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Las mujeres de la Colina de los Gritos

En 1995, en China se realizó un estudio que concluyó que en las zonas más desarrolladas del país, las cuatro profesiones que tenían las expectativas de vida más reducidas eran la de los obreros de la industria química, los camioneros de larga distancia, los agentes de policía y los periodistas. Los obreros industriales y los camioneros son víctimas de la falta de regulación de seguridad laboral apropiada. La tarea de los agentes de policía tiene que ser una de las más duras del mundo: con un sistema judicial imperfecto y en una sociedad en la que el poder político lo es todo, los criminales con contactos influyentes suelen salir impunes y algunos se vengan de los agentes de policía involucrados. La policía se debate siempre entre lo que sabe que es justo y las órdenes que recibe, y la frustración, la incertidumbre y los reproches tienen que conducirlos por fuerza a una muerte temprana.

Pero ¿por qué corren esa misma suerte los periodistas, que gozan, en ciertos aspectos, de una vida privilegiada?

Los periodistas chinos han sido testigos de muchos acontecimientos chocantes y estremecedores. Sin embargo, en una sociedad en la que los principios del Partido han gobernado las noticias, les ha resultado muy difícil transmitir la cara verídica de lo que han visto. A menudo han sido obligados a decir y escribir cosas con las que no estaban de acuerdo.

Cuando entrevistaba a mujeres que vivían en matrimonios políticos faltos de sentimientos, cuando veía a mujeres debatiéndose entre la pobreza y la miseria, que no tenían siquiera un plato de sopa o un huevo para comer después de haber dado a luz, o cuando oía a mujeres en mi contestador automático que no se atrevían a hablar a nadie de las palizas que les propinaban sus maridos, muchas veces me encontraba en la situación de no poder ayudarlas por culpa de las regulaciones a las que está sometida la radiodifusión. Sólo me quedaba llorar por ellas en privado.

Cuando China acababa de iniciar el proceso de apertura era como un niño hambriento que devoraba todo lo que tenía a su alcance, indiscriminadamente. Más tarde, cuando el mundo veía una China feliz y eufórica, con ropas nuevas y que ya no lloraba de hambre, la comunidad periodística vio un cuerpo transido por el dolor de la indigestión. Pero era un cuerpo cuyo cerebro no podían utilizar, pues el cerebro de China todavía no había desarrollado las células necesarias para asimilar la verdad y la libertad. El conflicto entre lo que sabían y lo que se les permitía decir creó un entorno en el que su salud mental y física no dejaba de sufrir.

Fue precisamente un conflicto como éste el que me llevó a abandonar mi carrera de periodista.

 

En otoño de 1996, a la vuelta de la conferencia del Partido, el viejo Chen me contó que varios grupos de alivio de la pobreza habían sido enviados al noroeste de China, el suroeste de China y a otras zonas económicamente deprimidas del país. Había escasez de personal público cualificado que pudiera emprender estos viajes de investigación y a menudo el gobierno recurría a periodistas cualificados para recoger información. El viejo Chen dijo que se estaba planteando unirse a un grupo que se desplazaría a la antigua zona militar de Yan’an para ver cómo era allí la vida de la gente corriente. Según el viejo Chen, se trataba de un rincón olvidado por la revolución.

Vi una oportunidad excelente para ampliar mi conocimiento de las vidas de las mujeres chinas y solicité inmediatamente la inclusión en uno de estos grupos. Fui asignada al grupo «noroeste», pero en realidad viajamos a la zona oeste de Xi’an, en China central. Cuando los chinos, en su gran mayoría, hablan del «noroeste», de hecho se refieren a China central, puesto que los desiertos occidentales del país no figuran en su mapa mental.

Mientras hacía el equipaje para el viaje, decidí no incluir muchos de los objetos útiles que solía llevarme en mis viajes de investigación. Había dos razones para ello. En primer lugar, íbamos a tener que realizar una larga travesía por las montañas durante la cual tendríamos que cargar con nuestro equipaje. No quería molestar a mis colegas masculinos con parte de mi equipaje cuando ellos también estarían exhaustos. La segunda razón era más importante: la meseta que íbamos a visitar era un lugar muy pobre y pensé que me sentiría incómoda rodeada de facilidades delante de toda esa gente. No habían visto nada del mundo exterior y tal vez tampoco habían tenido el lujo de estar abrigados y bien alimentados.

Primero viajamos a Xi’an, donde el grupo se dividió en tres. Había otras cuatro personas en mi grupo: dos periodistas, un doctor y un guía del gobierno local. Partimos hacia nuestro destino final con gran entusiasmo. Aunque no creo que nuestra ruta fuera la más dura, la zona que visitamos probablemente fuera la más afectada por la pobreza. Hay innumerables grados de riqueza y pobreza, que se manifiestan de formas muy diversas. Durante nuestro viaje, el paisaje que nos rodeaba fue haciéndose cada vez más sencillo: los altos edificios, la algarabía de voces humanas y los colores vivos de la ciudad eran reemplazados gradualmente por casas bajas de ladrillo o chozas de barro, nubes de polvo y campesinos que vestían ropas grises y uniformes. Más avanzado el viaje, la gente y el rastro de huellas humanas fueron haciéndose más escasos. La salvaje meseta de tierra ocre era sacudida por violentas tormentas de arena, a través de las cuales sólo lográbamos ver con gran dificultad. El lema de nuestra misión había sido: «Ayudar a los más pobres en los lugares más pobres.» La máxima que implicaba el uso del superlativo resulta difícil de definir. Cada vez que uno se encuentra con una situación extrema, nunca está seguro de que sea la más extrema. Sin embargo, hasta hoy no he sido testigo de una pobreza comparable a la que pude experimentar en aquel viaje.

Cuando, tras dos días y medio de sacudidas montados en un jeep militar, el guía nos anunció finalmente que habíamos llegado, todos creímos que se trataba de una equivocación. No habíamos visto ni la sombra de un ser humano, ni qué decir tiene de una aldea, en el paisaje que nos rodeaba. El jeep se había abierto camino a través de unas colinas desnudas, y nos habíamos detenido junto a una de ellas, relativamente grande. Tras una inspección más detenida, descubrimos que alguien había cavado cuevas en la ladera de la colina. El guía nos presentó el lugar como el paraje que habíamos deseado visitar —la Colina de los Gritos, una aldea diminuta que no aparecía en ningún mapa— y nos dijo que también para él era la primera vez.

Me asombró que así fuera y me puse a pensar en el extraño nombre de la aldea.

El rugido del jeep había atraído a algunos aldeanos curiosos. Mientras rodeaban el vehículo, empezaron a hacer todo tipo de comentarios, y llamaban al jeep «caballo que bebía petróleo»; se preguntaban dónde habría ido a parar su «cola» negra, ahora que había dejado de moverse, y los niños que había entre ellos hablaban de cómo encontrarla. Yo quería explicarles que la cola estaba formada por los gases de escape, pero los jefes de la aldea habían aparecido para darnos la bienvenida y nos hicieron pasar al interior de una cueva que hacía las veces de cuartel general.

Aquel primer encuentro comenzó intercambiando los saludos convencionales. Tuvimos que concentrarnos mucho para entendernos entre nosotros debido a las diferencias regionales en el habla y el acento, y por eso me resultó imposible observar de cerca todo lo que me rodeaba. Nos ofrecieron un banquete de bienvenida: unos pedazos de pan ácimo, un bol con gachas de harina de trigo muy líquidas y un platillo con huevos fritos con guindillas. Más tarde descubrí que el gobierno regional había pedido al guía que trajera los huevos especialmente para nosotros.

Después de la cena nos condujeron a nuestro alojamiento a la luz de tres velas. Los dos periodistas masculinos disponían de una cueva para ellos solos, el doctor debía quedarse con un anciano, y yo compartiría una cueva con una joven. No pude hacerme una idea muy clara de la cueva a la luz de las velas, pero el edredón despedía un olor agradable a tela desteñida al sol. Rechacé educadamente la ayuda de los aldeanos que me habían acompañado hasta allí y abrí mi bolsa. Cuando me disponía a preguntar a la muchacha dónde podía lavarme, descubrí que ella ya se había subido al kang. Recordé entonces lo que el guía había dicho durante el viaje: éste era un lugar en que el agua era un bien tan preciado que ni siquiera un emperador podía lavarse la cara o los dientes cada día.

Me desvestí y ocupé el lado del kang que —obviamente— me había sido asignado. Me hubiera gustado pasar un par de minutos charlando con la muchacha, pero ella ya estaba roncando suavemente. No parecía sentir nada especial por la nueva experiencia de tener que compartir su casa, y se había quedado dormida inmediatamente. Yo estaba agotada y además me había tomado unas cuantas pastillas para el mareo, por lo que pronto caí en un aturdido sueño. Mi habilidad para dormir en lugares extraños era motivo de envidia para mis colegas, que decían que eso era lo que me convertía en una periodista innata. En cuanto se habían acostumbrado a un nuevo lugar, tenían que trasladarse a otro donde volverían a padecer de insomnio. Para ellos, un desplazamiento por motivos de trabajo era un suplicio.

 

Me despertó la luz que se filtraba en el interior de la cueva. Me vestí y salí al exterior, donde me encontré con que la muchacha ya estaba preparando el desayuno.

El cielo y la tierra parecían haberse unido. El sol todavía no había salido, pero su luz ya se derramaba desde una gran distancia a través de aquella lona inmensa, acariciando las piedras de las colinas y tiñendo la tierra grisácea y ocre de oro. Jamás había visto un amanecer tan bello. Sopesé la posibilidad de que tal vez el turismo podría ayudar a la zona a salir de la pobreza. La magnífica salida del sol en aquella meseta era una buena sustituta de aquellas otras por las que la gente escala el monte Tai o asalta el mar. Cuando más tarde mencioné que la gente debería visitar la Colina de los Gritos en vez de otros parajes menos espectaculares, un adolescente rechazó mi idea como pura ignorancia: Si la Colina de los Gritos ni siquiera tenía suficiente agua para cubrir las necesidades más básicas de sus habitantes, ¿cómo iba a poder suministrársela a una avalancha de turistas?

Los asfixiantes humos del fuego de la muchacha me sacaron de mi ensueño. Los excrementos secos de vaca que utilizaba como combustible despedían un hedor acre. La muchacha había encendido el fuego entre unas cuantas piedras grandes sobre las que había dispuesto una cazuela y una piedra plana. En la cazuela preparó unas gachas de harina y sobre la piedra tostó un basto pan ácimo. La muchacha se llamaba Niu’er («niña»). Me contó que los excrementos de vaca eran el único combustible para calefacción de que disponían en invierno. Ocasionalmente, con motivo de una muerte o una boda, o cuando recibían la visita de algún familiar o amigo, cocinaban con excrementos como muestra de amistad solemne. El combustible que solían utilizar para cocinar era raíces de hierba cogón (una hierba que crecía en terrenos extremadamente áridos, provista de una extensa raigambre y tan sólo unas cuantas hojas de vida corta) con las que escalfaban un poquito de agua para cocinar las gachas. Una vez al año, en verano, cocían el basto pan ácimo —mo— sobre las piedras ardientes de la colina. Luego lo almacenaban bajo tierra y estaba tan seco y duro que se conservaba durante casi todo un año. Me rendían un homenaje sirviéndome mo. Sólo los hombres que se dedicaban a la agricultura tenían derecho a comerlo. Las mujeres y los niños sobrevivían a base de gachas. Años enteros de lucha los habían acostumbrado al hambre. Niu’er me contó que el máximo honor y placer en la vida de una mujer era recibir un bol de huevos mezclados con agua cuando había dado a luz a un niño. Más tarde recordé sus palabras cuando oí a unas mujeres que discutían:

—¿Y cuántos boles de huevo y agua te has comido tú?

Tras el desayuno especial de gachas y mo del primer día, nuestro grupo empezó a trabajar. Expliqué a los jefes de la aldea que quería recoger información sobre las mujeres de la Colina del Grito. Éstos, que ni siquiera eran capaces de escribir su propio nombre pero que se consideraban a sí mismos cultos, sacudieron la cabeza desconcertados:

—¿Qué puede haber de interesante en las mujeres?

Insistí y finalmente accedieron. Para ellos, yo solo era una mujer más que no entendía nada, pero que seguía los pasos de los hombres en un intento de impresionar mediante la novedad. Su actitud no me preocupó. Los muchos años de experiencia adquirida como periodista me habían enseñado que el acceso a mis fuentes era más importante que la opinión que pudieran tener los demás de mí.

 

Cuando escuché por primera vez el nombre «Colina de los Gritos» sentí una excitación indecible y presentí que mi visita estaba predestinada. El nombre evoca un lugar ruidoso y activo, desbordante de vida, pero nada más lejano a la realidad. La colina de tierra ocre se encuentra en medio de un paisaje de tierra desnuda, arena y piedras. No hay señales de agua corriente ni de vida vegetal. Los raros escarabajos pequeños que se escabullían a la mínima parecían huir de la tierra árida.

La Colina de los Gritos se encuentra en la franja de tierra donde el desierto se une con la meseta. Durante todo el año, el viento sopla incansable, como ha hecho durante miles de años. A menudo resulta difícil ver más allá de unos pocos pasos en una tormenta de arena, y los aldeanos que trabajan en las laderas de la colina se ven obligados a gritar para comunicarse. Por esta razón, a los habitantes de la Colina de los Gritos se los conoce por sus voces fuertes y resonantes. Nadie pudo confirmarme si fue así como la colina recibió su nombre, pero pensé que era una razón verosímil. Es un lugar completamente aislado del mundo moderno: entre diez y veinte familias con tan sólo cuatro apellidos viven en pequeñas cuevas bajas excavadas en las rocas. Allí las mujeres sólo son valoradas por su utilidad: como meras herramientas de reproducción que son, constituyen el artículo de comercio más preciado en las vidas de los aldeanos. Los hombres no vacilan en cambiar a dos o tres niñas por una esposa de otra aldea. Casar a una mujer de la familia con un hombre de otra aldea y recibir a cambio una esposa para algún hombre de la familia es una práctica muy común; de ahí que la mayoría de las mujeres de la Colina de los Gritos provenga de otras aldeas. Tras haber sido madres, son obligadas a ceder a sus propias hijas. Las mujeres de la Colina de los Gritos no tienen derechos de propiedad ni de herencia.

La práctica social poco común de compartir a una mujer entre varios hombres también se aplica en la Colina de los Gritos. En la mayoría de estos casos se trata de hermanos de una familia extremadamente pobre y sin mujeres que intercambiar, que compran una esposa en común a fin de continuar la estirpe. De día se benefician de la comida que cocina la mujer y de las tareas domésticas que realiza; y de noche disfrutan del cuerpo de la mujer por turnos. Si la mujer tiene un niño, los hermanos son papá grande, segundo papá, tercer papá, cuarto papá y así sucesivamente. Los aldeanos no consideran esta práctica ilegal, puesto que es una costumbre establecida que ha sido transmitida desde sus ancestros, y que, por tanto, tiene mayor fuerza legal que la ley en sí. Tampoco se mofan de los niños que tienen muchos padres, ya que éstos gozan de la protección y la propiedad de varios hombres a la vez. Ninguno de ellos siente compasión por las esposas compartidas. Para ellos, la existencia de las mujeres está justificada por su utilidad.

No importa de qué aldea sean las mujeres originariamente, pronto se acostumbran a las tradiciones que han sido transmitidas de generación en generación en la Colina de los Gritos. Llevan una vida extremadamente dura. En sus cuevas, que constan de una sola estancia —de la cual la mitad está ocupada por un kang—, sus utensilios domésticos se limitan a unas cuantas planchas de piedra, esteras hechas de hierba, y boles de arcilla toscos y rudimentarios. Un cántaro de loza se considera un artículo de lujo destinado únicamente a las familias «acaudaladas». Los juguetes para los niños o cualquier utensilio doméstico para el uso específico de las mujeres son impensables en su sociedad. Puesto que las mujeres se compran a cambio de familiares de la misma sangre, éstas se ven obligadas a soportar el resentimiento de los miembros de la familia que echan de menos a sus propias hijas o hermanas, y tienen que trabajar día y noche para ocuparse de la comida, la bebida y otras necesidades diarias de la familia.

Son las mujeres las que reciben el amanecer en la Colina de los Gritos: tienen que dar de comer al ganado, barrer el patio y pulir y reparar las herramientas oxidadas y desafiladas de sus maridos. Tras haber enviado a sus maridos a trabajar en los campos, tienen que ir por agua a un arroyo poco fiable en la lejana ladera de una montaña situada a dos horas a pie, y volver cargadas con dos pesados cubos sobre los hombros. Cuando llega la temporada de la hierba cogón, las mujeres también tienen que escalar la colina y desenterrar las raíces que utilizan como combustible para sus cocinas. Por la tarde tienen que recoger comida para sus hombres, y al volver se dedican a hilar, a tejer y a confeccionar ropa, zapatos y sombreros para la familia. A lo largo de todo el día llevan a los niños pequeños a todos lados, en brazos o cargados a la espalda.

En la Colina de los Gritos, el término empleado por los hombres cuando quieren acostarse con una mujer es «utilizar». Cuando los hombres vuelven al atardecer y quieren «utilizar» a sus esposas, a menudo les gritan impacientes:

—¿Por qué tardas tanto? ¿Vas a subirte al kang o qué?

Después de haber sido «utilizadas», las mujeres se arreglan y cuidan de los niños mientras sus maridos roncan plácidamente. Finalmente, cuando anochece, las mujeres pueden descansar, pues ya no hay luz para que puedan seguir trabajando. Cuando intenté experimentar una ínfima parte de la vida de estas mujeres, uniéndome a ellas en sus tareas diarias durante unos días, mi fe en el valor de la vida se vio seriamente trastornada.

El único día que una mujer de la Colina de los Gritos puede mantener la cabeza alta es el día en que da a luz a un hijo. Empapadas de sudor tras los tormentos del parto, escuchan las palabras que las llenan de orgullo y satisfacción:

—¡Lo tengo!

Éste es el mayor reconocimiento de sus esfuerzos que recibirá de su marido, y su única recompensa material es un bol de huevos con azúcar y agua caliente. No hay mala disposición hacia las mujeres que dan a luz a una niña, pero a ellas no se les ofrece este manjar. La estructura social de la Colina de los Gritos es única, pero no difiere del resto de China en valorar más a los hijos que a las hijas.

 

Durante mis primeros días en la Colina de los Gritos, me pregunté por qué la mayoría de los chiquillos que jugaban alrededor de las mujeres o las ayudaban en sus tareas domésticas en la cueva—vivienda eran niños, y pensé que ésta podía ser otra aldea china en la que se practicaba el infanticidio femenino. Más tarde descubrí que se debía a la escasez de ropa. Cuando una familia adquiría ropa nueva, una vez cada tres, cuatro o cinco años, primero vestían a los niños dejando a menudo que varias niñas compartieran un solo juego de ropa que tenía que adaptarse a todas ellas. Las hermanas se quedaban en el kang cubiertas por una sábana grande y se turnaban para vestirse con el juego de ropa y ayudar a la madre en sus tareas.

Había una familia con ocho hijas que tenía que compartir un par de pantalones, tan cubierto de parches y zurcidos que no dejaba ver la tela original. La madre estaba embarazada de su noveno hijo, pero vi que el kang de la familia no era más amplio que el de una familia normal con tres o cuatro hijos. Las ocho niñas estaban sentadas una al lado de la otra sobre el kang, cosiendo zapatos como si trabajaran en la cadena de montaje de un pequeño taller. Reían y charlaban mientras trabajaban. Cada vez que hablaba con ellas, me contaban lo que habían visto y oído el día que «llevaban ropa». Todas las niñas contaban los días que faltaban para que les llegara el turno para «vestirse». Charlaban felizmente de qué familia había celebrado una boda o funeral o había tenido un hijo o una hija, de qué hombre apaleaba a su mujer o de quién había insultado a quién. Sobre todo hablaban de los hombres de la aldea; hasta las huellas dejadas en el suelo por un niño que había hecho sus necesidades eran motivo de debates y risas. Sin embargo, a lo largo de las dos semanas que compartí con ellas, casi nunca las oí hablar de mujeres. Cuando conducía deliberadamente la conversación hacia temas estrictamente femeninos del mundo exterior, como por ejemplo peinados, ropa, personajes populares y maquillaje, las chicas no solían tener ni idea de lo que les estaba hablando. La manera de vivir de las mujeres de la Colina de los Gritos era el único modelo de vida que ellas concebían. No me atreví a hablarles del mundo exterior, ni de la manera en que viven las mujeres allí, pues sabía que vivir conociendo lo que nunca podrían tener sería mucho más trágico que seguir viviendo como lo hacían.

 

Entre las mujeres de la aldea de la Colina de los Gritos observé un fenómeno muy singular: cuando llegaban más o menos a la edad de diez años, de pronto su andar se tornaba extraño. Empezaban andar con las piernas muy separadas, balanceándose mientras dibujaban un arco a cada paso. Sin embargo, no había ni rastro de esta tendencia en las niñas pequeñas. Durante los primeros días di vueltas y más vueltas al misterio, pero no quise indagar demasiado en el asunto. Esperaba poder encontrar la respuesta por mi propia cuenta.

Tenía por costumbre hacer algunos bosquejos del escenario que creía que representaba mejor cada lugar que investigaba. No necesité colores para describir la Colina de los Gritos; unas cuantas líneas bastaron para resaltar sus cualidades esenciales. Mientras estaba dibujando, me fijé en unos montoncitos de piedras que no recordaba haber visto antes. La mayoría de ellos estaban dispuestos en puntos alejados de los caminos. Sometidos a un examen más detenido, descubrí unas hojas de color rojo ennegrecido bajo estas piedras. En la Colina de los Gritos sólo crecía la hierba de cogón, así que ¿de dónde habían salido aquellas hojas?

Examiné las hojas minuciosamente. En su mayoría, tenían diez centímetros de largo y cinco de ancho. Habían sido claramente recortadas a medida y parecían haber sido aplastadas y frotadas a mano. Algunas de las hojas eran ligeramente más gruesas que las demás; eran húmedas al tacto y desprendían un fuerte hedor a pescado. Había también otras hojas extremadamente secas por la presión de las rocas y el calor ardiente del sol; éstas no eran quebradizas sino muy resistentes y también desprendían el mismo hedor salino. Nunca había visto hojas como aquéllas. Me pregunté para qué las utilizarían y decidí preguntárselo a los aldeanos. Los hombres dijeron:

—¡Son cosas de mujeres! —y se negaron a decir más.

Los niños sacudieron la cabeza desconcertados y dijeron:

—No sé qué son, mamá y papá dicen que no debemos tocarlas.

Las mujeres simplemente bajaban la cabeza en silencio.

Cuando Niu’er se apercibió de que me preocupaba el asunto de las hojas, me dijo:

—Será mejor que se lo preguntes a mi abuela, ella te lo contará.

La abuela de Niu’er no era muy mayor, pero un matrimonio temprano y los repetidos embarazos y partos la habían convertido en miembro de la generación mayor de la aldea.

La abuela me explicó con muchos tapujos que las mujeres utilizaban las hojas durante la menstruación. Cuando una muchacha de la Colina de los Gritos tenía su primer período, o cuando una mujer acababa de casarse con un hombre de la aldea, su madre o una mujer de la generación mayor le ofrecía diez de estas hojas. Las hojas procedían de unos árboles que crecían en una zona lejana. Las ancianas enseñaban a las jóvenes a utilizarlas: primero había que cortarlas a medida, de manera que pudiera encajarlas dentro de los pantalones. Luego había que hacer unos pequeños agujeros en las hojas con una lezna para hacerlas más absorbentes. Las hojas eran relativamente elásticas y sus fibras muy gruesas, con lo que se espesaban e hinchaban a medida que absorbían la sangre. En una región en la que el agua era tan preciada no hay más remedio que prensar y secar las hojas después de cada uso. Una mujer utiliza sus diez hojas durante la menstruación mes tras mes, incluso después de haber dado a luz. Sus hojas serán los únicos bienes que se llevará a la tumba.

Intercambié algunas compresas que había llevado conmigo por una hoja de la abuela de Niu’er. Mis ojos se llenaron de lágrimas al tocarla: ¿cómo podía alguien colocarse aquella hoja áspera, dura incluso al tacto, en el lugar más delicado y sensible de una mujer? Fue entonces cuando descubrí por qué las mujeres de la Colina de los Gritos caminaban con las piernas separadas: sus muslos habían rozado repetidamente aquellas hojas hasta quedarse en carne viva y cubiertos de cicatrices.

Había otra razón para el extraño andar de las mujeres de la Colina de los Gritos que me chocó más, si cabe.

En chino escrito, la palabra «útero» se compone de dos caracteres que corresponden respectivamente a «palacio» y «niños». Prácticamente todas las mujeres saben que el útero es uno de sus órganos clave. Sin embargo, las mujeres de la Colina de los Gritos ni siquiera saben qué es un útero.

El doctor que nos había acompañado en nuestro viaje de investigación me contó que uno de los aldeanos le había pedido que examinara a su esposa, ya que ésta había estado encinta en varias ocasiones pero nunca había conseguido llevar a buen término un solo embarazo. Con el permiso especial de los aldeanos el doctor examinó a la mujer y se quedó pasmado al descubrir que la mujer tenía el útero prolapso. La fricción y las infecciones de muchos años habían endurecido el útero, tan duro como una callosidad, y lo habían desprendido. El doctor no era capaz siquiera de imaginar qué lo había provocado. Sorprendida por la reacción del médico, la mujer, herida en su orgullo, le contó que todas las mujeres de la Colina de los Gritos eran así. El doctor me pidió que lo ayudara a verificar aquella afirmación. Varios días más tarde pude confirmar la veracidad de las palabras de la mujer, tras muchas horas observando subrepticiamente a las mujeres de la aldea mientras hacían sus necesidades. Los úteros prolapsos eran otra razón por la que las mujeres andaban con las piernas separadas.

En la Colina de los Gritos nadie se resiste al curso de la vida y la planificación familiar es un concepto desconocido. Se trata a las mujeres como si fueran máquinas reproductoras, y éstas suelen tener un hijo al año, cuando no tres en dos años. Nadie les garantiza que sus hijos sobrevivan. A mi entender, el único freno a las familias numerosas es la mortalidad infantil o los abortos por agotamiento.

Vi a muchas mujeres embarazadas en la Colina de los Gritos, pero no percibí ni sombra de ilusión por la llegada de una nueva criatura, ni entre ellas ni entre los hombres. Incluso estando en los últimos días de gestación, las mujeres tenían que trabajar como antes y soportar ser «utilizadas» por sus maridos, que pensaban que «tan sólo los niños que resisten ser aplastados son lo suficientemente fuertes». Estaba horrorizada por todo aquello, sobre todo por la idea de las esposas compartidas que eran «utilizadas» por varios hombres a la vez durante el embarazo. Los hijos que las mujeres parían eran realmente fuertes: la suposición de la «supervivencia del más fuerte» realmente parecía ser cierta en la Colina de los Gritos. Este pragmatismo brutal había tenido como consecuencia úteros severamente prolapsos entre las mujeres valientes y desinteresadas de la aldea.

La noche después de haber establecido que los úteros prolapsos eran un fenómeno común en la Colina de los Gritos, no conseguí dormir hasta pasadas algunas horas. Estaba echada en el kang de tierra sollozando por aquellas mujeres que pertenecían a mi generación y a mi tiempo. El hecho de que las mujeres de la Colina de los Gritos no tuvieran ni idea de la sociedad moderna, ni aún menos conciencia de los derechos de la mujer, era un pobre consuelo. Su felicidad se sustentaba en su ignorancia, en sus costumbres, y en la satisfacción de creer que todas las mujeres del mundo vivían como ellas. Hablarles del mundo exterior sería como eliminar los callos de una mano acostumbrada al trabajo y dejar que las espinas pincharan la carne tierna.

El día que abandoné la Colina de los Gritos descubrí que las compresas que le había dado a la abuela de Niu’er a modo de recuerdo colgaban de los cinturones de sus hijos: las usaban como toallas para secarse el sudor o proteger las manos.

 

Antes de mi visita a la Colina de los Gritos, había pensado que las mujeres chinas de todos los grupos étnicos estaban unidas, que cada una de ellas seguía un desarrollo único, pero que, esencialmente, todas andábamos parejas con los tiempos que nos habían tocado vivir. Sin embargo, durante las dos semanas que permanecí en la Colina de los Gritos vi a madres, hijas y esposas que parecían haber sido dejadas atrás en los albores de la historia, abandonadas a sus vidas primitivas en medio del mundo moderno. Estaba preocupada por ellas. ¿Alguna vez serían capaces de ponerse al día? No es posible alcanzar el final de la historia en un solo paso, y la historia no las esperaría. Sin embargo, cuando volví a la oficina y descubrí que los viajes como el que yo había realizado estaban sirviendo para que el resto del país fuera consciente de la existencia de estas comunidades ocultas, sentí que me encontraba al principio de algo. El principio encerraba mis esperanzas. Tal vez había una manera de ayudar a las mujeres de la Colina de los Gritos a moverse con un poco más de rapidez...

El gran Li escuchó mi relato de las mujeres de la Colina de los Gritos y luego me preguntó:

—¿Son felices?

Mengxing exclamó:

—¡No seas ridículo! ¿Cómo quieres que sean felices?

Yo dije a Mengxing que, de los cientos de mujeres chinas que había entrevistado en los casi diez años de radiodifusión y periodismo, las mujeres de la Colina de los Gritos eran las únicas que me manifestaron que eran felices.