigüedades su opción europea. Tres de esos Estados son especialmente importantes desde el punto de vista geopolítico: Azerbaiyán, Uzbekistán y Ucrania.
Un Azerbaiyán independiente puede servir como corredor para que Occidente acceda a la cuenca del mar Caspio, rica en energía, y a Asia Central. Un Azerbaiyán sojuzgado supondría, por el contrario, el aislamiento de Asia Central con respecto al mundo exterior, lo que a su vez la haría políticamente vulnerable a las presiones rusas para la reintegración. Uzbekistán, la nación más vital y más poblada de los Estados de Asia Central, representa un importante obstáculo para que Rusia pueda controlar nuevamente la región. Su independencia es básica para la supervivencia de los demás Estados de Asia Central y es el Estado menos vulnerable a las presiones rusas.
Sin embargo, Ucrania es todavía más importante. A medida que avance el proceso de ampliación de la UE y de la OTAN, Ucrania podrá llegar a estar en posición de elegir si desea formar parte de alguna de esas organizaciones. Es posible que, para reforzar su estatus autónomo, Ucrania desee unirse a ambas, una vez que éstas lleguen a sus fronteras y cuando su propia transformación interna le dé las cualificaciones necesarias para acceder a ellas. Aunque eso llevará tiempo, no es demasiado pronto para que Occidente —que entretanto deberá reforzar sus vínculos económicos y de seguridad con Kiev— empiece a considerar la década del 2005-2015 como una franja de tiempo razonable para iniciar la progresiva inclusión de Ucrania, reduciendo con ello el riesgo de que los ucranianos teman que la expansión de Europa se detenga en la frontera polaco-ucraniana.
Pese a sus protestas, es probable que Rusia acceda a la ampliación de la OTAN en 1999, en la que ingresarían varios Estados centroeuropeos, porque la brecha cultural y social entre Rusia y Europa Central es mucho mayor desde la caída del comunismo. En cambio, para Rusia será incomparablemente más difícil aceptar el ingreso de Ucrania en la OTAN, porque ello significaría reconocer que el destino de Ucrania ha dejado de estar orgánicamente vinculado al de Rusia. Sin embargo, para que Ucrania sobreviva como Estado independiente deberá formar parte, más que de Eurasia, de Europa Central, y para que pueda formar parte de Europa Central deberá compartir por completo los vínculos de los centroeuropeos con la OTAN y con la Unión Europea. La aceptación rusa de esos vínculos definirá por lo tanto el sentido de las propias decisiones de Rusia sobre si convertirse verdaderamente en una parte de Europa. La negativa de Rusia equivaldría al rechazo de Europa en favor de una identidad y existencia solitariamente «euroasiática».
El factor clave que se debe tener en mente es que Rusia no puede estar en Europa si Ucrania no lo está, mientras que Ucrania puede estar en Europa sin que Rusia lo esté. Suponiendo que Rusia decida compartir su suerte con Europa, en último término la propia Rusia estará interesada en que Ucrania quede incluida en las estructuras europeas en expansión. No hay duda de que la relación entre Ucrania y Europa podría ser crucial para la propia Rusia. Pero eso significa también que el momento definitorio para la relación de Rusia con Europa todavía está por llegar. «Definitorio» en el sentido de que la opción de Ucrania en favor de Europa obligaría a Rusia a tomar una decisión sobre la siguiente fase de su historia: ser también una parte de Europa o convertirse en un proscrito euroasiático, ni verdaderamente europeo ni verdaderamente asiático, y empantanado en los conflictos de su «extranjero próximo».
Debe esperarse que, en el marco de una relación de cooperación entre la Europa en expansión y Rusia, los vínculos bilaterales formales se conviertan en unos lazos económicos, políticos y de seguridad más orgánicos y vinculantes. De este modo, en el transcurso de las dos primeras décadas del próximo siglo, Rusia podría convertirse progresivamente en una parte integral de una Europa que no sólo incluyera a Ucrania sino que llegara hasta los Urales, e incluso más lejos. Una asociación de Rusia en las estructuras europeas y transatlánticas, o incluso alguna manera de participación en ellas, abriría a su vez las puertas a la inclusión de los tres países caucásicos —Georgia, Armenia y Azerbaiyán— que tan ansiosamente desean establecer una conexión con Europa.
No se puede predecir la velocidad que podría tener ese proceso, pero una cosa es cierta: progresará más rápidamente si se crea un contexto geopolítico que impulse el avance de Rusia en esa dirección y que, al mismo tiempo, impida otras tentaciones. Y cuanto más rápido avance Rusia hacia Europa, más pronto se llenará el agujero negro de Eurasia con una sociedad cada vez más moderna y democrática. No hay duda de que, para Rusia, el dilema de la alternativa única ha dejado de ser una cuestión de decisión geopolítica y se ha convertido en una cuestión de hacer frente a los imperativos de la supervivencia.