Capítulo 3
LA CABEZA DE PUENTE DEMOCRÁTICA
Europa es el aliado natural de los Estados Unidos. Comparte sus mismos valores; participa, en términos generales, de la misma herencia religiosa; practica la misma política democrática y es la madre patria de la gran mayoría de los estadounidenses. Al abrir el camino de la integración de Estados-naciones en una unión económica supranacional —que podría convertirse en una unión política—, Europa está indicando también la vía hacia unas formas más amplias de organización posnacional, más allá de las concepciones estrechas y de las pasiones destructivas de la era del nacionalismo. Europa ya es la región del mundo con más organizaciones multilaterales (véase el cuadro de la página siguiente). El éxito de su unificación política crearía una entidad única de alrededor de 400 millones de personas viviendo bajo un tejado democrático y disfrutando un nivel de vida comparable al de los Estados Unidos. Semejante Europa sería, inevitablemente, una potencia global.
Europa sirve también de trampolín para la progresiva expansión de la democracia en Eurasia. La expansión europea hacia el este consolidaría la victoria democrática de los noventa. Equipararía, en el plano político y económico, el ámbito esencialmente civilizacional de Europa —lo que ha sido llamado la Europa Petrina— tal como está definido por la antigua herencia religiosa común europea derivada del cristianismo de rito occidental. Tal Europa existió una vez, antes de la era del nacionalismo y mucho antes de la reciente división de Europa en dos mitades respectivamente dominadas por los soviéticos y los estadounidenses. Esa Europa más extensa podría ejercer una atracción magnética sobre los Estados situados aún más al este, estableciendo una red de vínculos con Ucrania, Bielorrusia y Rusia, arrastrándolos hacia una cooperación cada vez estrecha y propugnando, al mismo tiempo, unos principios democráticos comunes. Con el tiempo, tal Europa podría convertirse en uno de los pilares vitales de una estructura euroasiática de seguridad y cooperación más extensa y patrocinada por los Estados Unidos.
Pero ante todo, Europa es la principal cabeza de puente geopolítica en el continente euroasiático. Los intereses estadounidenses en Europa son enormes. A diferencia de los vínculos de los Estados Unidos con Japón, la Alianza Atlántica conduce la influencia política y el poder militar estadounidense directamente al continente euroasiático. En el estado actual de las relaciones entre Europa y Estados Unidos, con unas naciones europeas aliadas aún muy dependientes de la protección estadounidense en materia de seguridad, cualquier expansión del ámbito europeo entraña automáticamente una expansión del área de influencia directa estadounidense. A la inversa, sin unos estrechos vínculos transatlánticos la primacía estadounidense en Eurasia puede desvanecerse rápidamente. El control estadounidense sobre el océano Atlántico y la capacidad de Estados Unidos para proyectar su influencia y su poder en Eurasia cada vez más profundamente quedarían seriamente limitados.
El problema, no obstante, es que no existe una Europa verdaderamente «europea». Es una concepción, una noción y una meta, pero todavía no es una realidad. Europa Occidental es ya un mercado común, pero todavía está lejos de ser una única entidad política. Una Europa política está aún por surgir. La crisis de Bosnia constituyó una dolorosa demostración de la continuada ausencia europea, si es que hacía falta una demostración. La cruda realidad es que Europa Occidental, y también —en una medida cada vez más importante— Europa Central, siguen siendo un protectorado estadounidense, con unos Estados aliados que recuerdan a los antiguos vasallos y tributarios. Ello no resulta saludable, ni para los Estados Unidos ni para las naciones europeas.
La situación es todavía peor debido al persistente declive de la vitalidad interna europea. Tanto la legitimidad del sistema socioeconómico actual como la imagen de la identidad europea son vulnerables. En varios Estados europeos es posible detectar una crisis de confianza y una pérdida de impulso creativo, así como también una actitud interna aislacionista y que busca evadirse de los grandes dilemas del mundo. No está claro si la mayoría de europeos quieren siquiera que Europa sea una gran potencia y si están preparados para hacer lo necesario para que se convierta en una. Incluso la actitud residual antiestadounidense de los europeos, actualmente bastante débil, es sorprendentemente cínica: los europeos deploran la «hegemonía» estadounidense pero se sienten cómodos a su amparo.
La unificación política de Europa fue impulsada por tres factores principales: los recuerdos de la destrucción causada por las dos guerras mundiales, la búsqueda de una recuperación económica y la inseguridad generada por la amenaza soviética. A mediados de los noventa, empero, ese impulso se ha debilitado. La recuperación económica, en términos generales, se ha alcanzado; en todo caso, el problema al que Europa se ve enfrentada cada vez más es el de un sistema de prestaciones sociales excesivamente oneroso que está socavando la vitalidad económica europea, al tiempo que la resistencia apasionada a cualquier tipo de reforma por parte de intereses particulares desvía la atención política europea hacia los asuntos internos. La amenaza soviética ha desaparecido, pero el deseo de algunos europeos de independizarse de la tutela estadounidense no se ha traducido en un apremiante impulso a la unificación del continente.
La causa europea ha sido apoyada de manera creciente por parte de la burocracia generada por la vasta maquinaria institucional creada por la Comunidad Europea y su sucesora, la Unión Europea. La idea de unidad sigue contando con un apoyo popular significativo, pero tiende a ser tibia, carente de pasión y de un sentido de misión. En general, la Europa Occidental actual da la impresión de ser un conjunto de sociedades turbulentas, desenfocadas y confortables —aunque socialmente agitadas— que no comparten una concepción más amplia. En una medida cada vez mayor, la unificación europea es un proceso, no una causa.
Sin embargo, las élites políticas de las dos principales naciones europeas —Francia y Alemania— mantienen, en buena medida, su compromiso para con la meta de modelar y definir una Europa que sea verdaderamente Europa. Son, por lo tanto, los principales arquitectos de Europa. Si trabajan juntos, podrían construir una Europa digna de su pasado y de sus potencialidades. Pero cada uno está comprometido con una concepción y un diseño algo diferentes, y ninguno es lo suficientemente fuerte como para imponerse por sí mismo.
Esta situación brinda a los Estados Unidos una oportunidad especial para intervenir de manera decisiva. La unidad europea requiere del compromiso estadounidense, puesto que de otro modo la unificación podría detenerse y luego, incluso, deshacerse gradualmente. Pero cualquier compromiso efectivo de los Estados Unidos con la construcción europea debe guiarse por un pensamiento claro en lo que respecta al tipo de Europa que los Estados Unidos prefieren y están dispuestos a promover —un socio igualitario o un aliado menor— y debe tener en cuenta la futura extensión de la Unión Europea y de la OTAN. Ese compromiso requiere también dirigir con habilidad a los dos principales arquitectos europeos.
GRANDEZA Y REDENCIÓN
Francia busca reencarnarse como Europa; Alemania busca la redención a través de Europa. Esas diferentes motivaciones permiten en gran medida explicar y definir la sustancia de los diseños alternativos de Europa de franceses y alemanes.
Para Francia, Europa es el medio de recuperar su pasada grandeza. Incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, la cuestión del progresivo declive de la centralidad europea en los asuntos mundiales preocupaba ya a algunos serios estudiosos franceses de las relaciones internacionales. Durante las varias décadas que duró la guerra fría, esa preocupación se convirtió en resentimiento contra la dominación «anglosajona» de Occidente, a lo que se sumó el desprecio por la «americanización» de la cultura occidental, relacionada con lo anterior. La creación de una Europa genuina —en palabras de Charles De Gaulle, «del Atlántico a los Urales»— remediaría esa deplorable situación. Y dado que esa Europa sería liderada por París, Francia recuperaría la grandeza que los franceses siguen considerando como el destino especial de su nación.
Para Alemania, el compromiso con Europa es la base de la redención nacional, mientras que la íntima conexión con los Estados Unidos es crucial para su seguridad. Por lo tanto, una Europa más activamente independiente de Estados Unidos no representa una opción viable. Para Alemania, redención + seguridad = Europa + Estados Unidos. Esa fórmula define la postura y la política alemanas y hace de Alemania un buen ciudadano europeo y, simultáneamente, el mayor apoyo europeo de los Estados Unidos.
En su ferviente compromiso con Europa, Alemania ve una purificación histórica y una restauración de sus credenciales morales y políticas. Al redimirse a través de Europa, Alemania restaura su propia grandeza, al tiempo que obtiene una misión que no tiene por qué movilizar automáticamente el resentimiento y los temores europeos contra ella. Si Alemania persigue el interés nacional alemán, con ello corre el riesgo de poner en su contra a los demás europeos; si Alemania promueve el interés común europeo, obtiene el apoyo y el respeto de los europeos.
En las cuestiones centrales de la guerra fría Francia fue un aliado leal, dedicado y decidido. Permaneció hombro con hombro con los Estados Unidos en los momentos cruciales. Tanto durante los dos bloqueos de Berlín como durante la crisis de los misiles cubanos no hubo dudas respecto a la firmeza francesa. Pero el apoyo francés a la OTAN estuvo templado por un deseo simultáneo de establecer una identidad política francesa independiente y de preservar para Francia una libertad de acción básica, especialmente en las cuestiones relacionadas con el estatus global de Francia o con el futuro de Europa.
Hay un elemento de obsesión megalómana en la preocupación de la élite política francesa con la idea de que Francia sigue siendo una potencia global. Cuando el Primer ministro Alain Juppé, haciéndose eco de sus predecesores, declaró a la Asamblea Nacional en mayo de 1995 que «Francia puede y debe afirmar su vocación como potencia mundial», los reunidos estallaron en un aplauso espontáneo. La insistencia francesa en el desarrollo de su propio sistema de disuasión nuclear se basó, en gran medida, en la creencia de que Francia podría, a través de él, incrementar su propia libertad de acción y al mismo tiempo obtener la capacidad de influir sobre las decisiones de vida o muerte sobre la seguridad de la alianza occidental en general que los Estados Unidos debían tomar. Francia no intentó elevar su estatus con respecto a la Unión Soviética, ya que el sistema de disuasión nuclear francés podía tener, en el mejor de los casos, sólo un impacto marginal sobre los instrumentos militares soviéticos. París entendía, en cambio, que con un armamento nuclear propio Francia podría desempeñar cierto papel en los niveles más altos y en los procesos de toma de decisiones más delicados.
Desde el punto de vista francés, la posesión de armas nucleares fortalecía las pretensiones de Francia de ser considerada como una potencia global, de que su opinión fuera respetada en todo el mundo. Las armas nucleares reforzaron de manera tangible la posición francesa como uno de los cinco miembros con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, todos ellos potencias nucleares. En la perspectiva francesa, el sistema de disuasión nuclear británico era simplemente una extensión del estadounidense, especialmente debido al compromiso británico con la relación especial y al hecho de que los británicos se mantuvieran al margen del esfuerzo de construir una Europa independiente. (El hecho de que el programa nuclear francés se beneficiara de manera significativa de la asistencia encubierta estadounidense no influía en los cálculos estratégicos de Francia). El sistema de disuasión nuclear francés consolidó asimismo, desde el punto de vista de Francia, su posición de mando como la principal potencia continental, el único Estado verdaderamente europeo dotado de armamento nuclear.
Los esfuerzos decididos de Francia para desempeñar un papel especial en la seguridad de la mayoría de los países africanos francófonos constituyen asimismo una expresión de las ambiciones globales francesas. Pese a la pérdida —tras unos combates prolongados— de Vietnam y de Argelia y a la desaparición de su gran imperio, esa misión de seguridad, así como el persistente control francés sobre unas desparramadas islas del Pacífico (que han proporcionado a Francia el emplazamiento para llevar a cabo unas controvertidas pruebas atómicas), ha reforzado la convicción de la élite francesa de que Francia sigue teniendo efectivamente un papel global que desempeñar, pese a la realidad de que, en lo esencial, es una potencia media europea postimperial.
Todo lo anterior ha apoyado, y también motivado, las reivindicaciones francesas de liderar a Europa. Con una Gran Bretaña automarginada y que básicamente es un apéndice del poder estadounidense, y con una Alemania dividida durante gran parte de la guerra fría y aún en condiciones de inferioridad a causa de su historia durante el siglo XX, Francia pudo apoderarse de la idea de Europa, identificarse con ella y usurparla, volviéndola idéntica a la concepción que tenía Francia de sí misma. El país que inventó en primer lugar la idea del Estado-nación soberano y que hizo del nacionalismo una religión civil, consideró así muy natural verse a sí misma —con el mismo compromiso emocional con que en épocas anteriores estuvo investida la idea de la patrie— como la personificación de una Europa independiente pero unida. La grandeza de una Europa liderada por Francia sería, por lo tanto, la de la propia Francia.
Esta vocación especial, generada por un sentimiento profundamente arraigado de destino histórico y fortificada por un orgullo cultural único, tiene unas importantes implicaciones políticas. El espacio geopolítico clave que Francia tuvo que mantener dentro de su órbita de influencia —o, al menos, impedir que cayera bajo el dominio de un Estado más poderoso que ella— puede dibujarse en el mapa en forma de semicírculo. Incluye la península ibérica, la costa norte del Mediterráneo Occidental y Alemania hacia Europa Centro-oriental (véase el mapa de la página siguiente). Ese es no sólo el radio mínimo de la seguridad francesa sino también el área fundamental de los intereses políticos franceses. Sólo con el apoyo asegurado de los Estados del sur y con el respaldo alemán garantizado puede perseguirse efectivamente la meta de construir una Europa unificada e independiente liderada por Francia. Y es obvio que, dentro de esa órbita geopolítica, la relación con la cada vez más poderosa Alemania será la más difícil de gestionar.
Según el punto de vista francés, el objetivo central de una Europa unida e independiente se puede alcanzar mediante la combinación de la unificación de Europa bajo liderazgo francés y la disminución simultánea, aunque gradual, de la primacía estadounidense en el continente. Pero si Francia quiere dar forma al futuro de Europa, debe comprometer en ello —estableciendo, al mismo tiempo, límites— a Alemania, intentando además que poco a poco Washington ceda su liderazgo político en los asuntos europeos. Los dilemas políticos resultantes, cruciales para Francia, son básicamente dos: cómo preservar el compromiso de seguridad estadounidense para con Europa —que Francia sigue reconociendo esencial— reduciendo, mientras tanto, la presencia estadounidense de manera equilibrada; y cómo mantener la asociación francoalemana como el motor político y económico de la unificación europea impidiendo, al mismo tiempo, que Alemania se haga con el liderazgo de Europa.
Si Francia fuera realmente una potencia global, la resolución de esos dilemas, en el marco de la persecución de la meta central francesa, no resultaría difícil. Ninguno de los demás Estados europeos, excepto Alemania, abrigan las mismas ambiciones ni están impulsados por el mismo sentido de misión. Incluso Alemania podría quizá llegar a aceptar el liderazgo francés en una Europa unida pero independiente (de los Estados Unidos), pero sólo si percibiera a Francia como una genuina potencia global y pudiera por lo tanto proporcionar a Europa esa seguridad que no puede darle Alemania, pero sí los Estados Unidos.
Alemania, sin embargo, conoce los límites reales del poder francés. Francia es mucho más débil que Alemania en lo económico y la cúpula militar francesa (como demostró la guerra del Golfo de 1991) no es muy competente. Es lo suficientemente eficaz como para aplastar golpes de Estado en los países africanos satélites de Francia, pero no puede ni proteger a Europa ni proyectar un poder significativo fuera de Europa. Francia es, ni más ni menos, una potencia media europea. Por consiguiente, si para construir Europa Alemania ha alimentado el orgullo francés, para mantener una Europa verdaderamente segura no ha aceptado seguir ciegamente el liderazgo francés sino que no ha dejado de reclamar un papel central para los Estados Unidos en la seguridad europea.
Esa realidad, dolorosa para la autoestima francesa, surgió con mayor claridad tras la reunificación de Alemania. Hasta entonces, la reconciliación francoalemana parecía consistir en que el liderazgo político francés cabalgaba cómodamente sobre el dinamismo económico alemán. En realidad, esa percepción convenía a ambas partes. Mitigaba los temores tradicionales europeos respecto a Alemania y tenía el efecto de fortificar y gratificar las ilusiones francesas, dando la impresión de que la construcción de Europa era liderada por Francia y respaldada por una Alemania Occidental económicamente dinámica.
Pese a los malentendidos que suscitó, la reconciliación francoalemana fue, no obstante, un acontecimiento positivo y de gran importancia para Europa. Sentó las bases principales de todos los progresos alcanzados hasta ahora en el difícil proceso de unificación. Fue, además, totalmente compatible con los intereses estadounidenses y con el mantenimiento del viejo compromiso estadounidense con la promoción de la cooperación transnacional en Europa. Una ruptura de la cooperación francoalemana sería un revés fatal para Europa y un desastre para la posición estadounidense en Europa.
El tácito apoyo estadounidense permitió que Francia y Alemania impulsaran el proceso hacia la unificación europea. La reunificación alemana, además, aumentó los incentivos de los franceses para encerrar a Alemania en un marco europeo. Así, el 6 de diciembre de 1990 el presidente francés y el canciller alemán se comprometieron a perseguir la meta de una Europa federal y diez días después la conferencia intergubernamental sobre la unión política celebrada en Roma dio —pese a las reservas británicas— un claro mandato a los doce ministros de Exteriores de las Comunidades Europeas para que prepararan un proyecto de tratado sobre la unión política.
Sin embargo, también la reunificación alemana cambió significativamente los parámetros reales de la política europea. Desde el punto de vista geopolítico, la reunificación constituyó una derrota tanto para Rusia como para Francia. La Alemania unida no sólo dejó de ser un socio político menor de Francia sino que se convirtió automáticamente en la potencia principal indisputada de Europa Occidental e incluso, parcialmente, en una potencia global, especialmente a través de sus importantes contribuciones financieras al mantenimiento de las principales instituciones internacionales[7]. La nueva realidad causó, en cierta medida, un desencanto mutuo en la relación francoalemana, porque Alemania pasó a tener la capacidad y la voluntad de articular y de promover abiertamente su propia visión de una Europa futura, aún en calidad de socio de Francia, pero ya no como su protegida.
Para Francia, la consiguiente disminución de su influencia tuvo varias consecuencias en sus políticas. De alguna manera, Francia debía volver a obtener una mayor influencia dentro de la OTAN —en la que se había abstenido de actuar, en gran medida en protesta contra el dominio estadounidense— y al mismo tiempo compensar su relativa debilidad con más maniobras diplomáticas. El regreso a la OTAN permitiría a Francia influir más en los Estados Unidos; un coqueteo ocasional con Moscú o con Londres generaría presiones desde el exterior sobre los Estados Unidos y sobre Alemania.
En consecuencia, como parte de una política consistente en preferir la maniobra al disenso, Francia regresó a la estructura de mandos de la OTAN. En 1994 Francia había vuelto a ser un participante activo de facto en la toma de decisiones políticas y militares de la OTAN; a fines de 1995 los ministros franceses de Exteriores y de Defensa habían vuelto a asistir regularmente a las sesiones de la alianza. Pero esto tenía un precio: una vez que estuvieron totalmente adentro, reafirmaron su determinación de reformar la estructura de la alianza para obtener un mayor equilibrio entre el liderazgo estadounidense y la participación europea. Querían que el componente colectivo europeo tuviera un perfil más alto y un papel mayor. El ministro de Exteriores francés Hervé de Charette afirmó en un discurso el 8 de abril de 1996: «Para Francia, el objetivo fundamental [del acercamiento] es el de imponer una identidad europea dentro de la alianza que sea operacionalmente creíble y políticamente visible».
Al mismo tiempo, París estaba muy dispuesta a explotar tácticamente sus vínculos tradicionales con Rusia para influir en la política europea de los Estados Unidos y a resucitar, cuando pareciera necesario, la vieja alianza franco-británica para debilitar la creciente primacía de Alemania en Europa. El ministro de Exteriores francés lo afirmó casi explícitamente en agosto de 1996, cuando declaró que «si Francia quiere desempeñar un papel internacional, debe sacar provecho de la existencia de una Rusia fuerte, debe ayudarle a reafirmarse como una gran potencia», llevando al ministro de Exteriores ruso a corresponder a esa afirmación con la de que «de todos los líderes mundiales, los franceses son los que están más cerca de mantener una actitud constructiva en sus relaciones con Rusia»[8].
Así, pues, el inicialmente tibio apoyo francés a la ampliación de la OTAN hacia el este —en realidad un escepticismo poco disimulado con respecto a su conveniencia— era en parte una táctica con la que Francia pretendía obtener mayor influencia en sus tratos con los Estados Unidos. Precisamente porque Estados Unidos y Alemania eran los principales impulsores de la expansión de la OTAN, a Francia le resultaba conveniente mantener una actitud fría y reticente, expresar preocupación sobre el impacto potencial que la iniciativa tendría sobre Rusia y actuar como el interlocutor europeo más sensible para con Moscú. A algunos centroeuropeos les pareció incluso que Francia daba la impresión de que no era contraria a la existencia de una esfera de influencia rusa en Europa Oriental. La carta rusa, por lo tanto, no sólo sirvió para equilibrar a Estados Unidos y para transmitir un mensaje no muy sutil a Alemania, sino que también aumentó las presiones sobre los Estados Unidos para que consideraran favorablemente las propuestas francesas respecto a la reforma de la OTAN.
En último término, la expansión de la OTAN requerirá la unanimidad de los dieciséis miembros de la alianza. París sabía que su aquiescencia era no sólo vital para esa unanimidad sino también que se necesitaba el apoyo real de Francia para evitar una obstrucción por parte de otros miembros de la alianza. Así, pues, no hizo un secreto de las intenciones francesas de convertir el apoyo a la ampliación de la OTAN en un rehén de la posterior aceptación de los Estados Unidos de las demandas francesas relativas a la transformación del equilibrio de poder dentro de la alianza y de su organización básica.
En un principio, la actitud francesa respecto a la expansión hacia el este de la Unión Europea fue igualmente tibia. En esa cuestión, el liderazgo correspondió en gran medida a Alemania, con el apoyo de los Estados Unidos pero sin el mismo grado de compromiso estadounidense como en el caso de la expansión de la OTAN. Aunque en la OTAN Francia tendía a argumentar que la expansión de la UE proporcionaría un paraguas más adecuado para los Estados ex comunistas, no bien Alemania empezó a presionar para una ampliación más rápida de la UE que incluyera a Europa Central, Francia empezó a oponer obstáculos técnicos y también a pedir que la UE prestara una atención semejante al desprotegido flanco sur mediterráneo de Europa. (Esas diferencias salieron a la luz ya en la cumbre francoalemana de noviembre de 1994.) Con su insistencia en ese último tema, Francia obtuvo el apoyo de los países del sur de la OTAN, maximizando así su capacidad negociadora global. Pero el precio de ello fue un alejamiento creciente de las concepciones geopolíticas sobre Europa de Francia y de Alemania, una brecha que sólo disminuyó parcialmente con la aceptación tardía francesa, en el segundo semestre de 1996, de que Polonia ingresara en la OTAN y en la UE.
Esa brecha era inevitable, dados los cambios en el contexto histórico. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la Alemania democrática había admitido que la reconciliación francoalemana era necesaria para construir una comunidad europea en la mitad occidental de la Europa dividida. Esa reconciliación era también crucial para la rehabilitación histórica de Alemania. Por lo tanto, el precio que se pagaba por ello —la aceptación del liderazgo francés— se consideraba justo. Al mismo tiempo, la continua amenaza soviética a una Alemania Occidental vulnerable hizo de la lealtad hacia los Estados Unidos el requisito fundamental de su supervivencia, e incluso los franceses lo reconocieron así. Pero tras el colapso soviético la subordinación de Alemania a Francia no era ni necesaria ni apropiada para lograr el objetivo de construir una Europa mayor y más unida. Una asociación igualitaria francoalemana, en la que de hecho la Alemania reunificada pasaba a ser el socio más fuerte, era un negocio más que bueno para París; de ahí que los franceses se vieran obligados a aceptar los deseos alemanes de mantener una relación de seguridad preferente con su aliado y protector transatlántico.
Con el fin de la guerra fría, esa relación asumió una nueva importancia para Alemania. En el pasado había protegido a Alemania de una amenaza externa pero muy próxima y era la precondición necesaria de la eventual reunificación del país. Con la Unión Soviética desaparecida y Alemania reunificada, el vínculo con los Estados Unidos pasó a proporcionar el paraguas bajo el cual Alemania podía asumir más abiertamente un papel de liderazgo en Europa Central sin amenazar simultáneamente a sus vecinos. La conexión estadounidense proporcionó algo más que un certificado de buen comportamiento: aseguró a los vecinos de Alemania que una relación estrecha con Alemania significaba también una relación más estrecha con los Estados Unidos. Todo ello hizo que a Alemania le resultara más sencillo definir con mayor franqueza sus propias prioridades geopolíticas.
Alemania —bien anclada en Europa y convertida en un país inofensivo pero seguro a través de la visible presencia militar estadounidense— podía convertirse en la promotora de la asimilación de la recientemente liberada Europa Central en las estructuras europeas. No se trataría de la vieja Mitteleuropa del imperialismo alemán sino de una comunidad más benigna dedicada a la renovación económica estimulada por las inversiones y el comercio alemán, con una Alemania que también actuaría como promotora de la futura inclusión formal de la nueva Mitteleuropa en la Unión Europea y en la OTAN. Dado que la alianza francoalemana le proporcionaba la plataforma necesaria para afirmarse en un nuevo papel regional más activo, Alemania no necesitaba seguir comportándose con timidez y podía reafirmar su posición dentro de la órbita de sus intereses particulares.
En el mapa de Europa, el área de los intereses especiales alemanes podría dibujarse como un óvalo que en el oeste incluiría, por supuesto, a Francia y que en el este abarcaría a los Estados poscomunistas recientemente emancipados de Europa Central, incluyendo a las repúblicas Bálticas, a Ucrania y a Bielorrusia y llegando incluso hasta Rusia (véase el mapa 3.1 [pág. 72]). En muchos aspectos, esta zona se corresponde con el radio histórico del área de influencia cultural constructiva alemana, construida durante la era prenacionalista por colonos alemanes urbanos y campesinos en Europa Centro-oriental y en las repúblicas bálticas, quienes fueron expulsados en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Aún más importante es el hecho de que las zonas que son objeto de una preocupación especial para los franceses (a las que ya se ha hecho referencia) y las que los son para los alemanes, cuando se consideran al mismo tiempo, como en el mapa 3.1, definen, en efecto, los límites occidental y oriental de Europa, mientras que el solapamiento entre ambas zonas subraya la importancia política decisiva de la conexión francoalemana como núcleo vital de Europa.
El punto crítico que marcó la asunción, por parte de Alemania, de un papel decididamente activo en Europa Central fue el de la reconciliación germano-polaca de mediados de los noventa. Pese a algunas reticencias iniciales, la Alemania reunificada (con el acicate de los Estados Unidos) reconoció formalmente como permanente la frontera Oder-Neisse con Polonia, y con ello, a su vez, eliminó la única reserva polaca importante con respecto al mantenimiento de una relación más estrecha con Alemania. A partir de algunos gestos mutuos de buena voluntad y de perdón, la relación experimentó un cambio muy importante. No sólo el comercio germano-polaco hizo —literalmente— explosión (en 1995 Polonia superó a Rusia como el mayor socio comercial de Alemania en el este), sino que Alemania se convirtió en el principal patrocinador del ingreso de Polonia en la UE y (junto a los Estados Unidos) en la OTAN. No resulta exagerado afirmar que, a mediados de la década de los noventa, la reconciliación germano-polaca estaba asumiendo una importancia geopolítica en Europa Central cuyo impacto era semejante al que tuvo anteriormente la reconciliación francoalemana sobre Europa Occidental.
A través de Polonia, la influencia alemana pudo irradiarse hacia el norte —a los Estados bálticos— y hacia el este —a Ucrania y Bielorrusia—. Además, el alcance de la reconciliación germano-polaca fue aún mayor debido a la inclusión ocasional de Polonia en importantes discusiones francoalemanas sobre el futuro de Europa. El «triángulo de Weimar» (así llamado por la ciudad alemana en la que tuvieron lugar las primeras consultas trilaterales a alto nivel entre Francia, Alemania y Polonia, que subsiguientemente se hicieron periódicas) creó un eje geopolítico potencialmente significativo en el continente europeo que abarca unos 180 millones de personas de tres naciones, todas con un sentido muy definido de identidad nacional. Por un lado, esto realzó aún más el papel dominante de Alemania en Europa Occidental, pero por otro ese papel quedó parcialmente equilibrado por la participación franco-polaca en el diálogo a tres vías.
La aceptación por parte de los Estados centroeuropeos del liderazgo alemán —aún mayor en el caso de los pequeños Estados centroeuropeos— resultó facilitada por el muy evidente compromiso alemán con la expansión hacia el este de las principales instituciones europeas. Al comprometerse así, Alemania asumió una misión histórica muy reñida con algunas concepciones europeo-occidentales muy arraigadas. En la perspectiva de éstas, los acontecimientos que tuvieron lugar al este de Alemania y de Austria se percibieron, de alguna manera, como algo que ocurría más allá de los límites de la verdadera Europa. Esa actitud, articulada a principios del siglo XVIII por lord Bolingbroke[9] —quien afirmó que la violencia política en el este no tenía importancia para Europa Occidental—, resurgió durante la crisis de Munich de 1938 e hizo una trágica reaparición en las actitudes británicas y francesas durante el conflicto de mediados de los noventa en Bosnia. Es una actitud que sigue al acecho bajo la superficie en los debates actuales sobre el futuro de Europa.
En cambio, el único debate real en Alemania era el de si la OTAN debía ampliarse antes que la UE o viceversa —el ministro de Defensa prefería la primera opción y el de Exteriores abogaba por la segunda—, con el resultado de que Alemania se convirtió en el apóstol indisputado de una Europa mayor y más unida. El canciller alemán se refirió al año 2000 como la meta de la primera ampliación de la UE hacia el este y el ministro de Defensa alemán fue uno de los primeros en sugerir que el cincuentenario de la fundación de la OTAN era una fecha simbólica apropiada para la ampliación de la alianza hacia el este. Así, pues, la concepción alemana del futuro de Europa difería de las de sus principales aliados europeos: los británicos proclamaron sus preferencias por una Europa más extensa porque veían en la ampliación el medio de diluir la unidad europea; los franceses temían que la ampliación realzara el papel de Alemania y por lo tanto se declararon a favor de una integración con una base más restringida. Alemania defendió tanto la ampliación como la profundización de la integración y obtuvo así una posición importante en Europa Central.
EL PRINCIPAL OBJETIVO ESTADOUNIDENSE
La cuestión principal para los Estados Unidos es la de cómo construir una Europa basada en la conexión francoalemana, una Europa viable que permanezca vinculada a los Estados Unidos y que amplíe el alcance del sistema internacional democrático cooperativo del que tanto depende el ejercicio efectivo de la primacía global estadounidense. Ello significa que no se trata de elegir entre Francia y Alemania. No habrá una Europa sin Francia o sin Alemania.
De lo anterior surgen tres grandes conclusiones:
1. El compromiso estadounidense con la causa de la unificación europea es necesario para compensar la crisis moral y la crisis de objetivos que ha estado socavando la vitalidad europea, para eliminar la sospecha tan extendida entre los europeos de que, en el fondo, los Estados Unidos no están a favor de la genuina unidad europea ni de infundir en la empresa europea la necesaria dosis de fervor democrático. Ello requiere el compromiso estadounidense claro de que se terminará aceptando a Europa como el socio a nivel global de los Estados Unidos.
2. A corto plazo, se justifica la oposición táctica a la política francesa y el apoyo al liderazgo alemán; a largo plazo, la unidad europea deberá incluir una identidad política y militar europea más nítida para que una Europa genuina pueda hacerse realidad. Ello requiere un acomodo progresivo con el punto de vista francés sobre la distribución del poder dentro de las instituciones transatlánticas.
3. Ni Francia ni Alemania son lo suficientemente poderosas como para ocuparse de la construcción de Europa por sí mismas, ni tampoco como para resolver con Rusia las ambigüedades inherentes a la definición de la extensión geográfica de Europa. Ello requiere una actuación enérgica, centrada y decidida por parte de los Estados Unidos, particularmente hacia Alemania, con respecto a la definición de la extensión de Europa y, por lo tanto, también con respecto al tratamiento de cuestiones tan sensibles —especialmente para Rusia— como la del estatus que tendrán dentro del sistema europeo las repúblicas bálticas y Ucrania.
Un solo vistazo al mapa de la vasta masa territorial euroasiática permite calibrar la importancia geopolítica que tiene para los Estados Unidos esa cabeza de puente europea, así como lo modesta que es desde el punto de vista geográfico. La preservación de esa cabeza de puente y su expansión como trampolín de la democracia tienen una relevancia directa para la seguridad estadounidense. La brecha existente entre los intereses globales estadounidenses relativos a la seguridad y a la expansión de la democracia y la aparente indiferencia europea hacia esos temas (pese al autoproclamado estatus francés de potencia global) debe cerrarse, y sólo puede reducirse si Europa avanza progresivamente hacia una estructura más confederada. Europa no puede convertirse en un único Estado-nación debido a la tenacidad de sus diversas tradiciones nacionales, pero sí puede convertirse en una entidad que a través de unas instituciones políticas comunes refleje acumulativamente unos valores democráticos compartidos, identifique sus propios intereses con su universalización y ejerza una atracción magnética sobre los habitantes que comparten con los suyos el espacio euroasiático.
Si se les abandona a sí mismos, los europeos corren el riesgo de quedar absorbidos por sus preocupaciones sociales internas. La recuperación económica europea ha oscurecido los costes a largo plazo de su aparente éxito. Estos costes son dañinos, tanto en lo económico como en lo político. La crisis de legitimidad política y de vitalidad económica a la que Europa Occidental se enfrenta cada vez más —pero que es incapaz de superar— está profundamente arraigada en la penetrante expansión de la estructura social centrada en el Estado-patrocinador que favorece el paternalismo, el proteccionismo y el parroquialismo. El resultado de ello es una enfermedad cultural que combina hedonismo escapista y vacío espiritual, una enfermedad que pueden explotar nacionalistas extremistas o ideólogos dogmáticos.
Si esa enfermedad se sigue extendiendo, podría acabar resultando mortal para la democracia y para la idea de Europa. Ambas están, de hecho, vinculadas, puesto que los nuevos problemas de Europa —ya sea la inmigración o la competitividad económico-tecnológica con los Estados Unidos o con Asia, por no mencionar la necesidad de una reforma políticamente estable de las estructuras socioeconómicas existentes— sólo pueden afrontarse en un marco continental. Una Europa mayor que la suma de sus partes —es decir, una Europa que asuma un papel global en la promoción de la democracia y en la difusión de los valores humanos básicos— será, con mayores probabilidades, una Europa firmemente opuesta al extremismo político, al nacionalismo estrecho o al hedonismo social.
No hace falta ni evocar los viejos temores de un arreglo separado entre Alemania y Rusia ni exagerar las consecuencias del coqueteo táctico francés con Moscú para preocuparse por la estabilidad geopolítica de Europa —y por el lugar de los Estados Unidos en ella— resultante de un fracaso de los esfuerzos europeos aún en curso para alcanzar la unidad. De hecho, un fracaso de ese tipo probablemente llevaría a los europeos a emprender una serie de maniobras más bien tradicionales, ya que crearía una serie de oportunidades para la autoafirmación geopolítica de Rusia o de Alemania, aunque si la historia moderna de Europa contiene una lección, ninguno de esos países obtendría un éxito permanente en ese terreno. Sin embargo, al menos Alemania se volvería probablemente más activa y explícita en la definición de sus intereses nacionales.
En la actualidad, los intereses alemanes son congruentes con los de la UE y la OTAN, e incluso puede decirse que los unos están sublimados en los otros. El propio portavoz de la izquierdista Alianza 90/Los Verdes ha abogado por la expansión de la OTAN y de la UE. Pero si la unificación y la ampliación de Europa se frenaran, hay razones para creer que surgiría una definición más nacionalista de la concepción alemana del «orden» europeo que actuaría potencialmente en detrimento de la estabilidad europea. Wolfgang Schauble, el líder de los cristianodemócratas en el Bundestag y posible sucesor del canciller Kohl, expresó esa idea cuando afirmó que Alemania ya no es más «el baluarte occidental contra el este; nos hemos convertido en el centro de Europa», agregando con toda intención que en «largos períodos durante la Edad Media (…) Alemania se dedicó a crear orden en Europa».[10] Según esta concepción, la Mitteleuropa —en lugar de ser una región europea con preponderancia económica alemana— se convertiría en una región de abierta primacía política alemana, así como en la base de una política alemana más unilateral con respecto al este y al oeste.
En ese caso, Europa dejaría de ser la cabeza de puente euroasiática para el poder estadounidense y el potencial trampolín para la expansión a Eurasia del sistema global democrático. Por eso los Estados Unidos deben dar un apoyo claro y tangible a la unificación europea. Aunque los Estados Unidos han proclamado con frecuencia —tanto durante la recuperación económica europea como en el marco de la alianza de seguridad transatlántica— su apoyo a la unificación europea y han respaldado la cooperación transnacional en Europa, también han actuado como si prefirieran tratar los temas económicos o políticos problemáticos con los Estados individuales europeos y no con la Unión Europea como tal. La ocasional insistencia estadounidense en la necesidad de un proceso europeo de toma de decisiones con una sola voz ha tendido a reforzar las sospechas europeas de que los Estados Unidos están a favor de la cooperación entre los europeos sólo cuando éstos siguen el liderazgo estadounidense, pero no cuando formulan políticas europeas. Transmitir ese mensaje es un error.
El compromiso estadounidense con la unidad europea —reiterado con contundencia en la declaración conjunta de Estados Unidos y Europa realizada en Madrid en diciembre de 1995— continuará sonando hueco hasta que los Estados Unidos estén preparados no sólo para declarar sin ambigüedades que están listos para aceptar las consecuencias de que Europa se vuelva verdaderamente Europa sino para actuar en consecuencia. Para Europa esto entrañaría, como consecuencia última, la de que participaría en una verdadera asociación con Estados Unidos, superando el estatus de un aliado favorecido pero aún menor. Y una verdadera asociación significaría compartir tanto decisiones como responsabilidades. El apoyo estadounidense a esa causa ayudaría a revigorizar el diálogo transatlántico y constituiría un estímulo para que los europeos se concentraran más seriamente en el papel que una Europa verdaderamente significativa podría desempeñar en el mundo.
Es concebible que, en algún momento, una Unión Europea verdaderamente unida y poderosa se convirtiera en un rival político global de los Estados Unidos. Podría, ciertamente, convertirse en un duro competidor económico-tecnológico, al tiempo que sus intereses geopolíticos en Oriente Medio y en otras regiones del mundo podrían divergir de manera significativa de los de Estados Unidos. Pero, de hecho, el surgimiento de esa Europa poderosa y resuelta no parece probable en un futuro próximo. A diferencia de las condiciones que prevalecían en América en la época de la formación de los Estados Unidos, hay unas profundas raíces históricas en la resistencia de los Estados-nación europeos y la pasión por una Europa transnacional ha disminuido considerablemente.
Las alternativas reales para la próxima o para las dos próximas décadas son o la de una Europa en expansión y en proceso de unificación que persiga —aunque de manera indecisa y espasmódicamente— la meta de la unidad continental, o la de una Europa estancada que no vaya mucho más allá de su estado de integración y alcance geográfico actual —y en la que Europa Central seguiría siendo una tierra de nadie desde el punto de vista geopolítico— o, lo que sería una probable secuela del estancamiento, una Europa progresivamente fragmentada que reasumiera las viejas rivalidades de sus potencias. En una Europa estancada sería casi inevitable que la autoidentificación de Alemania con Europa desapareciera, llevando a una definición más nacionalista del interés del Estado alemán. Para Estados Unidos, la primera alternativa es claramente la mejor, pero es una alternativa cuya materialización requiere un enérgico apoyo estadounidense.
En esta etapa de la dubitativa construcción europea, los Estados Unidos no necesitan verse involucrados directamente en los intrincados debates sobre cuestiones como la de si la UE debería tomar sus decisiones en política exterior por voto mayoritario (posición defendida especialmente por los alemanes), si el Parlamento Europeo debería asumir unos poderes legislativos decisivos, si la Comisión Europea de Bruselas debería convertirse efectivamente en el ejecutivo europeo, si el calendario para implementar el acuerdo sobre la unión económica y monetaria europea debería flexibilizarse o, finalmente, si Europa debería ser una confederación amplia o una entidad de múltiples capas con un núcleo interno federal y un cerco exterior más laxo. Esos son asuntos que los europeos deben discutir entre sí, y es más que probable que los progresos en todas esas cuestiones sean irregulares, puntuados por pausas e impulsados finalmente sólo mediante compromisos complejos.
No obstante, es razonable pensar que la Unión Económica y Monetaria entrará en vigor antes del año 2000, incluyendo quizás inicialmente de seis a diez de los actuales quince miembros de la UE. Esto acelerará la integración económica europea más allá de la dimensión monetaria, dando un mayor impulso a la integración política. Así, a trompicones y con un núcleo interior más integrado junto a una capa exterior más laxa, la Europa única se irá convirtiendo en un importante jugador político en el tablero euroasiático.
En cualquier caso, los Estados Unidos no deberían transmitir la impresión de que prefieren una asociación europea más difusa —aunque más amplia— sino que deberían reiterar con palabras y hechos su voluntad de tratar en el futuro a la UE como a un socio global político y de seguridad estadounidense, y no sólo como a un mercado común regional compuesto por Estados aliados con los Estados Unidos a través de la OTAN. Para que ese compromiso sea más creíble y vaya, por lo tanto, más allá de la retórica de la asociación, se podría proponer e iniciar un planeamiento conjunto con la UE sobre la creación de nuevos mecanismos bilaterales de toma de decisión transatlánticas.
Los mismos principios se aplican a la OTAN. Mantenerla es vital para el vínculo transatlántico. Sobre esta cuestión hay un abrumador consenso entre los Estados Unidos y Europa. Sin la OTAN, Europa no sólo se volvería vulnerable sino que, casi inmediatamente, también se fragmentaría políticamente. La OTAN garantiza la seguridad europea y proporciona un marco estable para la persecución de la meta de la unidad europea. Esto es lo que hace que la OTAN sea históricamente tan importante para Europa.
Sin embargo, a medida que Europa se vaya unificando gradual y dubitativamente, la estructura interna y los procesos de la OTAN habrán de ajustarse. El punto de vista francés sobe esta cuestión es acertado. Es imposible que algún día pueda existir una Europa verdaderamente unida con una alianza cuya integración esté basada en una superpotencia más quince potencias dependientes. Una vez que Europa empiece a asumir una identidad política genuina propia y que la UE asuma algunas de las funciones de un gobierno supranacional, la OTAN deberá modificarse sobre la base de una fórmula 1 + 1 (EE.UU. + UE).
Esto no ocurrirá de la noche a la mañana. Los progresos en esa dirección, repito, serán vacilantes. Pero esos progresos tendrán que reflejarse en la estructura de la alianza, ya que en caso contrario la ausencia de esos ajustes se convertiría en un obstáculo para seguir progresando. Un paso significativo en esa dirección fue la decisión de la alianza de 1996 de crear las Fuerzas Operativas Conjuntas Combinadas, con las que se abrió la puerta a la posibilidad de iniciativas puramente europeas basadas en los medios logísticos de la alianza así como en sus mandos, controles, comunicaciones e inteligencia. Una mayor voluntad estadounidense de adaptarse a las demandas francesas de que la Unión Europea Occidental tenga un papel mayor dentro de la OTAN, especialmente en el sistema de mandos y en la toma de decisiones, señalaría también un respaldo estadounidense más genuino a la unidad europea y debería contribuir a cerrar la brecha entre los Estados Unidos y Francia sobre la futura autodefinición de Europa.
A largo plazo es posible que la UEO se amplíe a algunos Estados miembros de la UE que, por diferentes razones geopolíticas o históricas, no quieran ingresar en la OTAN. Este grupo podría incluir a Finlandia y a Suecia, e incluso también a Austria, Estados que ya tienen el estatus de observador en la UEO[11]. Otros Estados también pueden buscar un vínculo con la UEO como un paso preliminar a una eventual adhesión a la OTAN. La UEO también podría optar en un momento dado por emular el programa de la OTAN de Asociación para la Paz para aplicarlo a los miembros aspirantes a la UE. Todo ello ayudaría a establecer una red más extensa de cooperación en materia de seguridad en Europa, más allá del ámbito formal de la alianza transatlántica.
Mientras tanto, hasta que surja una Europa mayor y más unida —lo que, incluso en las mejores condiciones, no será pronto—, los Estados Unidos deberán trabajar en asociación estrecha tanto con Francia como con Alemania para ayudar a que esa Europa más unida y mayor se materialice. Así, pues, en lo que respecta a Francia, el principal dilema político para los Estados Unidos seguirá siendo el de cómo engatusar a los galos para que acepten una mayor integración política y militar atlántica sin comprometer el vínculo entre los Estados Unidos y Alemania, y en lo que respecta a Alemania, el de cómo explotar la dependencia estadounidense del liderazgo alemán de una Europa atlanticista sin despertar recelos en Francia, Gran Bretaña y otros países europeos.
Si los Estados Unidos mostraran una mayor flexibilidad sobre la configuración futura de la alianza, esto permitiría obtener un mayor apoyo por parte de Francia a la expansión hacia el este de la alianza. A largo plazo, una zona OTAN de seguridad militar integrada a ambos lados de Alemania serviría para anclar más firmemente a Alemania en un marco multilateral, lo que debería ser una cuestión de importancia para Francia. Además, la expansión de la alianza aumentaría las probabilidades de que el Triángulo de Weimar (de Alemania, Francia y Polonia) se convirtiera en un medio sutil para equilibrar de alguna manera el liderazgo alemán en Europa. Aunque Polonia depende del respaldo alemán para entrar en la alianza (y sufre con las actuales dudas francesas sobre esa ampliación), una vez que esté dentro de la alianza, es posible que surja una perspectiva geopolítica común franco-polaca.
En cualquier caso, Washington no debería perder de vista el hecho de que Francia es sólo un adversario a corto plazo en los asuntos relativos a la identidad de Europa o a las labores internas de la OTAN. Es más importante que tenga en mente el hecho de que Francia es un socio fundamental para la importante tarea de encadenar de manera permanente a una Alemania democrática a Europa. Ese es el papel histórico de la relación francoalemana, y la expansión de la UE y de la OTAN hacia el este debería realzar la importancia de esa relación como núcleo interior europeo. Por último, Francia no es lo suficientemente fuerte ni como para obstruir la acción de los Estados Unidos en los fundamentos geoestratégicos de su política europea ni como para convertirse por sí misma en un verdadero líder europeo. Por consiguiente, pueden tolerarse sus peculiaridades e incluso sus berrinches.
También en relación con esto, debe señalarse que Francia desempeña un papel constructivo en el norte de África y en los países africanos francófonos. Es el principal socio de Marruecos y de Túnez, al tiempo que ejerce un papel estabilizador en Argelia. Hay una buena razón interna para esa implicación francesa: actualmente hay unos 5 millones de musulmanes residiendo en Francia. Por lo tanto, Francia tiene un interés vital en la estabilidad y en el desarrollo ordenado del norte de África. Pero ese interés comporta beneficios más amplios a la seguridad europea. Sin ese sentimiento francés de misión, el flanco sur europeo sería mucho más inestable y amenazador. Toda la Europa del sur está cada vez más preocupada con la amenaza sociopolítica planteada por la inestabilidad a lo largo del litoral sur del Mediterráneo. Las intensas preocupaciones francesas con lo que ocurre del otro lado del Mediterráneo resultan, por lo tanto, muy relevantes con respecto a los intereses de seguridad de la OTAN, y ésa es una consideración que debería tenerse en cuenta en los momentos en que los Estados Unidos se enfrentan a las exageradas reivindicaciones francesas sobre su estatus de liderazgo especial.
El caso de Alemania es diferente. El papel dominante de Alemania no puede negarse, pero debe actuarse con precaución en cualquier afirmación pública que se haga sobre el liderazgo alemán de Europa. Ese liderazgo puede ser conveniente para algunos Estados europeos —como los de Europa Central, que aprecian la iniciativa alemana sobre la expansión de Europa hacia el este— y puede resultar tolerable para los países europeo-occidentales en tanto que quede subsumida en la primacía estadounidense, pero a largo plazo la construcción europea no puede basarse en él. Persisten demasiados recuerdos, demasiados miedos podrían volver a la superficie. Una Europa construida y liderada por Berlín resulta sencillamente imposible. Por eso Alemania necesita a Francia, Europa necesita la conexión francoalemana y los Estados Unidos no pueden elegir entre Alemania y Francia.
El aspecto fundamental de la expansión de la OTAN es que se trata de un proceso totalmente conectado con la propia expansión de Europa. Si la Unión Europea ha de convertirse en una comunidad más amplia desde el punto de vista geográfico —con un núcleo principal franco-alemán más integrado y unas capas exteriores menos integradas— y si esa Europa ha de basar su seguridad en el mantenimiento de su alianza con los Estados Unidos, de ello se sigue que su sector geopolíticamente más vulnerable, el de Europa Central, no puede ser excluido de manera convincente de la sensación de seguridad que el resto de Europa disfruta a través de la alianza transatlántica. En esto los Estados Unidos y Alemania están de acuerdo. Para ellos, el impulso hacia la ampliación es político, histórico y constructivo. No está empujado por un sentimiento de animosidad hacia Rusia ni por miedo a Rusia ni por el deseo de aislar a Rusia.
Por lo tanto, los Estados Unidos deberían colaborar de una manera muy estrecha con Alemania en la promoción de la expansión europea hacia el este. La cooperación entre los Estados Unidos y Alemania y el liderazgo que ejerzan conjuntamente en esta cuestión son esenciales. La expansión tendrá lugar si los Estados Unidos y Alemania impulsan conjuntamente a los otros aliados de la OTAN a respaldarla y a negociar efectivamente algún acuerdo con Rusia, en caso de que esté dispuesta a llegar a un compromiso (véase el capítulo 4) o, en caso contrario, a actuar con firmeza, en la convicción de que la tarea de construir Europa no puede subordinarse a las objeciones planteadas por Moscú. La presión combinada de los Estados Unidos y Alemania será especialmente necesaria para obtener el acuerdo unánime por parte de todos los miembros de la OTAN que se requieren para tomar una decisión, que ningún miembro de la OTAN podrá negar si los Estados Unidos y Alemania ejercen una presión conjunta en ese sentido.
En último término, de este esfuerzo depende el papel a largo alcance de los Estados Unidos en Europa. La nueva Europa está aún en proceso de formación y para que esa nueva Europa siga formando parte —desde el punto de vista geopolítico— del espacio «euroatlántico», la expansión de la OTAN es esencial. Sin duda, una política global estadounidense que trate a Asia como un todo no resultará posible si el esfuerzo de ampliar la OTAN, tras haber sido lanzado por los Estados Unidos, se frena y fracasa. Ese fracaso constituiría un descrédito para el liderazgo estadounidense, echaría por tierra la idea de una Europa en expansión, desmoralizaría a los centroeuropeos y volvería a encender las aspiraciones geopolíticas rusas sobre Europa Central que actualmente están dormidas o casi muertas. Para Occidente sería una herida autoinfligida que dañaría mortalmente las perspectivas de un verdadero pilar europeo en una futura arquitectura de seguridad euroasiática y para los Estados Unidos constituiría, por lo tanto, no sólo una derrota regional sino también una derrota global.
El principio que guíe la expansión progresiva de Europa debe ser la proposición de que ninguna potencia ajena al sistema transatlántico existente tiene el derecho de vetar la participación en el sistema europeo —y también en el sistema de seguridad transatlántico— de ningún Estado europeo que esté cualificado para ello y de que ningún Estado europeo cualificado debería ser excluido a priori de ingresar en el futuro en la UE o en la OTAN. En particular, los muy vulnerables y cada vez más cualificados Estados bálticos tienen derecho a saber que en el futuro se podrán convertir también en miembros plenos de ambas organizaciones y que, mientras tanto, su soberanía no se puede ver amenazada sin comprometer los intereses de una Europa en expansión y de su socio estadounidense.
Esencialmente Occidente —y especialmente los Estados Unidos y sus aliados europeos occidentales— debe dar una respuesta a la cuestión que planteó con gran elocuencia Václav Havel en Aachen el 15 de mayo de 1996:
Sé que ni la Unión Europea ni la Alianza Atlántica pueden abrir sus puertas de la noche a la mañana a todos aquellos que aspiran a ingresar en ellas. Lo que ambas sí puedan hacer —y que deberían hacer antes de que sea demasiado tarde— es dar a la totalidad de Europa, considerada como una esfera de valores comunes, la total seguridad de que no son clubes cerrados. Deberían formular una política clara y detallada de ampliación gradual que no sólo incluya un calendario sino que explique también la lógica de ese calendario [la cursiva es nuestra].
EL CALENDARIO HISTÓRICO DE EUROPA
Aunque en la etapa actual los límites orientales definitivos de Europa no pueden definirse con seguridad ni fijarse definitivamente, en el sentido más amplio, Europa es una civilización común derivada de la tradición cristiana compartida. Una definición occidental más reducida de Europa es la que la asocia con Roma y con su legado histórico. Pero la tradición cristiana de Europa incluyó también a Bizancio y a la Rusia ortodoxa que resultó de él. Por lo tanto, desde el punto de vista cultural, Europa es algo más que la Europa Petrina, y la Europa Petrina es, a su vez, mucho mayor que Europa Occidental, por más que en los últimos años esta última haya usurpado la identidad de «Europa». Un mero vistazo al mapa de la página siguiente confirma que, sencillamente, la actual Europa no es una Europa completa. Y, lo que es aún peor, es una Europa en la que la zona de inseguridad entre Europa y Rusia puede tener un efecto de succión sobre ambas, causando inevitablemente tensiones y rivalidad.
La Europa de Carlomagno (limitada a Europa Occidental) tenía necesariamente sentido durante la guerra fría, pero esa Europa resulta hoy día una anomalía. Esto es así porque, además de ser una civilización, la emergente Europa unida es también un modo de vida, un estándar de vida y una organización política con procedimientos democráticos compartidos que no soporta el peso de conflictos étnicos ni territoriales. Esa Europa, en su extensión formalmente organizada, es actualmente mucho menor de lo que podría ser en potencia. Varios de los Estados centroeuropeos más avanzados y políticamente estables, todos ellos parte de la tradición occidental petrina, en particular la República Checa, Polonia, Hungría y quizás también Eslovenia, están claramente cualificados y se muestran deseosos de formar parte de «Europa» y de su conexión de seguridad transatlántica.
En las actuales circunstancias, una expansión de la OTAN que incluya a Polonia, la República Checa y Hungría —probablemente para 1999— parece posible. Tras este paso inicial pero significativo, es posible que todas las ampliaciones subsiguientes de la alianza o bien coincidan con la ampliación de la UE o bien partan de ella. El proceso de ampliación de la UE es mucho más complicado, tanto por el número de etapas cualificadoras como por el cumplimiento de los requisitos de ingreso (véase el cuadro de la página 83). Por lo tanto, probablemente ni siquiera los primeros ingresos en la UE desde Europa Central se producirán antes del año 2002, e incluso puede que tengan lugar algo más tarde. No obstante, una vez que los primeros tres nuevos miembros de la OTAN hayan ingresado también en la UE, tanto la UE como la OTAN deberán plantearse el ingreso de las repúblicas bálticas, Eslovenia, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia y, quizás también, en un futuro, el de Ucrania.
Es destacable que las perspectivas de las futuras adhesiones ya están ejerciendo una influencia constructiva en los asuntos y en las conductas de los aspirantes a la adhesión. La conciencia de que ni la UE ni la OTAN desean asumir la carga de conflictos suplementarios sobre derechos de minorías o sobre reclamaciones territoriales entre sus miembros (los de Turquía y Grecia ya son más que suficientes) ya le ha dado a Eslovaquia, a Hungría y a Rumania el incentivo necesario para llegar a unos acuerdos que cumplen con los requisitos establecidos por el Consejo de Europa. En términos generales, lo mismo ocurre con el principio más general de que sólo las democracias pueden aspirar a convertirse en miembros de la UE y de la OTAN. El deseo de no quedar fuera está teniendo un importante efecto reforzador sobre las nuevas democracias.
En todo caso, la indivisibilidad entre la unidad política y la seguridad de Europa debería ser un axioma. En términos prácticos, resulta difícil, de hecho, concebir una Europa verdaderamente unida sin un acuerdo sobre seguridad común con los Estados Unidos. De ello se sigue, por lo tanto, que los Estados que están en condiciones de iniciar conversaciones de adhesión a la UE y son invitados a ello deberían automáticamente ser considerados como bajo la protección efectiva de la OTAN.
Por consiguiente, el proceso de expansión de Europa y de ampliación del sistema de seguridad transatlántico avanzará, probablemente, a través de unas etapas preestablecidas. Contando con el compromiso sostenido de los Estados Unidos y de Europa Occidental, un calendario especulativo pero precavidamente realista de estas etapas podría ser el siguiente:
1. En 1999, los primeros nuevos miembros centroeuropeos habrán sido admitidos a la OTAN, aunque su entrada en la UE probablemente no tendrá lugar antes del 2002 o el 2003.
2. Mientras tanto, la UE iniciará conversaciones de adhesión con las repúblicas bálticas, y la OTAN iniciará también el proceso de adhesión de estas repúblicas, así como el de Rumanía. Este proceso concluiría hacia el 2005. En algún punto de esta etapa los demás Estados balcánicos se convertirían también en posibles candidatos.
3. El ingreso de los Estados bálticos podría llevar a Suecia y a Finlandia a considerar su candidatura a la OTAN.
4. Ucrania debería estar preparada para entrar en negociaciones serias tanto con la UE como con la OTAN en algún momento entre el 2005 y el 2010, especialmente si para entonces ha hecho progresos significativos en sus reformas internas y ha conseguido ser identificada más fácilmente como un país centroeuropeo.
Mientras tanto, la cooperación entre Francia, Alemania y Polonia dentro de la UE y la OTAN habrá alcanzado, probablemente, un grado de profundidad mucho mayor, especialmente en el terreno de la defensa. Esa colaboración podría convertirse en el núcleo occidental de un acuerdo de seguridad europeo más amplio, que en el futuro podría incluir tanto a Rusia como a Ucrania. Dados los particulares intereses geopolíticos de Alemania y de Polonia en la independencia de Ucrania, también es bastante posible que Ucrania sea gradualmente llevada a participar en la relación especial entre Francia, Alemania y Polonia. Hacia el año 2010, la colaboración política entre Francia, Alemania, Polonia y Ucrania, que involucraría a unos 230 millones de personas, podría evolucionar hasta convertirse en una asociación que realzaría la profundidad estratégica de Europa (véase el mapa arriba).
El que el escenario que se acaba de plantear surja de una manera benigna o en el contexto de unas tensiones cada vez más intensas con Rusia resulta de gran importancia. Se debería garantizar a Rusia que las puertas de Europa están abiertas para ella, como lo están las puertas de su futura participación en un sistema transatlántico de seguridad ampliado y quizás, en algún momento en el futuro, en un nuevo sistema de seguridad transeuroasiático. Para dar credibilidad a esas garantías, deberían promoverse deliberadamente diversos vínculos cooperativos —en todos los campos— entre Rusia y Europa. (La relación entre Rusia y Europa y el papel de Ucrania en ella se discuten con mayor amplitud en el próximo capítulo).
Si Europa tiene éxito tanto en su proceso de unificación como en el de ampliación y si, mientras tanto, Rusia emprende con éxito su consolidación democrática y su modernización social, en algún momento Rusia podría empezar a mantener una relación más orgánica con Europa. Ello, a su vez, haría posible una fusión eventual del sistema de seguridad transatlántico con un sistema transcontinental euroasiático. Sin embargo, como caso práctico, la cuestión de la participación formal de Rusia en las instituciones europeas no se suscitará en el futuro próximo, lo que es una razón más para no cerrarle las puertas inútilmente.
En conclusión, desaparecida la Europa de Yalta, es esencial que no se produzca una regresión a la Europa de Versalles. El fin de la división de Europa no debería llevar a que se diera un paso atrás hacia una Europa de Estados-naciones beligerantes sino que debería ser el punto de partida de la construcción de una Europa más extensa y cada vez más integrada, reforzada por una OTAN ampliada y aún más segura gracias a una relación de seguridad constructiva con Rusia. Por lo tanto, la principal meta geoestratégica de los Estados Unidos en Europa se puede resumir en pocas palabras: consiste en consolidar, a través de una asociación transatlántica más genuina, la cabeza de puente estadounidense en el continente euroasiático para que una Europa en expansión pueda convertirse en un trampolín más viable para proyectar hacia Eurasia el orden internacional democrático y cooperativo.