10. El viaje a la luna, según Julio Verne y tal como tendría que realizarse
Todo el que haya leído la citada obra de Julio Verne recordará un interesante momento del viaje, aquél en que el proyectil atraviesa el punto donde la atracción de la Tierra es igual a la de la Luna. En este momento ocurrió algo verdaderamente fantástico: todos los objetos que había dentro del proyectil perdieron su peso y los propios viajeros, saltaban y quedaban suspendidos en el aire sin apoyarse en ninguna parte.
Todo esto está escrito con absoluta veracidad, pero el novelista no tuvo en cuenta que esto debería ocurrir también antes y después de pasar por el punto de igual atracción. Es fácil demostrar, que tanto los pasajeros, como todos los objetos que había dentro del proyectil, tenían que encontrarse en estado de ingravidez desde el instante en que comenzó el vuelo libre.
Esto parece inverosímil, pero estoy seguro de que cada lector se asombrará ahora de que él mismo no haya descubierto antes este descuido tan importante.
Tomemos un ejemplo de esta misma novela de Julio Verne. El lector recordará cómo los pasajeros tiraron fuera el cadáver del perro y cómo ellos mismos se asombraron al ver que éste no caía a la Tierra, sino que continuaba avanzando en el espacio junto al proyectil. El novelista describe perfectamente este fenómeno y le dio una explicación acertada. Efectivamente, en el vacío, como sabemos, todos los cuerpos caen con la misma velocidad, porque la atracción de la Tierra transmite a todos ellos la misma aceleración. En nuestro caso, tanto el proyectil, como el cadáver del perro, por efecto de la atracción de la Tierra tendrían que alcanzar la misma velocidad de caída (es decir, la misma aceleración), o mejor dicho, la velocidad que adquirieron al ser disparados tendría que ir disminuyendo por igual. Por consiguiente, las velocidades respectivas, del proyectil y del cadáver del perro, tenían que ser iguales entre sí en todos los puntos de la trayectoria que siguieron, por cuya razón, al tirar dicho cadáver, éste siguió tras ellos sin quedarse atrás.
Pero he aquí, precisamente, aquello en que no pensó el novelista: si el cadáver del perro no cae a la Tierra estando fuera del proyectil, ¿por qué tiene que caer estando dentro de él? ¿No actúan acaso las mismas fuerzas en uno y otro caso? Si el cuerpo del perro se sitúa dentro del proyectil, de forma que no se apoye en ninguna parte, tiene que quedarse suspendido en el espacio, ya que tiene exactamente la misma velocidad que el proyectil y, por consiguiente, con relación a él se encuentra en reposo.
Indudablemente, todo lo que es verdad cuando nos referimos al perro, también lo es con respecto a los cuerpos de los pasajeros y, en general, con relación a todos los objetos que se encuentran dentro del proyectil, los cuales, en cada punto de la trayectoria que recorren, tienen la misma velocidad que éste y, por consiguiente, no pueden caerse aunque pierdan su punto de apoyo. Una silla que se encuentre en el suelo del proyectil en vuelo, puede ponerse patas arriba en el techo, sin temor a que caiga ‹hacia abajo», ya que continuará avanzando junto con el techo. Cualquier pasajero puede sentarse en esta silla sin sentir ni la más ligera tendencia a caerse al suelo del proyectil. ¿Qué fuerza puede obligarle a caer? Si se cayera, es decir, si se aproximara al suelo, esto significaría que el proyectil avanza en el espacio a más velocidad que sus pasajeros (de lo contrario la silla no se caería). Pero esto es imposible, ya que, como sabemos, todos los objetos que hay dentro del proyectil tienen la misma aceleración que él.
Por lo visto, el novelista no se dio cuenta de esto: él pensó, que dentro del proyectil, en vuelo libre, los objetos seguirían presionando sobre sus puntos de apoyo, de la misma manera que presionan cuando el proyectil está inmóvil. Julio Verne se olvidó de que, todo cuerpo pesado presiona sobre la superficie en que se apoya, mientras esta superficie permanece inmóvil o se mueve uniformemente, pero cuando el cuerpo y su apoyo se mueven en el espacio con igual aceleración, no pueden hacer presión el uno sobre el otro (siempre que esta aceleración sea motivada por fuerzas exteriores, por ejemplo, por el campo de atracción de los planetas, y no por el funcionamiento del motor de un cohete).
Esto quiere decir, que desde el momento en que los gases cesaron de actuar sobre el proyectil, los pasajeros perdieron su peso, hasta poder nadar en el aire dentro de aquél, de la misma manera que todos los objetos que iban en el proyectil parecerían totalmente ingrávidos. Este indicio podía haber servido a los pasajeros para determinar con facilidad si iban volando ya por el espacio o si seguían quietos dentro del ánima del cañón. Sin embargo, el novelista nos cuenta cómo durante la primera media hora de viaje sideral, sus pasajeros se rompían inútilmente la cabeza sin poder responderse a sí mismos, ¿volamos o no?
«- Nicholl, ¿nos movemos?
Nicholl y Ardan se miraron. No sentían las vibraciones del proyectil.
- Efectivamente, ¿nos movemos? - repitió Ardan.
- ¿O estamos tranquilamente en el suelo de la Florida? - preguntó Nicholl.
- ¿O en el fondo del Golfo de México? - añadió Michel».
Estas dudas pueden tenerlas los pasajeros de un barco, pero es absurdo que las tengan los de un proyectil en vuelo libre, ya que los primeros conservan su peso, mientras que los segundos, es imposible que no se den cuenta de que se hacen totalmente ingrávidos.
¡Qué fenómeno tan raro debía ser este fantástico proyectil! Un pequeño mundo, donde los cuerpos no pesan, y, una vez que los suelta la mano, siguen tranquilamente en su sitio; donde los objetos conservan su equilibrio en cualquier posición; Dónde el agua no se derrama cuando se inclina la botella que la contiene… El autor de «De la Tierra a la Luna» no tuvo en cuenta todo esto, y sin embargo, ¡qué perspectiva tan amplia ofrecían estas maravillosas posibilidades a la fantasía del novelista!
Los primeros en llegar al extraordinario mundo de la ingravidez, fueron los cosmonautas soviéticos. Millones de personas pudieron seguir sus vuelos por medio de la televisión y ver en sus pantallas cómo quedaban suspendidos en el aire los objetos que ellos soltaban, y cómo flotaban en sus cabinas y hasta fuera de la nave, los propios cosmonautas.