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La trapera
Cerca del muro de la emisora de radio, no muy lejos de los guardias de seguridad, había una hilera de pequeñas chabolas hechas de chatarra, fieltro para techar y bolsas de plástico. Las mujeres que las habitaban se ganaban la vida recogiendo desechos y vendiéndolos. Muchas veces me había preguntado de dónde serían, qué las habría unido y cómo habrían llegado hasta allí. Sea como fuere, había sido una decisión inteligente levantar sus chabolas en un lugar relativamente seguro, a escasos metros de los guardias armados, al otro lado del muro.
Entre aquellas desparramadas cabañas destacaba la más pequeña: los materiales utilizados para su construcción no eran diferentes a los del resto, pero la choza había sido cuidadosamente diseñada. Las paredes de chatarra estaban pintadas con el color de la puesta de sol, y el fieltro para techar había sido doblado con la forma de un torreón. Había tres pequeñas ventanas hechas de bolsas de plástico rojas, amarillas y azules, y la puerta estaba hecha de cartón, entretejido con láminas de plástico a las que no les costaría demasiado dejar fuera el viento y la lluvia. Me conmovió el cuidado y el gusto por el detalle con el que obviamente había sido construida aquella frágil choza, y encontré especialmente enternecedoras las campanillas hechas de cristales rotos que, movidas por el viento, tintineaban dulcemente sobre la puerta.
La propietaria de este castillo de chatarra era una mujer frágil y delgada de cincuenta y tantos años. No sólo su chabola era única; su propio aspecto también la diferenciaba de las demás traperas. La mayoría de las mujeres llevaba el pelo despeinado y la cara sucia, y parecía terriblemente andrajosa, pero ésta iba siempre aseada, y sus ajadas ropas estaban siempre limpias y bien remendadas. Excepto por la bolsa que llevaba para recoger basuras, jamás se hubiera dicho que se trataba de una trapera que se dedicaba a recoger basuras. Parecía cuidarse mucho.
Cuando comenté a mis colegas lo que había observado de la mujer trapera, todos, uno detrás de otro, quisieron intervenir para decir que también se habían fijado en ella, arrebatándome toda posibilidad de sentirme original y única. Uno de mis colegas incluso me contó que las traperas eran oyentes entusiastas de mi programa. No supe distinguir si me estaban tomando el pelo o no.
Desde la retaguardia, el Gran Li, que informaba sobre asuntos sociales, golpeó su escritorio con un bolígrafo, señal de que estaba a punto de dar una clase magistral a sus colegas más jóvenes.
—No deberías sentir pena por las traperas. Ni siquiera son pobres. Sus almas trascienden los asuntos mundanos de un modo que la gente de a pie no es capaz de imaginar. No hay sitio en sus vidas para posesiones terrenales, por lo que sus deseos materiales se satisfacen fácilmente. Y si tomáis el dinero a modo de patrón para juzgar a la gente, descubriréis que algunas de estas mujeres no andan peor que la gente que tiene otros trabajos.
Nos contó que había visto a una trapera en un caro club nocturno, cubierta de joyas y bebiendo coñac francés de una copa de cien yuanes.
—¡Anda ya, vaya tontería! —replicó Mengxing, que trabajaba en el programa musical. Para ella, la sola diferencia de edad que la separaba del Gran Li provocaba que no creyera nada de lo que él decía.
Inesperadamente en un hombre tan cauteloso como él, en aquella ocasión el Gran Li se rebeló y propuso a Mengxing que se apostara algo. A los periodistas les encanta provocar, por lo que todos empezaron a meter baza encantados, aportando sugerencias sobre cuál debía ser el montante de la apuesta. Se decidieron por una bicicleta.
A fin de tirar adelante la apuesta, el Gran Li mintió a su mujer y le dijo que pasaría algunas noches realizando varios reportajes nocturnos, y Mengxing contó a su novio que iba a tener que salir a investigar música contemporánea. Cada noche, durante varios días consecutivos, acudieron juntos al club nocturno del que el Gran Li había afirmado que era frecuentado por la mujer que recogía basura.
Mengxing perdió la apuesta. Mientras se tomaba un whisky, la trapera había contado a Mengxing que ganaba 900 yuanes al mes vendiendo desechos. El Gran Li nos contó que Mengxing había permanecido en estado de shock durante varias horas. Mengxing ganaba cerca de cuatrocientos yuanes al mes y era considerada una de las empleadas más favorecidas de su categoría. A partir de entonces, la joven dejó de mostrarse exigente con el valor artístico de un trabajo; mientras pudiera ganar dinero, aceptaría cualquier cosa. Todo el mundo en la oficina decía que la pérdida de la bicicleta había traído consigo este nuevo pragmatismo.
Aparte de haberme fijado en la mujer aseada que vivía en el castillo de chatarra, no había prestado demasiada atención a la manera en que las traperas pasaban los días. Francamente, una parte de mí las rehuía. Sin embargo, tras el descubrimiento de Mengxing, cada vez que veía a alguien removiendo basuras intentaba adivinar si realmente era un «ricachón». Tal vez las chabolas de las traperas no eran más que su lugar de trabajo, y sus hogares eran pisos ultramodernos.
El embarazo de mi colega Xiao Yao fue el que me instó a conocer a la trapera. En cuanto Xiao Yao descubrió que iba a tener un hijo, empezó a buscar una niñera. Yo comprendía perfectamente que iniciara la búsqueda nueve meses antes del nacimiento de su hijo, porque encontrar a alguien fiable para cuidar a un niño y hacer las tareas domésticas no es fácil.
Mi niñera era una muchacha de campo, de diecinueve años, cariñosa, honesta y diligente, que había huido sola a la gran ciudad para escapar de un matrimonio forzoso. Tenía cierta inteligencia innata que, sin embargo, nunca había sido estimulada mediante la educación. Este hecho ponía muchos obstáculos en su camino: era incapaz de distinguir los billetes de banco o de entender los semáforos. En casa se deshacía en lágrimas si no conseguía sacar la tapa del hervidor eléctrico de arroz, o si confundía los huevos en vinagre con los huevos podridos y los echaba a la basura. Una vez señaló hacia un cubo de basura en un lado de la calzada y me contó totalmente en serio que había echado mi carta al «buzón». Cada día solía dejarle instrucciones minuciosas sobre lo que tenía que hacer, y la llamaba desde la oficina para comprobar que todo estuviera bien. Afortunadamente, nunca llegó a pasar nada realmente grave, y ella y PanPan mantenían una muy buena relación. Hubo una vez, no obstante, en la que fui incapaz de contener mi enfado. Era invierno y volví a casa después de mi programa. Allí encontré a PanPan, que por entonces sólo tenía dieciocho meses, sentado en el descansillo del quinto piso, apenas vestido con un pijama. Tenía tanto frío que sólo podía llorar con débiles gemidos. Lo tomé en mis brazos rápidamente y desperté a la niñera, que dormía plácidamente, reprochándome a mí misma no ser capaz de ofrecer a mi hijo el tiempo y los cuidados que debería como madre.
Jamás he discutido con mis colegas mis dificultades para ocuparme del cuidado de mi hijo, pero he escuchado muchísimas historias terribles de otra gente. Los diarios están llenos de ellas. Criadas descuidadas que han dejado caer a los niños desde la ventana de un cuarto piso; otras, ignorantes y estúpidas, que los han metido en la lavadora para lavarlos o los han encerrado en la nevera mientras jugaban al escondite. Se han dado casos de niños que han sido secuestrados por dinero, o azotados.
Pocas son las parejas dispuestas a pedir ayuda a sus padres en el cuidado de los niños, puesto que esto supondría tener que vivir bajo el mismo techo. La mayoría está dispuesta a complicar un poco su vida a fin de evitar las miradas críticas de sus mayores. Las suegras chinas, sobre todo las tradicionales o las menos instruidas, son legendarias por aterrorizar a las esposas de sus hijos, a pesar de haber tenido que soportar, en su tiempo, a sus propias suegras. Por otro lado, resulta poco factible para una mujer dejar el trabajo para dedicarse a ser madre a tiempo completo, ya que es prácticamente imposible mantener a una familia con un único salario medio. Y la idea del hombre como amo de casa es inconcebible.
Al escuchar las solicitudes de ayuda de Xiao Yao para encontrar a una niñera digna de confianza, cariñosa y barata, el viejo Chen respondió de un modo sorprendente:
—Hay tantas mujeres recogiendo chatarra... ¿Por qué no pides a una de esas pobres mujeres que trabaje para ti? No tendrías que preocuparte por que se escapara, ni tampoco tendrías que pagarle gran cosa.
La gente dice que los hombres son buenos a la hora de hacer una composición de conjunto, mientras que las mujeres son buenas en los detalles. Al igual que todas las generalizaciones, jamás he creído que fuera cierto, pero los comentarios lanzados por el viejo Chen me asombraron por ese aire de genialidad—que—bordea—la—idiotez que a veces se encuentra en los hombres. No fui la única en pensar de esta manera. Varias colegas también estaban fuera de sí de entusiasmo:
—¡Claro! ¿por qué no lo pensamos antes?
Las célebres palabras del presidente Mao —«Una sola chispa es capaz de provocar el incendio de una pradera»— se confirmaron inmediatamente. Durante varios días, el febril tema de conversación de mis colegas femeninas no fue otro que el de tomar a una trapera como niñera. Puesto que los hijos de cada una eran de edades muy diferentes, pensaron que a lo mejor encontrarían a una mujer que pudieran compartir. Hicieron planes detallados de cómo supervisarla y evaluarla, y de qué tipo de normas habría que establecer.
Poco después me convocaron a una «reunión de mujeres» en la pequeña sala de reuniones contigua a los lavabos de mujeres. Apenas había tomado asiento y preguntado suavemente si no habían convocado a la persona equivocada, cuando me anunciaron que me habían elegido por unanimidad para elegir a una niñera de entre las traperas que vivían junto a la emisora de radio. En un tono que no admitía lugar a réplica me expusieron los criterios que las habían llevado a elegirme a mí como representante. Era la primera vez que obtenía la aprobación de mis colegas mujeres. Me dijeron que parecía una persona sincera, que mi trato era humano y que tenía sentido común, y que era meticulosa, considerada y metódica. Aunque sospechaba que tenían otros motivos, me conmovió la valoración que hicieron de mi persona.
Durante los primeros días que siguieron empecé a inventarme excusas para acercarme a las chabolas de las traperas. Sin embargo, los resultados de mis indagaciones fueron decepcionantes: viéndolas buscar por todas partes materiales reciclables, resultaba difícil imaginar que aquellas mujeres pudieran ser personas cariñosas y razonables, por no hablar siquiera de pensar en dejarlas entrar en tu casa. Dejaban los mocos en cualquier cosa que tuvieran al alcance, y las que tenían hijos los llevaban bajo el brazo para tener las manos libres para recoger basura. Y se aliviaban en la cuneta con sólo una hoja de papel como protección.
La única trapera que valía la pena considerar era la propietaria del castillo de chatarra. Parecía desplegar amabilidad, limpieza y cordialidad en su actividad diaria. Tras varios arranques en falso conseguí reunir el suficiente valor para dirigirme a ella cuando volvía a su casa.
—¡Hola! Me llamo Xinran, trabajo en la emisora de radio. Perdone, pero ¿podría hablar con usted?
—Hola. Te conozco. Eres la presentadora de «Palabras en la brisa nocturna». Escucho tu programa cada noche. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Bueno, el caso es que...
Yo, la locutora de radio capaz de hablar sin parar delante de un micrófono, me volví de pronto tan incoherente que apenas podía seguir mi propio discurso balbuciente.
La trapera captó rápidamente lo que en realidad pretendía decirle. Me contestó calmada pero con rotundidad:
—Por favor, dé las gracias a sus colegas por la buena opinión que guardan de mí, pero me resultaría muy duro aceptar su generosa oferta. Me gusta vivir una vida sin trabas.
Con una sola frase reposada, aquella mujer anulaba todos los talentos para la persuasión que mis colegas me habían atribuido.
Cuando les transmití la negativa, mis colegas no podían dar crédito a sus oídos: «La gran locutora de radio ni siquiera es capaz de convencer a una trapera...»
No había podido hacer nada. La mirada de la trapera rechazaba cualquier argumento. Sentí que su mirada encerraba algo más que una simple negativa, pero no sabía qué.
A partir de entonces, observar el castillo de chatarra y a su propietaria se convirtió en parte de mi rutina diaria. Finalmente, una noche del segundo mes de otoño, tuve ocasión de volver a acercarme a la pequeña chabola. Tras haber finalizado mi programa pasé junto a las chabolas, como de costumbre. Cuando llegué a la altura del castillo de chatarra, me llegó el débil sonido de una canción. Era la canción popular rusa Praderas. Me asaltó la curiosidad. Tras la Revolución Cultural, China había atravesado una segunda guerra fría con Rusia, por lo que eran pocos los que conocían la canción, y aún menos los que eran capaces de cantarla. Mi madre había estudiado ruso en la universidad y me había enseñado a cantarla. ¿Cómo la habría aprendido la trapera?
Me acerqué un poco más al castillo de chatarra. De pronto el canto se interrumpió y la ventana especialmente diseñada se abrió silenciosamente. La dama de las basuras, envuelta en un camisón hecho a mano, me preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Lo... lo siento, sólo quería escucharte cantar, ¡cantas muy bien!
—¿De verdad? Xinran, ¿te gusta la canción?
—¡Sí, sí! Me gusta mucho. Me encanta la letra y también la música, sobre todo de noche. Es como un cuadro de composición perfecta.
—¿Te la sabes?
—Un poco, pero no la canto bien. No logro comunicar su esencia.
—Vosotros, la gente de la radio, sois raros. Dais vida a las palabras pero no sabéis cantar. Entonces, ¿cuál es la esencia de una canción? ¿Cuál es su sabor? ¿Dulce? ¿Acre? ¿Amargo?
—Perdona, ¿cómo debo dirigirme a ti?
—Todos nos llamáis traperas, ¿no es así? Creo que es una buena manera de dirigirse a nosotras, así que puedes llamarme Trapera. Trapera está bien.
—¿No te parece algo inapropiado?
—No te preocupes, Xinran. Puedes llamarme Trapera «A», «B» o «C». No importa. O sea que simplemente me escuchabas cantar. ¿Querías algo más?
—No, simplemente pasaba por aquí de camino a casa después del programa. Cuando te oí cantar la canción popular rusa me pareció algo fuera de lo normal. Perdóname, pero ¿puedo preguntarte cómo es que la conoces?
—Mi marido me la enseñó. Estudió en Rusia.
La trapera no dijo mucho más, ni me invitó a entrar en su castillo, pero no me importó, porque la canción rusa me había dado una pequeña llave para sus recuerdos.
Tras nuestra conversación aquella noche, la trapera no se mostró especialmente amable al verme. Mi cabeza zumbaba con preguntas: Su marido había estudiado en el extranjero, entonces ¿cómo había acabado viviendo esta vida de pordiosera? Su forma de hablar y sus gestos eran tan refinados... ¿de qué clase de familia provenía?
¿Qué tipo de educación había recibido? ¿Tenía hijos? Si así era, ¿dónde estaban?
Poco después, cuando el Año Nuevo quedaba cerca, hice un viaje de trabajo a Beijing. Una amiga de Radio Beijing me propuso que visitáramos el Centro Lufthansa, un centro comercial que vendía productos extranjeros de marca. Encontré una caja de bombones de licor rusos. Era cara pero decidí comprarla a pesar de todo. Mi amiga se horrorizó por mi ignorancia: los mejores bombones de licor son suizos, ¿quién había oído hablar alguna vez de bombones de licor rusos? Sin embargo, yo quería comprárselos a la trapera. Estaba convencida de que alguien capaz de cantar una canción popular rusa tan bien sabría apreciarlos.
De vuelta de Beijing no pude contenerme y me dirigí al castillo de chatarra en lugar de ir a casa directamente. Antes de llamar a la puerta de la casa de la trapera vacilé. Los chinos dicen: «En este mundo no hay amor sin razón, no hay odio sin causa.» ¿Cómo podía explicarle la intención que había detrás de mi regalo, cuando ni siquiera era capaz de explicármelo a mí misma?
La trapera recibió la caja de bombones con gran respeto, profundamente conmovida. De natural impasible, en esta ocasión se la vio claramente conmocionada al descubrir los bombones. Me contó que a su marido le encantaban esta clase de bombones de licor —tal como había esperado, la gente de esa generación pensaba que lo mejor provenía de la Unión Soviética— y que no los había vuelto a ver desde hacía más de treinta años.
La calma volvió gradualmente a su rostro y al final me preguntó por qué le hacía un regalo tan caro.
—Porque ambas somos mujeres y quiero conocer tu historia —dije con una franqueza que hasta a mí me sorprendió.
—¡De acuerdo pues! —dijo la trapera, que parecía haber tomado una decisión trascendental—.Pero aquí no, aquí no hay paredes. Nadie, y aún menos una mujer, permitiría que cualquiera viera las cicatrices de su pecho.
Anduvimos hasta llegar a una colina pequeña del jardín botánico, donde tan sólo los árboles y yo pudimos escuchar el relato de la trapera.
Me explicó una historia fragmentada. No se extendió en causas o consecuencias y tuve la sensación de que todavía no estaba del todo dispuesta a airear por completo sus experiencias. Sus palabras no hicieron más que abrir la caja en la que se escondía, pero no retiraron el velo de su rostro.
De joven, el marido de la trapera había estudiado en Moscú durante tres años, y poco después de su vuelta entró en política. Su retorno coincidió con los terribles sucesos del Gran Paso Adelante. Bajo la atenta mirada y el auspicio del Partido, que tiró de los hilos y construyó puentes por él, se casó con la trapera. Justo cuando toda su familia celebraba la llegada de su segundo hijo, el marido murió repentinamente de un ataque al corazón. A finales del año siguiente, su hijo más pequeño murió por culpa de la escarlatina. El dolor por la pérdida de su marido y de su hijo hizo que la trapera perdiera todas las ganas de seguir viviendo. Un buen día se llevó al hijo que le quedaba a la orilla del río Yangzi para reunirse con su marido y su primer hijo en la siguiente vida.
Al llegar a la orilla del Yangzi, cuando todavía se estaba preparando para decir adiós a la vida, su hijo le preguntó inocentemente:
—¿Vamos a ver a papá?
La trapera estaba conmocionada: ¿Cómo era posible que un niño de cinco años pudiera saber lo que encerraba su corazón? Entonces le preguntó al hijo:
—¿Tú qué crees?
Él respondió en voz alta:
—¡Claro que vamos a ver a papá! ¡Pero olvidé traer mi coche de juguete para enseñárselo!
Ella se puso a llorar y ya no hizo más preguntas al niño. Se dio cuenta de que él sabía muy bien lo que ella sentía. Comprendía que su padre ya no se encontraba en el mismo mundo que ellos pero, al igual que todos los niños pequeños, no discernía claramente la diferencia entre la vida y la muerte. Las lágrimas reavivaron su sentimiento maternal y del deber. Lloró con su hijo entre los brazos, dejando que el río se llevara su debilidad y le diera fuerzas. Luego recogió su nota de suicidio y se llevó a su hijo a casa.
El niño le preguntó:
—Pero ¿no vamos a ver a papá?
Ella le respondió:
—Papá está demasiado lejos y tú eres demasiado pequeño para ir hasta allí. Mamá te ayudará a crecer para que puedas llevarle más y mejores cosas.
Después de esto, la trapera hizo todo lo que una madre sola puede hacer por dar a su hijo lo mejor. Y luego contó que él se había ido para lograr el éxito.
Pero ¿por qué su hijo, que sin duda por entonces estaría casado y establecido, permitía que su madre, que toda la vida había trabajado duro por él, se viera reducida a la condición de pordiosera?
—¿Dónde está tu hijo? ¿Por qué...? —pregunté con la voz quebrada.
La trapera no me respondió directamente. Lo único que me dijo fue que nadie puede describir el corazón de una madre. Dejó entrever con firmeza que no estaba dispuesta a responder a más preguntas.
Las celebraciones de Año Nuevo habían quedado atrás y se acercaba el Festival de Primavera. Ésta es la fiesta más importante del año para los chinos, y mucha gente la utiliza como una oportunidad para establecer sus contactos de negocios. Cada año, los funcionarios de los medios de comunicación sacan gran provecho de los festejos. Sin prejuicio del rango que ocupen, reciben montones de regalos y docenas de invitaciones para asistir a fiestas de sociedad. A pesar de que, por aquel entonces, yo no era más que una humilde locutora sin poder oficial, era solicitada por gente rica e influyente debido a la popularidad de mi programa. Sus atenciones no se fundaban en el reconocimiento de mis logros personales, sino en la importancia de mis oyentes. Todos los funcionarios de China conocen el antiguo proverbio transmitido desde los tiempos de la dinastía Tang: «El agua soporta un barco, pero también puede volcarlo.» La gente de a pie como mis oyentes son el agua y los funcionarios el barco.
Entre las brillantes invitaciones púrpuras y doradas que recibí había una de un hombre muy ambicioso, recién nombrado miembro del ayuntamiento. Los rumores decían que este hombre era un joven muy competente, y que tenía esperanzas de convertirse en uno de los pocos elegidos que serían delegados políticos en el ámbito provincial. Yo tenía mucho interés en saber qué cualidades especiales poseía aquel hombre —que apenas tenía un par de años más que yo— para ser capaz de abrirse camino a través del laberinto de la política china. Así que decidí asistir a la recepción que él daba. La invitación especificaba que se ofrecería un bufé libre de estilo occidental, lo cual suponía una verdadera novedad.
La cena se celebraba en la casa del político, y, aunque no era una mansión, resultaba impresionante. Sólo el salón tenía el tamaño de cuatro o cinco estudios para solteros como yo. Puesto que llegué bastante tarde, la estancia ya estaba ocupada por la charla de la multitud y el tintineo de las copas. La anfitriona me presentó solícitamente a varios personajes importantes, según su rango. De pronto me vino a la mente un pensamiento irreverente: cuando estos personajes eminentes iban al lavabo, ¿lo hacían por orden jerárquico? Si así era, los de rango inferior debían de sufrir terriblemente.
El bufé occidental era suntuoso y parecía auténtico, si es que las fotografías que había visto en las revistas eran dignas de confianza. Para demostrar que estaba ofreciendo un trato especial a las mujeres de los medios de comunicación, la diligente anfitriona, en una muestra de intimidad, congregó en su dormitorio a las pocas periodistas que había y sacó una caja de bombones de licor que había apartado especialmente para nosotras.
Me quedé pasmada: los bombones eran idénticos a los que yo había regalado a la trapera. La anfitriona abrió la caja. En la parte interior de la tapa apareció la letra de la canción popular rusa Praderas, que yo misma había copiado a mano para la trapera como gesto de buena voluntad para el nuevo año.
Esta poderosa familia estaba tan lejos del castillo de chatarra de la trapera como el cielo lo estaba de la tierra. ¿Cómo habían llegado los bombones hasta allí? Las preguntas se agolpaban febrilmente en mi cabeza y mi pulso se aceleró. Ya no tenía ningún deseo de permanecer más tiempo en aquel banquete, por lo que inventé una excusa socorrida y salí inmediatamente hacia el castillo de chatarra, corriendo como una posesa.
La trapera no estaba. Estuve esperando mucho tiempo hasta que regresó, a una hora muy avanzada de la noche. En cuanto me vio dijo llena de entusiasmo:
—El Año Nuevo y el Festival de Primavera son la temporada más ajetreada para la recolección de basura. En todos los cubos de basura, sean grandes o pequeños, encuentras un montón de comida todavía empaquetada y útiles objetos de uso diario que la gente ha tirado. Francamente, estos tiempos que vivimos... La gente ha olvidado cómo son los tiempos difíciles.
Ya no podía contenerme más y la interrumpí para preguntarle directamente:
—¿Por qué acabo de ver la caja de bombones que le regalé en la casa de un prometedor político? ¿Alguien se la robó? ¿Qué es lo que está pasando?
La trapera escuchó mi torrente de preguntas con una extraña expresión en la cara. Temblaba visiblemente, pero, haciendo un gran esfuerzo, logró controlarse y contestó:
—Después del Festival de Primavera fijaremos una cita y te lo contaré.
Luego cerró la puerta y ya no me prestó más atención. Me quedé ahí pasmada. Finalmente, las campanillas que tintineaban al frío viento me despertaron del letargo y me fui a casa.
El Festival de Primavera parecía hacerse interminable. Estaba llena de remordimientos. Viviendo sola en aquella chabola endeble azotada por el viento y la lluvia, sin amigos ni familia, lo último que necesitaba la trapera era tener que soportar la carga de mis insensibles preguntas. Barajé la posibilidad de ir a verla, pero sabía que sus palabras habían sido terminantes: sería una vez pasado el Festival de Primavera.
El primer día de trabajo después de las vacaciones acudí muy temprano a la oficina. Al pasar por delante del castillo de chatarra descubrí que la puerta estaba cerrada con un candado. La trapera siempre salía muy temprano de su casa. No me sorprendía. ¿Quién iba a querer dormir hasta tarde en una chabola endeble que no protegía ni del frío ni del calor? En la entrada de la emisora de radio, el guardia me llamó para decirme que alguien me había dejado una carta el día anterior. Muchos oyentes se tomaban la molestia de entregar sus cartas personalmente. Parecían creer que era más seguro y que así llamarían mi atención más fácilmente. Di las gracias al guardia, pero no presté demasiada atención a la carta y la dejé en mi bandeja de entrada al pasar por mi mesa.
Aquel día salí brevemente cuatro o cinco veces para controlar el castillo de chatarra, pero la puerta estuvo siempre cerrada y a la trapera no se la vio por ningún sitio. Empezaba a sentirme ligeramente enojada porque no había cumplido con su palabra, pero estaba determinada a esperarla. Quería disculparme y aclarar el incidente de los bombones. Decidí quedarme en la oficina hasta el último turno leyendo mis cartas.
A las ocho y veinte de la tarde aproximadamente volví a salir, pero la puerta seguía cerrada con candado. Me extrañó que todavía no hubiera vuelto. ¿Realmente había tantas sobras en los cubos de basura? De vuelta en mi oficina, reemprendí la lectura de las cartas. La siguiente carta que abrí estaba escrita con una letra delicada y bonita. La remitente era obviamente una mujer muy culta, una mujer que había recibido la mejor educación posible. Lo que entonces leí me dejó paralizada.
Estimada Xinran:
Gracias. Gracias por tu programa: lo escucho cada día. Gracias por tu sinceridad: hacía muchos años que no tenía una amiga. Gracias por la caja de bombones rusos: me ha recordado que antaño fui una mujer casada.
Regalé los bombones a nuestro hijo. Pensé que los disfrutaría tanto como solía hacerlo su padre.
Resulta muy difícil para un hijo convivir con su madre, y muy difícil también para su esposa. No quiero alterar la vida de mi hijo, ni complicársela intentando mantener el equilibrio entre su esposa y su madre. Sin embargo, me resulta imposible escapar de la naturaleza femenina y de los hábitos de toda una vida de madre. Vivo como vivo a fin de estar cerca de mi hijo, a fin de vislumbrarlo cuando se dirige a su trabajo cada mañana. Por favor, no se lo cuentes. Él cree que he estado viviendo en el campo todo este tiempo.
Xinran, lo siento, pero me voy. Soy profesora de idiomas y debería volver al campo para dar clases a más niños. Como dijiste tú una vez en tu programa, la gente mayor debería disponer de un espacio propio en el que tejer una hermosa tercera edad.
Por favor, perdóname la frialdad que te he mostrado. Le he ofrecido todo mi calor a mi hijo, su padre sigue viviendo en él.
Deseándote un feliz y tranquilo Festival de Primavera se despide
La trapera
La cabaña de chatarra.
Entendía que la trapera se hubiera ido. Me había permitido mirar en su corazón y su vergüenza no le permitía volver a enfrentarse a mí. Me dolía haberla ahuyentado de su mundo cuidadosamente construido, pero también me apenaba que se hubiera consumido para dar la vida a sus hijos, y que su única recompensa fuera tener que resignarse a ser desechada. Tan sólo confiaba en su identidad de madre.
Mantuve el secreto de la trapera y nunca expliqué a su hijo cómo ella lo había vigilado. Pero nunca volví a su casa, puesto que la trapera, cuya memoria yo atesoraba, jamás llegó a cruzar su umbral. Aunque él parecía muy poderoso, ella era la realmente rica.