A la mañana siguiente subí de nuevo al mástil y esta vez no sufrí ninguna decepción. A la primera luz del día, la isla de Creta, baja y azul, apareció en nuestro horizonte de estribor. No era donde yo había esperado encontrarla, porque en lugar de estar justo enfrente de nosotros, se extendía unas cincuenta leguas o más hacia el norte.

A decir verdad, no me incomodó este pequeño contratiempo. No tenía ninguna prisa por conocer al Minos Supremo porque, de ser así, privaría a mis princesas de unos días adicionales de felicidad. Decidí aprovechar al máximo esa oportunidad de conocer más a fondo aquel reino de mitos y leyendas. Al parecer, el romance y la fuerza mística parecían estar acercándose a mí a través de sus aguas.

Quería disfrutar de ello plenamente, sin la intromisión de nadie, pero no iba a ser posible. En el Furia, que navegaba por delante de nosotros, se escuchó un repentino tumulto y gritos de: «¡Tierra a la vista!».

Casi de inmediato, en la cubierta situada debajo de mí parecía bullir una excitada humanidad. Todos se apiñaron en la borda de estribor y treparon a los aparejos para contemplar mejor la tierra.

No pude disfrutar mucho tiempo a solas, porque el embajador Toran subió para unirse a mí en el mástil. Estaba si cabe más eufórico que yo, y al igual que en mi caso, tampoco estaba demasiado preocupado por el retraso en la travesía.

—El error de Hypatos en la navegación es disculpable, dado el largo período de travesía sin ver tierra y a los caprichos del viento y las corrientes. La navegación marítima no es nunca una ciencia exacta, sino más bien un instinto desarrollado. En realidad, el error de cálculo de Hypatos puede ser fortuito.

Lo miré de reojo.

—¿Os importaría explicaros mejor?

—Estoy seguro de que recordáis que antes de que zarpáramos de Sidón os expliqué que, por decreto del Minos Supremo, a los buques de guerra extranjeros no se les permite entrar en el puerto de Cnosos, en la costa norte de su reino. Ahí es donde están fondeados nuestros barcos de guerra.

—Sí, claro, me dijisteis que mis barcos deberían utilizar el puerto de Krimad, en la costa sur. De hecho, ese lugar será mucho más conveniente para mis galeras, así no tendrán que seguir navegando para alcanzar las posiciones hicsas en el delta del Nilo.

Toran dirigió mi atención hacia la tierra lejana.

—¿Veis esas construcciones blancas en la base del monte Ida? Son los astilleros del puerto de Krimad. Deberíais destacar a vuestro escuadrón de inmediato y mandarlo a ocupar los amarres que les han sido asignados en el puerto. El capitán Hypatos enviará a uno de sus oficiales para que actúe como piloto para sus capitanes.

—¡Excelente! —aprobé—. ¿El Minos Supremo desea que me quede con mi flotilla en Krimad?

—¡No, no, Taita! —se apresuró a tranquilizarme—. El Minos Supremo es plenamente consciente de que sois el representante del faraón Tamose y que, como tal, merecéis el máximo respeto. Se ha dispuesto una mansión en las laderas del monte Ida, sobre la ciudad de Cnosos, para vuestro uso exclusivo. Sin embargo… —Hizo una pausa y dejó caer un párpado, mirándome conspirativamente—. Sin embargo, a bordo de este barco hay algunos miembros de vuestro séquito que estarían mejor acomodados en Krimad que en Cnosos.

—¡Ah! —exclamé, fingiendo ignorancia—. ¿Y quiénes son esas personas?

—No quiero dar a entender que nadie se haya comportado de forma inapropiada, pero hay quien tiene excesiva confianza con las futuras esposas del Minos Supremo.

—¿No os estaréis refiriendo a la pequeña Loxias, la sirviente real?

Toran bajó la mirada. Discretamente, le había recordado que ambos teníamos secretos que ocultar.

—Lo dejo a vuestro impecable juicio —repuso Toran, retirándose con elegancia de la discusión.

Cuando bajamos a la cubierta principal, el capitán Hypatos me estaba esperando con una sonrisa.

—Finalmente han sido dieciséis días, señor Taita.

—Debo felicitaros por vuestra maestría en el arte de la navegación, Hypatos —lo elogié—. Por favor, decid a los capitanes de mis galeras que suban a bordo de inmediato.

Hypatos dio la orden de arriar las velas del buque insignia y de izar la señal «a todos los capitanes».

Los comandantes de mis galeras lanzaron los esquifes y ordenaron a sus tripulaciones que remaran hasta alcanzar el Toro Sagrado. Por orden de antigüedad, con Dilbar y Akemi a la cabeza, subieron a bordo. Les señalé el puerto de Krimad y les informé de que iba a ser su futura base de operaciones.

Entonces, Zaras y Hui retomaron formalmente el mando de sus propias naves y se dispusieron a abandonar el buque insignia. Sus sirvientes habían preparado su equipaje, que fue cargado en los esquifes que iban a trasladarlos a las galeras.

Deliberadamente, había avisado con poca antelación a Zaras y a Hui de su traslado y me había abstenido de informar a Tehuti y Bekatha de su inminente partida. Quería evitar a toda costa cualquier demostración pública de emoción.

No obstante, a mis niñas no se las engañaba tan fácilmente. Se habían dado cuenta casi de inmediato de que algo extraño estaba ocurriendo. Abandonaron sus camarotes y salieron a la cubierta de popa para investigar. Su estado de ánimo era ligero y relajado, pero cambió bruscamente al ver a Zaras y a Hui en la cubierta principal, de pie frente a sus hombres.

Observé disimuladamente a mis dos niñas asumiendo la dura realidad de que el temido momento había llegado y que la marcha era inminente.

El semblante de Tehuti se volvió frío y palideció como el de un cadáver tumbado sobre una piedra para ser enterrado. El labio inferior de Bekatha se estremeció y parpadeó para contener las lágrimas.

En la cubierta principal, Zaras llamó a sus oficiales, que saludaron al castillo de popa. Vi a Bekatha buscando a tientas la mano de su hermana mayor y agarrándola con tanta fuerza que los nudillos adquirieron un gélido tono blanco. Los labios de Tehuti se movieron cuando ella le susurró:

—Debes ser valiente, Bekatha. Todos nos están mirando.

Loxias, que estaba de pie justo detrás de ellas, se movió para situarse al lado de Bekatha y le cogió la otra mano.

Zaras se dirigió formalmente al capitán Hypatos:

—Permiso para abandonar la nave, capitán.

Hypatos le respondió con la misma formalidad:

—Permiso concedido, capitán.

Zaras se volvió hacia el costado del barco y bajó con su contingente por la escalera de cuerda hasta los esquifes. Hui lo siguió. Tampoco advirtió la presencia de las niñas, que estaban de pie en popa, a sus espaldas. Ninguno de los dos miró hacia atrás.

Mientras miraba partir a Hui, Bekatha se tambaleó ligeramente y dejó escapar un grito ahogado. Luego, sin soltarse de las manos, las tres muchachas se dirigieron hacia la escalera que conducía a sus camarotes. Bekatha dio un traspié en el primer escalón, pero Tehuti la estabilizó discretamente, evitando que se cayera.

Toran estaba de pie frente a mí, en el lado de babor de la cubierta. Cuando las tres muchachas desaparecieron escaleras abajo, miró en mi dirección y me hizo un gesto de aprobación casi imperceptible.

Con esa simple seña, nos habíamos convertido en cómplices. Sabía que en el futuro ambos seríamos capaces de confiar en el otro.

Después de que los esquifes abandonaran el Toro Sagrado para dirigirse de nuevo a las galeras, Hypatos viró el buque insignia, invirtiendo su rumbo, y rodeó el cabo oriental de la isla.

Miré por encima del montante rastrillado del buque insignia y observé mis galeras en línea de popa alejándose directamente hacia el puerto de Krimad. Aún estaba triste tras haber sido testigo de la angustia de mis niñas. Traté de distraerme y me coloqué junto a Toran en la barandilla y le hice una trillada pregunta cuya respuesta ya conocía.

—¿Cuál es la distancia por tierra en línea recta entre Cnosos y Krimad?

—La distancia real no es significativa: son apenas cuarenta leguas, quizás un poco menos —explicó Toran—. El problema es que el camino es empinado y traicionero donde rodea el monte Ida, y difícil de recorrer durante el resto del trayecto. Puede que a vuestros caballos les lleve dos días completarlo. Si los forzáis más, acabaréis con ellos.

Sabía que tendría que recorrer ese camino con regularidad si quería estar en contacto con los oficiales de mi nave y también con mis niñas en el serrallo real. Por otro lado, no podía aceptar las demoras que Toran estimaba. Decidí que debería establecer una cadena de relevos por toda la isla. Con caballos descansados esperando en intervalos de diez leguas, podría cruzar la isla en siete horas o un poco menos de tiempo. Ésa sería mi prioridad en cuanto hubiera dejado a mis niñas en su nuevo hogar.

Bajé un momento con la intención de tentarlas para que subieran a cubierta y olvidaran sus penas, pero no quisieron acompañarme. Su desdicha era tan grande que apenas pudieron abrir la boca para responder a mis solícitas preguntas. Se sentaron en una litera, agarrándose la una a la otra en busca de consuelo. Loxias se sentó en el suelo, a sus pies, con las piernas cruzadas. No era la primera vez que me sentía emocionado por la lealtad de la muchacha minoica.

Mis niñas necesitaban pasar un tiempo a solas para asumir la crueldad del destino y la de los dioses. Los jóvenes multiplican por cien las exigencias de la vida, pero consigue aliviarlas, en la misma medida, lo volátil de su edad. Todos debemos aprender a resistir.

Las dejé y volví a cubierta. Toran había bajado, de modo que subí de nuevo al aparejo.

Aquéllas eran las aguas de la patria de Hypatos, y él las conocía a fondo. A veces bordeaba los arrecifes y acantilados a tan poca distancia que parecía que podía pisar la tierra sin mojarme los pies.

Contemplé el paisaje fascinado. No esperaba que fuera tan montañoso ni que lo cubrieran unos bosques tan exuberantes. He pasado gran parte de mi vida en parajes desiertos, y a mí me resultan exóticos y bellos.

Era ya más de mediodía cuando doblamos el extremo más oriental de la isla y cambiamos el rumbo para dirigirnos hacia Cnosos por la costa norte. El ángulo de la luz del sol estaba tan alterado que, bajo la quilla, el agua adquirió un maravilloso tono azul.

Ante nosotros, el mar estaba salpicado de embarcaciones: desde pequeñas barcas de pesca ancladas hasta grandes trirremes mercantes agitando sus bancos de largos remos y sus nubes de velas.

Al pasar frente a las bocanas de las bahías y puertos del litoral, vi que también estaban llenos de barcos fondeados embarcando o desembarcando mercancías. Sus cargas eran el músculo del comercio que genera la riqueza y que había transformado aquella pequeña isla en un coloso que dominaba el mundo civilizado.

Y, sin embargo, sabía por mis estudios que su terreno era rocoso y escarpado. Su suelo era pobre, porque carecía de minerales preciosos y no era apto para los cultivos. Y aunque los bosques crecían en él con profusión, sus raíces suponían otra barrera más para obtener valiosas cosechas.

Los minoicos habían resuelto este problema enviando sus naves para recoger las materias primas que producían otras tierras. Pagaban una miseria por estas riquezas, que transportaban de vuelta a Creta. Aquí, aplicando sus conocimientos de ingeniería y su talento para el diseño y la innovación, las transformaban en productos muy atractivos que deseaba el resto del mundo.

Refinaban los minerales que otros pueblos más primitivos habían escarbado en la tierra con palos afilados, y con esos metales fabricaban espadas y cuchillos, cascos y armaduras para los guerreros y azadas, horcas y azadones para los campesinos.

Habían perfeccionado la cocción de las arenas de sílice y otros minerales para fabricar vidrio, un extraordinario material al que daban forma de fuentes y platos y otros utensilios que adornaban las mesas de los banquetes de los reyes, ornamentos y joyas de múltiples colores para deleitar a las esposas de los ricos y cuentas que algunas tribus utilizaban como moneda. En algunos países primitivos, una cadena de estas cuentas de cristal permitía comprar un caballo de pura sangre o una hermosa joven virgen.

Los minoicos intercambiaban estos productos con el cáñamo, el algodón, el lino y la lana que los campesinos de otras tierras habían cultivado. Trabajaban y tejían estos materiales para convertirlos en tela para vestimentas, tiendas de campaña y velas para barcos.

Ellos, a su vez, salían a comerciar, repitiendo este ciclo sin fin hasta que ninguna otra nación pudo igualar su riqueza, ni siquiera nuestro Egipto.

Sin embargo, esta incesante e inquebrantable búsqueda de riquezas tenía un costo oculto.

Desde mi posición en lo alto del aparejo del Toro Sagrado observé la tierra y vi el humo elevándose de las innumerables fraguas y hornos en que se perfeccionaban los minerales, se aleaban los metales y las arenas se convertían en vidrio.

En las laderas de las montañas, por encima de las ciudades y las fábricas, había amplios terrenos desolados; la tierra mostraba las cicatrices allá donde se habían talado los bosques para conseguir la madera de los cascos de los buques mercantes minoicos o para ser quemada en los hornos de los molinos.

Vi las aguas de la costa manchadas y sucias por los tintes tóxicos y los líquidos corrosivos que usaban en los molinos y que desaguaban directamente en el mar.

Como a cualquier otro hombre, me gusta el peso y el brillo del oro y la plata en mis manos, pero al enfrentarme a esa desfloración de la prístina naturaleza me pregunté cuál es el precio que el hombre está dispuesto a pagar para alimentar su insaciable codicia.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por un grito procedente de cubierta. Miré hacia abajo y vi que el embajador Toran había salido y me hacía señas para que me uniese a él. Cuando salté a su lado, se disculpó.

—No puedo permanecer demasiado tiempo ahí arriba —explicó—. Los giros del barco me resultan muy desagradables desde el mástil y no me gustaría desperdiciar el excelente desayuno que mi cocinero se esmera tanto en prepararme. —Me tomó del brazo y me llevó hacia delante—. La vista desde la proa es tan buena como desde el mástil; me gustaría mostraros los lugares de interés cuando dejemos atrás la isla Dragonada y tengamos una vista completa de Cnosos y el monte Cronos.

Nos instalamos cómodamente a la sombra de la vela de proa mientras el barco rodeaba el extremo de la isla y se extendía ante nosotros un perfecto panorama de la costa norte de Creta.

Desde nuestro lado de babor contemplamos una maravillosa vista del monte Ida, completamente distinta de la que habíamos disfrutado desde el lado sur de la isla. Desde este ángulo, la montaña parecía aún más grande, pronunciada y escabrosa. Debajo de ella, la ciudad de Cnosos y su puerto se abrían ante nosotros.

El puerto era enorme, pero sus aguas no parecían lo bastante amplias para dar cabida a la flota de barcos de guerra minoicos y los buques mercantes que estaban fondeados en ellas. Algunos de esos barcos eran tan grandes que la cubierta del Toro Sagrado parecía pequeña.

Por encima del puerto se alzaban los edificios de la ciudad. Me di cuenta inmediatamente de que su extensión era mucho más grande que la de Tebas y Babilonia juntas. No obstante, comparadas con Cnosos, esas dos ciudades eran bonitas, alegres y acogedoras.

A pesar del fondo con montañas altas y majestuosas y el alcance y la grandeza de su arquitectura, Cnosos era un lugar sombrío y oscuro. Mis sentidos están tan sintonizados con las sutiles corrientes subterráneas y los matices ocultos de lo preternatural que advertí de inmediato que Cnosos se había construido sobre uno de esos raros campos de energía en los que los dioses concentraban todo su poder.

En esta época de progreso, los hombres ilustrados han aceptado que la tierra es un ser vivo que respira, una tortuga gigante que nada eternamente en el oscuro océano de la eternidad. Las placas que forman el caparazón que cubre su espalda se fusionan a lo largo de esas líneas de energía. Cuando la tierra se mueve, esas articulaciones le permiten flexionar el cuerpo y las extremidades. Son centros de una fuerza inimaginable, algunos para bien, pero otros para mal.

Y allí era para mal. Noté su desagradable sabor en la parte posterior de la lengua y su hedor en las fosas nasales. Me estremecí mientras trataba asumir su enormidad.

—¿Tenéis frío, Taita? —me preguntó Toran, solícito.

Aunque negué con la cabeza y sonreí, no estaba seguro de que mi rostro no revelara mis verdaderos sentimientos. Me aparté de él y miré directamente el mar. Lejos de calmar mis presentimientos, sus aguas me parecieron aún más agitadas al contemplar de cerca los picos gemelos del monte Cronos. Toran debía ser consciente de mi perturbación, porque se rió entre dientes y me palmeó la espalda de forma paternal.

—¡Ánimo, Taita! La mayoría de la gente reacciona igual cuando ve por primera vez la ciudadela de Cronos, el padre de todos los dioses. ¿Conocéis la historia de este lugar y de cómo se desarrollaron todos sus misterios?

—Apenas sé nada al respecto.

En realidad, estaba convencido de conocer la historia mucho mejor que el propio Toran, pero, a menudo, lo mejor es fingir ignorancia, porque así puedes descubrir secretos que de otra forma te serían negados.

Toran se tomó mi instrucción con entusiasmo.

—Como hombre de letras e instruido, estaréis de acuerdo en que Cronos es el padre de todos los dioses. Antes de él sólo existía la tierra, Gaia, y el cielo, Urano. Cuando se aparearon, de su unión nació Cronos.

—Eso ya lo sé —concedí, prudentemente. No quería que me arrastrara a una discusión, aunque sabía que había otras explicaciones más plausibles de la creación—. Pero por favor, Toran, proseguid.

—Pasado el tiempo, Cronos se peleó con su padre, Urano, y lo derrotó. Luego lo castró y lo convirtió en su esclavo. Cronos gobernó durante toda la edad de oro de los dioses. No obstante, era consciente de una profecía según la cual uno de sus hijos le declararía la guerra, como había hecho él con su propio padre. Así pues, devoró a todos sus hijos al nacer para evitar que eso sucediera.

—Dadas las circunstancias, devorar a sus hijos era seguramente una opción razonable. Conozco a más de un mortal que desearía haber actuado así —bromeé, con expresión grave, aunque Toran se lo tomó en serio y asintió.

—¡Por supuesto! Sin embargo, y siguiendo con el relato, cuando Rea, que era la mayor de las esposas de Cronos, dio a luz a su sexto hijo, al que llamó Zeus, lo escondió de su padre en una cueva, en lo alto del monte Ida. —Señaló la montaña, al otro lado de la bahía—. Así pues, Zeus sobrevivió y alcanzó la madurez. Entonces, tal y como se había profetizado, se enfrentó a Cronos. Cuando lo derrotó, le rajó el vientre y todos sus hermanos fueron liberados.

—Entonces, Zeus y sus hermanos y hermanas viajaron a la cima del monte Olimpo, donde aún siguen teniendo su morada, gobernando nuestras vidas con mano dura. —Aceleré el relato. A veces Toran podía resultar pedante—. Zeus es ahora el padre de todos los dioses y el señor de las tormentas. Sus hermanos son Hestia, diosa del hogar; Deméter, diosa de la agricultura y las cosechas abundantes; Hera, diosa del matrimonio; Hades, dios del inframundo, y Poseidón, dios del mar.

—Me habíais dicho que no conocíais su historia. —Toran parecía ligeramente ofendido, pero prosiguió sin dilación antes de que yo pudiera relatar el resto de la historia—. Zeus no podía matar a su padre porque era inmortal, así que antes de partir hacia el monte Olimpo, encarceló a Cronos en las ardientes profundidades del volcán que ahora lleva su nombre.

Ambos observamos la montaña en silencio durante unos instantes.

—Es el volcán más antiguo y poderoso del mundo. —Toran rompió el silencio—. Cronos controla todo su poder. Con él nos protege de la envidia de los reyes extranjeros y de la avaricia de las naciones menos civilizadas. Sólo en una ocasión, cuando los eubeos mandaron a su flota para atacarnos, Cronos arrojó grandes rocas de fuego sobre ellos desde lo alto de su montaña, hundiendo la mayoría de sus naves y haciendo regresar a los supervivientes por donde habían venido.

Contemplé la montaña. Era un espectáculo realmente impresionante. No había señales de vida animal ni vegetal en ninguno de los escalonados terraplenes en forma de pirámide. Caían casi en vertical sobre el agua y en ellos brillaban piedras negras de lava solidificada.

Desde las aberturas gemelas que atravesaban las cumbres de los picos, la lava fundida, resplandeciente por el calor, aún rezumaba y se deslizaba en ríos de fuego que estallaban en nubes de vapor cuando alcanzaban las aguas que lamían la base de la montaña.

—Cuando Cronos está muy contento o muy enfadado, expulsa humo o fuego —explicó Toran—. La intensidad de su ira o de su placer se puede calcular por el volumen y la fuerza de su abrasador aliento. Por sus suaves exhalaciones se puede deducir que está durmiendo o tiene un estado de ánimo jovial. Cuando está realmente excitado, expulsa rocas fundidas y unas nubes de humo sulfuroso tan altas que se confunden en el cielo con las nubes. Entonces, sus bramidos y sus rugidos pueden escucharse incluso en tierras lejanas, al otro lado del mar.

—¿Y qué puede enojarlo hasta ese punto? —le pregunté a Toran.

—Es el más poderoso de todos los dioses. Cronos no necesita ningún motivo para enojarse, y desde luego no es responsable ante nosotros de sus caprichos o antojos. Se enoja porque se enoja, es así de sencillo.

Asentí prudentemente con la cabeza mientras escuchaba a Toran ensalzando los poderes y justificando los excesos de su dios particular. Por supuesto, no estaba de acuerdo con él. He estudiado la historia y el origen de todos los dioses. Hay cientos de ellos y, al igual que los mortales y los semidioses, son muy distintos en su poder y su temperamento, en sus virtudes y su maldad.

Lo que me desconcertaba era que un hombre cultivado como Toran rindiera tributo y fidelidad a un monstruo furioso antes que a una deidad noble y benevolente como Horus.

No confío en Cronos ni en Seth. Es más, nunca he estado seguro de Zeus. ¿Cómo puedes confiar en alguien, incluso en un dios, que se complace en jugar con malas artes con la humanidad y con su familia más cercana?

No, yo soy un hombre de Horus hasta la médula.

La aglomeración de barcos en el puerto de Cnosos y sus alrededores era tan grande que, cuando nos acercamos, el capitán del puerto envió un lugre con un mensaje negándole la entrada inmediata al Toro Sagrado y ordenándonos que fondeáramos en la rada hasta que dispusiéramos de un amarradero en el interior del puerto.

El embajador Toran desembarcó en el lugre para informar a palacio de nuestra llegada.

Una hora después de que Toran se fuera, se acercó un cúter para nuestro anclaje. Llevaba la insignia real de Creta. En la parte delantera estaba el toro dorado, y en el reverso el hacha de doble hoja del verdugo; su significado eran los poderes sobre la vida y la muerte esgrimidos por el Minos Supremo.

Antes de desembarcar, Toran me había advertido que Tehuti y Bekatha, como futuras esposas reales, debían ser confinadas en sus camarotes, lejos de las miradas de los hombres. Cuando aparecieran en público, debían llevar el rostro completamente tapado con un velo e incluso sus manos y sus pies tendrían que estar cubiertos hasta que se presentaran de forma segura en el serrallo real.

Cuando les hablé del código de vestimenta minoico, las niñas se indignaron. Estaban acostumbradas a ir completamente desnudas cuando les apetecía. Empleé todo mi tacto y mi capacidad de negociación para convencerlas de que respetaran las costumbres y modales de la isla y se comportaran como miembros de la familia real minoica.

Teniendo muy en cuenta estas restricciones, yo era el único no minoico en la cubierta de popa del Toro Sagrado que podía recibir a la delegación de palacio.

Junto al embajador Toran, de pie en la proa del cúter que se acercaba, había tres oficiales de palacio. Cuando estuvieron ya a poca distancia, uno de ellos nos habló y solicitó permiso para subir a bordo, una petición que el capitán Hypatos concedió con celeridad.

Estos tres visitantes iban vestidos con largas túnicas negras cuyos dobladillos barrieron la cubierta cuando se acercaban a mí con pasos deliberadamente majestuosos. Llevaban sombreros altos sin ala adornados con cintas negras. Sus barbas, rizadas con tenacillas calientes, estaban teñidas con hollín. Se habían empolvado el rostro con tiza blanca, pero en sus ojos se apreciaba un círculo de kohl, un contraste realmente asombroso. La expresión de su cara era lúgubre.

El embajador Toran los seguía de cerca y me los presentó cuando se detuvieron delante de mí. Dediqué una reverencia a cada uno de ellos mientras Toran pronunciaba sus nombres y enumeraba sus complicados títulos.

—¡Señor Taita! —dijo el emisario principal, devolviéndome la reverencia—. El Minos Supremo me ha ordenado que os dé la bienvenida al reino de Creta.

Luego me dijo que nuestra llegada había sido anunciada con entusiasmo, aunque en palacio desconocían la fecha y hora exactas de tan feliz acontecimiento. Ahora solicitaban veinticuatro horas más para preparar una bienvenida apropiada para las damas reales egipcias que estaban comprometidas con el Minos Supremo.

—Una barcaza llegará a esta nave mañana al mediodía y os trasladará a vos y a las novias reales a palacio, donde el Minos Supremo estará esperando para daros la bienvenida a su familia.

—¡Vuestro Minos Supremo es muy amable! —respondí a lo que, en esencia, no era tanto una invitación como una orden real expresada con diplomacia.

—Su Majestad me ha ordenado que me encargue de las damas reales para su satisfacción. Y también me ha pedido que les ofrezca estas muestras de su favor real.

Señaló los pesados cofres de plata que cargaban los ayudantes vestidos de negro que lo flanqueaban. Dejaron los presentes sobre la cubierta y luego se alejaron con profundas reverencias.

La reunión había llegado a su fin. La comitiva subió de nuevo al cúter que los había traído. Me estaba dando cuenta de que los minoicos eran gente que no perdía el tiempo en ceremonias ni en trámites de cortesía. El embajador Toran los acompañó a tierra. Al menos me dedicó una breve sonrisa y un gesto discreto cuando subió al cúter.

Albergaba la esperanza de que los presentes que el Minos Supremo había enviado pudieran aliviar la profunda tristeza de mis princesas. Y, efectivamente, resultaron ser dignos del monarca más rico del mundo. El oro y la plata brillaban, y las piedras preciosas iluminaban el camarote con rayos de luz multicolor. Tehuti y Bekatha las examinaron con indiferencia antes de deshacerse de ellas y sumirse de nuevo en su melancolía.

Hasta ahora había mantenido severas restricciones para que ninguna de mis niñas disfrutara del consuelo de la uva, pero me di cuenta de que había llegado el momento de aliviar su gran aflicción con un drástico remedio. Bajé a la bodega del barco, cogí una de las ánforas del embajador Toran y llené hasta la mitad tres grandes jarras de cobre con el delicioso vino tinto de las Cícladas. Luego las terminé de llenar con agua y ordené al sobrecargo del barco que las llevara al camarote donde languidecían mis niñas.

—¿Quieres que nos bebamos este veneno? —preguntó Tehuti—. Nos dijiste que si lo hacíamos nos quedaríamos calvas.

—Eso sólo ocurre si te lo tomas cuando eres muy joven, pero ahora yo sois adultas —expliqué—. Miradme. ¿Acaso estoy calvo?

A regañadientes, admitieron que no lo estaba.

—También nos dijiste que se nos caerían los dientes —me recordó Bekatha.

Para rebatir lo que decía, le mostré mi perfecta dentadura. Durante un rato, reflexionaron en silencio.

—Esto hará que os sintáis más alegres y felices —dije.

—Yo no quiero sentirme alegre y feliz. —Bekatha habló con firmeza—. Sólo quiero morir.

—Al menos morirás feliz —razoné.

—Tal vez deberíamos hacer que Loxias lo probara primero.

Tehuti observó pensativamente a la muchacha minoica.

Bekatha empujó una de las jarras que había sobre la mesa hacia Loxias. La muchacha suspiró con resignación. Estaba muy acostumbrada a que se le asignaran las tareas menos agradables y potencialmente peligrosas. Se llevó la copa a los labios y bebió un sorbito; luego se enderezó, manteniendo el vino en la boca.

—¡Trágatelo! —le ordenó Tehuti.

Loxias obedeció y ambas la miraron atentamente, esperando a ver si se quedaba sin pelo o sin dientes. La muchacha sonrió.

—Sabe bien —dijo, inclinando nuevamente la cabeza sobre la jarra.

—¡Ya basta! No tienes por qué bebértelo todo —protestó Tehuti, cogiendo la jarra de sus manos.

Se pasaron la jarra, comentando animadamente el sabor del vino. Bekatha dijo que sabía como a ciruelas, aunque en opinión de Tehuti sabía sin duda a granada madura. Loxias no dio ninguna opinión, pero se aseguró de que no se le negara su parte. Fue la primera en reírse. Tehuti y Bekatha la miraron con sorpresa. Entonces, Bekatha también se echó a reír.

Al cabo de una hora, las tres se habían quitado la ropa y se habían puesto las brillantes joyas que el Minos Supremo había mandado. Yo estaba tocando con la lira una de las melodías que más les gustaba bailar. Las tres retozaban por el camarote, chillando y riendo. No fue hasta pasada la medianoche que Bekatha se derrumbó en su litera, aunque las otras dos no tardaron mucho tiempo en hacerlo. Las cubrí con las sábanas, les di un beso de buenas noches y apagué la lámpara. Subí la escalerilla hasta la cubierta principal para disfrutar del aire de la noche. Me sentía bastante satisfecho de mí mismo.

Mis princesas, vestidas al estilo minoico, estaban esperando en la cubierta cuando la barcaza real salió del puerto al mediodía del día siguiente y remó hasta el Toro Sagrado. Hasta que no subieron a la embarcación, nada sugería que hubiera un ser viviente bajo las capas de tela negra y los velos que las cubrían. El embajador Toran nos había mandado esos vestidos y accesorios en otra barca aquella misma mañana. Había tenido que emplear todo mi ingenio y astucia para convencer a las niñas de que se pusieran esas estrafalarias vestimentas. Loxias se había ahorrado la humillación. Aunque su vestido también era largo y negro y el sombrero alto, en forma de cono y adornado con cintas, al menos llevaba el rostro y las manos descubiertas. Ella no era más que una sirvienta, y si hubiera llevado el pecho desnudo estoy seguro de que nadie habría reparado en ello.

Las acompañé a la barcaza al solemne ritmo de los tambores que tocaban cuatro sacerdotes del templo de Cronos que iban sentados en la popa. Luego fuimos conducidos a remo hasta el muelle interior del puerto y tuve ocasión de estudiar más de cerca los imponentes edificios que rodeaban la cuenca y se agolpaban a orillas del mar. Estaban construidos en su totalidad con bloques de piedra de un color gris pardo que más adelante vi que habían sido extraídas de las montañas. Apenas se distinguían unos de otros: todos eran impresionantemente feos. Los tejados eran planos y las ventanas unas estrechas hendiduras cubiertas con cristales opacos de color gris.

El edificio más grande se alzaba justo frente a la entrada del puerto. No le hacía falta la estatua del toro dorado de Creta en la azotea para dejarnos claro que se trataba de uno de los enormes palacios del Minos Supremo.

Con experta precisión, los remeros condujeron la barcaza hasta el muelle situado delante del palacio, donde un grupo de dignatarios esperaba para dar la bienvenida en tierra a mi pequeño destacamento. Todos vestían el mismo uniforme largo y negro y los sombreros altos en forma de cono. Llevaban los rostros espolvoreados con tiza y los ojos pintados con kohl. Algunos de ellos lucían cadenas de oro y plata y otros ornamentos en sus túnicas para dar fe de su superior rango y estatus.

Incluso yo iba vestido con la larga túnica negra que el embajador Toran me había hecho llegar. Sin embargo, llevaba mi magnífico casco dorado con su penacho de plumas y mi cara no estaba manchada con tiza ni con kohl.

Los únicos miembros del grupo que no vestían de negro eran cuatro ágiles guerreros de piel muy oscura: llevaban unas túnicas de un brillante color verde, con correas de cuero cruzadas sobre el pecho y cascos también de cuero en la cabeza. Se acercaron a mis princesas para ayudarlas a desembarcar. Iban armados con sendas espadas cortas y dagas. Dos de ellos llevaban látigos que esperaba que fuesen más ceremoniales que funcionales. Se situaron a ambos lados de mis niñas.

Había algo extrañamente femenino en esos escoltas vestidos de verde. Sus rostros eran imberbes y suaves, y sus rasgos, al igual que sus manos, delicados y finamente esculpidos. Sólo les faltaban las protuberancias de los pechos femeninos: eran tan planos como los de cualquier muchacho. Pensé que serían una especie de hermafroditas, una más de las tantas peculiaridades que ya había detectado en aquella tierra tan peculiar. Me olvidé de ellos y seguí a mis niñas a través de la puerta de entrada al cavernoso vestíbulo del palacio. Estaba abarrotado por una multitud de rostros pintados con tiza. Sin embargo, no vi ni a una sola mujer entre todo el gentío. Nosotros, los egipcios, nos sentimos orgullosos de nuestras mujeres y esperamos que jueguen un papel importante y muy visible en la vida de nuestra nación. Aquella muestra intencionada del aislamiento de las mujeres me pareció repugnante y antinatural.

En el centro del suelo de mármol habían dejado un pasillo lo bastante ancho para dejar pasar a mis niñas y a sus acompañantes uniformados de verde que conducía a otro conjunto de puertas situadas en el otro extremo de la sala. Nuestro pequeño grupo empezó a avanzar por ese espacio, pero no habíamos recorrido más de una docena de pasos cuando alguien salió de entre la multitud y se colocó a mi lado. Por un momento no me di cuenta de que se trataba del embajador Toran, porque también vestía completamente de negro y tenía el rostro mortalmente blanco, con las cuencas de los ojos cadavéricas. Sin embargo, llevaba una cadena de oro que reconocí y, aunque habló con un tono sepulcral, su voz era inconfundible.

—Todo marcha según lo previsto. El Minos Supremo y todo su consejo os están esperando en el salón del trono, detrás de esas puertas. —Las señaló con un gesto de la barbilla—. Incluso la Reina Madre está con él. Es un raro honor. No se espera que toméis parte en la sesión de hoy, pero a partir de mañana trabajaréis en estrecha colaboración con el almirante y su consejo de guerra en la planificación de la campaña contra los hicsos.

—Me siento aliviado y feliz al oíros decir eso. —Aunque traté de hablar en voz tan baja como la suya, era verdad. Me había llevado años de intensa planificación y de esfuerzos si cabe más intensos llegar a ese punto. Estábamos a las puertas del éxito—. Pero, decidme, ¿cuándo se celebrará la ceremonia matrimonial? —le pregunté.

Toran me lanzó una mirada de asombro con los ojos pintados con kohl, pero antes de que pudiera responderme las puertas de madera de cedro pulida, con sus ornamentos del toro dorado, se abrieron silenciosamente ante nosotros. Al ritmo solemne de un solo y oculto tambor, entramos en el salón del trono y nos detuvimos mientras las puertas se cerraban detrás de nosotros.

El interior estaba tenuemente iluminado. No había lámparas. Las escasas y estrechas rendijas de las ventanas estaban cubiertas por unas oscuras cortinas de lana. El techo era tan alto que se fundía con las sombras. Sin embargo, mis ojos se adaptaron rápidamente, y los detalles de las formas y figuras emergieron de la oscuridad.

En el centro de la sala, situado en un podio elevado, se encontraba el trono. Alrededor de su base se apiñaba un grupo de hombres. A su izquierda se reunieron los sacerdotes de Cronos. Vestían unas largas túnicas con capuchas que ocultaban sus rasgos. Estas prendas eran de un color rojo oscuro que, como me enteré más adelante, era conocido como el color sangre de toro.

En el lado opuesto del trono había otro grupo de nobles y cortesanos, algunos de los cuales llevaban las tradicionales túnicas largas y negras y el sombrero alto. Frente a ellos estaban los militares y jefes navales de alto rango. Sus uniformes, de llamativos colores, contrastaban con la monótona vestimenta de los nobles.

El trono era enorme. Estaba tallado en ébano y tenía incrustaciones de madreperla. A pesar de que el asiento era lo bastante amplio como para dar cabida a cinco corpulentos hombres con armadura, sólo lo ocupaban dos personas. Una de ellas era la única mujer presente en el salón del trono, a excepción de mis dos princesas y Loxias. La miré con incredulidad. Era la mujer más anciana que había visto jamás. Parecía ser tan vieja como el tiempo. Su enjuto cuerpo y sus extremidades estaban cubiertas con encajes negros llenos de polvo, aunque sus manos no estaban enguantadas. Sus dedos se retorcían en formas grotescas a causa de la artritis y la edad. El dorso de sus esqueléticas manos estaba lleno de nudos y venas azules.

Tenía el rostro amarillento y arrugado como la piel de una manzana caída que hubiese permanecido al sol durante toda una estación. Ya no parecía humano. Los pelos dispersos y grasientos de su cabello estaban teñidos de un rojo brillante y se pegaban a su cráneo y se rizaban en torno a las orejas. Sus ojos estaban hundidos en sus profundas cuencas: uno era negro y brillante como la obsidiana pulida; del otro, opaco, dejaba escapar unas lágrimas que se derramaban por su marchita mejilla y que goteaban sobre el encaje negro que cubría la parte superior de su cuerpo. En medio del silencio, carraspeó y soltó una masa de mocos verdes y amarillos. Cuando abrió la boca para escupir sobre las losas de mármol, vi que sus dientes eran negros y andrajosos como los tocones quemados de los árboles de un bosque tras un incendio.

—Es Pasifae, la Reina Madre —me susurró Toran en una voz tan baja que tan sólo yo pude oírlo.

A su lado se erguía una gigantesca figura humanoide vestida con una túnica de filigranas de plata y una coraza con relieves de oro. Sin embargo, aquella criatura parecía demasiado grande para ser humana. Me pregunté si se trataba de una bestia sobrenatural o de un ser del panteón minoico de los inmortales.

Sus manos estaban cubiertas por unos guantes de piel negra, que supuse que sería de búfalo salvaje, y sus extremidades inferiores por unas botas altas del mismo material.

Sin embargo, la característica más sorprendente de la criatura era su cabeza. Estaba completamente cubierta por una máscara de metales preciosos. Tenía forma de cabeza de toro salvaje con las fosas nasales dilatadas y una greñuda melena. Los grandes cuernos de la máscara eran auténticos y habían sido extraídos de la carcasa del propio animal. Eran largos y se curvaban hacia delante, señalando de forma asesina. Había visto especímenes casi idénticos en Babilonia entre los trofeos de caza del rey Nimrod.

Los agujeros de los ojos de la máscara parecían negros y vacíos hasta que me moví ligeramente hacia un lado. La cabeza enmascarada se volvió para seguir mi movimiento y al hacerlo modificó el ángulo de la luz que penetraba por las altas ventanas. Pude ver el brillo y el parpadeo de unos ojos dotados de vida en las profundas cuencas. ¿Eran humanos, animales o divinos? No había forma de saberlo.

El tambor oculto redobló dos veces y enmudeció. Nada ni nadie se movió en medio del repentino silencio. Entonces, la figura enmascarada que ocupaba el trono se puso en pie y extendió los brazos. Dejó escapar un bramido como el de un toro salvaje, con el olor del celo en sus fosas nasales. El bramido resonó con tal intensidad en el interior de la máscara de la criatura que pensé que los ingenieros minoicos debían de haber ideado algún sistema para amplificarlo hasta adquirir un volumen tan extraordinario.

Al unísono, toda la congregación, incluidos los sacerdotes, lanzaron un gemido de veneración tan profundo que parecía de terror. Luego, todos se postraron. Los guardias vestidos de verde que flanqueaban a mis niñas las obligaron a arrodillarse en el suelo de mármol.

El embajador Toran me agarró por la muñeca, obligándome a arrodillarme con él.

—¡Por lo que más queráis, no miréis hacia arriba!

Le obedecí. No tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo, pero sabía que no era el momento de discutir ni de poner objeciones. Me quedé quieto, gimiendo y apoyando la frente en el suelo sólo cuando lo hacía el resto de la congregación. La diatriba procedente del trono no cesaba, pero aumentó de volumen hasta que mi cabeza empezó a palpitar.

Aunque había estudiado la lengua minoica con verdadera devoción, no entendía ni una sola palabra de lo que decía el Minos Supremo. O bien nos arengaba en una lengua arcana o la amplificación distorsionaba tanto sus palabras que era incapaz de comprenderlas.

Tengo una pulsera que suelo ponerme en la muñeca derecha en ocasiones como ésta. De una fina cadena cuelga un pequeño disco de oro que he pulido casi con la perfección de un espejo. En su reflejo soy capaz de ver cualquier cosa o persona que esté delante o detrás de mí sin necesidad de mover o levantar la cabeza. Así he aprendido muchas cosas interesantes, y más de una vez he esquivado la muerte.

De repente, en mi pequeño espejo vi una cortina circular de color negro cayendo silenciosamente desde las sombras del techo. Era exactamente del mismo tamaño del podio donde se encontraba el trono y envolvió por completo al Minos Supremo y a su madre, Pasifae. Luego, se elevó con la misma rapidez con la que había caído, y tanto el trono como el podio quedaron vacíos. El Minos Supremo y su madre habían desaparecido. Era el mejor golpe de efecto teatral que jamás había presenciado.

El tambor oculto volvió a redoblar. A esa señal, todos nos pusimos en pie y levantamos la cabeza. Hubo un murmullo y gritos de asombro cuando nos dimos cuenta de que el Minos Supremo y su madre habían desaparecido. Me uní a ellos sin que Toran tuviera que alentarme a hacerlo. Tras haber expresado mi sorpresa ante los milagrosos poderes del rey de Creta, me puse en pie junto a Toran y le pregunté:

—Supongo que el Minos Supremo ha fijado fecha y hora para la ceremonia matrimonial. ¿Estoy en lo cierto?

—Por favor, disculpadme, señor Taita. Debería haberme explicado con mayor detalle. Supuse que entendíais lo que estaba pasando. —Parecía realmente avergonzado—. Lo que acabamos de ver ha sido la ceremonia matrimonial.

No podía recordar cuál era la última vez que no había sido capaz de decir algo inteligente o ingenioso. Finalmente conseguí hacerlo, aunque al hablar, mi voz sonó como un graznido.

—No lo entiendo, Toran. Os pregunté por la boda de mis princesas egipcias.

—Esto ha sido la boda. Ya no son princesas. Ahora son reinas minoicas. Ambos hemos conseguido lo que nos proponíamos.

Me tomó del brazo, como para sostenerme. Me solté, sin dejar de mirarlo fijamente.

—¿Y qué será ahora de mis niñas? —insistí.

—Las viragos las conducirán al serrallo real.

Con un gesto de la cabeza, señaló los escoltas de uniforme verde.

—Aún no estoy listo para acompañarlas —protesté—. Antes debo recoger mis pertenencias en el Toro Sagrado.

—Los hombres tienen prohibida la entrada en el Palacio de las Esposas Reales. Lo siento muchísimo, señor.

—Sabéis muy bien que soy un hombre incompleto, Toran. Nunca me han separado por la fuerza de mis niñas.

—De acuerdo con la ley minoica, vos sois un hombre —dijo Toran.

—¿Y qué hay de esas criaturas? —pregunté, señalando a los guardias uniformados de verde que estaban levantando a mis princesas—. ¿Acaso no son hombres…, incluso más de lo que yo lo soy, Toran?

—No, Taita. Son mujeres de la tribu Mbelala de África occidental.

—¡Pero no tienen pechos! —protesté.

—Les fueron amputados en la adolescencia para que pudieran manejar la espada con más habilidad, pero más abajo son mujeres. Os lo demostraré.

Se volvió hacia la capitana de las viragos y le habló con aspereza. Obedeciéndole, se levantó la falda de la túnica verde y mostró su perfecta vagina.

—Si lo deseáis, podéis tocarla, señor, pero sólo si estáis dispuesto a sacrificar el brazo por tal privilegio.

Con la mano en la empuñadura de la espada, la virago sonrió, desafiándome a intentarlo. Negué con la cabeza y me volví hacia Toran.

—¿Cuándo podré volver a ver a mis niñas?

Escuché un tono de súplica en mi voz.

—Odio ser quien tenga que contestar a esa pregunta, porque la respuesta es nunca. —Toran habló con firmeza—. Ningún hombre, salvo el Minos Supremo, verá de nuevo sus rostros… hasta que mueran.

Más adelante, mirando hacia atrás con la sabiduría que otorga la perspectiva, me di cuenta de que la última parte de su declaración pretendía ser una advertencia encubierta; sin embargo, estaba tan afligido por la ineludible pérdida que se me escapó.

Las cuatro viragos levantaron a mis princesas, cuyos rostros cubrían sendos velos, y se las llevaron. Loxias las siguió, pero me miró y me susurró algo en voz demasiado baja al oído para que pudiera entenderla. Sin embargo, pude leer sus labios: «Las protegeré con mi propia vida».

Ya era incapaz de seguir conteniéndome y empecé a andar para evitar que tal cosa ocurriera. Sin embargo, Toran me agarró por el brazo y me detuvo.

—Estáis desarmado, Taita. Esas viragos son asesinas entrenadas. No saben qué es la piedad.

De pie, vi cómo se alejaban. Vi que Bekatha estaba llorando; bajo el velo, todo su cuerpo temblaba. En cambio, Tehuti dio un paso hacia lo desconocido, como una heroína.

En la pared situada detrás del trono de ébano se abrió una puerta silenciosamente. Con dolorosa desesperación, vi cómo desaparecían tras ella.

Fue como si mi vida hubiera llegado a su fin. Se habían separado de mí para siempre las dos personas que durante muchos años habían sido mi principal razón de ser.

El embajador Toran sabía lo muy unido que me sentía a ellas y cuán amargamente me había lastimado su pérdida. Entonces me demostró que se había convertido en un verdadero amigo. Se encargó de introducirme en las extrañas complejidades de la sociedad minoica. Tenía un carruaje esperándonos en la parte trasera del palacio que nos llevó por un sinuoso camino hasta la gran mansión situada en la ladera de la montaña que dominaba la ciudad de Cnosos. Aquel lugar iba a ser la embajada de Egipto, y yo su embajador.

Mientras ascendíamos, Toran charló alegremente conmigo para distraerme, señalándome los enclaves más destacados de la ciudad que se extendía a nuestros pies, entre ellos los cuarteles generales de la marina y el extenso complejo de los edificios del gobierno por medio del cual el Minos Supremo reinaba sobre su vasto imperio.

—La jefatura de nuestro gobierno la constituye el Consejo de Estado, compuesto de diez señores nombrados por el Minos Supremo. Sus deberes y responsabilidades incluyen todos los aspectos de nuestra nación, desde la adoración del dios Cronos, obligatoria para todos los ciudadanos, al pago de impuestos, que no es opcional. —Toran se rió de su pequeña broma—. Los otros principales ministerios son el Almirantazgo, el Departamento de Comercio y el Ejército.

Haciendo un esfuerzo, fui capaz de dejar de lado el dolor de mi pérdida y concentrarme en esa vital información. Incluso conseguí unirme a la conversación.

—Evidentemente, el mundo entero ha oído hablar de la flota minoica, que supera la de cualquier otra nación, pero ignoraba que tuvierais un ejército tan importante.

—Nuestro ejército lo integran casi cincuenta mil hombres altamente entrenados —explicó Toran, orgulloso.

—¡Por Horus! Eso debe ser la mayor parte del total de la población —exclamé, con asombro.

—Todos los oficiales de alto rango son minoicos, pero las filas están compuestas de mercenarios. La mayoría de nuestra población no son soldados sino obreros cualificados.

—Ahora lo entiendo. —Aquella información me dejó fascinado—. Y estoy seguro de que vuestra magnífica flota de barcos sería capaz, con gran rapidez, de trasladar a esos guerreros dondequiera que fueran necesarios.

Toran me enumeró los nombres y cargos de todos los oficiales militares de alto rango. Luego habló de los puntos fuertes y las flaquezas de todos esos poderosos hombres.

—Algunos son hábiles y sagaces guerreros, pero hay muchos que no ven más allá de sus bolsas, sus barrigas o sus entrepiernas.

No obstante, cuando traté de preguntar a Toran acerca del Minos Supremo y de la naturaleza del ser que se escondía tras la máscara dorada, se volvió tan asustadizo como un pollino y rehuyó el tema con una breve advertencia.

—Hablar sobre la persona del Minos Supremo es un delito de lesa majestad castigado con la muerte. Os basta con saber que encarna el espíritu de nuestra nación. Esta vez tendré en cuenta que habéis hecho esa pregunta desde la ignorancia, pero os aconsejo que os toméis en serio esta advertencia, Taita.

Nos sumimos en un incómodo silencio cuando doblamos un rocoso estribo de la montaña y llegamos inesperadamente al alojamiento que se había puesto a mi disposición. Era un edificio grande pero sombrío y feo, igual que todos los que había visto hasta ese momento. No tenía jardines que embellecieran la impasible mampostería gris, sino que estaba rodeada de vides emparradas.

Mis criados formaban en fila delante de la puerta principal para darme la bienvenida, aunque su acogida fue tan sombría como las paredes que había detrás de ellos.

—Evidentemente, son esclavos —explicó Toran con displicencia—. A todos se les ha cortado la lengua y extirpado las cuerdas vocales, por lo que no os molestarán con su cháchara.

Y tampoco aprenderé nada de interés o importancia de ellos, pensé, aunque no verbalicé mi reserva.

—Éste es Bessus, vuestro mayordomo. —Señaló a un robusto granuja de agradable sonrisa—. Entiende el egipcio, pero por razones obvias no lo habla. Pedidle cuanto necesitéis.

Toran se movió deprisa mientras me mostraba mi nuevo hogar. Las habitaciones eran cómodas pero austeras. Mis efectos personales y mi ropa de repuesto habían sido enviados desde el puerto antes de nuestra llegada. Los habían desembalado, lavado y colocado en el salón. Junto a mi habitación había una biblioteca con más de cien rollos enormes apilados en los estantes.

—Ésta es la historia definitiva del imperio minoico, una gran parte de ella escrita por mí. Espero que la encontréis instructiva —dijo Toran, y luego señaló el escritorio que había en el centro de la estancia—. Aquí tenéis tinta, pinceles y rollos de papiro en blanco de buena calidad para vuestro uso exclusivo. Puedo hacer que envíen vuestras misivas a cualquier parte del mundo.

—Sois muy amable, buen Toran. —Le di las gracias con expresión grave, aunque estaba sonriendo y valorando su oferta por dentro.

«Posiblemente sólo después de haber hecho las correspondientes copias». Comprendí que su amistad y su amabilidad tenían un límite.

—Hay cincuenta ánforas de buen vino en las bodegas —prosiguió—. Serán rellenadas en cuanto estén vacías. El pescado fresco y la carne serán enviados todas las mañanas desde el puerto. Los dos cocineros son excelentes; lo sé por experiencia. Los he elegido para vos.

Salimos al patio del establo. El jefe de los mozos de cuadra se postró ante mí. Pude ver marcas recientes de látigo en su espalda desnuda.

—¡Levántate, hombre! —Oculté mis verdaderos sentimientos tras un tono amistoso. En otros tiempos, yo también había sido esclavo, y recordaba muy bien la caricia del látigo—. ¿Cómo te llamas? —le pregunté.

Haciendo un esfuerzo, gorgoteó la respuesta. Era un hombrecillo alegre, y estaba claro que no era cretense.

—¿Waaga? —repetí la respuesta, y él se rió entre dientes—. Muy bien, Waaga, enséñame los caballos.

Waaga corrió delante de mí hacia los establos, emitiendo unos ininteligibles pero entusiastas sonidos a través de su garganta vacía.

Había ocho excelentes monturas en el pequeño prado situado detrás de los establos. Waaga les silbó y se acercaron a él a la vez, relinchando de contento. Los alimentó con una tortita de maíz al horno que sacó de la bolsa de cuero que llevaba colgada de la cintura. Puesto que los caballos confiaban en él, decidí hacer lo mismo, al menos hasta que me demostrara que estaba en un error. En general, los caballos demuestran tener buen juicio.

—Pronto tendré que viajar a Krimad, en la costa sur. Necesitaré un guía que me muestre el camino. ¿Lo conoces? —Waaga asintió enfáticamente—. Pues debes estar preparado —le advertí—. Te avisaré con poco tiempo y cabalgaremos duro.

Waaga me sonrió. Parecía que nos habíamos entendido.

A la mañana siguiente, me levanté antes que el sol y desayuné a toda prisa antes de cabalgar montaña abajo hasta el Almirantazgo. Pasé el día entero allí, hablando y negociando con el almirante Herakal y sus hombres, aunque no fue de mucha utilidad. Me ofrecieron ocho birremes decrépitos que, era evidente, ya habían sido utilizados durante muchos años como buques mercantes y servían de bien poco. Esperaban que con ellos sometiera a las hordas hicsas. Me estaba dando cuenta de que, en general, los minoicos eran gente hosca y difícil, y extremadamente hostil con los desconocidos y los extranjeros. El único al que había conocido hasta entonces y que suponía una excepción a esta regla era el embajador Toran. Era un hombre tan afable y solícito que podría haber sido egipcio.

Por la noche regresé a mi nuevo hogar. Estaba anímicamente agotado y desanimado. Apenas probé el cordero a la parrilla que me había preparado el cocinero. Sin embargo, una jarra del delicioso vino que Toran había dejado en las bodegas me dio la fuerza para perseverar, y al amanecer del día siguiente cabalgué de nuevo por la montaña hasta el Almirantazgo.

Tuve que emplear toda mi capacidad de negociación y alguna pequeña ayuda de Toran, pero, por fin, antes del décimo día había conseguido reunir una flotilla de seis barcos casi nuevos de tres cubiertas. El almirante me cedió de mala gana a sendos experimentados oficiales minoicos para gobernarlos y a unos cuantos duros mercenarios escogidos de entre las tribus más salvajes del norte de Italia para tripularlos. Esos hombres se hacían llamar latinos o etruscos. Toran me aseguró que eran unos excelentes marineros y unos temibles guerreros. Con 120 de esos salvajes a bordo de cada uno de los trirremes estaba convencido de que podríamos igualar a cualquier barco de la flota hicsa.

Ordené a mis nuevos capitanes que navegaran alrededor de la isla hasta el puerto de Krimad, donde Zaras y Hui habían fondeado mis birremes sumerios, listos para zarpar. De ahora en adelante, aquélla sería nuestra principal base de operaciones; desde allí podríamos atacar al enemigo, que sólo estaba a seiscientas leguas al sur: con vientos favorables, cinco días de navegación.

La mañana siguiente de que mi escuadra de recién adquiridos trirremes zarpara de Cnosos, Waaga y yo salimos de noche, antes del amanecer, para llegar a Krimad antes de que lo hicieran los barcos. Siguiendo mis instrucciones, Waaga había ensillado dos caballos y nos llevamos otros cuatro de las riendas para poder cambiar de montura en cuanto los nuestros mostraran los primeros signos de fatiga.

Toran me había advertido que a veces había bandas de ladrones y bandidos merodeando en los bosques del interior de las montañas. Pensando en eso, llevaba una espada corta en la vaina, sujetada a mi cinturón, y el largo arco curvado colgado del hombro derecho.

Como esclavo, Waaga tenía prohibidas las armas blancas, pero llevaba una honda y una bolsa de cuero con cantos rodados. Con esa arma, le había visto matar perdices que volaban alto y derribar un ciervo que había asaltado nuestra huerta. Estaba seguro de que podía romperle el cráneo a un bandido con la misma eficacia.

Partimos antes de que saliera el sol, en cuanto hubo luz suficiente para divisar el áspero camino. Waaga era un hábil jinete, por lo que era capaz de seguir mi ritmo. Conocía cada recodo y desviación del camino. Cabalgaba a mi derecha y no paraba de dirigirme gruñidos animales y gestos con la mano.

Atajamos a través de las faldas del monte Ida en dirección este, hacia el pico más alto, que a pesar de lo avanzado del verano, aún estaba cubierto de nieve. A esa altura, los árboles maduros habían sido diezmados para proporcionar combustible a las fraguas y hornos de las fábricas. Aquella destrucción me entristeció. Los hacheros no habían dejado ni un solo árbol en pie.

Por fin llegamos a los bosques vírgenes situados a mayor altitud y cabalgamos entre los magníficos troncos de los árboles que se levantaban desde que los dioses eran jóvenes. Las ramas más altas se entrelazaban por encima de nosotros, protegiendo del sol los pasillos que había entre ellos con un silencio catedralicio. Los tupidos bancos de musgo verde amortiguaban el ruido de los cascos de los caballos. Sólo se escuchaba el sonido de los gritos de los pájaros y de los animales pequeños. Abrevamos a los caballos en los arroyos que corrían claros y limpios como el aire de la montaña, con agua helada procedente de la nieve derretida.

Nos detuvimos en un claro del bosque, en la espalda de la montaña, para ver cómo Helios, el dios del sol, asomaba la cabeza por el horizonte oriental.

Aquélla era una tierra sagrada: allí había nacido Cronos, el padre de todos los dioses, y sus hijos e hijas después de él. Podía sentir la presencia de todos ellos y oler su perfume en el aire dulce y las margas del bosque. Me producía una sensación extraña estar tan estrechamente en contacto con los inmortales. Puede que mi aguzada sensibilidad se deba a la sangre familiar que corre por mis venas y de la que Inana me hizo ser consciente por primera vez. Entonces me recordé severamente a mí mismo que tal vez, con toda seguridad, Inana fuera una criatura que sólo vivía en mi imaginación y que yo era víctima de mi ociosa superstición. Me molestaba que su imagen volviera a mí de manera tan insistente.

Con firmeza, decidí ahuyentar a Inana de mi mente, y mientras tomaba esa decisión escuché el sonido de su risa indulgente. Sueño o diosa, sabía que ella estaba cerca y mi valiente resolución se vino abajo.

Dirigí a mi caballo por la pendiente hacia el puerto de Krimad, situado al abrigo de la rocosa costa sur de Creta. Aún faltaban dos horas para el mediodía. Habíamos hecho el trayecto en un tiempo excelente.

Incluso a veinte leguas de distancia me pareció distinguir los mástiles desnudos de mis naves sumerias apiñadas en el puerto. Cuando volví la cabeza para observar el camino que habíamos recorrido, vi el volcán donde estaba encarcelado el dios Cronos. Dominaba las aguas del horizonte norte. Una plácida columna de humo de color crema se elevaba de sus picos gemelos. Sonreí. El dios estaba de buen humor.

Waaga aprovechó esta breve pausa en el viaje para desmontar y ponerse en cuclillas detrás del árbol más cercano. Aquélla era una señal de que antes de convertirse en esclavo debía haber sido un hombre cultivado y de buenos modales. Sólo los hombres y mujeres de las clases más bajas y vulgares orinaban de pie.

De repente, Waaga se levantó dando un brinco, dejando que la falda de su túnica cayera en torno a sus rodillas mientras señalaba la zona donde se había agachado, lanzando incoherentes bufidos y gruñidos. Estaba tan alterado que desmonté y salí corriendo hacia él para averiguar la causa de su inquietud.

En la base del árbol, la tierra blanda estaba tan revuelta que me llevó unos minutos identificar las huellas de unas enormes pezuñas hundidas en ella. Eran mucho más grandes que las que dejan las vacas lecheras en mi finca de Mechir, a orillas del Nilo.

Me arrodillé para comparar el tamaño de una de esas huellas con la de mi mano derecha con los dedos y el pulgar totalmente extendidos; no era lo bastante grande. Tuve que extender ambas manos sobre una de las huellas para llegar a abarcarla por completo.

—En el nombre de Seth, el maligno, ¿qué monstruosidad habrá dejado estas huellas? —exclamé, mostrando mi asombro ante Waaga.

No fui capaz de interpretar su respuesta. Repitió el mismo sonido con una inflexión ascendente mientras se rodeaba con los brazos, temblando en una parodia del miedo. Luego se volvió, corrió hacia su caballo y montó. Me hizo un gesto para que me levantara, lanzando al mismo tiempo temerosas miradas hacia el bosque que nos rodeaba. Su agitación era contagiosa, por lo que salté sobre mi montura y la insté a seguir cabalgando.

Estaba tratando de encontrar una explicación racional a esas huellas de gigantescas pezuñas. Sus dimensiones parecían ser más una fantasía que una realidad… hasta que me acordé de los enormes cráneos y cuernos de los uros que había visto en Babilonia, entre los trofeos de caza del rey Nimrod. Sin embargo, los remotos montes Zagros, en la orilla noreste del río Éufrates donde los había conseguido, estaban a medio mundo de distancia de aquella pequeña y densamente poblada isla.

Parecía muy poco probable que en aquellos encantadores bosques aún hubiera uros salvajes, a menos que estuvieran protegidos por un decreto del Minos Supremo. Tal vez había declarado a esas monstruosas criaturas símbolo heráldico de la nación minoica y animal sagrado del dios Cronos. La máscara de plata que llevaba el Minos hacía creíble esa posibilidad. No obstante, dudé de la prudencia de hablar de ello incluso con Toran. Ya me había advertido que no me entrometiera demasiado en los asuntos del gobernante minoico.

Observé a Waaga. Aún se lo veía muy inquieto. Estaba sudando y le temblaba el labio inferior. Se volvía hacia atrás y hacia delante en la silla, mirando ansiosamente la maleza a ambos lados del camino. Estaba empezando a irritarme. Aun cuando hubiera uros salvajes en esas montañas, su exagerado comportamiento era injustificado.

A pesar de su enorme tamaño, los uros eran, en esencia, una vaca, y las vacas son animales apacibles. Estaba a punto de reprender bruscamente a Waaga cuando de repente lanzó un grito. Viniendo de su maltrecha garganta, el sonido era tan inesperado que me sobresaltó y me distrajo.

Su caballo dio un respingo y asustó al mío con tanta violencia que si yo no hubiera reaccionado instantáneamente me habría tirado al suelo. Me enderecé en la silla y lancé un gruñido a Waaga. Sin embargo, él farfullaba, aterrorizado, apuntando hacia la maleza que había sobre el camino que transitábamos.

—¡Cálmate, idiota! —le grité.

Me interrumpí al descubrir la enorme forma oscura que se acercaba a través de la espesura. A simple vista, pensé que era parte de la formación rocosa de la montaña, pero, acto seguido, se movió y su imagen quedó perfectamente definida.

Sin lugar a dudas, se trataba de un animal vivo.

Mi caballo medía dieciséis palmos de altura hasta la cruz, pero tuve que inclinarme hacia atrás en la silla y levantarme para mirar a los ojos a esa criatura. Eran enormes. Me miraban fijamente, con una mirada oscura e infernal. Sus enormes orejas en forma de campana se movieron hacia delante para escuchar el llanto de Waaga. Tenía el lomo tan encorvado como el de un camello y unos cuernos tan amplios como el de dos brazos extendidos; eran gruesos y afilados como los colmillos del elefante que había visto en Tebas, en el palacio del faraón.

Aquello no era una vaca regurgitando. Dejé constancia de mi asombro lanzando un grito cuyo volumen igualó el de Waaga.

La criatura bajó la cabeza, exhibiendo ante nosotros aquellos puntiagudos cuernos asesinos al mismo tiempo que pateaba el suelo con sus patas delanteras, arrojando terrones de tierra blanda sobre su lomo. Luego, como una avalancha, se lanzó ladera abajo, chocando con la maleza, con sus ojos fijos en mí.

Yo estaba atrapado en el estrecho camino, sin ninguna vía de escape ni espacio para girar ni maniobrar. Y tampoco tenía tiempo de desenvainar la espada ni de tensar el arco.

El corcel de Waaga fue presa del pánico y trató de salir corriendo para ponerse a salvo, llevándose consigo a su jinete hacia el camino por donde cargaba el uro. Pero incluso ante una muerte inminente, aquel hombrecillo tuvo un acto de increíble valentía. Su clámide de lana, enrollada como una bola, estaba atada al pomo de su silla. La arrancó y, con un movimiento de la muñeca, la extendió como un estandarte y la lanzó sobre la cabeza del toro. Nunca sabré si fue su intención, pero el manto se enganchó en la parte inferior de los cuernos y se enrolló alrededor de la cabeza, vendando por completo los ojos del animal.

A pesar de haber perdido de vista al caballo y a su jinete, el toro embistió instintivamente en su dirección. Vi cómo la punta de uno de los cuernos penetraba en el pecho de Waaga, debajo de su axila derecha, traspasándolo por completo y emergiendo por el lado opuesto de su cuerpo, reventando su caja torácica.

El toro sacudió la cabeza y el cuerpo de Waaga fue lanzado al aire. Con los ojos aún vendados, el animal embistió de nuevo y esta vez alcanzó al caballo, que se desplomó sobre sus rodillas.

A estas alturas, el toro estaba totalmente desorientado. Metió las patas entre los matorrales, estrellándose contra los troncos de los árboles mientras intentaba deshacerse de la capa que aún le envolvía la cabeza y los cuernos.

Waaga me había proporcionado un precioso momento de respiro para poder patear los estribos de madera tallada y bajar de la silla. Ya tenía el arco en la mano. Lo encordé con un solo movimiento.

El carcaj seguía atado a mi silla, pero siempre llevo dos flechas sueltas en el cinturón para situaciones como ésa. Cogí una flecha y tensé el arco, resistiendo un momento la inmensa presión de la barra de madera de fresno.

El toro debió de oírme u olerme. Giró su enorme cuerpo, mirando hacia mí. Aún balanceaba la cabeza de un lado a otro, tratando de situarme o de deshacerse de la clámide que seguía enredada alrededor de sus cuernos. Esperé hasta que ese movimiento abrió su hombro derecho, dejando expuesta la parte delantera de su pecho. Y entonces disparé. La distancia era tan corta que la flecha salió a toda velocidad y penetró hasta el fondo. Desapareció por completo en la cavidad torácica del toro, dejando tan sólo una pequeña herida externa que bombeaba un brillante chorro de sangre.

La segunda flecha lo alcanzó un poco más arriba, pero en la misma línea. El toro se tambaleó sobre sus cuartos traseros antes de alejarse rodando y estrellarse a ciegas contra la maleza. Lo escuché mientras se precipitaba ladera abajo. Unos momentos después se cayó. Oí cómo su cuerpo se estrellaba contra el suelo con un golpe seco. Luego, sus patas patearon espasmódicamente los arbustos. Al final dejó escapar un fúnebre grito de muerte que resonó en los peñascos.

Sólo tardé un momento en recuperar la sensatez y conseguir que me dejaran de temblar las manos. Primero me acerqué al lugar donde yacía Waaga. En seguida vi que había sido destripado como un atún recién pescado. La sangre manaba a borbotones de la herida abierta, pero a su alrededor el charco ya se estaba secando. Tenía los ojos fijos y abiertos, con las pupilas apuntando hacia su cráneo, y la boca desencajada. Cualquier ayuda que pudiera prestarle sería vana.

Su caballo estaba a su lado. El pobre animal había sido corneado en la garganta. El aire burbujeaba en sus pulmones a través de la tráquea perforada. Además, vi que tenía la pata delantera rota: varios fragmentos irregulares del hueso de la caña sobresalían a través de la piel. Me puse de pie junto a él y desenvainé la espada. Se la clavé en el cerebro, entre las orejas, matándolo al instante.

Las riendas con las otras monturas aún estaban ancladas a la silla del caballo muerto de Waaga. Las llevé al árbol más cercano y las até. Luego fui a buscar mi montura y los otros caballos. No habían ido demasiado lejos. Los encontré pastando en un claro del bosque cercano. Los conduje hasta el lugar donde había dejado a los otros y los até al mismo árbol.

Me deslicé por la pendiente hasta el lugar donde yacía el uro. Me moví alrededor del cadáver, maravillándome una vez más ante su tamaño. Ahora comprendía el terror que había sobrecogido a Waaga. Aquél era uno de los animales más feroces que podía imaginar y nos había atacado sin la más mínima provocación.

También entendí perfectamente por qué el rey Nimrod presumía de haber matado a cien bestias como ésa y por qué los minoicos la habían elegido como símbolo heráldico de su nación.

Me arrodillé junto al cadáver con deferencia, mostrando mi respeto a tan formidable oponente, consciente de lo cerca de la muerte que me había llevado. Saqué la clámide manchada de sangre de Waaga de sus cuernos, la doblé y me la metí debajo del brazo. Entonces, antes de darme la vuelta, me levanté y saludé al toro muerto con el puño cerrado. Había sido un adversario digno de mis flechas.

Subí de nuevo hasta el lugar donde yacía el cadáver del aguerrido Waaga, le limpié la sangre de la cara y lo envolví en su clámide. Luego lo cargué sobre mis hombros, lo subí hasta la horcadura de un árbol y lo dejé allí, lo bastante alejado del suelo para mantenerlo a salvo de los animales carroñeros hasta que pudiera enterrarlo como se merecía.

Me senté junto a él, en el árbol, y, antes de bajar, recé una breve oración, confiándolo al cuidado de su dios particular, fuera quien fuera.

Cuando mis pies tocaron de nuevo el suelo, me estremecí tan violentamente que casi perdí el equilibrio. Me agarré al tronco del árbol para mantenerme en pie. El árbol se agitó; las ramas se sacudían bruscamente. Cuando miré hacia arriba, una lluvia de hojas y ramitas cayó sobre mi cara. Aunque lo había encajado firmemente, pensé que el movimiento podría haber desplazado el cuerpo de Waaga.

A mi alrededor, todo el bosque estaba siendo sacudido violentamente. La propia montaña estaba bailando. Se oyó un rugido sordo; miré la cima del monte Ida justo cuando un gran bloque de granito se desprendía, deslizándose hacia el valle.

Los caballos fueron presas del pánico. Movían la cabeza mientras se peleaban con los ronzales, tratando de liberarse de sus ataduras. Me acerqué hasta ellos tambaleándome sobre el tembloroso suelo. Me dirigí a ellos, hablándoles con dulzura. Tengo una especial habilidad con los caballos, al igual que con la mayoría de aves y animales, y conseguí tranquilizarlos y convencerlos de que se tumbaran en el suelo, evitando que echaran a correr o que se cayeran y resultaran heridos.

Entonces miré de nuevo al norte, hacia el puerto de Cnosos y el mar abierto, en dirección a los dos picos volcánicos del monte Cronos.

El dios estaba furioso. Luchaba por liberarse de las cadenas que le había puesto su hijo Zeus. Incluso a esa distancia, sus rugidos eran ensordecedores. Por los conductos de ventilación de su calabozo en la montaña salía humo, vapor y fuego. Lo vi lanzar hacia el cielo rocas tan grandes como los edificios de la ciudad.

Me sentía pequeño e indefenso ante aquella ira devastadora. Incluso Helios, el sol, nos ocultaba su rostro. Una oscura desesperación cayó sobre nuestro mundo. La propia tierra temblaba de miedo, y su hedor sulfuroso llenaba el aire.

Me senté junto a mis caballos y hundí la cara en mis brazos cruzados. Tenía miedo. Era un miedo piadoso y devoto. No hay ningún lugar donde refugiarse en esta tierra para escapar de la ira de los dioses.

Había matado a la monstruosa criatura con cuernos que era el alter ego del dios. Sin duda alguna, la furia de Cronos iba dirigida a mí por tan sacrílega ofensa.

Durante dos horas, el dios se encolerizó, y al mediodía, su ira cesó tan bruscamente como se había desatado. Las nubes sulfurosas se alejaron, la montaña se calmó y el mundo recuperó la paz.

Desperté a los caballos, monté y conduje la cuerda de animales sueltos montaña abajo, abriéndome paso entre los restos de ramas caídas y los pequeños desprendimientos de rocas y tierra que el dios había expulsado de la montaña.

Tres días antes había enviado un mensaje a Zaras advirtiéndole de mi llegada. Mucho antes de alcanzar el puerto de Krimad vi a Zaras y a Hui avanzando a medio galope hacia mí por el camino. Me reconocieron desde lejos y, lanzando gritos de alivio, espolearon sus monturas al galope. Cuando llegaron a mi altura, se detuvieron y descabalgaron. Casi me arrancaron de mi silla y, por turnos, me abrazaron. Juro por mi amor a Horus y a Hathor que cuando Zaras me soltó de su apabullante abrazo de oso se le saltó una lágrima mientras me decía:

—Pensamos que por fin nos habíamos librado de vos, pero ni siquiera el mismísimo Cronos ha sido capaz de conseguirlo.

Evidentemente, yo tenía los ojos secos, pero di gracias por que no hubiera ningún testigo de tan embarazosa escena.

—Dime, ¿ha llegado ya a Krimad la escuadra de guerra? —pregunté, tratando de recuperar la sensatez.

—No, señor. —Zaras consiguió borrar la sonrisa de su rostro. Señaló hacia abajo, en dirección al horizonte—. Como podéis ver, el mar está revuelto a causa del terremoto. Lo más seguro es que se hayan desviado de su rumbo. Supongo que se retrasarán unos días.

—Y nuestra flotilla, ¿cómo ha capeado el temporal?

Mientras bajábamos por la montaña, me aseguré de hablar exclusivamente de asuntos navales. Fingí no ver las señales que Hui hacía a Zaras con la mano y las negativas igualmente subrepticias de éste a reconocerlas. Sin embargo, cuando avistamos el puerto de Krimad, Hui no pudo contenerse más y, retorciéndose de vergüenza, espetó:

—Nos preguntábamos si traíais algún mensaje para nosotros, señor.

—¿Un mensaje? —Fruncí el ceño—. ¿De quién estáis esperando un mensaje?

—Puede que de palacio…

Su voz se fue apagando.

—¿Estabais esperando un mensaje del Minos Supremo? —Fingí ignorancia. Sin embargo, sus suplicantes miradas resultaban tan patéticas que, en contra de mi buen juicio, les dije—: No tengo ningún mensaje, pero probablemente os habréis enterado de que las princesas Tehuti y Bekatha se han casado con el monarca minoico y se cobijan en el harén real. Ambos habéis cumplido con vuestro deber y seréis recomendados como corresponde. Se lo trasladaré al faraón en cuanto tenga ocasión. Sé que él estará muy agradecido. —Tras coger aliento, proseguí—: Estoy seguro de que os preguntáis por qué he llegado sin ningún escolta. Ha habido un accidente en el transcurso del cual un animal mató a mi sirviente. En cuanto sea posible, quiero que mandéis un cortejo fúnebre a la montaña para localizar sus restos y darles digna sepultura.

Seguí hablando y dando órdenes, impidiendo que ahondaran en el asunto de las princesas. No quería reconocer que no estaba en contacto con ellas y que ignoraba qué suerte habían corrido en el serrallo.

Cuando llegamos al puerto me quedé asombrado al descubrir que, incluso en aquel lado de la isla, protegido de las erupciones volcánicas del monte Cronos, el mar estaba tan encrespado que las olas rompían contra el muro del puerto y alcanzaban el fondeadero. No obstante, Zaras y Hui habían tomado todas las precauciones posibles para proteger sus barcos. Los habían amarrado dos veces a la piedra del muelle con las cuerdas más pesadas que el capitán del puerto fue capaz de proporcionarles; de ellos colgaban gruesas defensas de cuerda trenzada para evitar que chocaran entre sí o contra los muros del muelle.

Habían dejado sólo un hombre a bordo de cada barco para vigilar el ancla. Los otros nos refugiamos en un almacén vacío, invitados por el capitán del puerto. Se llamaba Poimen y era un típico minoico, un hombre melancólico y pesimista.

Aquella primera noche nos invitó a cenar a mis oficiales y a mí. Me sorprendió esa muestra de hospitalidad. Fue más tarde cuando descubrí que no era sólo el capitán del puerto, sino también un coronel de la policía secreta minoica que estaba redactando un informe sobre todos nosotros para sus superiores de Cnosos.

La comida que nos ofreció estaba muy salada y demasiado hecha. El vino estaba aguado y amargo. La conversación era tediosa y vulgar, centrada en el terremoto y el tormentoso mar que había engendrado. Yo estaba sumamente necesitado de distracción, de modo que, a nadie en particular, pregunté:

—¿Cuál es la causa de estos terremotos y erupciones volcánicas?

Nadie tenía ninguna duda de que se infligían a la humanidad como castigo por un crimen o un delito cometido contra los dioses.

—¿Y qué crimen sería lo bastante grave como para exigir un castigo tan oneroso? —pregunté ingenuamente.

No me resultó fácil mantener una expresión seria mientras escuchaba lo diverso y absurdo de sus respuestas, que abarcaban todo el catálogo de la fragilidad humana y de la arrogancia divina.

Pasado un rato, incluso eso me aburrió, de modo que pregunté:

—¿Cómo podemos expiar nuestros pecados ante los dioses?

Todos volvieron la cabeza hacia el capitán del puerto, el representante del Minos Supremo, que adoptó una expresión docta y un tono de suficiencia.

—No nos corresponde a nosotros adivinar la voluntad de los dioses. Sólo el Minos Supremo, bendito sea su nombre por toda la eternidad, posee tal sabiduría. Su Alteza Suprema ya ha desentrañado las causas de la furia divina y la compensará. —Ladeó la cabeza para escuchar el sonido de la tormenta, más allá de las paredes del almacén—. ¡Escuchad! La tormenta está amainando. La ira de las dioses ya se ha apaciguado. Mañana, a esta hora, el mar estará en calma y la montaña en silencio.

—¿Cómo es capaz el Minos Supremo de aplacar tan fácilmente a los dioses? —insistí en el tema, incansable.

—De la única manera en que cualquier dios puede ser apaciguado —respondió el capitán del puerto, encogiéndose de hombros y con una expresión de superioridad—. ¡Con un sacrificio, por supuesto!

De no haber sido por la advertencia de Toran, podría haber abordado el peligroso asunto de la naturaleza del Minos Supremo, pero me mordí la lengua. El capitán del puerto volvió la cabeza y se enfrascó en un animado debate con sus ayudantes sobre hasta qué punto el mar revuelto afectaría a la pesca.

Me quedé con la incómoda e insistente certeza de que el hecho de que a la matanza del uro le siguiera casi de inmediato la divina ira de Cronos no era mera coincidencia.

Me pregunté qué sacrificio de apaciguamiento habría exigido Cronos al Minos Supremo.

Al amanecer del día siguiente, las olas ya no rompían contra los muros de protección del puerto de Krimad, y Zaras y Hui pudieron reanudar los preparativos de nuestra campaña naval contra los hicsos.

Cuatro días más tarde, los seis trirremes que me habían sido asignados por el almirante Herakal llegaron a Krimad. La mar gruesa los había alejado mucho hacia el este, casi hasta la isla de Chipre. Sólo les quedaban unos pocos barriles de agua dulce y los hombres estaban totalmente exhaustos.

Dejé que las tripulaciones cretenses descansaran tres días enteros y me aseguré de que se les suministraran cantidades razonables de comida, aceite de oliva y vino. Respondieron muy bien. Una vez finalizado el periodo de reposo, hice maniobras con las dos flotillas.

El principal problema que nos encontramos era el idioma, pero me aseguré de que cada barco tuviera al menos dos intérpretes a bordo y que las banderas de señales tuvieran el mismo significado para los minoicos y los egipcios.

Ambas flotillas las integraban marineros bien entrenados y experimentados, y al cabo de una semana ya realizaban maniobras complicadas: navegación en formación y formación en línea de batalla. Los minoicos aprendieron en seguida a desembarcar los carros y la infantería a través de las olas, y a recuperar hombres, caballos y vehículos una vez llevado a cabo el asalto.

A medida que fueron adquiriendo experiencia, la mutua confianza y camaradería entre egipcios y cretenses fue en aumento. Los estaba convirtiendo en una pequeña pero formidable fuerza de combate. Sabía que muy pronto podría lanzarlos sobre los hicsos. Evidentemente, mi mayor preocupación era decidir dónde podrían causar más daño.

La inteligencia gana batallas mucho antes de que se dispare la primera flecha o de que se desenvaine la primera espada.

Entonces, sin previo aviso, un pequeño y casi decrépito velero árabe arribó a la entrada del puerto de Krimad. Su vela estaba manchada y hecha jirones. Su casco mostraba unas rayas, provocadas por los excrementos que su tripulación había defecado por la borda. Su desaliñada tripulación de ocho hombres achicaba frenéticamente el agua para mantenerlo a flote. Su aspecto era más el de unos parias que el de unos marineros. El barco no llevaba ninguna bandera y estaba casi a punto de hundirse. Ningún pirata que se precie le habría dedicado su atención, y ésa era posiblemente la razón de que, viniera de donde viniera, hubiera sobrevivido a la travesía.

Por otra parte, no soy tan ingenuo ni arrogante como cualquier corsario. El barco estaba en unas condiciones demasiado lamentables para ser inocente. Podía sentir el olor del viejo zorro en el viento. Ordené a Zaras que mandara cinco barcos con hombres bien armados para abordarlo de inmediato.

En cuanto nuestros barcos de ataque despejaron la entrada del puerto, el misterioso velero dejó caer la vela e izó la bandera egipcia. Zaras lo remolcó hasta el puerto y lo amarró al muelle para retrasar su hundimiento.

El presunto capitán fue llevado a la fuerza a tierra y exigió hablar con el señor Taita. Fruncí dramáticamente el ceño y ordené que le dieran veinte latigazos para que entendiera quién mandaba allí. El infeliz cayó al suelo de rodillas, apoyando la frente contra las piedras de la escollera, e hizo una señal de reconocimiento con un dedo de la mano izquierda. Atón y yo habíamos empleado esa señal hacía muchos años, cuando ambos aún éramos esclavos.

Revoqué la orden de que lo azotaran e hice que lo llevaran a rastras hasta mi camarote, a borde de mi buque insignia, el Furia. En cuanto llegamos, despedí a los guardias y ordené a mis sirvientes que trajeran agua caliente para que el prisionero se lavara y una túnica limpia para reemplazar sus malolientes harapos.

—¿Cómo te llamas, amigo? —le pregunté, mientras mi cocinero nos servía un plato de marisco y filetes de atún y yo sacaba el tapón de madera de una ánfora de vino etrusco.

Amigo es un nombre tan bueno como cualquier otro. —Sonrió—. Mucho mejor que el que mi madre eligió para mí.

—¿Cómo es nuestro amigo común? —le pregunté.

—Alto —repuso—. Os manda saludos y regalos.

Se acercó a su montón de harapos y hurgó en ellos hasta que encontró un rollo de papiro cosido en el dobladillo de uno de ellos. Me lo entregó. Mientras lo desenrollaba, le señalé la comida. Se acercó a la mesa y se lanzó sobre ella.

Observé el papiro y vi de inmediato que se trataba de la «orden de batalla» de la flota hicsa. Además, Atón había tomado nota de los objetivos en el delta del Nilo que consideraba más dignos de mi consideración.

¿De dónde habría sacado Atón ese documento? Ni siquiera fui capaz de aventurar una respuesta. Volví a enrollar el papiro. Aunque seguramente llegaba con semanas de retraso, merecía mi atención.

—¿Has mencionado unos regalos, amigo?

—Os he traído cuarenta y ocho palomas mensajeras. Están en jaulas, en mi barco.

Parecía satisfecho de sí mismo. Desenrollé la carta de Atón y la estudié de nuevo.

—El hombre alto dice que me manda cien palomas —dije, en tono afable—. ¿Qué ha sido de los otros cincuenta y dos pájaros?

—Nos quedamos sin comida.

—¿Os habéis comido mis pájaros? —Su desfachatez me dejó atónito. Se encogió de hombros y sonrió descaradamente. Llamé a Zaras. Cuando entró, le dije—: Sube de inmediato al barco de este granuja. A bordo encontrarás cuarenta y ocho palomas. Tráemelas ahora mismo, antes de que desaparezcan misteriosamente.

Zaras no hizo preguntas, pero se apresuró a cumplir mis órdenes.

Mi visitante se sirvió otra jarra de mi magnífico vino y me saludó con ella.

—Excelente vino. Os felicito. Nuestro amigo me pidió que le mandarais un regalo acorde con el suyo para poder comunicaros con más regularidad.

Consideré la sugerencia sólo por un momento. Sabía que el embajador Toran tenía un enorme palomar en Cnosos.

—¿Cómo quieres que le mande mis pájaros sin que también sean devorados por los chacales y las hienas?

Ni siquiera parpadeó al escuchar mi calculado insulto.

—Se los entregaré personalmente; es decir, si uno de vuestros barcos puede llevarme y dejarme en una zona deshabitada del delta del Nilo.

—Puedo hacer algo mejor que eso, amigo —le dije. Él ladeó la cabeza inquisitivamente—. Ahora mismo hay un buque mercante cartaginés en el puerto de Krimad. Su capitán cenó conmigo anoche. Dentro de cuatro días tiene planeado regresar a Cartago recalando en el puerto hicso de Rosetta, en el delta. Como sabrás, el sultán de Cartago y el rey Gorrab de los hicsos no están enfrentados. Puedo conseguir que viajes con él hasta Rosetta. Te llevarás un centenar de palomas que han sido incubadas en Cnosos y que estarán ansiosas por volver a su palomar en cuanto las dejen ir. Así, el hombre alto y yo podremos estar en contacto directo en un plazo de tiempo muy corto.

—Sé que le encantará este arreglo. Incluso podríais aprovechar la oportunidad para jugar al bao con las palomas mensajeras.

El intento de humor de Amigo me pareció una insubordinación y el íntimo conocimiento de mis asuntos personales me desconcertó. Nunca me siento del todo cómodo en compañía de estos agentes clandestinos. Son retorcidos y mentirosos. ¿Cómo puedes fiarte de alguien que se come a tus palomas?

Mientras esperaba a que Toran me mandara sus palomas desde Cnosos, ordené que se llevaran el decrépito velero árabe mar adentro y lo echaran a pique antes de que despertara la curiosidad de alguno de los agentes hicsos que, lo sabía, abundaban en Creta. En cuanto a los siete miembros de la tripulación, los mandé a los bancos de remo del Furia.

Cuatro días más tarde, cuando el mercader cartaginés zarpó rumbo a Rosetta, en el delta, Amigo estaba a bordo del buque con cien palomas sanas y bien alimentadas procedentes del palomar de Toran.

Antes de que el barco cartaginés desapareciera por el horizonte del sur, solté una de las palomas de Atón con un mensaje para darle las gracias por su regalo e informarle del presente que Amigo llevaba a Rosetta en mi nombre. Terminé mi escrito con mi primer movimiento del juego de las piedras bao: la liberación de mi garza del castillo oriental. Era una táctica que siempre incomodaba a Atón.

El hecho de que me hubiera sentido ofendido por la frivolidad de Amigo no significaba que debiera rechazar su sensata sugerencia de aprovechar esta excepcional oportunidad de proseguir mi partida de bao con Atón.

El sol estaba saliendo por el horizonte oriental cuando a la mañana siguiente me despedí de Zaras y de Hui para remontar de nuevo las laderas del monte Ida hacia Cnosos, siguiendo los puestos de relevo que Hui había establecido según mis órdenes. Había hecho un buen trabajo.

Sus hombres habían marcado el camino con placas de bronce clavadas en los árboles a lo largo del recorrido. Así pues, nunca dudé de mi posición y pude ir todo el rato al galope. A medida que me iba acercando a cada puesto de relevo, hacía sonar el cuerno para avisar a los mozos de cuadra de mi llegada. Cuando me aproximaba cabalgando, ya tenían mi siguiente caballo ensillado y esperando. Sólo paraba para tomar unos tragos de vino aguado y volvía a montar de nuevo, mientras me comía la carne y las salchichas de cebolla que uno de los mozos de cuadra había depositado en mi mano.

Detuve la montura al lado de un montículo de tierra fresca que señalaba el lugar donde estaba la tumba del esclavo que había dado su vida por mí.

—Descansa, buen Waaga. Sé que pronto nos reuniremos, y entonces te expresaré plenamente mi gratitud.

Lo saludé con el puño en alto, espoleé mi caballo y empecé a bajar por la montaña hacia el puerto de Cnosos.

Cuando entré en el patio del establo, en la parte trasera de mi mansión, contemplé el sol de la tarde y calculé cuánto había cambiado su ángulo desde que había salido de Krimad.

—¡Menos de seis horas para cruzar la isla! —exclamé para mí mismo, satisfecho.

A pesar del agotador viaje, me encaminé directamente al escritorio de la biblioteca para ocuparme del montón de rollos de papiro que me estaban esperando. La mayoría eran del embajador Toran.

Antes de cenar, solo, mandé a uno de mis esclavos a la ciudad para entregar mis respuestas en la casa de Toran, situada cerca de palacio. Luego me dirigí a mi dormitorio.

Esa noche volví a soñar con Inana. Estaba de pie, en la terraza de mi habitación; la luz de la luna hacía brillar su túnica y su capucha, aunque no podía ver su rostro. Intenté levantarme para ir hacia ella, pero mis piernas eran pesadas como el plomo y no obedecían mis órdenes. Traté de hablarle, pero mi voz se desvaneció antes de llegar a la punta de la lengua. Sin embargo, mi incapacidad para comunicarme con ella no me produjo ninguna inquietud. En cambio, sentí que me inundaba su bondad y que su divino poder me protegía como un escudo. Confiadamente, me permití caer de nuevo en mi sueño.

Volví a despertarme antes del amanecer y salté de la cama sintiéndome maravillosamente fresco y vivo. No estaba preparado para esa sensación de bienestar, hasta que de pronto recordé el sueño. Entonces, un dulce lamento de que no hubiera sido real atenuó mi alegría.

Desnudo, salí a la terraza y llené los pulmones con el aire que habían limpiado mil leguas de mar.

Contemplé el monte Cronos. Una vez más, el dios estaba tranquilo. Sonreí cuando eructó una nube de humor negro. Puede que me hubiera visto en la terraza y me estuviera dando los buenos días, o que hubiese cenado algo que le había provocado un poco de flatulencia. El hecho de que fuera capaz de disfrutar con esas chiquilladas era una señal de mi buen humor.

No obstante, era una extravagancia que no podía permitirme. Mi plan era lanzar nuestra primera incursión contra las posiciones hicsas en la orilla norte del delta dentro de los siguientes diez días, y cada hora contaba.

Me volví con determinación hacia la puerta de la habitación, y mientras lo hacía, mi pie tropezó con algo suave. Bajé la vista para ver de qué se trataba. Me agaché, lo recogí y lo examiné: primero, con poco interés, y luego, con un asombro cada vez mayor.

Era una flor, o, mejor dicho, un lirio. Sin embargo, jamás había visto nada parecido, y soy un ávido horticultor. Era del tamaño de una jarra de vino. Sus pétalos eran de un vivo tono dorado, que se convertía en un brillante color rojo en la corola. Los estambres eran blancos como el marfil tallado, y las puntas azules como zafiros.

La flor era magnífica; había sido cortada hacía tan poco tiempo que del tallo aún brotaban gotas de límpido jugo. La hice rodar delicadamente entre los dedos y percibí su suave fragancia. Era un olor que conocía tan bien que se me erizó el pelo de la nuca.

Era el olor de la diosa Inana; el perfume de Ishtar, la diosa de las flores cuyo símbolo era el lirio.

—No ha sido un sueño —susurré—. Ella ha estado aquí.

Me llevé el lirio a los labios y lo besé. Sentí cómo se marchitaba en mis manos; los pétalos crujieron y se doblaron. Los brillantes colores de la flor se desvanecieron: ahora eran de un marrón opaco y mustio, como las manchas solares en las manos de un hombre muy viejo. Acto seguido, los pétalos se convirtieron en un polvo fino que se deslizó entre mis dedos, flotando hasta las losas de la terraza. La leve brisa del amanecer lo dispersó.

La esencia de la diosa parecía haber sido absorbida por el lirio y traspasada a mi propio cuerpo, fortaleciéndome contra no sabía qué.

Me di un baño de agua caliente en los cubos de cuero que los esclavos subieron a la terraza. Luego me vestí con una túnica de lana azul y me dirigí a la biblioteca.

La puerta estaba cerrada, aunque la noche anterior la había dejado abierta. La empujé silenciosamente y me quedé paralizado, invadido por un religioso pavor, cuando vi la figura femenina encapuchada y envuelta en una capa que estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a mí.

—¡Inana! —susurré.

Ella se volvió rápidamente, se arrodilló a mis pies y me besó la mano antes de que yo pudiera recuperar la voz.

—¡Señor Taita! Me alegro mucho de veros. Os he echado de menos. Todas os hemos echado de menos —dijo, empujando la capucha sobre sus hombros.

—¡Loxias! —exclamé—. Pensé que eras otra persona. ¿Cómo me has encontrado?

—Le pregunté a mi buen amigo, el señor Toran. Él me dijo dónde estabais.

La levanté y la llevé al sofá. Cuando se sentó, hice sonar la campanilla de latón que tenía en el escritorio y tres de mis esclavos subieron corriendo de la cocina.

—Traed comida y bebida —ordené.

Nos sentamos uno frente al otro mientras devorábamos la enorme fuente de huevos cocidos, pescado en salazón, salchichas de cerdo y pan duro que nos habían servido los esclavos.

—¿Es seguro que estés aquí, conmigo? Pensaba que estabas encerrada en el serrallo real, con Tehuti y Bekatha.

—¡Oh, no! —Negó con la cabeza, sacudiendo sus rizos—. Las viragos sólo ven en mí a una esclava de baja cuna. Dejan que entre y salga cuando quiera.

—Está claro que la vida de esclava te sienta bien. Estás incluso más guapa que la última vez que te vi.

—Sois un viejo travieso y adulador, Taita.

Loxias se pavoneó tímidamente.

—Háblame de mis niñas. ¿Son tan felices como tú?

—Ambas confiesan morirse de aburrimiento. Desean escuchar una de vuestras historias para divertirse.

—¿Es que su nuevo esposo no las entretiene? —le pregunté, con mucho tacto.

—¿Os referís a la vieja cabeza de hojalata, el Minos Supremo? —ronroneó, riéndose—. Así es cómo lo llamamos, aunque supongo que cortaría nuestras cabezas si nos oyera. Ni Tehuti ni Bekatha lo han visto desde la ceremonia matrimonial. Ninguna de nuestras nuevas amigas del harén lo ha visto desde sus bodas, y algunas llevan allí veinte años o puede que más. Lo que sí está claro es que nadie lo ha visto sin su cabeza de hojalata.

—No lo entiendo —protesté—. ¿Ninguna de las esposas ha tenido contacto carnal con el rey? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

Loxias era amiga del embajador desde hacía bastante tiempo, el suficiente para comprender el significado de la expresión. Sonrojándose ligeramente, bajó la mirada.

—De vez en cuando, el Minos manda a las viragos a buscar a alguna de sus esposas. Sin embargo, una vez se han ido, nunca regresan al serrallo.

—¿Y qué pasa con ellas?

Estaba perplejo.

—Las viragos dicen que son elevadas a la categoría de favoritas de los dioses y que ascienden el Templo Mayor, en las montañas.

Interrogué a Loxias minuciosamente, pero era evidente que, salvo lo que me había contado, sabía muy poco sobre el asunto y no estaba demasiado interesada en conocer la ubicación de ese Templo Mayor. Intentó cambiar el tema de nuestra conversación y quiso saber dónde y cómo se encontraban Zaras y Hui. Yo sabía que quería conseguir esa información en nombre de las amantes reales.

En repetidas ocasiones tuve que reconducirla a nuestra conversación sobre las numerosísimas esposas del Minos Supremo.

—¿Cuántas esposas se han convertido en favoritas de los dioses desde que las princesas y tú os instalasteis en el serrallo? —insistí.

—Cuarenta —respondió, sin dudar.

Me sorprendieron el número y la certeza de Loxias sobre la cifra exacta.

—Así pues, aproximadamente una esposa al día desde que estáis en el serrallo, ¿no?

—No, no, mi señor. Las cuarenta abandonaron el serrallo al mismo tiempo. Se fueron bailando y cantando, con guirnaldas en el pelo.

—El Minos Supremo debió de tener una noche muy ocupada. —No pude evitar la ocurrencia. Loxias hacía esfuerzos por mantener una expresión recatada, pero sonreía con los ojos. Proseguí con mis preguntas—: Ninguna de esas cuarenta mujeres ha regresado al serrallo. ¿Estás segura de eso?

—Estoy totalmente segura. Sabemos todo lo que ocurre en nuestros aposentos de palacio.

Reflexioné a fondo sobre sus respuestas. Tenía la incómoda sensación de que se me escapaba algo de gran importancia.

—Cuarenta esposas se van juntas y ninguna de ellas ha regresado —dije, pensando en voz alta.

—Ya os lo he dicho, Taita. —Su expresión era paciente—. Tehuti quiere saber dónde está Zaras. ¿Está en Krimad o patrullando con sus barcos? A ella le gustaría enviarle un presente. ¿Vos se lo daríais?

Ignoré la pregunta. Estaba decidido a no dejarme absorber por esa intriga.

—¿Cuándo abandonaron el serrallo las esposas? —dije, concretando la pregunta.

—Se fueron el día del terremoto, al mediodía —me espetó Loxias, impaciente—. ¿No os lo había dicho ya?

La miré fijamente mientras mi mente trabajaba para poner al día los giros y vueltas de nuestra conversación.

—¿Me estás diciendo que cabeza de hojalata se solazó con cuarenta vírgenes en medio de un terremoto?

—Supongo que sí. —Loxias se echó a reír—. De ser así, me habría encantado verlo. —Se puso en pie—. Y ahora debo irme, o las viragos no dejarán que vuelva a palacio. ¿Queréis que les dé algún mensaje a las niñas?

—Diles que las quiero más que nada en este mundo.

—¿Y yo qué? —dijo, haciendo una dramática mueca.

—No seas avariciosa. Tú ya tienes a un viejo que te quiere, Loxias.

—No es tan viejo —protestó—. Es bastante joven y muy rico. Va a casarse conmigo; esperad y veréis.

Después de que Loxias se fuera, me senté a solas en la terraza, pensando en todo lo que me había dicho. No le encontré demasiado sentido, y eso me dejó con una insistente sensación de malestar y de inminente catástrofe.

Quería volver de inmediato a Krimad para sumergirme en los preparativos bélicos con Zaras y Hui, porque sabía que así me distraería. Sin embargo, tenía que estar en el palomar del embajador Toran cuando regresara una de las palomas mensajeras que Amigo había llevado a Atón, en Tebas.

Estaba conferenciando con el almirante Herakal y sus hombres cuando se produjo un leve tumulto en las puertas enrejadas de la sala de mando.

—¿Qué ocurre? —gritó Herakal, con una voz que resonó en las cavernosas estancias del Almirantazgo—. ¡Ordené que no me molestaran!

El capitán de la guardia abrió las puertas de madera de cedro pulido y entró haciendo una reverencia y soltando una disculpa.

—El señor Toran, del Consejo de Estado, ha enviado un mensaje. Dice que es de suma importancia y que debe ser entregado en mano y sin demora al señor Taita, el egipcio.

Herakal me lanzó una sombría mirada de desaprobación y levantó las manos, fingiendo desesperación.

—¡Dejad que pase ese granuja! ¡Que entren todos! Adelante, desobedeced mis órdenes cuando os venga en gana.

Me puse en pie rápidamente, para proteger al hombre que se acobardaba ante la furia de Herakal.

—Asumo toda la responsabilidad, almirante. Estaba esperando un despacho muy importante de mis fuentes en Egipto.

—Todos vamos a esperar por vos, señor Taita.

Gruñendo para sí mismo, Herakal se levantó de su taburete y se dirigió a la ventana, donde miró a través de la bahía, con los ojos fijos en el monte Cronos.

Cogí el despacho de la temblorosa mano del capitán. Era un apretado rollo de seda amarilla, no más grande que la articulación superior de mi dedo meñique; apenas pesaba. Cuando lo desplegué, vi que era tan largo como mi brazo; los símbolos codificados que Atón y yo habíamos ideado lo llenaban densamente. Eran un gran avance con respecto a cualquier otra lengua escrita que existiera, tanto por su compacidad como por el rango y la exactitud de los significados que ponían a disposición de quien escribía.

Leí el mensaje a toda prisa y miré al almirante antes de que tuviera tiempo de preparar y soltar su siguiente queja.

—Almirante, tengo excelentes noticias. Se nos ha presentado la oportunidad de asestar un golpe en el corazón de nuestro común enemigo. El rey Gorrab de los hicsos ha reunido una fuerza de caballería de más de un millar de carros en la llanura de Shur, en el extremo occidental del delta del Nilo.

—¡Conozco la zona! —exclamó Herakal, mientras se volvía. Su tono de voz había cambiado—. Se extiende a lo largo de la costa del mar Mediterráneo, entre las ciudades de Zin y Dhuara.

—¡Correcto! —dije—. El año pasado, mi faraón y el señor Kratas concentraron su ofensiva en la orilla occidental del Nilo. Han avanzado hacia el norte hasta el lago Meris, que se encuentra a tan sólo ochenta leguas al sur de Zin.

Extendí el cuadrado de seda amarilla sobre la mesa, y Herakal y sus hombres se reunieron en torno a él. Atón había escrito su mensaje en una cara, pero en el reverso había dibujado un detallado mapa del norte de Egipto que mostraba la disposición del ejército hicso y del egipcio.

—Mis fuentes informan de que Gorrab está planeando una importante maniobra de flanqueo, oscilando por la frontera oriental de Egipto para atacar nuestra línea extendida, aquí, en Quan. —Señalé con el dedo en el mapa de seda—. Es un plan astuto, pero su punto de reunión en Zin es extremadamente vulnerable a los ataques desde el mar. Al parecer, Gorrab aún sigue ignorando que nuestra flota combinada está esperando en Krimad una oportunidad como ésta.

—¿Decís que Gorrab dispone de mil carros? —preguntó Herakal—. Eso significa que probablemente tendrá más de tres mil aurigas. Os veréis ampliamente superado en número. Si Gorrab se entera de vuestros planes, os aniquilarán si intentáis atacarlos.

Para refutar lo que había dicho, golpeé el trozo de seda amarilla.

—Sí, efectivamente: Gorrab tiene mil carros concentrados en Zin, pero mi información dice que aún no ha prescindido de los aurigas de su principal fuerza de ataque contra el faraón y el señor Kratas en el lago Meris. Tal como está ahora, dispone de menos de quinientos hombres para vigilar los carros. —Había leído las cifras en el mensaje de Atón—. Quinientos hombres y el doble de caballos.

Herakal se alisó el bigote, pensativo.

—Eso iguala más o menos vuestras fuerzas.

—Mi flotilla está lista para zarpar, y podríamos estar en las afueras de Zin en seis días, antes de que Gorrab pueda disponer del resto de sus hombres. Podría conducir mis carros hasta la retaguardia y atacarlos antes de que sepan que hemos desembarcado. Contaremos con la ventaja del factor sorpresa, que vale más que mil carros tripulados.

—Os lo diré sin tapujos, señor Taita: no me gusta. Todo parece demasiado perfecto y fortuito. Me huele a trampa para osos. Sin embargo, el Minos Supremo os ha concedido el mando independiente, por lo que no precisáis autorización para vuestro descabellado plan.

—Entonces no tenemos nada más que hablar, almirante. Os doy las gracias por vuestros consejos y buenos deseos. Partiré lo antes posible.

Cabalgué solo por la montaña, espoleando duramente a los caballos. Llegué a Krimad una hora antes del atardecer y encontré a Zaras y a Hui en los establos. Se extrañaron al verme, pero su sorpresa se convirtió en profana alegría cuando les conté lo que tenía en mente.

—Embarca a los caballos mientras haya luz —le dije a Hui—. Zaras, llévate cuantos hombres sean necesarios y asegúrate de que los carros de todos los barcos están perfectamente sujetados con cuerdas antes de zarpar.

Tras gritar órdenes a sus hombres, se apresuraron a seguir las mías.

Me dirigí al palomar, que era el nuevo hogar de las aves de Atón, que habían sobrevivido a la peligrosa travesía desde Egipto. Elegí dos de las más gordas y fuertes y até el mismo mensaje a cada una de sus patas. Luego les di un beso en la cabeza y las lancé al aire, revoloteando. Sobrevolaron el puerto en círculo cuatro veces y después tomaron la dirección sur-sureste, desapareciendo en la creciente oscuridad. Un vuelo nocturno sería más seguro para ellas. Aunque los halcones no cazan durante la noche, había repetido mi mensaje a Atón para estar doblemente seguro de que llegaba.

Le pedía que hubiera guías esperándonos en la playa de Zin dentro de seis días. Se reunirían con nosotros cuando desembarcáramos y nos conducirían hasta el lugar donde el rey Gorrab tenía sus carros.

Una hora antes de la medianoche, mi flotilla de seis galeras salió del puerto. Cuando apenas lo distinguimos en lontananza, nos dirigimos al sur en línea de popa, rumbo a Egipto y la bahía de Zin.

La oscuridad que precede al amanecer impidió que nos encontráramos con la escuadra de doce galeras de guerra que Nakati, príncipe de los pueblos del mar, dirigía desde su propio barco, el Paloma. Nakati se apresuraba por llegar a Krimad y avisarme del traicionero mar por el que yo navegaba alegremente con mi pequeña escuadra.

Nakati arribó al puerto de Krimad unas horas después de la salida del sol para descubrir que mis naves habían desaparecido. Sin embargo, yo había dejado a cinco de mis hombres que, a causa de las heridas y las enfermedades, no podían navegar. Esos hombres habían estado conmigo en el viaje desde Sidón, en Sumeria, cuando capturamos el Paloma y encadenamos a Nakati al banco de remo. También habían estado presentes cuando le quité los grilletes y volví a ponerlo al mando del Paloma. Así pues, sabían que él era uno de los nuestros, por lo que no dudaron en informar a Nakati de adónde me dirigía y el propósito de mi incursión en Zin.

Nakati permaneció en el puerto de Krimad el tiempo suficiente para cargar agua y provisiones de mi almacén. Luego, casi tres horas después del amanecer, partió de nuevo con su flotilla en busca de la mía; sin embargo, ya le llevaba una ventaja de ocho horas.

Obviamente, en esa etapa de la travesía no podía saber que Nakati me estaba siguiendo a toda velocidad. Por el contrario, no tenía noticias suyas desde que había confiado en él, dejándolo en libertad. En aquel momento me inclinaba a lamentar aquella apresurada decisión. Empezaba a creer que me había engañado, que había retomado su papel de príncipe de los pueblos del mar y que nunca volvería a verlo, salvo con una espada clavada.

No fue hasta mucho después de los acontecimientos que estoy narrando aquí que supe que Nakati había respetado nuestro pacto. Sin embargo, había dedicado todo ese tiempo a reclutar a las tripulaciones de sus barcos entre las filas de piratas y saqueadores que integraban la tribu de los pueblos del mar.

Ahora, mirando atrás, debería haberlo sabido, pero siempre había pensado que los pueblos del mar eran una chusma caótica carente de la organización y la estructura de la marina moderna. Había pasado por alto el hecho de que muchos de los príncipes piratas eran marineros entrenados y cualificados a quienes las circunstancias habían convertido en renegados. Además, tenían a su disposición una extensa y bien organizada red de espionaje que, sin duda, era más eficaz que la que dirigía mi viejo amigo el señor Atón. Nakati contaba con agentes dobles entre los hombres de Atón, pero también tenía espías en el cuartel general de los hicsos, en Menfis. No dudo de que también hubiese penetrado en mi propia red. Gracias a esas fuentes, era plenamente consciente de la correspondencia que Atón y yo habíamos intercambiado. Conocía mis intenciones de asaltar los carros hicsos en Zin y sabía que los hicsos también estaban al tanto de mis planes. No obstante, Nakati no tenía palomas para advertirme de lo que estaba ocurriendo. Había venido en persona para salvarme del desastre, pero había llegado demasiado tarde.

Desembarcamos del Furia en la costa africana una hora antes de la salida del sol, en la penumbra, cinco días después de haber zarpado de Krimad. Había navegado deliberadamente con un rumbo ligeramente desviado hacia el oeste. No había ningún navegante vivo que pudiera dirigir un barco durante cinco días sin ser visto desde tierra y llegar a un destino tan preciso como la bahía de Zin. Haber desembarcado en el lado oriental de la bahía habría sido peligroso. La costa más próxima al delta del Nilo estaba muy poblada y nos habrían descubierto en cuanto el barco hubiera asomado por el horizonte. Si no estaba seguro de poder navegar directamente hasta la bahía de Zin, entonces era mejor desviarse hacia el oeste. La orilla occidental estaba en el Sahara, una zona escasamente habitada por unos pocos beduinos nómadas.

Más importante aún, estaba absolutamente seguro de mi rumbo en cuanto avisté tierra. Sin dudarlo, di órdenes a la flotilla para que viraran sucesivamente hacia el puerto y navegaran en línea con el desierto a nuestro lado de estribor. Avanzamos durante tres horas en paralelo a la costa antes de que fuera evidente que había sobrepasado mi deliberado desvío. Aunque eso me causó una gran preocupación que en su momento, resultó ser una suerte, porque dio a Nakati un margen de maniobra extra para estrechar el espacio entre nuestras dos escuadras.

Finalmente, llegamos a la altura de la boca de la bahía de Zin, que reconocí por sus prominentes cabos, que protegían el interior de los accesos septentrionales. Di la orden de virar y avanzamos a través de la entrada de la bahía.

Los hicsos nos estaban esperando. Se acercaron a nosotros en masa en cuanto pasamos entre los cabos de la bahía. Debían de haber reunido todo lo que flotara a cien leguas a la redonda entre la costa y el delta del Nilo. Eran demasiado numerosos para contarlos. Había embarcaciones tan pequeñas como un lugre y tan grandes como el único trirreme que lideraba el ataque de nuestra flotilla. Los barcos más cercanos cubrían a los que venían detrás; las naves más grandes protegían a las más pequeñas. Pero, haciendo una apresurada estimación, me dije que debía haber por lo menos veinticinco barcos hicsos frente a los seis que teníamos nosotros.

Todas sus cubiertas estaban atestadas de hombres armados. Los cascos, las corazas, las hojas y los escudos brillaban con el resplandor del sol naciente. Sus gritos de guerra y sus desafíos llegaban perfectamente a través del agua mientras venían a nuestro encuentro.

El viento del amanecer soplaba con brío desde mar abierto a través de la entrada de la bahía, justo detrás de nuestra escuadra y delante de los hicsos. Eso me impidió invertir mi rumbo y tratar de huir por donde había llegado.

Por otro lado, los barcos hicsos se dirigían directamente hacia el viento, tan apiñados como lo permitían sus cascos. Estaban haciendo tiempo, manteniendo apenas el rumbo. Nuestros seis barcos cargaban hacia delante, con el viendo inflando las velas y el agua blanca haciendo espuma bajo las popas. Tras una docena de golpes de remo, alcanzamos la máxima velocidad de ataque.

Me di cuenta de que las cubiertas de las naves enemigas estaban tan atestadas de hombres que sus arqueros eran obstaculizados por la presión de los cuerpos y los escudos. Por otro lado, Zaras, Hui, Akemar, Dibar y el resto de mis capitanes habían sacado el máximo partido a nuestras naves, con menos tripulación. Incluso antes de que pasáramos entre los promontorios de la bahía y cayéramos en la emboscada, nuestros arqueros se habían preparado para cualquier eventualidad. Sus arcos estaban tensados y las flechas a punto de ser lanzadas. En cuanto el espacio entre el enemigo y nuestras naves principales se estrechó, Zaras dio la orden de disparar. El viento que entraba directamente por nuestra popa fue nuestro aliado: nos dio una ventaja de más de cien metros. Nuestros arqueros fueron capaces de lanzar diez descargas antes de que los hicsos pudieran arrojar sus flechas lo suficientemente alto para alcanzarnos.

Nuestra nube de flechas cayó sobre sus cubiertas y la masacre fue prodigiosa. Los gritos de los heridos fueron el contrapunto a los impactos de nuestras flechas.

El trirreme enemigo era casi la mitad más grande que cualquiera de las naves de mi escuadra, pero en esas condiciones, con el viento en contra, su envergadura era más un lastre que una ventaja. Vi que estaba virando hacia sotavento. El enorme espolón de bronce de proa ya no nos señalaba amenazadoramente. Cuando viró, dejó expuesta la entrada del costado del barco y el centro, donde el entablado y los tres bancos de largos remos nos resultaban más fáciles de abordar.

—¡Embístelo cuando gire! —le grité a Zaras, y saltó para obedecer mi orden.

Nuestros tambores aumentaron el ritmo a velocidad de ataque. Los remeros estaban frescos y ansiosos. Remaron hasta que los ojos se les salieron de las órbitas. Con el empuje del viento y el ímpetu de los remos, el Furia se lanzó hacia delante. Insté a Zaras para que no dejara de ajustar el timón y que nuestro espolón de bronce apuntara al objetivo más vulnerable del casco del trirreme.

Apartamos los lugres y las barcazas situados entre nosotros y nuestro objetivo y, en el último momento, antes de embestir el trirreme, Zaras gritó la orden:

—¡Dentro remos!

Los remeros guardaron los remos con mucho cuidado y, con un estruendo desgarrador, nuestro espolón de bronce en forma de cabeza de águila se estrelló contra el casco del trirreme y lo hizo volcar sobre uno de sus lados. Los gritos de su tripulación se mezclaron con el ruido desgarrador de la madera crepitando y de los remos haciéndose astillas. Sus dos mástiles se quebraron a la altura de la cubierta, que rodó más allá del punto de no retorno. Los esclavos encadenados se ahogaron casi de inmediato, y los guerreros que llenaban la cubierta superior fueron arrojados al mar junto con la tambaleante mole.

Zaras y yo caímos sobre la cubierta del Furia por la fuerza del impacto. Nuestra nave se había parado en seco en el agua; así pues, mientras nos arrastrábamos, las embarcaciones hicsas más pequeñas pudieron rodearnos y lanzar ganchos a nuestros flancos. Los asaltantes, armados, ya estaban luchando furiosamente a bordo del Furia, aullando como una manada de lobos alrededor del cadáver de un ciervo. Saltaban por las dos bordas, blandiendo las hachas de guerra y empujando con las espadas. Estábamos rodeados.

Zaras, el resto de oficiales de cubierta y yo formamos un círculo, espalda contra espalda, mirando hacia fuera. Éramos unos consumados espadachines, habíamos peleado juntos en numerosas ocasiones y superábamos a los atacantes hicsos en sus salvajes balanceos y sus torpes envites. Pero, cuanto más rápido los reducíamos, más numerosos eran los enjambres que abordaban el Furia para ocupar sus puestos.

Casi de inmediato, mis pies resbalaron por la sangre que manchaba la cubierta; mis brazos también estaban manchados de sangre hasta los codos. Pero aun así, los bárbaros hicsos seguían abordándonos y morían. A mi derecha, Zaras parecía infatigable; sin embargo, yo me cansé rápidamente. Me pesaban los brazos y los pies estaban perdiendo su gracia y agilidad.

Maté a otro hombre y, mientras le arrancaba la punta de la espada con el pie, miré por encima del costado del barco y vi que las otras naves de mi flotilla estaban en apuros, rodeadas de embarcaciones enemigas y luchando por sobrevivir. Luego, horrorizado, vi que otra docena de naves hicsas se acercaban a la bahía desde mar abierto: eran grandes galeras de guerra atestadas de hombres lanzando vítores y remando vigorosamente. Sabía que estábamos a punto de ser superados por el peso de su número y que no podríamos resistir mucho más tiempo. Por un instante pensé cómo podríamos retirarnos y huir hacia mar abierto, pero me di cuenta de que esa idea era no sólo el último recurso de un espíritu cobarde, sino también una fantasía producto de la desesperación. Aquel baño de sangre no tenía escapatoria. Seguimos luchando mientras nos abordaban nuevas hordas de enemigos. Al final giré sobre mis talones, exhausto. Zaras apoyo su escudo en el mío para sostenerme, pero incluso levantar la espada me exigía un gran esfuerzo. Mi rostro y mis brazos estaban salpicados de la sangre de los hombres que había matado.

Entonces, otro barbudo enemigo apareció ante mí y lo ataqué con mi desafilada espada. A esas alturas, el filo estaba romo y la punta quebrada. Mi golpe fue tan flojo y chapucero que mi nuevo adversario la apartó hacia un lado con despectivo gesto de la muñeca.

—¡Taita! —me gritó.

Controlé mi nueva embestida y lo miré, atónito. Por un momento, tras la barba y las rojas salpicaduras que empañaban mi visión no lo reconocí, pero luego me di cuenta de que no era otro de esos brutos hicsos. Sus rasgos eran nobles y me resultaban familiares.

—Envainad la espada, señor. Soy vuestro vasallo.

También reconocí su voz.

—¿Nakati? —pregunté, jadeando—. Pensé que nunca volvería a verte.

—Los dioses no siempre atienden nuestras súplicas. —Sonrió mientras me pagaba con la misma moneda. Entonces me agarró del brazo para evitar que me cayera, pero hice un gesto para deshacerme de su mano. Una nueva esperanza había renovado mis fuerzas.

—Llegaste por los pelos, pero aun así me alegro de verte. —Señalé por encima de la proa del Furia, donde los supervivientes hicsos habían dejado de luchar. Huían hacia tierra, en busca de refugio; vararon los barcos y los abandonaron, corriendo hacia las dunas—. Captúrame a esos hicsos que corren como relámpagos y luego podremos concentrarnos en la destrucción de sus carros, si es que damos con ellos.

Se rió de lo que había dicho.

—Esos relámpagos no son lo bastante veloces. Las líneas de la caballería hicsa están a menos de una legua de aquí —me aseguró.

—¿Estás seguro de eso?

—Mis fuentes no son tan numerosas como las vuestras o las del señor Atón, pero son igual de eficientes. Me informaron de la emboscada que los hombres de Gorrab habían preparado para vos. Zarpé rumbo a Krimad para avisaros, pero cuando llegué ya os habíais ido. Doy las gracias a Horus y a Isis por haber llegado a tiempo y encontraros aún con vida.

—¡Yo también doy las gracias por ello! —Me limpié el sudor y la sangre de la cara con la cola de mi clámide y me agaché para recoger una espada enemiga para sustituirla por la mía, muy maltrecha. Mientras me incorporaba, le grité a Zaras—: Llévanos a la playa. ¡No dejemos que escape ni una de esas bestias hicsas!

Varamos los barcos en la arena. Cumpliendo mis órdenes, Nakati condujo a sus hombres tras los hicsos que habían huido, mientras Zaras y Hui descargaban los carros y colocaban los arneses a los caballos.

Los guías beduinos que Atón había mandado para que se reunieran con nosotros salieron de sus escondites en las dunas. Hui y yo montamos y, con la mitad de nuestros carros, seguimos a los guías hasta el depósito de la caballería de los hicsos.

Zaras unió sus fuerzas a los hombres de Nakati. Con el resto de los carros, salieron en busca de los hicsos que habían huido hacia las dunas.

Los guardias hicsos que custodiaban el depósito de la caballería estaban demasiado lejos de los combates para haber sido alertados por el tumulto y el clamor de la batalla. Cuando Hui y yo llegamos con los carros hasta la valla del depósito les grité en su idioma que nos abrieran las puertas. Nos tomaron por refuerzos enviados desde el sur por su ejército principal y nos abrieron para darnos la bienvenida. Cuando se dieron cuenta de su error, nuestros hombres ya estaban dentro, desarmándolos y obligándolos a arrodillarse con las manos a la espalda para ser maniatados.

En la zona de estacionamiento del depósito encontramos 850 carros recién fabricados alineados en ordenadas filas de cuatro.

Obviamente, los carpinteros hicsos habían copiado el diseño de nuestros carros egipcios, mucho mejores que los tradicionales vehículos hicsos. La carrocería era de caña y bambú de Malaca, mucho más ligeros y flexibles que el pino macizo o el cedro. Las ruedas no eran sólidas, sino de radios, lo que las hacía más rápidas y duraderas.

Los carros estaban recién barnizados y tan estrechamente embalados que los bujes de las ruedas se tocaban. Los rociamos generosamente con el aceite de lámpara que habíamos traído con ese fin. Cuando lanzamos las antorchas encendidas, las llamas se propagaron de un vehículo a otro, reduciéndolos a cenizas en el tiempo que tarda un hombre sediento en beberse una copa de buen vino. Me sentí feliz al verlos arder, mucho más que en un combate, porque habrían sido unos formidables adversarios.

Tras habernos ocupado de los carros hicsos, los guías de Atón nos llevaron a las líneas de caballería. Había casi dos mil caballos de batalla en los establos de techo de paja.

Lo que sí reconozco a los hicsos, y quizás sea lo único, es su excelencia en el manejo de los caballos. Estaba claro que aquellos animales habían sido cuidadosamente criados y seleccionados y luego concienzudamente entrenados y preparados hasta una bruñida perfección. Me encantan los animales por encima de cualquier otra especie animal, incluida la mayoría de seres humanos. En un caballo, por lo menos, se puede confiar.

Los bajamos a la playa, hasta el lugar donde habíamos varado nuestras naves. No estaba seguro de qué hacer con ellos. Dos mil caballos son una multitud. No teníamos sitio para ellos en nuestros barcos, ni siquiera contando con la escuadra de Nakati.

Cuando uno de los oficiales de Nakati sugirió que sacrificáramos a esas magníficas criaturas en vez de permitir que los hicsos volvieran a capturarlas, sentí arder de indignación cada nervio y cada tendón de mi cuerpo. Me volví hacia Nakati.

—¿Acaso no hay ni cincuenta hombres entre tus rufianes que entiendan de caballos y los amen? —le pregunté.

—Sí los hay, señor.

Se dio cuenta de lo furioso que estaba.

—Tráemelos, Nakati. Voy a dividir la manada entre ellos. Luego, cada uno, por su cuenta, tratará de conducir a sus animales hacia el sur, a territorio egipcio. Elegirán rutas distintas. Pagaré una recompensa de un deben de plata por cada caballo que lleven a mi finca de Mechir. Si alguno de ellos muere en el intento, me ocuparé de su viuda y de sus hijos el resto de sus vidas. ¡Lo juro!

En menos de una hora, Nakati había reunido a los voluntarios. Echaron a suertes su parte de los animales capturados y luego los reunieron bajo la luz del atardecer, dividiéndolos en grupos más pequeños a medida que partían.

Algunos de los hombres habían decidido llevar a sus caballos al Sahara y tratar de rodear por el oeste las posiciones hicsas para llegar a Egipto. Otros decidieron cruzar el delta del Nilo, nadando con los caballos a través de los afluentes del gran río para alcanzar la península del Sinaí, en el este, antes de dirigirse al sur siguiendo la orilla del mar Rojo para llegar a Tebas.

Cuando los vi pasar recé una ferviente y devota oración a Horus y a Inana, rogándoles que cuidaran de mis caballos durante el peligroso viaje que les esperaba.

Ahora podía concentrar de nuevo mi atención en los prisioneros.

Con la guarnición del depósito de carros y los supervivientes de la batalla de la bahía de Zin habíamos capturado a 793 aurigas y marineros hicsos. Zaras y Nakati tenían a estos prisioneros de rodillas en largas filas en la playa. Estaban desnudos y con los brazos atados a la espalda. Su actitud era resignada y taciturna, como la de los hombres que esperan la orden del verdugo al pie del patíbulo.

—¿Qué deberíamos hacer con estas miserables criaturas? —pregunté a Nakati y a mis oficiales.

Ninguno de ellos demostró mucho interés en el asunto. Los barcos de nuestra flota que habían resultado dañados en la batalla fueron rápidamente reparados y reflotados. Los que no podían ser reparados habían sido incendiados y quemados en la arena. La batalla se había librado y habíamos vencido. Todo el mundo estaba ansioso por subir a bordo y zarpar antes de que llegaran nuevas hordas de hicsos clamando sangre y venganza.

—Matarlos —sugirió Hui displicentemente.

—Estoy de acuerdo —dijo Zaras—. Acabemos con todos.

Habló en hicso y en voz lo bastante alta como para que los presos que estaban más cerca pudieran oírlo y entenderlo.

—Es un buen consejo —intervino Nakati—. Si los dejamos ir, mañana volverán para matar a nuestros hombres y violar a nuestras mujeres. —Los otros emitieron gruñidos de aprobación, pero Nakati levantó la mano para requerir su atención y siguió hablando—: Sin embargo, señor Taita, os conozco lo bastante bien y sé que nunca estaríais de acuerdo con nuestra sensata sugerencia. Nunca podríais matar a sangre fría a un hombre que se ha entregado a vos.

—Puede que dés demasiado crédito a la caballerosidad. —Me encogí de hombros—. Tal vez te sorprenda.

No obstante, él sabía que mi protesta no era sincera. Me sonrió.

—Dejadme hacer una sugerencia —propuso—. Permitidme que os enseñe cómo podemos asegurarnos de que estos cerdos no vuelvan a disparar nunca una flecha o a blandir una espada contra el faraón y nuestro Egipto. Luego podéis soltarlos según los dictados de vuestra conciencia, señor.

—¿Y cómo te propones lograr eso? ¿Le pediremos que nos den su palabra y confiaremos en ella?

Me irritaba la inutilidad de aquel debate. Y también estaba ansioso por subir a bordo del Furia y regresar a Creta, donde estaban mis princesas. Ya había tomado la decisión de liberar a los cautivos en cuanto zarpáramos.

—Os ruego que me prestéis un momento más vuestra atención.

Nakati dirigió un gesto de la cabeza a un grupo de sus hombres de los pueblos del mar que estaba de pie junto a los prisioneros arrodillados. Arrastraron por la arena a uno de los aurigas hicsos, sin desatarle los brazos atados a la espalda. Nakati se colocó junto a él y desenvainó su espada.

—¡Levanta los pulgares, compañero! —le ordenó. El prisionero lo obedeció, inocentemente.

Con un doble movimiento de su espada, Nakati le cortó los pulgares de ambas manos a la altura de la segunda articulación. El prisionero gritó de dolor y desesperación cuando la sangre brotó de los muñones y la parte superior de sus pulgares cayó sobre la arena.

—Apuesto a que este hombre nunca volverá a empuñar una espada o a disparar una flecha contra Egipto —dijo Nakati.

Lo miramos boquiabiertos un momento, conmocionados y mudos de asombro, antes de que todos mis hombres lanzaran gritos y carcajadas.

Entonces, Zaras dio un paso al frente antes de que yo pudiera intervenir. Con el pie, hizo rodar al prisionero desnudo y mutilado sobre su espalda. Desenvainando la espada, colocó la punta sobre su flácido pene.

—Y ésta es la forma de asegurarse de que nunca vuelva a violar a ninguna mujer egipcia o a uno de nuestras niñas.

Con un movimiento ascendente de la hoja, cortó el miembro viril a la altura de la ingle del prisionero. Luego lo ensartó con la punta de su espada y lo lanzó a las olas que lamían la playa.

—Una ofrenda a Poseidón, el dios del mar, si es que acepta como tal este trozo de carne porcina.

Aunque los hombres que me rodeaban dejaron escapar gritos de aprobación, mi voz era más fuerte que la de cualquiera de ellos.

—¡Basta de una vez con esta brutalidad, Zaras! Envaina tu espada. ¡Te estás rebajando al mismo nivel que cualquiera de estas bestias hicsas!

Zaras metió de nuevo su espada en la vaina, pero cuando se volvió hacia mí, tenía la barbilla levantada y su mirada era tan feroz como la mía.

—Señor Taita, en nuestras naves no hay espacio para llevárnoslos como prisioneros —me desafió—. Si dejáis libres a estas bestias ilesas, ¿a cuántos más de los nuestros van a matar? ¿Cuántas más de nuestras mujeres e hijos van a morir?

Poco a poco sentí cómo languidecía mi rabia ante su terca lógica. Me di cuenta de que mi juicio lo nublaba el recuerdo de las heridas que me había infligido el cuchillo que me había castrado. Era reacio a permitir que se cometiera esa brutalidad con otro ser humano, por malvado y monstruoso que fuera. Respiré larga y profundamente para tranquilizarme y modulé la voz para apartar de ella la ira.

—Tienes razón, Zaras, y voy a negociar contigo. Les cortaremos los pulgares, pero dejaremos que Seth se quede con sus pajaritos.

Empleé deliberadamente el eufemismo infantil para el pene. Estaba intentando reducir la tensión que se había creado entre nosotros. Hui y los demás se echaron a reír a carcajadas, y Dilbar le agarró la entrepierna a Akemi.

—¿Acaso tu pajarito no tiene un poco de hambre? No has probado un coñito desde que zarpamos de Krimad.

En el fondo, todos mis hombres eran como niños. Me obligué a reírme con ellos. Sin embargo, cuando me volví hacia Zaras la sonrisa desapareció de mis labios.

Zaras me miraba con ferocidad. Poco a poco, el silencio cayó sobre el resto de los hombres. Lo único que se oía era el viento y los gemidos del prisionero herido, que seguía retorciéndose en la arena. Cuando Zaras habló de nuevo, su voz sonó fría y clara. Llegó a todos y cada uno de nosotros, y nos heló el corazón.

—Mis hermanas tenían siete y ocho años de edad cuando los hicsos invadieron nuestra aldea. Mi padre estaba con su regimiento. Los hicsos violaron a mi madre y luego a mis dos hermanas, turnándose con ellas durante casi medio día. Yo tenía cinco años, pero había conseguido escapar y esconderme en los campos, desde donde pude verlo todo. Cuando hubieron acabado con mi madre y con mis hermanas, las lanzaron a las llamas que incendiaban nuestra casa cuando aún estaban vivas y seguían gritando. —Zaras respiró profundamente y luego me preguntó—: ¿Qué queréis que haga ahora?

No podía darle ninguna respuesta. Sacudí la cabeza con tristeza y le dije:

—Cumple tu deber con el faraón y con la memoria de tu familia.

—Gracias, señor —repuso Zaras. Luego sacó la espada y fue a reunirse con Nakati.

Entre los dos eligieron a treinta de sus mejores hacheros para practicar las amputaciones. A cada uno de ellos se le adjudicaron cuatro ayudantes para arrastrar e inmovilizar a los prisioneros. Las primeras víctimas apretaron los puños y se negaron a presentar sus pulgares ante la hoja. Los hacheros no perdieron tiempo tratando de convencerlos de que lo hicieran; simplemente, les cortaron la mano a la altura de la muñeca. Los presos que les siguieron se mostraron más cooperativos.

Después, los ayudantes hicieron rodar a los prisioneros sobre sus espaldas y, sin mucha ceremonia, les cortaron los genitales de un hachazo y los dejaron tumbarse sobre las dunas, gimiendo y taponando sus heridas en un intento por detener la hemorragia.

Las gaviotas fueron atraídas por el olor de la sangre. Varias bandadas de estas aves carroñeras se reunieron para graznar y aletear sobre los montones cada vez más grandes de pulgares y órganos sexuales. Engulleron esas exquisiteces casi a la misma velocidad que el hacha las había cortado.

Me sentí mal por todo eso. Me di la vuelta y me dirigí hacia el lugar de la playa donde estaban varados nuestros barcos. Traté de ignorar los gritos y las súplicas de los prisioneros hicsos concentrándome en la supervisión de la carga de los carros y los caballos, junto con las ánforas de agua y las provisiones que habíamos encontrado en el depósito de la caballería.

Cuando terminó la sangrienta tarea en la playa, Nakati se acercó para despedirse de mí. Según nuestro acuerdo, tenía intención de seguir causando estragos en los puertos y pueblos hicsos situados a orillas del mar Mediterráneo.

Cuando finalmente Zaras subió a la cubierta del Furia, vino de inmediato y se arrodilló ante mí.

—Os he desobedecido, señor —confesó—. He desafiado vuestras órdenes delante de vuestros hombres. Estaría totalmente justificado que me degradarais y me relevarais del mando.

—Hiciste lo que creías correcto —le contesté—. Ningún hombre lo habría hecho mejor. Toma el mando del barco y zarpa rumbo a Krimad.

Zaras se puso en pie.

—Gracias, Taita. Nunca os volveré a decepcionar.

Cuando el sol se hundía cansadamente en el horizonte, subí al mástil del Furia y desde allí inspeccioné por última vez el mar, asegurándome de que no había ninguna señal de que nos persiguiera una escuadra hicsa. Todo estaba despejado. La costa norte de Egipto no era más que una delgada franja azul por encima del azul profundo del mar. Nuestra flotilla iba provista de linternas encendidas para que nuestros navegantes pudieran mantener con precisión sus puestos en la formación durante las horas de oscuridad.

El marinero encargado de sondar en la proa gritó:

—¡No tocamos fondo en esta línea!

Estábamos en aguas profundas, rumbo a Creta. Yo estaba en lo alto del mástil, mi lugar preferido. Abajo, oí a Zaras despidiendo al vigía. Los remeros guardaron los remos y se acurrucaron en la cubierta para dormir. El viento era fresco en nuestra cuarta y todas las velas estaban extendidas.

De pronto me sentí cansado en lo más profundo de mi cuerpo y de mi alma. La lucha había sido agotadora, y mi enfrentamiento con Zaras todavía más. Pensé en bajar del mástil y tumbarme en la estrecha litera de mi camarote de popa, pero la brisa que soplaba era cálida y aún estaba cargada de los aromas de mi amado Egipto. La suave oscilación del palo mayor me adormeció. Sentía dolor a causa de las heridas y golpes que había recibido en la batalla de la bahía de Zin. Mi camarote me parecía un lugar muy lejano. Aseguré el cordel de la cintura al mástil, contra el que había apoyado la espalda antes de cerrar los ojos y dejar que la barbilla reposara en mi pecho.

Cuando me desperté, la luna había alcanzado su zenit y su reflejo en la superficie del mar seguía nuestro ritmo, trazando un brillante camino de plata sobre las olas. El olor de África había sido sustituido por el salado estremecimiento del mar. Lo único que se oía era el murmullo del agua bajo el casco, el crujido regular del mástil y el susurro del viento en los aparejos.

El dolor había remitido y, con él, también la fatiga. Volvía a sentirme fuerte y alerta. Me llenaba esa extraña sensación de euforia que había llegado a identificar como una inequívoca señal de que la diosa Inana estaba cerca. La busqué ansiosamente, y no me sorprendí en absoluto al verla deslizarse por el camino de luz de luna para alcanzar nuestro barco. La capucha de su túnica estaba echada hacia atrás y la luz de la luna jugueteaba en su rostro. Su belleza estaba más allá de lo imaginable.

Cuando llegó a la altura del Furia, subió a cubierta y levantó la vista hacia mí.

Su expresión cambió, y mi estado de ánimo también. De repente, me invadió una sensación de temor y aprensión. Sabía que Inana no había venido para felicitarme por mi victoria en las llanuras de Zin.

No dijo nada, pero, aun así, su voz resonó suavemente en mi cabeza.

—El dios está enfadado. Cronos exige un último sacrificio.

—No entiendo.

Traté de hablar, pero las palabras se atascaban en mi garganta.

—Ve a por ellas. Están en peligro de muerte.

Su voz era silenciosa, pero escuché claramente su advertencia por encima del ruido del viento y el mar.

Intenté moverme para ir hacia ella, pero era incapaz de hacerlo. Quería que me explicase su enigmático mensaje, pero no podía hablar.

Entonces, las oscuras sombras del sueño cayeron sobre mí como una red y ella desapareció. Hice un esfuerzo por mantener la lucidez y traté de gritar en la oscuridad:

—¡No te vayas, Inana! ¡Espérame! No comprendo.

Pero la oscuridad me abrumó.

No sé cuánto tiempo dormí la segunda vez, pero cuando luché por abandonar de nuevo las sombras estaba empezando a amanecer y las gaviotas de alas negras se bañaban y buceaban en nuestra estela.

Miré hacia abajo. La cubierta bullía de actividad. El primer turno de remeros bajaba la escalerilla para ocupar su puesto en los bancos de remo.

Desaté el cordón que me sujetaba al mástil y lo deslicé por el estay de popa de la cubierta superior. Cuando mis pies tocaron el suelo, Zaras corrió a mi encuentro. Sonreía, sacudiendo la cabeza.

—Señor, habéis dormido otra vez en el aparejo, ¿verdad? ¿Acaso no os gusta vuestra litera? —Entonces vio mi expresión y su sonrisa se esfumó—. ¿Qué…?

—Tira todos los carros por la borda inmediatamente —ordené—. Y traslada todos los caballos a los otros barcos de la escuadra.

Zaras me miró boquiabierto.

—¿Por qué, Taita?

—No cuestiones mis órdenes. No tengo tiempo para volver a discutir contigo. —Estaba tan impaciente que lo agarré por los hombros y lo zarandeé—. Trae a un equipo completo de remeros de cada una de las otras naves. Quiero que puedan turnarse cada hora.

—¿Cada hora? —me espetó.

—Quiero navegar a velocidad de ataque hasta que lleguemos a Krimad.

—¿Velocidad de ataque?

Me miró, incrédulo.

—No quiero seguir repitiendo todas mis órdenes. ¡Que Seth te maldiga, Zaras! —gruñí—. Quiero estar en Krimad dentro de cinco días, o incluso antes si es posible.

—Va a matar a mis hombres —protestó.

—Es mejor que mueran ellos a que mueran las princesas reales.

Me miró, horrorizado.

—No comprendo…

—Las princesas están en peligro de muerte. Puede que ya sea demasiado tarde. Cada hora que perdamos significa que ellas están una hora más cerca de su fin.

Se alejó de mí, gritando una orden al oficial de guardia:

—Iza la señal de «a todos los capitanes».

Los otros barcos se acercaron a nosotros de dos en dos, uno por babor y el otro por estribor. Cada uno de ellos mandó a bordo del Furia a veinte de sus mejores remeros con agua y provisiones para cinco días. A cambio, les enviamos a los esclavos y a los hombres más débiles de nuestra tripulación.

Trasladamos todos los caballos, alzándolos con las poleas de carga y balanceándolos a través del espacio que había entre las naves. Utilizamos el mismo sistema para levantar los carros y tirarlos por la borda. Quería que el Furia navegara alto y ligero. Incluso así, cinco días para llegar a Creta no era tarea fácil.

Cuando le llegó el turno al barco de Hui, Zaras se lo llevó con él y le habló en voz baja, pero yo leí sus labios. Hui se apartó y se acercó a mí por la cubierta a grandes zancadas con una resuelta expresión en el rostro.

—Muy bien, Hui —le dije, anticipándome a su queja—. Pon a tu mejor hombre al mando del barco y únete a nosotros. Pero te advierto que harás tu turno en el banco de remo.

En cuanto completamos la tripulación y el primer turno de remeros estuvo en su puesto, el tambor empezó a marcarles el ritmo, pasando gradualmente de la velocidad de crucero a la de ataque a diez golpes por minuto.

El Furia desplegó las alas y alzó el vuelo a través del agua. Al cabo de una hora, habíamos dejado al resto de la flotilla en el horizonte, detrás de nosotros.

Cuando cambié los equipos, los hombres que fueron relevados cayeron de sus bancos, empapados en sudor y exhaustos. Durante las tres siguientes jornadas, noche y día, nunca aminoramos nuestra velocidad.

Zaras y Hui hicieron sus turnos en los bancos e incluso yo remé una hora completa de cada doce. Cuando algunos hombres que tenían la mitad de mi edad vacilaban, yo no perdía el ritmo. El recuerdo de la muda advertencia de Inana me mantenía.

Ve a por ellas. Están en peligro de muerte.

Era la tarde del cuarto día. Acababa de abandonar mi puesto en el banco de remo y, sin dejar de jadear y goteando sudor, me dirigí a la proa del barco para explorar el mar.

No tenía forma de calcular cuánto nos quedaba aún por navegar hasta avistar la isla. Ni siquiera estaba seguro de que mantuviéramos el rumbo. Confiaba en que Inana nos guiara. Sin embargo, el mar seguía apareciendo vacío ante nosotros y la línea del horizonte estaba intacta.

No soplaba el viento. El cielo estaba despejado, brillante y despiadado como la hoja del hacha del verdugo. El aire era pesado y opresivo. Tenía un leve pero desagradable y sulfuroso sabor que me quemaba la garganta. Tosí y escupí, y luego miré de nuevo por la popa. El único movimiento era la ondulación de nuestra estela y los picudos remolinos que dejaban los remos al subir y bajar.

Estaba a punto de ir a mi camarote para descansar un rato, pues apenas había dormido desde que zarpamos de la bahía de Zin, pero en ese mismo instante algo llamó mi atención en el horizonte. Era una oscura y fina línea ondulada. Me incorporé y estuve mirando un rato hasta que me di cuenta de que se trataba de una bandada de pájaros que volaba directamente hacia nosotros. Soy muy aficionado a todas las especies de aves, pero no fui capaz de reconocerlos hasta que estuvieron mucho más cerca. Entonces me quedé asombrado al ver que eran cuervos. El cuervo de Creta suele ser un ave solitaria o que vuela en pareja. Por otra parte, siempre suelen mantenerse cerca de tierra. Por eso no los había identificado desde la distancia. Aquélla era una bandada de varios centenares de pájaros y estaban por lo menos a cien leguas o probablemente más de la tierra más cercana. Los contemplé volando por encima de mí. Se graznaban unos a otros con un apremio que me sonó como una llamada de socorro o, al menos, como un grito de advertencia.

Cuando se alejaron, miré de nuevo hacia el norte y vi más aves que se acercaban volando. Algunas de ellas también eran cuervos, pero las había de muchas otras especies. Ibis, garzas, cernícalos y otras aves pasaron volando sobre nosotros. Luego aparecieron pájaros más pequeños: petirrojos, alondras, gorriones y alcaudones. El cielo estaba lleno de pájaros. Su número casi oscurecía el sol. Sus gritos eran una estridente cacofonía casi ensordecedora. Había una sensación de desesperación en aquel éxodo de plumas.

Un pequeño canario amarillo cayó del cielo y aterrizó en mi hombro. Estaba totalmente agotado. Todo su cuerpo temblaba; gorjeó patéticamente cuando lo tomé en mi mano y le acaricié la cabeza.

Volví a mirar el cielo con asombro mientras seguían pasando multitud de bandadas. Hui y Zaras se acercaron y se quedaron conmigo, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando hacia arriba.

—¿Qué está ocurriendo, Taita? —preguntó Hui.

—Parece que es una migración masiva. Nunca había visto nada semejante.

—Es como si estuvieran huyendo de alguna amenaza mortal —sugirió Hui.

—Los animales salvajes, y sobre todo las aves, tienen un instinto para el peligro —dijo Zaras, y luego me miró, buscando mi aprobación—. ¿No es así, mi señor?

Ignoré la pregunta, no porque no conociera la respuesta, sino porque en aquel momento se escuchó en la proa un chapoteo producido por un cuerpo pesado.

Miré hacia un lado. La superficie del mar hervía de vida. Grandes cuerpos brillantes se desgarraban bajo el casco. Un enorme banco de atunes seguía la misma dirección que las bandadas de pájaros que llenaban el cielo. Miré al frente y vi que el banco se extendía hasta el horizonte norte. Sus plateadas formas avanzaban por delante de nosotros sin cesar. Otras criaturas se mezclaban con ellas. Unas brillantes marsopas negras aparecieron en la superficie, con sus afiladas aletas dorsales en forma de daga, vomitando colas de gallo que formaron espuma detrás de ellas. Ballenas casi tan largas como nuestra nave lanzaban nubes de vapor a través de los conductos situados en sus cabezas mientras salían a la superficie para respirar. Tiburones rayados como tigres y con bocas maliciosamente sonrientes llenas de afilados dientes nos adelantaron, en dirección al sur.

Parecía que toda la creación huyera presa del pánico a causa de un terrible cataclismo que tenía lugar más allá del horizonte norte.

A medida que fueron transcurriendo las horas, esa gran aglomeración de aves y criaturas marinas fue reduciéndose, hasta que se perdieron de vista.

Estábamos solos en un mundo desierto; nosotros, unos pocos mortales, y el pequeño canario amarillo que se había quedado conmigo, posado en mi hombro y trinándome dulcemente al oído.

La noche cayó sobre nosotros mientras remábamos tenazmente a través de la oscuridad. Sólo las estrellas iluminaban nuestro camino. Cuando salió el sol, vi que aún no había vida ni en el cielo ni en el mar. El silencio y la soledad resultaban cada vez más inquietantes y opresivas.

Los únicos ruidos eran los crujidos de los remos en los escálamos, que nos llevaban a Creta, el susurro del agua en el casco y los golpes del tambor marcando el ritmo. Ningún hombre hablaba ni se reía.

Incluso mi canario amarillo se había quedado en silencio. Poco antes del mediodía se deslizó de mi hombro y se cayó a la cubierta. Cuando lo recogí, estaba muerto. Lo llevé a popa y, confiando su cuerpecillo al cuidado de Artemisa, la diosa de los pájaros, lo tiré a la estela del barco y luego subí a mi observatorio del mástil.

Inspeccioné el horizonte con entusiasmo, pero estaba vacío. Me costó soportar la decepción. Me senté durante una hora, y luego otra, observando y esperando.

La despiadada luz del sol hería mis ojos, y pasado un rato empecé a ver cosas que no existían: islas ilusorias y barcos fantasma. Cerré los ojos para que descansaran. Cuando volví a abrirlos, me quedé asombrado al descubrir que mis alucinaciones se habían intensificado. El acuoso horizonte situado frente a nuestra pequeña nave se elevaba hacia el cielo como una cadena montañosa; era sólida en lugar de líquida. Aquellos poderosos Alpes oceánicos eran cada vez más altos y amenazadores. Ahora estaban cubiertos de una espuma brillante, blanca como la nieve recién caída.

Entonces oí un murmullo de voces procedente de cubierta. Miré hacia abajo y vi que Zaras, Hui y el resto de oficiales del puente salían corriendo hacia la proa. Se acurrucaron allí, señalando hacia delante y discutiendo. Los hombres de los bancos de la cubierta superior habían abandonado los remos y estaban de pie, mirando al frente. El barco había perdido el rumbo e iba a la deriva.

Salté al estay de popa y me deslicé hasta la cubierta. Cuando la alcancé, corrí hacia delante, gritando a los hombres para que volvieran a los remos y recuperaran el rumbo.

Los oficiales que estaban en popa escucharon mi voz y se volvieron hacia mí. Zaras salió corriendo a mi encuentro.

—¿Qué está ocurriendo? ¿Es que el mundo está girando al revés? —Señaló por encima de su hombro—. El mar se está elevando hacia el cielo.

Zaras estaba al borde del pánico.

—Es una ola.

Haciendo un esfuerzo, conseguí que mi tono de voz fuera tranquilo.

—No. —Zaras sacudió la cabeza con vehemencia—. Es demasiado grande. Se acerca demasiado deprisa para ser una simple ola.

—Es un maremoto —dije, con certeza—. El mismo que sumergió el imperio de la Atlántida en la antigüedad.

—Por todos los dioses buenos, ¿no hay nada que podamos hacer para escapar de él?

Aquél no parecía el Zaras que no renunciaba sin luchar, por lo que le grité a la cara:

—¡Avisa a la tripulación, maldita sea! Asegúrate de que tengan los remos de repuesto a mano. Cuando esa cosa nos embista, sufriremos grandes daños. Romperá los remos. Debemos mantener el rumbo y seguir adelante. Si nos golpea en un flanco, rodaremos como un tronco y lo inundará todo. Cierra todas las escotillas. Ata los mástiles. Coloca cuerdas de seguridad en los bancos de remo; de lo contrario, la tripulación saltará por la borda.

Zaras respondió de inmediato a mis perentorias órdenes y llamó a Hui para que se uniera a él. Decidí no interferir y lo dejé todo en sus manos. Me quedé en proa para ver cómo se acercaba la ola.

Cuanto más se aproximaba, más se elevaba y más rápido parecía aproximarse a nosotros. Apenas tuvimos tiempo suficiente de prepararnos para recibirla antes de que su cresta nos alcanzara.

Levantó la proa a tanta velocidad que mis rodillas se doblaron y el estómago presionó mis pulmones, obligándome a jadear. No parábamos de ascender. La popa cayó y la cubierta se inclinó hacia atrás en un ángulo tan pronunciado que tuve que agarrarme a los baluartes con ambas manos. Las jarcias rodaron y se estrellaron contra la popa.

A pesar del caos, Hui y Zaras nos mantuvieron de frente a la ola gritando enérgicas órdenes a los hombres en los bancos de remo: «¡A babor! ¡A estribor!».

Los hombres lanzaban súplicas a sus dioses y a sus madres para que los salvaran, aunque no dejaban de remar.

Cuanto más ascendíamos, más pronunciada era la pendiente, hasta que la cubierta estuvo casi en posición vertical y la proa apuntando al cielo.

Por un breve instante pude mirar por encima de la cresta de la poderosa ola. Estábamos tan alto que pude ver claramente en el distante horizonte la costa sur de Creta y, sobre ella, el humo que salía del monte Cronos, en el lado opuesto de la isla. Las nubes de azufre de color amarillo se superponían, llenando todo el cielo del norte hasta lo más alto. Entonces, la cresta de la ola nos envolvió, enterrando la cubierta del Furia bajo una braza de agua verde.

Una de las cuerdas de seguridad se rompió y cuatro miembros de la tripulación fueron arrojados por la borda. Nunca volvimos a verlos. El resto de nosotros estábamos inundados por el agua, como ratas atrapadas en una alcantarilla desbordada. La tosca cuerda de cáñamo que ceñía mi cintura me estaba cortando por la mitad. Ni siquiera era capaz de gritar para aliviar mi terror. Mi visión empezó a nublarse. Sabía que me estaba ahogando.

Entonces, de pronto, la proa emergió a través de la vertiente posterior de la ola. Pude respirar un soplo de aire limpio antes de caer al vacío. Estuvimos cayendo durante lo que pareció una eternidad. Sólo las cuerdas de seguridad nos salvaron de ser arrojados por la borda con el resto de aparejos.

Entonces, por fin, alcanzamos de nuevo la superficie del mar con un golpe que amenazó con destruir cada tablón, mamparo y traca del casco. Los remeros parecían ramas secas sujetadas a los escálamos.

Pensé que volveríamos a sumergirnos de nuevo, pero nuestra pequeña pero aguerrida nave logró escabullirse. Nos balanceábamos en la superficie, escorando pesadamente, con las cubiertas inundadas. Los aparejos y los hombres se amontonaban en ella, unos encima de otros.

Zaras y Hui se lanzaron sobre ellos, maldiciendo y pateándolos para que volvieran a sus puestos en los bancos. Sin embargo, había tripulantes que estaban heridos de gravedad, con fracturas en las extremidades y la caja torácica machacada. Después de arrastrar a un lado a la tripulación malherida, los remos de repuesto fueron atados a la cubierta, debajo de los bancos. Los remeros tiraron los tocones rotos de los remos por la borda y levantaron los nuevos en los escálamos.

Entonces, todos empezamos a achicar el agua como posesos. Poco a poco, el Furia volvió a navegar alto y ligero. El tambor recuperó el ritmo. Los remeros retomaron sus asientos de los bancos y las palas de los remos volvieron a deslizarse y a cortar la superficie del mar. Aceleramos rumbo a Creta. Aunque desde ese ángulo tan bajo había vuelto a desaparecer del horizonte, ahora tenía el humo del monte Cronos para orientarme.

Poco después de mediodía se levantó un viento que parecía un suave vendaval del sur. La tripulación volvió a colocar los mástiles e izó todo el velamen para aprovechar el viento. Nuestra velocidad casi se duplicó. El agua que había dejado el maremoto estaba revuelta, sembrada de los restos de árboles, naves y edificios que habían sido arrancados de la isla. Sin embargo, navegamos por ella, con un equipo de hombres en la proa para esquivar los restos flotantes más peligrosos.

Al cabo de dos horas volvimos a ver la silueta de Creta alzándose en el mar. Comparada con la espesa columna de humo volcánico que se elevaba por encima de ella, era insignificante y diminuta. Ahora, los rugidos y bramidos del enloquecido Cronos cayeron sobre nosotros. La distancia apenas silenciaba el clamor, y la superficie del mar también bailaba al son de la furia del dios.

Los remeros miraban por encima del hombro, asombrados y asustados a medida que avanzaban. La tripulación que no estaba de servicio se apiñó en la cubierta junto a los heridos y los moribundos. Todos estaban pálidos de terror. Pero yo los conducía implacablemente hacia Creta. Cuando parecían estar a punto de amotinarse, Zaras y Hui sacaron los látigos de los esclavos y se colocaron ante ellos, dispuestos e emplearlos.

A medida que nos acercábamos a tierra, me sobrecogieron los daños que había causado el maremoto. Cuando avistamos el puerto de Krimad, apenas lo reconocí. Sólo lo identifiqué por la cima del monte Ida, que se alzaba a sus espaldas.

Todos los edificios habían sido arrasados por la ola, e incluso las pesadas losas del muelle habían caído al mar, como las piezas de un juego de un niño caprichoso.

Los bosques y los campos de cultivo que se extendían al pie de la montaña habían sido totalmente arrasados. Grandes árboles, ruinas de edificios y cascos de barcos otrora poderosos formaban un amasijo de escombros.

Lo que más me inquietó fue que los establos habían desaparecido. Los mozos de cuadra y los caballos debían de haber sido engullidos por las olas y arrastrados hacia el mar. Mis princesas estaban en el lado opuesto de la isla. Sin caballos, tardaría días en llegar a través de los enmarañados bosques.

Barajé la posibilidad de circunnavegar la isla, pero desestimé la idea. En unas condiciones tan peligrosas, me llevaría muchos días y no había forma de saber lo que podíamos encontrarnos si conseguíamos llegar a Cnosos.

Lo más que podía esperar era que algunos de los puestos de relevo repartidos por la espalda de la isla estuvieran lo bastante alto para haber escapado a la furia del maremoto y que algunos caballos hubieran sobrevivido.

Fondeamos en el límite de las aguas profundas, a dos cables de distancia de las ruinas de Krimad, donde el barco estaba protegido por la mole de la isla. Entonces llamé a Zaras y a Hui y les dije:

—Cada uno de los puestos de relevo repartidos por la montaña tiene entre diez y veinte caballos en sus establos, en el caso de que hayan sobrevivido. Con un jinete y dos hombres colgados de los estribos, cada animal puede llevar a tres hombres. Elegid a treinta de vuestros mejores hombres para que desembarquen con nosotros. Que se lleven sólo las armas; las armaduras sobrecargarían las monturas.

Cuando el destacamento estuvo listo, lanzamos los esquifes que habían sobrevivido a los estragos de la ola gigante. Cuando subimos, esas diminutas embarcaciones iban peligrosamente sobrecargadas.

Recé en silencio a Inana mientras las olas nos golpeaban y el agua entraba por la proa. Le recordé a la diosa que sólo estaba siguiendo sus dictados; debía de estar escuchándome. Llegamos a las ruinas del muelle. Sólo tres hombres habían saltado por la borda, y uno de ellos consiguió llegar de nuevo a nado hasta el Furia.

Los esquifes se hicieron astillas en cuanto tocamos las rocas. Sin embargo, fuimos capaces de trepar hasta los restos del muelle agarrándonos unos a otros por los brazos. Llegamos a tierra firme sin sufrir más pérdidas.

Entonces, Zaras ordenó a los hombres que formaran en dos filas y los conduje a través de los restos de la ciudad inundada. Salvo por unos pocos cadáveres medio enterrados entre los escombros, estaba desierta. Luego subimos por las faldas de la montaña, que también se había inundado. Estaba buscando el principio del camino que conducía al primer puesto de relevo, pero no quedaba rastro de él. Puede que nunca lo hubiésemos encontrado de no habernos guiado por el sonido de un cuerno de caza que nos llegó del bosque que estaba encima de nosotros.

Tres hombres del equipo de relevos nos habían visto llegar desde lo alto y habían bajado por el camino para salir a nuestro encuentro. Estaban aterrorizados, pero convencidos de que habíamos desembarcado para rescatarlos. Su decepción fue patética cuando se dieron cuenta de que no era así. Conduje a mis hombres hasta el puesto de relevos a un trote que desafiaba la empinada pendiente. Bajo nuestros pies, el suelo temblaba y se estremecía, o se sacudía y rebotaba según el temperamento del enloquecido Cronos estallara o se quebrara de forma impredecible.

Cuando llegamos al primer puesto de relevo, encontramos allí a un total de seis hombres y veinte caballos que habían sobrevivido a la devastación. Los animales se volvieron casi locos de terror cuando la tierra tembló bajo ellos y el hedor ardiente del azufre de la montaña que llegaba desde la bahía castigó sus fosas nasales. Hice acopio de todas mis habilidades para apaciguarlos lo bastante como para poder ensillarlos.

Permanecimos allí sólo el tiempo justo para examinar nuestras armas. Me sentí aliviado al ver que mi arco aún estaba intacto en su estuche de cuero encerado y que no se había mojado. Sin embargo, no me satisfizo tanto el estado de las cuerdas de repuesto. Muy a su pesar, me apropié de la cartera de cuerdas de arco secas del capitán del puesto. Mantuve la mirada firme cuando empezó a protestar hasta que tartamudeó y finalmente se calló. Entonces le ordené a él y a todos sus hombres que se quedaran en el puesto de relevo para cubrir la retaguardia cuando nos obligaran a retirarnos.

Sin perder ni un minuto más, grité a Zaras y a Hui que montaran y conduje a nuestro pequeño convoy hacia el camino que cruzaba la espalda del monte Ida.

Casi habíamos alcanzado la cima cuando escuchamos un estruendo de pezuñas y el bramido de una manada de bestias salvajes que se dirigían hacia nosotros. Tuve tiempo de llevar a mis hombres hasta una tupida arboleda situada junto al camino antes de que una masa de monstruosos cuerpos barriera el camino en nuestra dirección.

Evidentemente, los identifiqué de inmediato. Era una manada de uros salvajes. Pasaron junto a nosotros golpeando con gran estruendo, con los ojos inyectados en sangre. Tenían la espalda encorvada y su piel era de un color marrón uniforme y oscuro. La lengua colgaba de sus bocas abiertas y su espumosa saliva salpicaba sus lomos. Huían presas del pánico y el terror, bramando a lo largo del camino que bordeaba el acantilado.

Mientras los observábamos, otro temblor sacudió la montaña bajo nuestros pies. Vi una profunda hendidura abierta en el borde del acantilado; allí estaba la manada de uros. La ladera de la montaña era tan empinada y el impulso de las bestias tan fuerte que no pudieron evitar la caída. Toda la manada se precipitó por el acantilado; los animales que iban detrás empujaron a los de delante, hasta que todos cayeron al vacío. Escuchamos el ruido de sus cuerpos estrellándose contra las rocas, cientos de metros más abajo. Después se hizo el silencio, hasta que volvió a romperlo el siguiente rugido del volcán.

Volví a conducir a mi destacamento hasta el camino y subimos la última pendiente hasta la cima. Allí volvimos a detenernos. Miré de nuevo hacia el lugar donde estaba anclado el Furia, frente a las ruinas de Krimad. Entonces me di la vuelta en la silla y miré al frente, hacia lo que había sido la ciudad de Cnosos, capital del imperio más poderoso de la tierra.

Su enorme puerto ya no existía. No había ni rastro del faro; debió de haber sido arrojado a la dársena. Los muros del puerto habían desaparecido; no quedaban ni sus cimientos. El mar salvaje se había estrellado contra las rocas sobre las que antes se levantaba la ciudad.

La tan cacareada flota de diez mil barcos del Minos Supremo había sido arrojada por encima de la marea alta y había quedado reducida a leña y astillas. No había ni rastro de un solo casco flotando en la ancha bahía. Sin embargo, las aguas estaban llenas de escombros a causa de las olas que aún seguían estrellándose contra la costa.

El palacio donde el Minos Supremo se había casado con mis princesas no estaba, al igual que el edificio del Almirantazgo y cualquiera de las otras construcciones de piedra que se alzaban en el litoral.

Más allá de este caos, los volcanes gemelos tronaban y llenaban el cielo de llamas y humo.

Recorrí con los ojos la devastación, incrédulo. El imperio minoico ya no existía. Había sido destruido por su enloquecido dios.

¿Dónde estarían mis niñas? Mi corazón sollozó con más fuerza de lo que nunca lo había hecho mi voz. ¿Por qué me enviaste aquí, Inana? ¿Lo hiciste sólo para burlarte de mí y atormentarme?

Como guiado por una fuerza interior, posé mis ojos en los pies de la montaña, justo debajo de donde había dejado el caballo. Vi que la embajada egipcia, que había sido mi hogar por un corto periodo de tiempo, aún seguía en pie, intacta. El maremoto no había llegado tan alto. Era el único edificio de la ladera norte de la isla que había sobrevivido.

—¡Vamos! —les grité a Zaras y a Hui—. ¡Seguidme!

Golpeé las costillas del caballo con las espuelas. Cuando empezamos a bajar la ladera a través del bosque, se produjo otro movimiento sísmico de los picos gemelos del monte Cronos. Mi semental dio un violento respingo. Luché por controlarlo, y aunque los hombres que iban colgados de los estribos se zarandearon de un lado a otro, consiguieron seguir agarrados hasta que pude tranquilizar al caballo y seguimos bajando.

La embajada parecía totalmente desierta cuando me acerqué a la entrada principal y desmonté.

—¡Zaras! ¡Hui! Id al establo que hay en la parte de atrás para ver si aún queda algún caballo. Necesitaremos más monturas para volver a Krimad cuando hayamos encontrado a las niñas.

No estaba dispuesto a rendirme ante la desesperación. Inana no me habría llamado si mis princesas no siguieran con vida.

Las puertas de la embajada estaban abiertas de par en par. Recorrí el edificio, buscando supervivientes, pero los ecos se burlaban de mí. Todas les estancias estaban desiertas, pero en su mayoría habían sido saqueadas. Habían arrojado al suelo lo que contenían con salvaje desenfreno. Mis criados o los refugiados de la ciudad se habían llevado las cosas en su huida.

No estaba seguro de qué debía hacer a continuación. Sentí la primera punzada de desesperación en mis entrañas. Me armé de valor para hacerle frente y llamé a la diosa en voz alta en busca de ayuda.

—¡Inana! ¿Dónde están? No me abandones ahora. Llévame hasta ellas, te lo imploro.

Ella me contestó de inmediato; su voz resonó desde la parte alta del edificio.

—¡Taita! ¿Eres tú, mi señor? —Oí el ruido de sus pasos en la escalera—. Al principio pensé que se trataba de otra banda de saqueadores —gritó.

Cubierta con la capucha, bajó los últimos peldaños y se echó en mis brazos. Me cogió la cara entre las manos y la levantó. La miré fijamente un momento antes de recuperar la voz.

—¡Loxias! —exclamé—. ¿Qué haces aquí, muchacha? Pensé que eras otra persona.

—Mi señor, Toran me mandó para esperaros. Sabíamos que vendríais. Os mostraré el camino hasta el Templo Mayor del dios Cronos, en las montañas.

Sollozaba tan incontrolablemente que me costaba entender lo que me decía. Le di un abrazo para sosegarla.

—¡No tan deprisa, pequeña! No entiendo nada. Respira hondo y habla más despacio.

—En la subasta del Minos Supremo, los sacerdotes se llevaron a Tehuti y a Bekatha al Templo Mayor. Allí iban a sacrificarlas para aplacar al dios Cronos y evitar que destruyera el imperio minoico con fuego y azufre. —Tras respirar hondo una vez más, prosiguió—: Ya han sacrificado a cuarenta de las esposas vírgenes del Minos Supremo, pero Cronos las ha rechazado. Su ira aún no ha sido aplacada y exige el máximo sacrificio: las princesas vírgenes de la casa del faraón de Egipto.

—¿Dónde está Toran ahora?

—Ha ido al Templo Mayor para tratar de disuadir al Minos Supremo de que lleve a cabo esta acción, o por lo menos retrasar el sacrificio hasta que lleguéis. Dice que vos sois el único que puede salvar a Tehuti y a Bekatha. De alguna manera, sabía que vendríais. En sus sueños vio a una dama encapuchada que le avisó…

—¿Conoces el camino hasta ese templo? —la interrumpí.

—Sí —repuso ella—. No está lejos de aquí. Toran me ha explicado cómo encontrar la entrada secreta y recorrer el laberinto.

La agarré del brazo y corrimos por las salas desiertas hasta la entrada principal de la embajada. Zaras y Hui me estaban esperando allí con todos sus hombres. Zaras saltó de la silla y salió a mi encuentro.

—Habéis encontrado… —empezó, pero luego reconoció a Loxias bajo la capucha—. ¿Dónde están las princesas?

—¡Ya basta! —exclamé, atajando sus preguntas—. Te lo contaré todo mientras cabalgamos. Loxias sabe donde están; ella nos llevará hasta allí.

Hui había encontrado seis caballos más en los establos de la embajada, suficientes para todos los hombres. Senté a Loxias detrás de mí y ella rodeó mi cintura con los brazos mientras espoleaba a mi semental.

Cabalgamos formando un apretado grupo. Loxias me condujo hasta el camino que se extendía hacia el oeste por la espina dorsal de la montañosa isla. Tras recorrer dos leguas, llegamos a una encrucijada: el camino principal seguía recto, pero otro más estrecho se bifurcaba hacia la cima del monte Ida. Esta ruta estaba marcada por un gigantesco cedro; sus ramas superiores, muertas, miraban hacia arriba, en dirección a las ondulantes nubes volcánicas.

—El señor Toran dice que este árbol tiene mil años. —Loxias habló por encima de mi hombro—. Es el símbolo del dios Cronos.

Señaló el cráneo de un enorme uro que estaba clavado en el tronco del cedro. Los cuernos eran casi el doble del tamaño del que había matado a Waaga, el esclavo. El tiempo y la luz del sol los habían dejado de un deslumbrante color blanco.

No perdí ni un momento más contemplándolos y dirigí nuestra montura hacia la pista que Loxias me había indicado. Ascendimos a través de la espesura del bosque, cuya anchura sólo permitía el paso de dos caballos al galope. Terminaba abruptamente en un alto acantilado de rocas negras. Al pie de éste había una enorme puerta de bronce en cuyo centro había una rueda de seguridad del mismo metal.

Loxias saltó de la silla y aterrizó en el suelo como un gato. Luego salió corriendo hacia la puerta y empezó a girar la rueda de seguridad hacia la izquierda y hacia la derecha, contando las vueltas en voz alta.

Descabalgué y puse uno de las cuerdas secas en el arco. Luego saqué un par de flechas del carcaj y las sujeté al cinturón, donde podía cogerlas al instante. Acto seguido, con la mano derecha, aseguré mi espada en la vaina. Zaras, Hui y todos sus hombres siguieron mi ejemplo y, tras preparar sus armas, se colocaron detrás de Loxias y de mí.

Loxias dio la última vuelta a la rueda de seguridad y el mecanismo soltó un ruidoso chasquido. Le hice señas a Zaras para que la ayudara con la rueda y, haciéndome a un lado, tensé con fuerza el arco, apuntando por encima del hombro de Zaras.

La puerta se abrió pesadamente. Detrás de ella había dos de las viragos con uniformes verdes del serrallo real. Ambas tenían sendas espadas en ristre y corrieron hacia delante para atacar a Zaras y a Loxias.

Zaras estaba esperándolas y mató a una de ellas de una limpia estocada en su desnudo pecho de muchacho. Yo maté a la otra de un flechazo. A tan corta distancia, la flecha le atravesó el torso, rompió la columna vertebral y salió entre los omóplatos, haciendo saltar chispas del muro de piedra que había detrás de ella. Las dos guerreras se desplomaron sin emitir ningún sonido. Pasamos por encima de los cadáveres. Hombro con hombro, Zaras y yo corrimos por el túnel. Estaba pobremente iluminado con unas humeantes antorchas sostenidas por unos soportes en los muros laterales.

—Toran dice que hay que girar a la izquierda; de lo contrario, nos perderemos en el laberinto.

Loxias estaba cerca, a mis espaldas, y me habló por encima del hombro.

Giré a la izquierda tres veces seguidas. Entonces oí el débil sonido del eco de un canto en el túnel, que fue haciéndose más fuerte a medida que nos acercábamos a él. Giré nuevamente a la izquierda y de repente vi un rayo de luz frente a nosotros.

Ordené a Loxias y al resto de mis hombres que permanecieran donde estaban y luego me adelanté con Zaras y Hui a mis flancos. La luz se hizo más brillante y giramos una vez más.

Había otras dos viragos bloqueando el túnel, pero ambas estaban de espaldas a nosotros. Toda su atención estaba concentrada en lo que ocurría delante de ellas y no advirtieron nuestra presencia. Nos arrastramos hasta ellas. Zaras y Hui les taparon la boca con la mano para impedir que gritaran y luego hubo un rápido destello de hojas antes de que las dos guerreras cayeran flácidamente al suelo. Pasamos por encima de sus cuerpos y accedimos a una terraza que había sido excavada en la roca.

Unos veinte codos más abajo se abría una enorme caverna iluminada por la luz del día que penetraba por una entrada con pilares situada en el muro opuesto. A través de esos portales pudimos ver las ruinas de la ciudad de Cnosos y la amplia bahía hasta el monte Cronos, que llenaba el horizonte.

Justo debajo de nosotros había un espacioso escenario semicircular. El suelo estaba cubierto de una blanca y fina arena sobre la que había un altar de oro y plata. En el altar se levantaba la estatua dorada de un uro envuelta en flores a cuyo alrededor había unas humeantes ollas de incienso.

La arena y el altar estaban rodeados de hileras de bancos de piedra. Las dos filas inferiores estaban llenas de nobles minoicos vestidos de negro y con sombreros altos. Sus rostros estaban manchados de tiza blanca y los ojos pintados con kohl, a la manera tradicional. Sólo sus bocas se movían mientras entonaban un canto fúnebre.

Me sorprendió que fueran tan pocos. En el palacio del puerto, cuando Tehuti y Bekatha contrajeron matrimonio con el Minos, había varios miles. Pero ese día, reunidos allí, eran menos de cincuenta. La erupción y el maremoto debían de haber diezmado la flor y nata de la sociedad minoica.

Justo detrás del trono estaba la entrada del templo subterráneo. Era una cavernosa abertura que enmarcaba la lejana vista del monte Cronos a través de las turbias aguas de la bahía de Krimad. Los volcanes gemelos escupían columnas de humo que se elevaban hacia el cielo y casi ocultaban el sol, convirtiéndolo en un orbe de un apagado color amarillo.

La terraza en la que nos habíamos agachado estaba tan alta que nos encontrábamos muy por encima del área de visión del público que teníamos enfrente. También nos ocultaban parcialmente unas largas cortinas de color oscuro que colgaban del techo de la cueva, justo por encima del suelo arenoso. Sin embargo, advertí a Zaras y a Hui en un susurro que retrocedieran hacia las sombras y envainaran sus espadas para evitar que cualquier reflejo de la luz natural delatara nuestra presencia en el templo.

Apenas había hablado cuando dos hileras de sacerdotes ataviados con sus túnicas de color sangre aparecieron a cada lado del anfiteatro. Ocuparon sus puestos alrededor del trono dorado y sus voces se unieron a las de los nobles para llenar el templo con un fúnebre lamento.

Entonces, de repente, dejaron de cantar; el pesado silencio era más opresivo que el canto. La congregación gimió y, como uno solo, todos sus miembros se arrodillaron, apoyando la cabeza en las losas de mármol.

Estaba aguardando la aparición del Minos Supremo, mirando el trono vacío con toda mi atención, a la espera de otro efecto teatral. Pero, aun así, me llevé una sorpresa.

Aunque el trono estaba vacío, un momento después el monarca minoico apareció sentado en él, con su frágil y esquelética madre a su lado.

Ella llevaba ropa de luto, oscura y deprimente. Él iba vestido de gala, alzándose sobre todos sus súbditos. Parecía llenar toda la caverna con su presencia. Su coraza y su horrible máscara de toro de metales preciosos lanzaron brillantes destellos de luz en las sombras.

La música marcial de una orquesta oculta llenó la caverna con un sonido tumultuoso. La congregación gritó, arrastrada por un éxtasis idólatra.

El Minos Supremo levantó su enguantado puño derecho y el silencio, casi sofocante por su intensidad, se apoderó por completo de la caverna. Incluso nosotros tres nos sentimos intimidados.

El Minos hizo otro gesto y la congregación recobró la voz. Sin embargo, se trataba de un sonido salvaje, lleno de una rabia primitiva. Entonces, las cortinas que colgaban del techo de la cueva se movieron para dejar al descubierto dos puertas enrejadas en la rocosa pared, una a cada lado del anfiteatro. La voz de la congregación se elevó en un frenesí de expectación. Incluso los sacerdotes vestidos de rojo se unieron al clamor, aunque ahora tenía un elemento adicional. El sonido ya no era el del rezo y la adoración, sino que se había convertido en un bramido de lasciva excitación, lujuria carnal y sádico embeleso.

A través de la abertura de las cortinas apareció un grupo de viragos vestidas de verde. Llevaban cascos altos, adornados con brillantes plumajes de flamenco. Sus escudos eran de piel de cocodrilo curtida, y estaban superpuestos para ocultar algo en medio de la formación. Cuando llegaron al centro de la arena, se detuvieron. Entonces, obedeciendo a una señal preestablecida, abrieron las filas para mostrar a mis princesas.

Tehuti y Bekatha iban cogidas de la mano y miraban totalmente desconcertadas a la multitud que gritaba en las gradas situadas encima de ellas. En la cabeza lucían sendas coronas de rosas blancas.

Eso era todo lo que llevaban. Sus cuerpos estaban completamente desnudos. Parecían muy jóvenes, tiernas y casi infantiles. Las viragos se volvieron al unísono y se alejaron de la arena, dejando solas a Tehuti y a Bekatha.

El estruendo de la congregación cayó sobre mis dos pequeñas. Ambas se pusieron a temblar. El Minos Supremo se levantó y el alboroto fue nuevamente silenciado. Se volvió lentamente para que su máscara de oro contemplara la abertura de la pared trasera del templo que enmarcaba la lejana imagen del monte Cronos, y su voz se elevó cuando empezó a invocar al dios. No pude entender ni una sola palabra de los mugidos y aullidos animales que resonaban en el interior de su casco.

Sin embargo, la sensación que producían era inconfundible, y más aún cuando sacó de su enjoyada vaina una enorme espada de bronce cuya longitud era la de mi altura. Se volvió hacia las dos niñas desnudas que estaban de pie en el suelo del sacrificio, debajo de él.

Entonces, por primera vez, entendí las palabras que pronunció, aunque sonaran distorsionadas por la máscara que cubría su rostro y resultaran confusas por el eco de las paredes de roca.

—¡Amado Cronos! ¡Cronos, el primero de todos los dioses! Yo soy tu hijo, el fruto de tu sexo, la carne de tu carne y la sangre de tu sangre. Durante mil años te he adorado. Durante mil años te he amado y obedecido. Una vez más me presento ante ti para renovar mis votos. Te ofrezco el sacrificio que anhela tu alma divina. Te ofrezco sangre virgen real para que la bebas. Te ofrezco carne virgen real para que la devores. ¡Déjate ver bajo tu apariencia terrenal y participa en la fiesta que te ofrezco! ¡Mata! ¡Come!

Levantando la espada, apuntó con ella hacia la puerta enrejada que estaba delante de Tehuti y Bekatha.

La puerta de doble hoja se abrió, pero el interior estaba a oscuras. Miré hacia allí, pero no pude ver nada salvo los marcos. Entonces, algo se movió dentro; algo tan enorme que desafió mi imaginación.

Bekatha gimió y se encogió contra su hermana mayor. Estaba pálida por el terror. Tehuti la rodeó en un gesto protector; Bekatha se aferró a ella con ambos brazos. Las dos retrocedieron hacia la puerta de entrada.

Un denso y palpable silencio cayó sobre la arena y el mundo más allá de la caverna. El retumbante trueno de los volcanes cesó bruscamente. Bajo nuestros pies, el suelo se quedó quieto. Parecía que incluso el gran dios Cronos hubiera sido hechizado por el espectáculo que se estaba desarrollando en su propio templo.

El silencio lo rompieron unos rabiosos bufidos bovinos y el ruido sordo de unas grandes pezuñas en el suelo. Un uro se precipitó a través de la puerta, pero se paró en seco al escuchar el repentino rugido de la congregación y sus pezuñas patearon la arena, levantando una nube de polvo.

Aunque los uros que había visto tenían manchas negras y marrón oscuro, ese toro era de un blanco resplandeciente, como la espuma de la ola gigante que había destruido la ciudad de Cnosos. Sus ojos brillaban como dos rubíes pulidos. Su cuerpo, hinchado por la rabia, parecía hacerse más grande mientras movía su enorme cabeza de un lado a otro, buscando un objetivo para su ira.

Sus descomunales cuernos eran blancos como el marfil. Las puntas, afiladas como el extremo de una lanza, eran de un negro brillante. Su envergadura era dos veces la de los brazos extendidos de un hombre.

Entonces, la criatura fijó su mirada en las dos niñas desnudas que estaban de pie delante de él y bajó la cabeza. La gran joroba que tenía entre los omóplatos parecía crecer con su rabia. Pateó el suelo.

De pronto me di cuenta, por su color y su tamaño así como por el aura de maldad que desprendía, que no era una criatura del bosque o la montaña, sino algo que había sido enviado desde las ardientes profundidades del volcán para aceptar el sacrificio en nombre de su demoníaco amo.

La bestia gruñó a sus presas. Su labio superior se curvó, dejando al descubierto sus colmillos: eran los dientes de un animal carnívoro, no de un herbívoro.

«Te ofrezco sangre virgen real para que la bebas. Te ofrezco carne virgen real para que la devores», había instado el Minos Supremo a la criatura. «¡Mata! ¡Come!».

Ahuyenté el horror que amenazaba con paralizarme.

—¡Zaras! ¡Hui! —dije, levantando la voz por encima del ensordecedor tumulto de la congregación minoica—. Debemos ir en su ayuda. Aunque sea usando esas cortinas, tenemos que bajar.

Ambos salieron corriendo y casi me pisotearon con las prisas. Uno tras otro subieron a la barandilla de la terraza y se agarraron a las cortinas para ayudarse en su descenso hasta el suelo de arena. Sin embargo, comprendí que no llegarían a tiempo de salvar a Tehuti. El brillante toro blanco había centrado toda su atención en ella y empezó a cargar, rugiendo directamente en su dirección.

Bekatha gritó. El sonido seguramente inflamó la furia del monstruo. Zaras y Hui apenas había alcanzado el suelo y aún debían cruzar la mitad del círculo antes de poder intervenir.

Tensé el arco y disparé una flecha. Alcanzó al toro en el hombro, exactamente donde había apuntado, pero me di cuenta de que había impactado en el hueso y se había desviado. La bestia gimió y golpeó a uno de los nobles del público. El hombre se perdió de vista.

Mi flecha sólo le había hecho un rasguño al toro. No me atreví a disparar de nuevo, porque Bekatha se había separado de su hermana. Presa del pánico, corrió directamente hacia la línea de carga del toro.

El animal se dirigió hacia ella y bajó su monstruosa cabeza. Uno de sus cuernos la alcanzó en la parte superior del brazo. Vi cómo le rompía un hueso y cómo brotaba la sangre cuando fue lanzada al aire por encima del lomo del toro. Cayó al suelo; la arena atenuó el golpe. El toro se volvió para ir tras ella.

Tehuti reaccionó con más celeridad que cualquiera de nosotros. Se movió hacia delante para interceptar la embestida del toro, gritando con voz aguda y agitando los brazos para desviar su atención. Corrió hacia la bestia, de cuyas fosas nasales salía un caliente y apestoso aliento que invadió el aire húmedo de la caverna. Al pasar junto al animal, se quitó la tiara de rosas de la cabeza y se la arrojó a la cara. Desconcertado, el descomunal toro dudó un momento, dando a Tehuti suficiente margen de maniobra para girar a su alrededor y salir corriendo hacia el lugar donde había visto a Zaras, que estaba agarrado a mitad de las cortinas que colgaban sobre el suelo de arena.

—¡Zaras! —gritó.

El toro vaciló sólo un instante antes de alejarse del lugar donde yacía Bekatha y salir en busca de Tehuti. Ella era veloz como una gacela, pero el toro era más rápido. Estaba casi encima cuando ella dio un bandazo y cambió de dirección, ganando un metro antes de que el toro pudiera seguirla.

La vi pasar casi justo por debajo de donde yo me encontraba, apoyado en la barandilla de la terraza. Desenvainé la espada, la levanté y la lancé al vacío. Golpeó el suelo con la punta y se clavó en la arena, con la empuñadura delante de ella.

—¡Coge la espada! —le grité a Tehuti.

Una vez más, ella reaccionó con la velocidad y la fuerza de un atleta nato. Se desvió de su carrera y, al pasar junto a la espada, la arrancó de la arena y la empuñó con la mano derecha.

El toro volvía a estar casi encima de ella. Giró la cabeza y la punta de su cuerno izquierdo chasqueó en el aire al cortarlo junto al hombro de Tehuti. Ella se escabulló por debajo del animal, encogiendo el estómago. Entonces, mientras el toro sacudía la cabeza para recuperar el equilibrio, Tehuti se agarró al cuerno que tenía más cerca con la mano que le quedaba libre, justo por detrás de la punta.

Cuando la levantó con el cuerno, ella no se resistió, sino que lo siguió, saltando en la misma dirección. Flotó por encima del lomo del uro y, mientras se dejaba caer, alzó el brazo con el que empuñaba la espada y dirigió la punta del arma a la cruz. Allí no había ningún hueso que pudiera evitar la punta. Con todo el peso de su cuerpo, Tehuti le clavó toda la hoja entre los omóplatos, atravesando el corazón de la criatura. Soltando la empuñadura, dejó la espada en la herida. Acto seguido, arqueó la espalda mientras se dejaba caer suavemente sobre sus pies, detrás del malherido toro, y hacía una pirueta con los brazos levantados por encima de la cabeza. Se levantó y miró con serenidad al monstruoso animal, que se paró en seco. Separó sus patas delanteras, extendiéndolas, y bajó la cabeza hasta que su boca casi tocó la arena. Abriendo la boca, lanzó un bramido. De su garganta brotó un brillante torrente de sangre. Luego se tambaleó hacia atrás hasta que sus patas traseras se doblaron bajo su peso y golpeó el suelo de arena con un sonido que parecía el de un cedro al caer. Rodando hacia un lado, sus patas traseras patearon espasmódicamente hasta que por fin dejó de moverse. El silencio de la caverna duró el tiempo que tardé en llenar de aire los pulmones.

Entonces, el gran dios Cronos, en el volcán de la bahía, dio rienda suelta a su ira. Le habían negado el sacrificio. La criatura que era su alter ego había sido derrotada en el recinto de su propio templo.

Levanté la vista del espectáculo de la arena y miré hacia el otro lado, en dirección a la bahía de Cnosos. Lo que vi era maravilloso.

En su extrema furia, Cronos había destruido su fortaleza. Todo parecía ocurrir muy lentamente. La montaña explotó en mil enormes pedazos de roca, algunos de ellos tan grandes como la propia Creta, y otros mucho más grandes. Eran arrojados hacia arriba por las catastróficas fuerzas surgidas del centro, situado a miles de metros bajo la superficie del mar. Las rocas se habían calentado en ese profundo horno hasta que se fundieron y quemaron con una luz blanca que parecía oscurecer el sol e iluminar todo nuestro mundo. Cuando las rocas se sumergieron en el agua, el mar empezó a hervir.

El vapor del agua estalló en unas nubes blancas que giraban y volvían a subir hacia el cielo, destruyéndolo todo: el mar, la tierra y el cielo habían desaparecido. Sólo quedaba el denso muro de vapor.

Todo esto parecía suceder en silencio, mientras el mundo y todas sus criaturas vivientes contenían la respiración.

Luego se escuchó el fragor del cataclismo. Se había tomado mucho tiempo para cruzar las aguas de la bahía. El sonido se estrelló contra la isla de Creta como un objeto sólido, algo casi tan pesado como las rocas que habían caído.

Aunque estábamos parcialmente protegidos por los muros de la caverna que nos rodeaba, fuimos arrojados al suelo por la ferocidad y el volumen de ese sonido. Nos quedamos tumbados, gimiendo y tapándonos los ensordecidos oídos.

El sonido y el temblor de la tierra agrietaron las enormes rocas del techo de la caverna. A mi alrededor sólo había hombres aplastados, gimiendo y lanzando gritos de muerte por las piedras que se habían desprendido del techo. El suelo saltaba y se balanceaba como la cubierta de un barco en medio de un huracán.

Fui uno de los primeros en recuperar la consciencia, aunque mis ojos aún estaban deslumbrados por la luz de la montaña ardiente y el oído dañado por el ruido atronador. Me di la vuelta de rodillas y eché un vistazo a la caverna. No era el único que se movía.

Zaras se había arrastrado hasta Tehuti, que yacía junto al cadáver del toro. La acunaba entre sus brazos. Pude ver que ella también estaba aturdida y desconcertada.

Hui estaba arrodillado junto a Bekatha. Parecía que le daba miedo tocarla. Como guerrero, había luchado en muchos campos de batalla, pero ahora le aterrorizaba la sangre de la mujer que amaba. Ella sostenía contra el pecho su brazo roto y miraba a Hui como una niña buscando el consuelo de su amado padre.

Miré más allá de donde se encontraban y vi al Minos Supremo. Estaba de pie en la abertura de la caverna, contemplando las nubes de vapor de agua que habían arrasado el lugar donde antes estaba el monte Cronos. Sostenía el frágil cuerpo de su madre con las dos manos, por encima de su cabeza. Vi que el cráneo de la anciana estaba machacado y que tenía los ojos fuera de las órbitas. Había muerto aplastada por las rocas que habían caído del techo de la cueva.

—¿Por qué has hecho esto? Yo soy tu hijo, poderoso Cronos —bramó el Minos—. Mi madre era tu amante y tu esposa. ¿No podrías haber aceptado el sacrificio que te ofrecía y perdonarla?

Sabía que tenía que matarlo antes de que sembrara más mal sobre nuestro mundo. Esta vez sabía que acabaría con todos, con mis princesas, mis amigos, mis compañeros y conmigo.

Tensé el arco y disparé la flecha a través de la caverna. Alcanzó al Minos en el centro de su espalda. Traspasó su cuerpo; la sangre, negra, brotó del agujero que mi flecha había hecho en su coraza. Su hedor llenó el templo como el de los cuerpos en descomposición que han permanecido diez días al sol.

La fuerza del golpe de la flecha lanzó el cuerpo del Minos a través de la abertura en el muro de la caverna y desapareció de mi vista. El cadáver de su madre yacía donde había caído, como una pila de viejos trapos negros.

Subí a la barandilla de la terraza y me deslicé por las cortinas hasta el suelo. Corrí hacia el lugar donde estaba tumbada Bekatha. Desenganché la vaina de la espada de mi cinturón, me arrodillé junto a ella y le dije a Hui:

—Agárrala con fuerza. Esto le va a doler.

Ella lanzó un gemido cuando enderecé los huesos de su brazo roto. Empleé la vaina de la espada como tablilla para inmovilizarlos. Luego saqué una botella de vino de la bolsa que llevaba sujetada a la cadera y se la entregué a Hui.

—Dale todo el que quiera —le dije—. Es de las Cícladas, un vino demasiado exquisito para un rufián como tú.

Bekatha sonrió con una mueca de dolor y susurró:

—Hui es mi hombre. De ahora en adelante iré donde quiera que él vaya. Su casa es mi casa. Y el vino que bebo es para compartirlo con él.

Estaba orgulloso de ella.

Inspeccioné el templo y vi que las viragos que custodiaban el serrallo real habían huido. Pensé que todos los nobles minoicos se habrían ido con ellas, pero luego vi a Toran de pie junto a Zaras y Tehuti, rodeando con el brazo a Loxias.

—¿Queréis venir con nosotros, viejo amigo? —le pregunté.

Toran se tomó un momento antes de responder.

—Hoy, aquí, ha perecido el imperio minoico. Nunca volverá a levantarse. Esto fue profetizado hace quinientos años. —Su expresión era sombría, pero al cabo de un momento siguió hablando—: He perdido mi patria, pero Egipto ha perdido a su más poderoso aliado contra el azote de los hicsos. —Lanzó un suspiro—. Sin embargo, Loxias y yo iremos con vos a Tebas y la convertiremos en nuestra nueva patria.

—Zaras, Tehuti…, me da miedo preguntaros —dije, mientras me volvía hacia ellos.

No me sorprendió que fuera Tehuti quien hablara por los dos.

—Querido Taita, te amo a ti y a Egipto, pero quiero más a Zaras —dijo, sin más—. Si vuelvo contigo a Tebas, mi hermano tratará de casarme con otro rey loco de algún país bárbaro. He servido a mi faraón y a mi patria hasta el límite de mi deber. Ahora quiero ser libre para pasar el resto de mi vida junto al hombre que amo. —Cogió a Zaras de la mano—. Nos iremos con Hui y Bekatha y buscaremos un nuevo hogar en las tierras del norte, más allá del mar Jónico.

—Me gustaría acompañaros, pero no puedo —le dije—. Mi deber es estar con el faraón, en Tebas. Le diré que Bekatha y tú estáis muertas para que nunca os mande a buscar.

—Gracias, querido Taita —repuso ella y, antes de proseguir, vaciló—: Puede que un día, si los dioses son bondadosos, volvamos a vernos de nuevo.

—¡Tal vez! —dije.

—Voy a poner tu nombre a mi primer hijo —prometió.

Le di la espalda para ocultar las lágrimas que llenaban mis ojos. Luego subí las gradas de los bancos de piedra, que ahora estaban vacíos. Llegué a la abertura del muro de la caverna a través de la cual mi flecha había arrojado el cuerpo del Minos. Me coloqué en el borde del precipicio y miré cien metros más abajo, donde el cadáver yacía con las piernas separadas, sobre unas rocas, en medio de un charco de su sangre coagulada. Mi flecha sobresalía de su coraza de plata. El casco aún cubría su cabeza. No pude ver nada a través de los oscuros agujeros que parecían mirarme fijamente.

—¿Qué eras? —Hice la pregunta en voz alta, aunque en un susurro—. ¿Eras un hombre o un monstruo? ¿Un demonio o un pequeño dios? —Negué con la cabeza—. Rezo por no conocer nunca la respuesta.

El cuerpo de Pasifae, la madre del Minos, yacía a mis pies. Lo cogí y lo dejé caer por el precipicio. Cuando volví a mirar, yacían los dos juntos, con los brazos y las piernas obscenamente entrelazados como los de dos amantes y no como los de madre e hijo.

Me di la vuelta y me dirigí hacia la arena, donde estaban esperando mis niñas. Salimos del templo y recorrimos el laberinto hasta llegar al bosque donde habíamos dejado los caballos. Montamos y cabalgamos juntos como una familia por última vez. Subimos las laderas del monte Ida y, con las riendas al hombro, miramos hacia atrás para contemplar la bahía de Cnosos.

El monte Cronos había desaparecido, succionado de nuevo por las abismales profundidades del océano. Sólo las aguas turbias del mar hirviendo señalaban su tumba.

Entonces miramos al frente, hacia el lugar donde antes se levantaba el puerto de Krimad y vimos que los seis barcos de la flotilla habían sobrevivido al maremoto. Estaban anclados y seguros en alta mar, esperándonos.

A mi alrededor, todos gritaron de alegría y emoción, espoleando a sus caballos por el camino que cruzaba el bosque. Viajaban en parejas: el señor Toran con Loxias, Hui meciendo a Bekatha contra su pecho para proteger su brazo lesionado, y Zaras con Tehuti, que lo instaba a ir más deprisa.

Me quedé atrás y dejé que se fueran.

—Que sus viajes empiecen aquí y terminen para todos en las colinas de la felicidad —susurré.

Sin embargo, la alegría que sentía por ellos se vio atenuada por la melancolía que sentía por mí mismo: pobre y solitario Taita. Entonces oí una voz que podría haber sido sólo el viento de la tarde en las copas de los árboles.

—Tú nunca estarás solo, Taita, porque un corazón noble es el imán que atrae hacia sí el amor de los demás.

Miré a mi alrededor con emocionado asombro y pensé que la veía acercarse a mí por el bosque con su túnica y su capucha. Sin embargo, la luz se desvanecía y podría haberme confundido.